Naqsh-e Rostam, la pequeña Petra de Irán - El rincón de Sele

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Naqsh-e Rostam, la pequeña Petra de Irán

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Se podría decir que Naqsh-e Rostam es un apéndice de las fabulosas ruinas de Persépolis de las que tan sólo le separan unos pocos kilómetros. En el instante en que una gruesa montaña de piedra teñida de desierto empieza a ver crecer su cresta desde el suelo aparece esta especie de milagro arqueológico. Surgen de la nada cuatro tumbas inmensas perfectamente esculpidas en la roca como hipogeos en forma de cruz. Este lugar que fuera última morada de grandes reyes aqueménidas posee algo que hace que se le parezca mucho a la nabatea Petra, aunque realmente poco o nada tengan que ver. Quizás sus tumbas podrían pasar a lo lejos por las de Jordania, pero a reducida escala, ya que tan sólo son dos pares, los bajorrelieves que los acompañan son inconfundiblemente persas y, lo mejor de todo, no hay casi turistas.

Tumba aqueménida en Naqsh-e Rostam (Irán)

Naqsh-e Rostam, esa pequeña Petra de Irán, es una de las visitas más sorprendentes que pudimos hacer en este país. Seguimos las huellas de la antigua Persia para adentrarnos en un lugar no muy mencionado en los libros y que nos devuelve el bonito sueño de ser arqueólogos por un día.

Naqsh-e Rostam, un viaje arqueológicamente necesario en Irán

Preparando un viaje a Irán de tres semanas de duración, en plena fase de recopilar información y documentación del destino, no pasaron desapercibidas unas imágenes y grabados antiguos que mostraban cuatro grandes y perfectas cruces modeladas en las paredes de una montaña. Recordaban tanto a los edificios que habíamos visto años atrás en Petra (Jordania) que investigamos cómo se llamaban y dónde se encontraban exactamente. No se nos podía escapar este lugar de nombre Naqsh-e Rostam (también escrito en ocasiones como Naqsh-e Rustam, Naqš-i Rustam) que hacía equívoca referencia a un héroe de la mitología persa, aunque ciertamente no tuviera nunca que ver con la función ya conocida de ser uno de los más regios mausoleos aqueménidas. Decidido y definitivo, “vamos sí o sí” dijimos ambos durante las semanas previas a nuestra aventura por tierras persas.

Grabado antiguo de Naqsh-e Rostam (Irán)

Averiguamos que Naqsh-e Rostam se encontraba a muy pocos kilómetros de la que fuera capital del Imperio persa durante la dinastía aqueménida, la gran Persépolis. Por tanto vimos que era factible hacer en una jornada desde Shiraz, la ciudad más próxima, la visita primero a Pasargada (Pasargadae), la tumba solitaria de piedra caliza del Ciro el Grande, Persépolis y a mitad de camino una parada obligada tanto en “la pequeña Petra” como en los cercanos bajorrelieves de Naqsh-e Rajab. De esa forma iríamos de menos a más y tendríamos varias horas después de comer para disfrutar de la gran ciudad aqueménida hasta que se pusiera el sol. Necesitamos un coche con conductor que contratamos en el Elam Hotel (Shiraz), donde conocimos al entrañable Vahid, con el que acordamos un precio total de 1.000.000 de riales (aprox 25€) por todo el día.

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Los cuatro reyes persas que fueron eternos en Naqsh-e Rostam

Cuando llegábamos desde Pasargada teníamos todas las energías puestas para lo que venía a continuación. Los platos fuertes de la jornada estaban en camino. Y cualquier sabor a poco que hubiésemos tenido en el antiguo palacio de Ciro el Grande se nos quitó de un plumazo cuando subimos un pequeño montículo de tierra para tener frente a nosotros uno de esos lugares que parecen existir únicamente en los libros de aventuras o en una enrevesada imaginación. Allí estaban alineadas las cuatro tumbas en cruz pertenecientes a cuatro grandes reyes. La roca de una abrupta montaña había sido desgarrada suavemente en una delicada obra funeraria hacía nada menos que dos mil quinientos años. De esa época correspondía aquella maravilla que logró acelerarnos el corazón y no decir nada durante unos instantes en las que las palabras sobraban por completo.

Tumbas aqueménidas de Naqsh-e Rostam (Irán)

A quién pertenecía cada una de esas tumbas era algo que ni la arqueología había sido capaz de descifrar con datos definitivos. Desde la entrada, de derecha a izquierda, vislumbramos los túmulos de Jerjes I, Darío I El Grande, Ataerjes I y Darío II. A ciencia cierta la que sí se encuentra totalmente autentificada es la de Darío I por su texto cuneiforme inscrito en la propia fachada que asevera en primera persona ser “el gran rey de reyes” por voluntad “de Ahura Mazda, el gran Dios que creó la tierra, el cielo y al hombre”. Y aunque probablemente los demás también sean los que comentan los investigadores no deja de ser una más que probable hipótesis.

Sele en Naqsh-e Rostam (Irán)

La de Jerjes I (también escrito Xerxes) guarda más distancia con las otras tres tumbas. En ese momento andamiada por obras de restauración, se diferenciaba de las demás, sobre todo, en su posición y su mirada dirigida hacia ellas. Realmente el comienzo de esta magnífica obra funeraria se debe a Darío I. El iniciador de las obras de Persépolis, la capital que sustituiría a Pasargada, quiso ser enterrado aquí y, al parecer, abrir una tradición, su propio “valle de los reyes”. Y esa sucesión la siguieron sus descendientes. Curiosamente falta la tumba cruceiforme de Darío III, pero se ve que no llegó a terminarse, aunque se aprecian los primeros bajorrelieves que nos muestra un séquito de hombres de barbas rizadas tan propias de la imaginería que se tiene de aquella época. Al parecer representa la coronación del Rey Narsés (otro de los probables moradores de la tumba inacabada) por la diosa Anahita (Nahid).

Naqsh-e Rostam (Irán)

Caminando hacia la tumba central, la de Darío I, empezando desde abajo nos encontramos un bajorrelieve que muestra batalla de hombres a caballo portando grandes espadas. Justo a su lado, caminando apenas un par de metros a la izquierda, se encuentra una de las escenas más destacadas y admiradas de todo el complejo arqueológico. Es la de un derrotado emperador romano, Valeriano, que de rodillas asume la supremacía persa ante el Rey Sapor I y Ceriyadis, su comandante en jefe. Está, literalmente, a los pies del caballo del líder aqueménida.

Naqsh-e Rostam (Irán)

Relieve persa en Naqsh-e Rostam (Irán)

Subiendo la cabeza contemplamos la cruz excavada en la roca del gran Darío I, el más importante de los monarcas enterrados en la montaña. Se asemeja a las otras, de hecho es el primer molde, pero se diferencia en que a ambos lados de las puertas y en más lugares de la fachada se puede observar una larga inscripción en escritura cuneiforme que habla de los méritos del gran rey y los territorios que le debían obediencia. El friso superior es similar a las demás tumbas, con el símbolo del Imperio persa y la más que probable entrada a su nueva capital, Persépolis. Aunque esas hipótesis mejor dejárselas a los arqueólogos y expertos en Historia antigua y, sobre todo, en Persia.

Naqsh-e Rostam (Irán)

Ataerjes I y Dario II son los habitantes de las otras dos tumbas, dotadas con menos bajorrelieves y que parecen copias exactas, aunque da la impresión que la conservación de las escenas escultóricas no ha sido tan buena (sobre todo en la de Darío II). La pregunta normal que uno se hace es… ¿y qué hay dentro de estas cruces? ¿Acaso se encuentra algo en el interior? La respuesta es que todas las tumbas de Naqsh-e Rostam fueron saqueadas desde el momento de la conquista del Imperio por las tropas de Alejandro Magno. Apenas quedan rudos sepulcros abiertos para nada ornamentados y ni un mísero pendiente de oro. Su difícil acceso no logró impedir que no llegasen a nosotros ni los restos humanos ni el tesoro que probablemente acompañó a los reyes persas a una presunta eternidad.

Sele en Naqsh-e Rostam (Irán)

Frente a estas tumbas hay un edificio de formas cúbicas que dicen fue un altar zoroástrico, el lado más religioso en el supuesto último viaje de Darío I y sus descendientes. Allí tampoco queda nada que lo confirme al 100%, pero no cabe duda que es una más que acertada presunción. Quien sabe si un fuego perpetuo ardió durante muchos años para honrar a los constructores de un vasto Imperio iniciado por Ciro el Grande en el Siglo V antes de Cristo.

Altar zoroástrico en Naqsh-e Rostam (Irán)

Pero, aunque nos creamos que la visita a Naqsh-e Rostam termina en el cubículo zoroástrico, estamos muy equivocados. Debemos continuar nuestro camino un minuto más hacia la izquierda de la tumba de Darío II y hacer una pequeña bajada. Queda algo primoroso, el mejor bajorrelieve de todo el conjunto, dedicado al sasánida Ardashir I (226 – 242), nombrado rey por Ahura Mazda, el creador no creado. Caballo frente a caballo, hombre frente a un Dios que le entrega el testigo legendario de guiar al pueblo persa.

Relieve persa en Naqsh-e Rostam (Irán)

Desandamos lo andado resistimos al calor infernal que rompía los termómetros. Nos era indiferente que el Sol quemara y que apenas hubiesen unas pocas sombras habilitadas para quienes no soporten su grotesca llamarada. No podíamos irnos sin más sino quedarnos a contemplar de nuevo aquel lugar desde un privilegiado montículo que ofrecía una estupenda panorámica. Nos preguntamos si habría más en aquella larga montaña encrestada sin saber la respuesta correcta. Queríamos pensar en que debían existir muchos lugares sin descubrir y probablemente estuviéramos en lo cierto. Allí tiene que esconderse mucho más. De hecho en la propia Persépolis encontramos después dos tumbas idénticas a las de Naqsh-e Rostam desde donde nos emocionamos viendo los primeros minutos de un atardecer que volvió naranja toda una sucesión ilógica de columnas y paredes cubiertas con ejércitos desfilando.

Sele en Naqsh-e Rostam (Irán)

Una de las frases que definirían la sorprendente Naqsh-e Rostam, aquella de la cual no habíamos oído hablar en la vida, es que “viajamos para ver, sentir y emocionarnos con lugares como éste”. Muchos porqués de los viajeros que nos decantamos por Persia lo escriben esas cuatro cruces y una ilegible retahíla de sentencias cuneiformes…

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