Observar desde la ventana cómo íbamos avanzando en ese sendero de olas azules que pintaba el mar era una de mis mayores aficiones en el Costa Fortuna. En este barco de vastas dimensiones se podían hacer muchas cosas, pero la esencia la encontré en el movimiento, en la incuestionable compañía del mar en proa y en popa, a babor y a estribor. Todo lo demás me resultaba secundario, un mero acompañamiento a mi primera experiencia en un crucero transatlántico que se dirigía a Brasil y en el que pude completar una ruta realmente interesante como era la de ir de Barcelona a Tenerife deteniéndonos en ciudades como Málaga y Casablanca. Como ya he dicho en alguna ocasión, no voy a pasar ahora a ser el mayor defensor del viaje tipo crucero, porque por el momento no se ha convertido en mi forma preferida de viajar, pero sí voy a narrar las sensaciones buenas y no tan buenas que me produjo el que para mí fue un placentero experimento en alta mar.
Viajar en crucero durante varios días me ha permitido divagar, descansar y, a su vez, ofrecerme un hálito de sensatez ante una afición que engancha a muchas personas que con orgullo se declaran “cruceristas”, y que a otras no les ha logrado seducir del todo. Leer artículo completo ➜