Crónica de un viaje a Camboya y Singapur 4 (Phom Penh y Siem Reap)

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Crónica de un viaje a Camboya y Singapur: Capítulo cuarto

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23 de marzo: PHNOM PENH, UNA PERLA QUE VUELVE A RELUCIR

Durante mucho tiempo a la capital de Camboya se la conoció como «La Perla de Asia». Dicha denominación fue P1120861retirada de todo uso cuando los Jemeres Rojos la transformaron en una ciudad fantasmagórica y triste, cubriendo de negro cualquier brillo que pudiera tener. Afortunadamente todos sus fantasmas fueron abandonando paulatinamente los distritos, calles y rincones hasta llegar a hoy donde parece que esta perla aún no ciega con su fulgor, pero que cada día, cada hora, cada minuto centellea para recordar al mundo que es capaz de resurgir de sus cenizas. Normalmente muchos viajeros prescinden de ella en sus itinerarios o le otorgan una mera función de escala para ir a Siem Reap o regresar de la ciudad más próxima a los fantásticos Templos de Angkor. Pero Phnom Penh, la capital que emergió de una colina sagrada a los pies del Tonlé Sap, tiene muchos motivos para ser un punto fuerte más de Camboya. Más allá de su etapa de infausto recuerdo posee grandes atractivos para quedarse y disfrutar de su rutina para nada ennegrecida.

El día anterior había visitado las huellas de uno de los mayores Genocidios de toda la Historia de la Humanidad junto al esplendor de un pasado no tan lejano como parece en la que fueron capaces de levantar los Palacios y Templos más suntuosos. Durante esta jornada de martes haría un recorrido variado que tocaría lugares sacros como Wat Phnom, el lugar donde nació esta ciudad tras una bella historia, Wat Ounalom, que es el baluarte del Budismo en Camboya, Mercados tradicionales donde uno se encuentra «de todo» por muy extraño que pueda parecer, para finalmente ver caer el Sol en una pequeña barca de madera surcando el Río Mekong y observar otros modos de vida en la orilla opuesta a la ciudad.

En este post pretendo dar a los futuros viajeros a Camboya más motivos para no pasar Phnom Penh por alto. Poderosas razones que estoy desgranando poco a poco entre el capítulo anterior y este que ahora comienza. Y es que le pese a quien le pese, la perla vuelve a relucir…

El martes, después de varias noches de no dormir pude hacerlo perfectamente sin necesidad de tener que madrugar, puesto que los planes que tenía para el día no eran de demasiadas exigencias. No lo requería para nada. Phnom Penh tiene para un par de días pero sin agarrotarse ni presionarse porque no dé tiempo a esto o lo otro. Si uno se organiza sí que da tiempo. Es Phnom Penh, no Roma. Y para haber descansado tan bien ayudó eso de tener un cuarto interior sin ventanas, que aisla a la perfección el ruido de la calle en la que no dejan de pasar motos y tuk tuks, y donde parece que la gente nunca se marcha sea la hora que sea. En ese sentido esta ciudad tiene cosas que me recuerdan a la India. Quizás el alboroto callejero, el caos del tráfico, los rickshaws o incluso los macacos vagabundos que trepan por muros y tejados.

WAT PHNOM, AQUÍ EMPEZÓ TODO

Como el desayuno no estaba incluído en el coste de la habitación decidí comprar algo de camino a Wat Phnom, el monumento más cercano que tenía del hotel. De hecho tan sólo existe una separación de un par de minutos entre ambos puntos. Y en medio hay varios bares y un 7Eleven de los muchos que se pueden encontrar en la ciudad. Entré al supermercado y por aproximadamente 1 dólar me costeé un improvisado desayuno de zumo y croissant antes de hacer malabarismos para de cruzar a pie esa rotonda infernal repleta de motos, coches y tuk tuks pasando sin cesar, con tal de llegar al parque de la colina, más conocido como Wat Phom. El truco es ir caminar por la carretera como si nada y confiar en la pericia de decenas de conductores con tendencia kamikaze y sin miedo alguno a atropellarte. Es decir, confiar en la suerte. Yo lo llamo cruzar a la siria, consistente en mirar al lado contrario por el que van los vehículos y esperar que nada suceda. Lo he hecho ya muchas veces y aún estoy vivo aunque eso no quita que sea carne de carretera.

Alrededor de la colina había multitud de niños vendiendo pajarillos enjaulados para probar la sensibilidad de los turistas que por 1 dólar los podían dejar libres, adivinos y adivinas de pacotilla, mendigos viendo pasar el tiempo, guías no oficiales, conductores de tuk tuk captando futuros clientes… Por haber había hasta un elefante bordeando la colina, una de las últimas atracciones que hacen que esto se haya convertido en lo que dice la Guía Lonely Planet de Camboya, «una especie de circo». Sin duda es mucha la parafernalia que rodea la colina de 27 metros que se considera Piedra Fundacional de la ciudad. Afortunadamente una vez traspasado el primer escalón de las escaleras que llevan hasta el santuario, se abandona el mundo circense para arribar a uno mucho más espiritual y mitológico que da significado a Phnom Penh. Porque de una forma u otra aquí empezó todo.

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En torno al año 1372 de nuestra Era una venerable anciana llamada Penh, encontró flotando en un tronco en el Río Mekong cuatro figuras de Buda. Para ella eso fue una señal divina por lo que buscó un lugar donde custodiar las P1120819esculturas. Lo hizo en lo alto de una colina muy próxima a su casa, levantando un humilde santuario. Con el tiempo, los lugareños terminaron llamando a este montículo de 27 metros de altura «La Colina de Penh». En lenguaje jemer «colina» o «montaña» se dice Phnom por lo que por primera vez aparece la denominación de Phnom Penh. Seis décadas más tarde de la construcción del santuario, el Rey Ponhea Yat, último monarca de Angkor, decidió que se levantara una nueva ciudad con funciones de capital en estas tierras. Conocedor de la historia de la abuela Penh extendió el nombre de la colina sagrada al incipiente Centro de poder político, administrativo y militar del Reino. Así nació Phnom Penh. Desde entonces a la colina en sí se la conoce como Wat Phnom (Wat = Pagoda, Phom = Colina, es decir «La Pagoda de la Colina») y representa el punto a partir del cual nació esta ciudad de agitada historia.

Cuando subí las escaleras hasta el tope del Wat Phnom accedí a un pequeño pero a la vez hermoso vihara («santuario» en jemer) repleto de figuras de Buda y con paredes, techos y columnas pintados con motivos religiosos de la vida de Siddharta Gautama e incluso con escenas más terrenales relacionadas con el baile y la música que se utilizaban en los festejos. Había apilados tantos objetos, ofrendas y esculturas que tan sólo tenía sitio para pasar en los laterales.

Mientras tanto la percusión de los músicos honrando a Buda resonaba entre las cuatro paredes del santuario regalando a los oídos de los que allí estábamos un momento verdaderamente solemne y emocionante, que hacía olvidar todo lo demás.

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Afuera hay más de una stupa, aunque la que más llama la atención es la que contiene los restos del Rey Ponhea Yat, último de Angkor además de fundador de la ciudad, y de varios miembros de su familia. Ésta es la más grande y se ve desde muchos ángulos de Phnom Penh, favorecido por la condición de la colina de 27 metros como el accidente geográfico más elevado en kilómetros a la redonda. También reclamó mi atención la figura sentada de un sabio vietnamita a la que le habían colocado gafas y al que no le dejaban de traer suculentos platos de comida que daban para un banquete. Hasta un pollo recién cocinado y con un aspecto estupendo. Nunca una estatuilla estuvo tan bien tratada en Phnom Penh…

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Encontré oportuno realizar un vídeo que resumiera en pocos minutos todo esto que os estoy contando de Wat Phnom, que debe estar en la lista de indiscutibles a visitar en la capital de Camboya.

 

EL MERCADO CENTRAL (PSAR THMEI)

En el último escalón que me llebaba de nuevo a la dimensión real de Phnom Penh apareció un conductor de Tuk Tuk que se ofreció a llevarme donde le dijera. To Psar Thmei, please – o lo que es lo mismo, al Mercado Central. Coste del trayecto: 1 dólar. Por lo que vi hacer a los demás y por experiencia propia, un trayecto en rickshaw no muy largo por el centro de la ciudad cuesta un dólar y si hay que ir algo más lejos dos. Más que eso era improbable salvo que después el conductor se quede esperándote para llevarte a otro sitio o haya que viajar mucho más lejos como a Choeung Ek, que está totalmente fuera de la ciudad. Por tanto, en un trayecto simple sin esperas ni nada se debe pagar 1$ ó 2$, ese es el baremo que hay que tener en cuenta.

A los pocos minutos de iniciar la marcha avistamos un vasto edificio de color amarillo y rematado con una gigantesca cúpula que sobresale entre todo lo demás. Acabábamos de llegar al Mercado Central (Psar Thmey en jemer), el principal de la ciudad que crece tanto en el interior como en el exterior del estrambótico complejo circular erigido en los años treinta, en plena época colonial francesa. No cabe duda que este es uno de los lugares más característicos de la ciudad, y es que es en los Mercados donde más se puede aprender de la gente, de una cultura, de una forma de vida determinada.

Me perdí entre las hileras de puestos con infinita mercadotecnia turística camboyana en la que por 5 dólares se pueden comprar como mínimo un par de camisetas. Aún así, a sabiendas que es un lugar bien recomendado, hay ciertos objetos que tienen un tanto inflado su coste. Por eso para temas de ropa y souvenirs yo recomendaría otro mercado que está algo más lejos y al cual iría inmediatamente a este, Psar Toul Tom Pong. Pero no por eso dejaría de visitar el Mercado Central, un laberinto de compra y venta de todo lo imaginable…e inimaginable.

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En lo que se refiere a lo inimaginable no puedo dejar de destacar un humilde puesto de alimentos para nada ordinarios. Varias mujeres custodiaban unos sacos blancos con un contenido por el que los occidentales no pelearían nunca por hacerse con él. Sobre todo cuando estos eslabones básicos de la gastronomía jemer pasan por tener patas alargadas a la vez que estrechas y tejer telarañas…

Mejor lo explico con un video, ¿no?

Arañas, escarabajos, cucharachas, ranitas secas y huevos de algún bicho del que es mejor no saber. Esas eran las P1120831«delicias jemeres» que se apilaban en cada uno de los sacos y que aquellas mujeres vendían como si fueran almendras, nueces o pipas de calabaza. En varios de los países que conforman el Sudeste Asiático no se hacen ascos a los insectos, tratados en algunos casos como crujientes manjares. Camboya es un verdadero filón para quienes gustan de saborear bicharracos de diversa índole. Por ejemplo, en la provincia de Kompong Cham se estila mucho la araña o la tarántula frita que se caza en los agujeros que éstas realizan en el suelo de profundos bosques para después ser llevadas a la mesa. Así que en una ciudad principal como es Phnom Penh no puede faltar la mejor variedad de arácnidos obtenidos en territorio nacional. ¿Y sabéis que es lo peor de todo? Que las arañas no era el contenido con peor aspecto de lo que ofrecían las sonrientes vendedoras. Aunque sí lo que más llamaba la atención.

Hay quien dice que la tradición de comer arañas y otros insectos es algo que se remonta casi al origen de los pueblos que moraban aquellas tierras desde el principio. Y es probable que tengan razón. Aunque también puede ser válida la teoría que dice que durante los años que gobernaron en Camboya los Jemeres Rojos se pasó tantísimo hambre, que no quedó más remedio que recurrir a estas pequeñas inmundicias. Sea como sea… ¡Buen provecho!

Lo de la gastronomía de los artrópodos es simplemente un pequeño detalle de lo mucho que se puede encontrar en Psar Thmei, el mercado de los mercados en Phnom Penh. Lo mismo te venden un reloj, que un móvil, que un kilo de pescado o un pollo con moscas listo para meter al horno…

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Recorriendo los pasillos donde las verduras, la carne y el pescado se despachaban que daba gusto, abracé un sinfín de colores y olores que conformaban una atmósfera al aire libre desecada por el calor. El golpe de los afilados cuchillos sobre la tablas donde las gallinas eran descabezadas, el agua de los cubos echada sobre los peces para que no se secaran , el rechinar de una balanza romana que se utilizaba para pesar la fruta o el fuego de los fogones donde se cocinaba el género que acudía allí a comer se mezclaban como un todo dentro de mis oídos.

La práctica totalidad de las mujeres llevaban puesto en la cabeza el característico pañuelo jemer de cuadros blancos y rojos, el kroma. Este es un símbolo identificativo de la nación camboyana que utilizan mayoritariamente las mujeres, pero que los hombres también lo llevan con distintos propósitos. Si hay que cubrirse del Sol, un kroma. Si se necesita un pareo, un kroma (también para los hombres). Si hay que limpiarse las manos, un kroma. Este pañuelo sirve para todo y ni su imposición por parte de los jemeres rojos en la Dictadura del Terror del 75 al 79 ha conseguido que deje de ser una insignia de orgullo patrio presente a lo largo y ancho del país.

RUMBO AL MERCADO RUSO

Vagabundeé durante un buen rato más por el Mercado Central e incluso me hice con un par de camisetas con el dibujo de los carteles de «Peligro Minas» que todavía se ven en muchos lugares de Camboya. Pero, con objeto de ver mejor artesanía y mejores precios, busqué quien me llevara al Mercado de Toul Tom Pong, más conocido como el mercado ruso. Al estar un tanto alejado de donde estábamos me pidieron incluso 6 dólares por ir en tuk tuk, pero después de negarme en rotundo e incluso marcharme de la negociación apareció un tipo que me dijo que aceptaría los 2 dólares que había propuesto en un principio. Trato hecho y rumbo al siguiente mercado…

Fue un viaje clásico en tuk tuk (claxons, olor a humo, conducción loca) con la añadidura de hacer mucho más calor que el día anterior. Cuando estábamos a punto de llegar al Mercado observé a mi derecha un templo gigantesco que P1120850me llamó poderosamente la atención. Ni los mapas de la ciudad ni las guías recogían que allí se levantara un edificio de semejante calado. Le pregunté al conductor el nombre del templo y me contestó que tenía el mismo que el del mercado, es decir, Toul Tom Pong. En ese momento le pedí se detuviese y tras darle los 2 dólares de rigor me bajé del tuk tuk para dirigirme hacia una de las puertas que se abrían en una muralla vieja por donde supuse se podía entrar al templo. Me encontré con la sorpresa de el hermoso edificio que había provocado mi marcha repentina compartía espacio con un colegio, cuyos pupilos correteaban descalzos en el patio. Me miraron con extrañeza como preguntándose qué demonios hacía allí un turista occidental. No parecían estar acostumbrados a ver extranjeros, algo normal teniendo en cuenta de que la ese lugar no aparece reflejado en ninguna parte.

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La fachada del templo en cuestión respondía al cien por cien el estilo propio de la Arquitectura Jemer con formas ya vistas en el Conjunto de Palacio Real y Pagoda de Plata. Aunque su estado de conservación y limpieza dejaba mucho que desear. Los cascotes en el suelo y la basura acumulada mostraban la decadencia de un lugar completamente olvidado. Las puertas estaban cerradas a cal y canto, por lo que mi gozo quedó en un pozo por no poder ver el interior. Encontré algunos monjes memorizando algo que leían en un libro y otros simplemente tirados en el suelo como si fuesen vagabundos. Muchos de ellos estaban escuálidos y es que en este caso era evidente que los límites de la mendicidad y el sacerdocio se confundían totalmente.

Digamos que aquel templo era un tesoro abandonado a su suerte como muchos que debe haber repartidos por todo el país y para los que no hay fondos. Aún así su estructura imponente y monumental hizo que valiera la pena detenerse ante él para después ir caminando hasta el Mercado de Toul Tom Pong, que era lo que en realidad iba a visitar en un principio.

Los pasillos del mercado ruso, que no tiene nada que ver con Rusia ni los rusos, estaban bastante oscuros ya que por arriba estaban soldados para evitar tener que cerrar durante los monzones, cuando llueve un día sí y otro también. Lo tenían todo separado por secciones no especificadas en ningún sitio (alimentación, ropa, droguería, etc..) como en Psar Thmei, pero había una mayor dedicación a los objetos de arte y antigüedades, en las que también dejaban espacio para los souvenirs. Marionetas, figuras gigantes de Buda, estatuíllas en piedra de Shiva, armas blancas de decoración y, sobre todo, láminas y pinturas representando escenas de la Camboya más rural o de los asombrosos Templos de Angkor. Tenían dibujos que eran verdaderas obras de arte. Me hubiera llevado todos, aunque tuve que conformarme con traer un par de tablas y alguna que otra lámina. No acostumbro a comprar regalos, pero reconozco que aquí me hice con unos cuantos. Era el sitio idóneo para ello.

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ROLLITOS DE PRIMAVERA Y MODORRA

Las compras se alargaron hasta bien entrada la hora de comer. Cuando quise darme cuenta me fijé que el estómago se estaba comunicando conmigo mismo. Así que para cerrarle la boca me di un rodeo por los aledaños del mercado y buscar algún sitio, pero como no encontré nada convincente terminé tomando un tuk tuk a Sisowath Quay (precio: 2$), muy cerca de Wat Ounalom, donde tantos bares y restaurantes había visto el día anterior. Entré casi por casualidad en el Anjali Bar & Restaurant (nº 273) y terminé comiendo, entre otras cosas, los mejores rollitos de primavera de mi vida. No sé que tendrían pero eran para chuparse los dedos. Realmente deliciosos. Tomé nota de este lugar donde la comida y el trato fueron excelentes. Ya sabía dónde podía cenar o regresar el penúltimo día de viaje cuando tenía previsto pasar una tarde-noche en Phnom Penh y terminar el periplo camboyano. Lamentablemente por unas cosas u otras no regresaría nunca. Pero no por ello dejaría de recomendarlo.

Eran las tres y pico de la tarde y fuera hacía un bochorno imposible. Si le sumamos una buena comida contaba con los ingredentes idóneos para quedarme amodorrado, por no decir traspuesto, en la mesa. Traté de poner algo de mi parte y no caer en los brazos de Morfeo como un pobre anciano con falta de riego que se queda dormido a las primeras de cambio en plena partida de mus. Así que pagué y me levanté para ir hasta Wat Ounalom, aprovechando que lo tenía a dos minutos escasos. Fue un «ardiente trayecto» en los que no me hubiera extrañado ver a alguien friendo huevos sobre el capó de su coche.

WAT OUNALOM CON CUARENTA GRADOS A LA SOMBRA

El conjunto de pabellones, stupas y estatuas de Wat Ounalom parecía una ciudad fantasma, sin un alma que vagara si quiera por cualquiera de sus rincones. Todas las puertas permanecían cerradas a cal y canto. El único signo de presencia humana no pasaba de algunas túnicas secándose a un Sol que lo que hacía era abrasar. Me temí, con razón, que había escogido la peor hora posible para visitar la Sede principal de Budismo en Camboya. Wat Ounalom fue fundado en el Siglo XV aunque ha sido «tocado» en incontables ocasiones, sobre todo en los años de Pol Pot, cuando muchos de los sacerdotes que allí residían fueron asesinados y las instalaciones seriamente dañadas. Actualmente reside allí el líder o patriarca del budismo camboyano junto a centenares de monjes.

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En Wat Ounalom se custodia una reliquia de Buda. Más concretamente un pelo de sus cejas guardado celosamente en P1120869el interior de la principal estupa de este importantísimo complejo religioso. Por supuesto que ni el santuario ni la ceja pude ver aquel día. Aunque sí tuve la fortuna de encontrarme después de un buen rato con un hombre que dormitaba a la sombra de lo que parecía una tumba, y que me abrió la puerta de un pequeño altar donde había un Buda de color negro con flores y otras ofrendas. Me pidió que me sentara con él, estuvo rezando unos minutos y encendió incienso que a su vez me pidió yo le ofreciera a la figura que teníamos delante. Incluso el hombre pareció dedicarme sus rezos, y como muestra me echó encima un poco de agua. Estuvo hablando conmigo en jemer durante cerca de diez minutos como si yo le estuviera comprendiendo. Pero vaya, le ponía tanto empeño que le asentí en todo lo que dijo como si nada. Otra cosa no, pero doy fe que el hombre se fue contento con su discurso.

Aunque lo que no tuve fue un discurso que soliviantara el horrible calor que estaba pasando. Hubo un momento en el que vi que no podía hacer nada más hasta que bajara un poco el Sol por lo que no insistí más en mi empeño de recorrer Phnom Penh de arriba a abajo y decidí irme un rato a la habitación a descansar. Una dosis de cama y aire acondicionado, y estaría como nuevo.

Me fui en moto hasta el hotel (1$) y me eché una siesta que creí más que necesaria. Así hasta las cinco de la tarde en que rompí mi letargo para aprovechar los últimos noventa minutos de luz, ya con una temperatura más suave y sin peligro de achicharramiento. Aún me quedaba algo por hacer en Phnom Penh y era el momento justo…

ATARDECER EN EL MEKONG A BORDO DE UNA BARCA

La calle donde estaba el hotel en que estaba alojado (Nº 90 que sale de Wat Phnom) daba al Río Tonlé Sap y a la continuación del paseo que comienza mucho antes incluso del Palacio Real. Apenas a unos metros estaba lo que parecía un embarcadero porque amarrados en la orilla había lo menos quince o veinte barcos de madera. Unos más modernos que otros, aunque mayoritariamente eran embarcaciones viejas. Mi intención era poder montar en uno de P1120876estos barcos para surcar el Tonlé Sap y atravesar ese límite que lo une con el Gran Río Mekong. Y supuse que en el embarcadero podía contratar alguna excursión o similar con la que cumplir este propósito. Bajé por unas escalinatas hasta la tierra donde estaban aparcados los barcos y rápidamente vi a un grupo de extranjeros alemanes que se subía a uno de ellos. Fui a preguntar a la persona que les estaba ayudando a subir a bordo si podía hacer una ruta de mínimo una hora por el Mekong. Me preguntó si no me importaba hacerla en su barca, que era más pequeña y humilde que las que se ofrecen en estas situaciones. No encontré problema alguno. Al contrario, prefería ir en una embarcación como aquella que era la tradicional alargada y estrecha que se ve normalmente surcar las aguas sudasiáticas por parte de los pescadores. Acordamos un precio de 12 dólares, que no conseguí bajar por mucho que lo intentara, y en menos de un minuto estábamos en marcha.

La brisa del Tonlé Sap remató los últimos resquicios de todo calor existente. A fuerza de motor fuimos avanzando mientras a nuestra derecha se nos desplegaban imágenes de Sisowath Quay y algunos niños se tiraban al agua para hacer intentos vanos de alcanzarnos. Las banderas de los distintos países del mundo fueron avisándonos de la presencia de las stupas y tejados de Wat Ounalom o del regio complejo de Palacio y Pagoda de Plata, que mostraron su soberbia esbeltez ante nosotros, aunque aún esperábamos un descenso mayor del Sol que a la vuelta de la ruta en barco nos proporcionaría inmensas panorámicas. Las mejores de Phnom Penh.

Pero antes del ocaso recibiría una grata sorpresa. El conductor del barco viró repentinamente a la izquierda para tocar por fín el Mekong y no sólo eso, abrazar la orilla opuesta a Phnom Penh, Sisowath Quay y su Palacio. Desde lejos como estábamos no se apreciaba un solo edificio. Era como si al otro lado del río dejara de existir la capital política y económica de Camboya.

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La cuestión fue que medida que nos fuimos acercando pudimos ir viendo más clara la presencia de chozas de madera. Parecía un poblado aislado del mundo moderno. Unos metros más adelante se fueron despejando las dudas. Sus casas estaban apoyadas sobre…¡el agua! El hombre me explicó que todo aquello hacia donde nos dirigíamos era una aldea flotante habitada por vietnamitas.

Siempre ha habido en Camboya inmigración procedente de Vietnam. Hubo un parón durante la Dictadura de los Jemeres rojos pero después volvió a crecer la llegada de vietnamitas que viajaron desde el Delta del Mekong en sencillas barcas de pesca. La imposibilidad durante mucho tiempo de adquirir tierras obligó a estos a ingeniárselas P1120893para vivir en embarcaciones y más tarde en casas flotantes separadas del suelo firme. Una vez desaparecieron las leyes restrictivas con la compra de tierras, muchos inmigrantes abandonaron «el agua», pero otros cuantos decidieron quedarse en el lugar donde habían vivido varias generaciones. Ya se estaban adaptado totalmente a vivir sobre los ríos y lagos camboyanos por lo que no abandonarían así como así sus diminutos imperios flotantes. Aunque cada vez menos, en la actualidad se pueden ver este tipo de viviendas. Es bien conocida la Aldea Flotante de Chong Kneas en el Lago Tonlé Sap, a pocos kilómetros de Siem Reap, por ser probablemente la más grande. Pero desconocía totalmente que a varios centenares de metros del Palacio Real de Phnom Penh, en la orilla opuesta, hubiera una pequeña aldea flotante donde la vida no parece haber cambiado en absoluto desde que llegaran los primeros inmigrantes vietnamitas.

Las casas estaban levantadas sobre pilares de madera. Había botes amarrados a las mismas, que no son sólo sus medios de transporte habituales sino también sus puestos de trabajo. Porque la dedicación de sus gentes está relacionada con la pesca casi al 100%. Cada uno estaba liado a sus quehaceres, pero no por ello obviaron el dedicarnos una amplia sonrisa mientras íbamos pasando muy despacio junto a ellos, invadiendo sus pequeños «grandes» mundos durante un corto espacio de tiempo.

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Aquel fue uno de los más evocadores escenarios que había tenido la suerte de disfrutar durante el viaje. Siempre busco los contrastes, lo que choque de raíz con la rutina y lo puramente convencional. Odio esa palabra, convencional. Y en esa aldea cuyo nombre ni sé ni me importa, encontré el mejor contrapunto posible. El paraíso de la sencillez.

He aquí un pequeño vídeo tomado desde la barca:

Dejamos atrás la aldea para acudir a disfrutar de los últimos trazos un Sol liviano que bañaba las negras siluetas de los pabellones del Palacio Real.

De vez en cuando se nos colaban en la escena grupos de pescadores faenando con sus redes en pleno atardecer.

El Mekong, al igual que el Tonlé Sap, son ríos repletos de vida. Yo diría que son teatros en los que cada día se representa una función.

Terminé el tour acuático con una sonrisa en los labios que no se me quitó hasta que me fui a dormir. Incluso creo que en mis sueños tampoco se me retiró el gesto de felicidad de mi cara.

Antes de regresar al hotel me encontré con un grupo de espontáneos haciendo aerobic en plena calle. Hombres y mujeres sin complejos siguiendo el ritmo de un chaval con un peculiar pantalón color verde que completaba una estudiada coreografía. Mientras tanto los espectadores miraban sin evitar acompañar el ritmo con sus manos. Música con ruido de tuk tuks. Phnom Penh es eso precisamente.

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Última noche en la capital de Camboya a la espera de una nueva etapa que estaba a punto de comenzar. Angkor estaba cada vez más cerca. Casi lo tocaba con la punta de los dedos…

24 de marzo: WELCOME MISTER SELE

¡Cómo me gusta apurar en la cama hasta el final! No puedo remediarlo. El miércoles en que debía partir a Siem Reap el madrugón parecía ser más fuerte que yo. Ya había sonado el despertador y faltando quince minutos para bajar a la calle donde me supuestamente me debía esperar un rickshaw a las siete de la mañana, no me había ni levantado. Así ocurre siempre, que voy tan aprisa que con tanto sueño no me entero ni de que respiro. En esos momentos soy capaz de ponerme la camiseta del revés o peinarme con el teléfono móvil. Y si me descuido, de marcharme tan campante sin la mochila. Afortunadamente no fue el caso aquel día y bajé «hecho y derecho» a mi hora, perfectamente dispuesto a iniciar una nueva jornada viajera en la que tocaba cambiar de escenario. En prácticamente todos los casos en que contratas unos billetes de autobús en un hotel de Camboya, ellos se ocupan de llevarte al punto exacto en el que sale éste. Se puede decir que es un servicio de valor añadido que puede justificar el no molestarte en ir tú mismo a las oficinas de la compañía en cuestión.

RUMBO A SIEM REAP

En realidad el lugar de salida del bus estaba muy próximo al hotel. Yo diría que no nos llevó ni cinco minutos de trayecto en el tuk tuk. Allí ya había público, algún turista que otro, aunque camboyanos en mayor medida. Tampoco faltaron un par de monos vagabundos recostados sobre el un toldo. Lo normal, vaya. Dejé mi equipaje en la bodega del autocar. Y junto a éste entró de todo. Desde sacos de grano, a electrodomésticos e incluso un par de motocicletas. Faltó meter un par de cabras para ser más originales, pero no fue necesario porque no quedó hueco ni para un simple botón. Alrededor del vehículo estaba dispuesta toda clase de gente. Parecía un mercadillo en la que se aprovechaba a vender tissues, bollería, el periódico del día (anterior) y un largo etcétera de productos para quienes en en breve saldríamos directos a Siem Reap. Algo que haríamos con puntualidad suiza. Perfecto.

El autocar era moderno y bastante cómodo. Nada anormal en absoluto salvo la dichosa manía camboyana de poner la televisión a un volumen bastante elevado con música horrible de karaoke. Estas canciones, muy populares en el país, son petardas a más no poder con coreografías que rozan el ridículo. Las ponen en todas partes, no sólo en los buses. Al entrar a tiendas, en los taxis, en los bares… Nadie que viaje a Camboya se libra de escuchar (y visionar) los vídeos musicales más infumables que se han visto desde que a Jesulín de Ubrique le diera por sacar un disco.

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Afortunadamente pude abstraerme de toda esa matraca contemplando el paisaje campestre clásico de Camboya, absolutamente llano, con palmeras larguísimas apuntando al cielo, casas de madera desperdigadas sosteniéndose sobre pilares, verdes campos donde se cultiva el arroz y carros tirados por bueyes cruzando tranquilamente por la carretera. De vez en cuando se dejaba ver algún templo budista donde desde el autocar se apreciaban puntitos naranjas recostados sobre las escalinatas. La Camboya más rural te enamora nada más verla.

En un trayecto de cinco horas y media dio tiempo para todo. Además de mirar por la ventana e irme quedando con detalles de las escenas que se presentaban a nuestro paso, aproveché para ir empapándome de un libro de arte titulado «Los Tesoros de Angkor», de Marilia Albanese, publicado en España por la Editorial Libsa (serie Guías de Arte y Viajes). Con él me hice una composición histórica y artística más precisa de los Templos de Angkor, que sin duda iban a ser el núcleo del viaje. Probablemente el motivo mayor de estar en Camboya en esos momentos. Son tantos que creí bueno seleccionar lo que deseaba ver para adecuarlo con los días con los que contaba. Así que leí sobre los más importantes además de contextualizar históricamente un período esplendoroso en todos los sentidos. No veía el momento de estar allí… Aunque aún debía esperar un poco más.

A mitad de camino hicimos una parada para estirar las piernas y comer algo quien quisiera. Fue en lo que no llegaba a ser ni una aldea minúscula en un lugar perdido de Camboya. Una carretera recta y estrecha flanqueada por exóticos palmerales, arena rojiza que se colaba en el asfalto y alguna vivienda de madera más que particular. Por allí pasaban chiquillos en bicicleta y alguna que otra moto. Nada más. Compré un par de refrescos y algo de picar por menos de un dólar. El resto del tiempo lo utilicé para caminar por la arena y observar un poco lo que teníamos alrededor.

La otra mitad del trayecto se me pasó rapidísima. No terminé ni siquiera de rematar el libro de Angkor cuando se detuvo la música del karaoke y accedimos a lo que ya no parecía un simple pueblo. Era la una en punto de la tarde y ya estábamos en Siem Reap (que para el que no lo sepa significa «Siam derrotado». ). Habíamos tardado exactamente el tiempo previsto, 5 horas y 30 minutos. Abajo en la pequeña Estación de Paramount sabía que me esperaba alguien, un conductor de tuk tuk que el recepcionista del Me Mates Place de Phnom Penh me había dicho que iría a recogerme para llevarme a mi hotel en la ciudad. Y ahí estaba el chaval, sosteniendo con sus dos manos una hoja donde había escrito lo siguiente: «Welcome Mr Sele. From Phnom Penh». No pude evitar reirme cuando lo ví y tomar una foto de ese momento «Bienvenido Mister Sele». Se presentó como Alex, aunque las equis y las eses las pronunciaba como Mariano Rajoy, y más de una vez le acabaría llamando sin querer Alessshh. Curioso nombre jemer – pensé al principio. Ingenuo de mí.

Nos fuimos en su tuk tuk rojo dirección al hotel que había reservado en internet para mi estancia en Siem Reap durante cuatro días, el Mekong Angkor Palace, que estaba a unos diez minutos del punto en el que nos había dejado el autocar de Paramount. Presentía, porque era mi intención, que aquel sería el medio de transporte para toda esa fase del viaje que estaba iniciando. Tenía totalmente claro que me iba a mover en rickshaw tanto para recorrer los templos de Angkor como para otras posibles excursiones en la zona. Es un medio eficaz, económico y fresco, sobre todo en la época seca en el que el calor te quita de la cabeza otras posibles opciones (hay quien se hace rutas en bicicleta cuando el clima permite darse un respiro). Cuando llegáramos al hotel le comentaría mis planes a Alex y si estaba de acuerdo, negociaríamos un precio para todo lo que quería hacer, que no era poco. Antes atravesamos Siem Reap, que a la carrera me estaba pareciendo una ciudad hecha por y para el turismo. Y me temo que no estaba equivocado.

Llegamos al Mekong Angkor Palace y Alex me acompañó a hacer el check-in. La gente que me atendió me trató con suma amabilidad. Tanta que me ruborizaba. El hotel tenía muy buena pinta a primera vista, aunque más la tenía la habitación, que era grande, bien equipada y con una cristalera inmensa que daba a la piscina. Me costaría 17 dólares por día, que pienso es asequible, y más teniendo en cuenta que era una habitación doble, ya que como he dicho otras veces, en esos lares no se estila mucho eso de habitación individual para uso de una persona. Restaurante, wi-fi en todo el hotel, la piscina ya mencionada y un servicio extraordinario que lograron que me sintiera como si estuviera en mi casa. En lo que a calidad/precio se refiere, puedo decir que este fue el mejor hotel en el que estuve en Camboya. Tampoco es que sea una persona super exigente que me fije en mil detalles. Simplemente no me cuesta nada valorar los lugares en que me he sentido confortable y la gente me ha dispensado un buen trato.

Una vez dejé el equipaje en la habitación me senté con Alex para contarle mis planes y si podía adecuarse a lo que necesitaba. Le propuse se convirtiera en mi medio de transporte a partir de ese misma tarde y durante los tres días sucesivos. Es decir, cuatro días en total. Y sería para comenzar en poco más de una hora para ir a la aldea flotante de Chong Kneas, en el Lago Tonlé Sap. El resto sería para tres jornadas completas recorriendo los templos de Angkor, dos de ellos a sabiendas de que estaban más lejos del núcleo principal (Banteay Srei y, sobre todo, Beng Mealea). Desplegamos incluso un mapa de los templos y planteamos un recorrido más o menos lógico para esos días. Él además aportó el conocimiento de lugares de los que yo no había oído hablar, y me parecieron bien sus razonamientos. Acabó saliendo en un momento un planning que a todas luces colmaba todas mis expectativas. Yo sólo le pedí que fuera puntual, que habría que madrugar (sobre todo el primer día de los templos) y que no me llevara a comprar souvenirs como acostumbran a hacer. Respecto a la negociación del precio empezó tirando por lo alto y acabamos cerrándolo en 80 dólares por los cuatro días más una propina en función de cómo lo hiciera. Creo que 20$ por día fue un acuerdo bueno para ambos. Y más teniendo en cuenta que en un tuk tuk caben cuatro como mínimo e iría yo solo en él. Acordamos vernos en hora y cuarto para realizar la primera excursión.

Pedí la comida en el restaurante y mientras la estuvieron preparando me estuve dando un baño en la piscina. Fue sumamente reconfortante poder disfrutar de un chapuzón con el calor que estaba cayendo. Nada más secarme tenía en la mesa lo que había pedido, e incluso tuve aún tiempo después para conectarme un rato a internet y escribir algún que otro e-mail. Me faltó fumarme un puro para parecer un señor mayor.

EL LAGO TONLÉ SAP Y SUS CIUDADES-PALAFITO

Puntual como un reloj apareció Alex con su tuk tuk. Nuestro destino era el Lago Tonlé Sap, a 16 km de Siem Reap, donde trataría de hacer un viaje en barco a la gran aldea flotande de Chong Kneas. Alex me avisó que esa actividad era de gestión privada y que su coste era bastante elevado. En Camboya muchas actividades turísticas están controladas por grandes compañías que se aprovechan de los recursos de los turistas y que no reinvierten apenas nada en el mantenimiento y conservación de los lugares en cuestión. Eso mismo ocurre con los templos de Angkor, que sirven para hacer ricos a muy pocos, cuando Camboya es un país en el que hay gente que se muere de hambre. Me extrañaba que no pudiera contratar directamente a un señor que tuviera su barco y me quisiera dar una vuelta, tal y como había hecho en Phnom Penh el día anterior. Por lo que Alex me dijo y por lo que puede confirmar después personalmente, era no se podía hacer en Chong Kneas.

Durante el camino al Tonlé Sap cubrimos paisajes espectaculares y muy ricos, mucho más verdes que los que había podido ver en el autocar en el viaje desde Phnom Penh. Había numerosas casas levantadas sobre canales casi secos que proceden de las aguas del Lago. En esta temporada en la que aún quedaba lejos el Monzón, los niveles de agua estaban muy bajos. Había infinidad de terreno llano que Alex me dijo pertenecían al Gran Lago Tonlé Sap durante la época de lluvias. Incluso algún barco sobre la hierba corroboraba la evidente sequía de marzo, probablemente uno de los meses más calurosos en ese área del Sudeste Asiático. En menos de noventa días todo lo que alcanzaba nuestra vista estaría totalmente cubierto de agua porque el Tonlé Sap casi duplica su extensión con la crecida del Río Mekong, que no es capaz de absorber lo que los Monzones descargan en su cuenca. Digamos que el Lago es una reserva de agua que el propio Mekong se fabrica para cuando no da más de sí. Este fenómeno de retirada del agua a contracorriente sólo se produce en este río asiático y en el Nilo. Las consecuencias son muy positivas porque la tierra se vuelve más fértil y las posibilidades para la pesca son mucho mayores. El monzón trae alegría a mucha gente que se aprovecha de esta circunstancia. Por eso no es de extrañar que muchos hayan decidido vivir todo el año «sobre el agua».

Chong Kneas es la aldea flotante por antonomasia, quizás por ser una de las más grandes y más aún por estar cerca de Siem Reap, donde probablemente esté alojado el 90% del turismo que visita Camboya. Como he dicho más arriba, su visita es de gestión privada por lo que Alex tuvo que parar en una especie de taquillas donde apareció un señor malhumorado a recibirme y pedirme…40 dólares. No os imagináis la cara que le puse. Me estaba pidiendo lo que valen dos entradas de día en Angkor para dar una vuelta en barco durante hora y media. Le dije que era imposible que costara eso y me acerqué a la taquilla para hablar personalmente con quienes estaban allí. El hombre me siguió y les hizo un gesto de sobra conocido por ellos. No hacían tickets al uso sino que escribían una especie de recibo que había que darles a los taquilleros. Era algo así como «cóbrales esto que te pongo» sin seguridad alguna de que sea así realmente. Les dije que claro que quería ver Chong Kneas, pero no a cualquier precio. Ellos me explicaron que yendo yo solo no tenía otro remedio si quería visitar el pueblo. En ese momento se bajó de un tuk tuk una pareja de alemanes y les pedí si podía unirme a ellos en el barco. Aceptaron y entonces el hombre «de la organización» se cogió un cabreo tremendo. Me dijo, con toda la cara dura del mundo, que no podía unirme a la gente. Y yo, que era libre de unirme a quien me diera la gana. Les pusieron a los chicos un precio elevado, pero ya no eran 40 por persona, eran 20 dólares. Fue entonces cuando les dije a la cara que «O quince dólares o nos vamos». Se hizo el silencio, que duró hasta que alguien escribió a bolígrafo nuestro ticket donde ponía la cifra de 15$. En resumen, más que un sitio serio parecía un mercadillo donde te daban los precios que les salía de las narices. (Estáis avisados. Si queréis ir, negociar, y si hace falta uniros a más gente)

Los alemanes y yo nos subimos a un barco azul donde un chico joven en inglés nos fue explicando las particularidades del Lago y de las poblaciones que se asientan sobre él. A través de lo que parecía un río de agua chocolateada, propia de la época seca en que no hay mucho caudal, se fueron desplegando casas de madera sobre pilares e incluso algún que otro pescador que estaba de pie con su red preparada para hacerse con la cena de esa noche. El chaval nos contó que la gente que vive sobre el Tonlé Sap, de etnia vietnamita, es realmente pobre y que poco o nada ven de la los tickets que se pagan para visitarlos.

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De repente el río desapareció para abrirse en un gigantesco lado del que no apreciábamos sus límites. La sensación era de estar en el mar. Y es que tanto en época seca como en monzón, el Tonlé Sap es el mayor Lago de agua dulce del Sudeste asiático. Más al fondo, nada cerca de la orilla, vimos un buen grupo casas-barco, verdaderos palafitos en los que hace su día a día muchísima gente, que se ha acostumbrado a vivir sobre el agua.

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Tenían allí dispuestas piscifactorías, tiendas, huertos e incluso una iglesia. Muchos de los habitantes de Chong Kneas son cristianos, aunque también existe una comunidad musulmana. En fin, que todo aquello era una verdadera ciudad flotante donde sorprende incluso que llegue la televisión, porque gran parte de las viviendas cuentan con antena parabólica.

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El medio de transporte en Chong Kneas, así como en todas las aldeas flotantes que hubiera, no podría ser otro que el barco. Algunos a motor, pero la mayoría de los que vimos eran más bien humildes canoas empujadas a base de remar.

Nuestra barca se detuvo en una pequeña tienda regentada por una familia a quienes les compramos algunas chucherías y lápices para los niños.

El paisaje de ciudad-palafito de Chong Kneas me estaba gustando bastante, pero hubiera preferido poder estar más próximos a la gente, charlar con ellos sin tantas prisas. Como si todo estuviera muy restringido a los horarios estipulados. Es una lástima que un lugar tan hermoso tenga tantos visos de convertirse en una feria para el turismo.

Nos llevaron después a un palafito que servía de comercio y bar,  y que por tener, tenía una piscifactoría e incluso una granja de fieros cocodrilos.

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Este debía ser un receptorio clásico para atraer turismo, aunque de lo poco que debía haber para tomarse un refresco o una cerveza y observar plácidamente el entorno mágico que nos rodeaba.

Al ver que había varios extranjeros caminando en la cubierta de madera de aquella vivienda multiusos, comenzaron a aparecer canoas por todas partes. Casi todas ellas estaban comandadas por mujeres. Unas te vendían plátanos, otras pulseras y collares, e incluso nada, simplemente utilizaban la socorrida frase de «One dollar, please». Preferí quedarme con unos pequeñines muy particulares que jugueteaban con una enorme serpiente (algo sumamente lógico, ¿no es cierto?) y a quienes les regalé lapiceros para que pudieran dibujar. Lamentablemente un simple lápiz y un simple folio son cosas que en muchos lugares del mundo los niños lo ven como un imposible.

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La próxima parada en Chong Kneas fue una escuela, en la que muchos de sus alumnos de corta edad acababan de terminar su clase, y donde compartí todos los lapiceros que había comprado a nuestra entrada a la aldea. Los pupitres estaban alineados correctamente, tenían su pizarra, y los clásicos dibujitos realizados por los pequeñines colgados en la pared. A primera vista parecía una aula normal y corriente… a no ser porque estaba flotando en el agua y por que en vez de ir en bici, autocar escolar o en el coche de papá, debían acudir en barca.

Lo bueno de estudiar en un cole flotante debe ser que si te portas mal o hablas mucho, la profe no puede decirte eso de ¡¡Váyase usted fuera de clase inmediatamente!! O al menos eso espero…

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La visita a Chong Kneas duró algo más de la hora y media prevista. Fueron dos, finalmente, las horas empleadas en surcar las aguas del inmenso Tonlé Sap para acercarnos a un curiosísimo modo de vida que muy poco tiene que ver con el nuestro. Exactamente en eso consiste en parte viajar, en poder observar a los demás. Aunque si miras muy detenidamente te verás reflejado en sus ojos.

El viaje de vuelta lo hice sentado en la parte delantera de la barca, donde llegaba una brisilla, que a esas horas de la tarde era realmente deliciosa.

En tierra me estaba esperando Alex, quien acababa de vencer en una partida de cartas con sus compañeros de profesión. Me llevó de vuelta al hotel, aunque los 16 kilómetros que separan la orilla del Tonlé Sap de Siem Reap los hicimos en prácticamente una hora porque nos fuimos parando cada dos por tres para disfrutar de un bucólico atardecer campestre. La tierra, llana y fértil, reverdecía a cada segundo con los últimos rayos del sol veraniego de Camboya.

Las panorámicas rurales del campo nos llevaron a encontrarnos con granjeros de patos que dirigían a cientos, sino miles, a un estanque, con preciosas casas de madera junto a sus huertos exultantes y flores resplandecientes, con siluetas recortadas de lejanos templos budistas y con las aves diciendo adiós a otro día caluroso.

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Llegamos de noche al hotel y nos emplazamos para el día siguiente a unas horas muy tempranas para iniciar nuestra andadura por los Templos de Angkor. A las cinco y media de la mañana teníamos que estar dirigiéndonos hacia el corazón del Imperio Jemer para presenciar el primer amanecer en un estanque que tenía más de mil años de antigüedad.

La tarde la empleé en dar una vuelta por Siem Reap, una ciudad para nada auténtica y vendida al turismo,  y en arreglarme mil contracturas yendo a que me dieran un masaje de una hora (10$) que me dejó como nuevo. Había una casa de masajes enfrente del hotel y eso tenía que aprovecharlo. Me crujieron, eso sí, todos los huesos del cuerpo, incluso los que no pensaba que debían existir. Pero me quedé flotando a varios centímetros del suelo hasta que me fui a dormir.

Lo que no me crujieron fueron los nervios que ya me agarrotaban por lo que estaba por venir. Tenía a 8 kilómetros Angkor, la antigüa capital del Imperio Jemer en la que se construyeron decenas de templos maravillosos que han llegado a nuestros días. Sólo imaginar el momento en que viera por primera vez el inconmensurable Angkor Wat me hacía tener un cosquilleo propio de cuando uno se encuentra ante un día grande, de esos que jamás se pueden ni se quieren olvidar…

CONTINUARÁ…

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