Danzas, tambores y máscaras en una ceremonia Gelede en el corazón de Benín
Quien piense que una máscara africana es un simple un trozo de madera tallado con mayor o menor acierto que, colgada en la pared o sostenida por una peana de metal, puede servir como un curioso elemento decorativo… se equivoca. Cuando se observa una máscara en un museo, una tienda de artesanía o en una casa, por supuesto que se trata de un objeto desnaturalizado. Tanto como la cabeza disecada de un león de la que no sobrevive la más mínima expresión y energía de una criatura que una vez en la sabana rugió y prendió a sus presas son sus afilados colmillos. Es in situ, en el África negra, en el olor de la tribu, entre ruidos de tambores, palmas, timbales, polvareda y el trance de los danzantes que la portan cuando una máscara encuentra todo el sentido. Esa pieza tallada de un árbol es entonces un ser tan vivo como tú y como yo, captadora de las esencias, formas de vida, miedos y deseos de una tradición cuya antigüedad no entiende de fechas sino de devoción. De una fe imposible de quebrantar.
Tras muchos años estudiando sobre arte africano y su presencia en los rituales de la vida y muerte de innumerables etnias del África Subsahariana tuve en Benín la inmensa suerte de asistir a una ceremonia Gelede y comprobar cómo el fervor del pueblo yoruba convertía a las máscaras en auténticos transmisores vivientes de su cultura y religión.
ÉRASE EL GELEDE EN UNA ALDEA CUALQUIERA DE BENÍN
Algo va a suceder esta tarde…
Veníamos de una mañana intensa y calurosa visitando poblados holi, esa etnia que habita el corazón de Benín y que tatúa y escarifica su cara y cuerpo como una expresión definitiva de belleza e identidad. Cerca de la localidad de Ketou surgen aldeas dispersas con chozos humildes en torno a palmerales y campos de cultivo a los que se llega surcando senderos de tierra rojiza. Esa parte de Benín es esa África verde y colorida, de la de inmensos atardeceres que se enhebran en el horizonte y parecen no querer irse nunca, y donde la forma de vida de la gente ha variado muy poco. El bueno de Euloge, nuestro contacto local en Benín y dueño de Loana Travel, se las sabía todas. «Algo va a suceder esta tarde» – decía. Estaba convencido. Sus conversaciones con los lugareños le estaban llevando a una conclusión de algo que, según él, seríamos huéspedes y afortunados.
«Quizás te refieras a la tormenta que va a caer de un momento a otro» – le dijimos a Euloge Isaac y yo, por una parte sabedores de que habíamos vivido demasiados momentazos en Benín e iba a ser difícil superarlo. Habíamos estado en rituales vudú con calaveras humanas de por medio o visto bailar a los zangbetos y egúngún. Dormimos una noche bajo el rugido de tres leones a pocos metros de nuestra habitación. Accedimos a un templo de fetiches en el País Somba donde presenciamos un ritual de sanación en vivo y en directo. Acudimos a la ceremonia de iniciación que sucede sólo cada diez años en la tradición de los Taneka. ¿Qué podía suceder más?
Tras la tempestad, no llega la calma…
En efecto, cayó una tormenta de dimensiones desproporcionadas. La lluvia borró algunos caminos, convirtiéndolos en auténticos barrizales. Aprovechamos a comer en un pequeño restaurante local donde tardaron hora y media en cocinar medio pollo con patatas fritas (dos clásicos benineses, el pollo y tardar más de una hora en prepararlo), lo que nos vino de perlas para refugiarnos del chaparrón. Aunque con el viento que había volaban las servilletas y la techumbre del sitio parecía que iba a acabar en Togo. Algo más tardó en irse la señal de televisión. De fondo había la retransmisión de un infumable partido, que además era repetido, de la liga turca. Y a todo volumen. Si me dan a elegir prefiero los truenos.
Lo más fuerte de la tempestad pasó y nos quedamos casi a oscuras a las cuatro de la tarde. No paró de llover, aunque se empezaba a hacer asumible estar fuera. Marchamos de allí y empezamos otra vez entre senderos y pasar el 4×4 sobre la hierba alta, evitando en todo momento quedarnos atrapados en el barro. Plena confianza en Euloge. Toda la ruta había ido bien salvo nuestra predisposición a que los pájaros se nos estamparan en el cristal, e incluso uno de ellos agrietara el vidrio con el golpe. Nada pasa por casualidad. Al menos en África donde no existe lo casual. Señales, todo son señales.
Hubo un momento en que no pudimos avanzar. Justo sonó el teléfono móvil de Euloge. Al poco, de una casa de madera salió un hombre de mediana edad con dos pares botas de goma en sus manos. Sin ellas no podríamos salvar los charcos y llegar sin empaparnos hasta las rodillas a una aldea de la que si me dijeron alguna vez el nombre, no lo recuerdo en absoluto. Todo era muy extraño. De fondo retumbaba el sonido de lo que parecían ser tambores en una sucesión muy repetitiva. La lluvia, a punto de apagarse, tampoco impidió que escucháramos los cantos con voz de mujer que repetían el mismo mantra una y otra vez. Nos calzamos las botas como pudimos y nos embadurnamos con el antimosquitos porque a esa hora la legión de chupópteros, como diría el gran García, formaba ya un ejército. No resultaba romántico, ni mucho menos, nuestro elixir a citronela en spray, pero no había otra si no queríamos ir allá donde salía esa música. Eugole sonreía al vernos. Entre los chubasqueros y las botas parecíamos alienígenas en un programa de Cuarto Milenio.
Cesó la lluvia, pero no los charcos por los que pasamos sin mayor problema. Accedimos a lo que parecía la plazoleta principal de la aldea. Euloge nos contó que estaba iniciándose una ceremonia. Para más señas, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. No podía creerlo. Íbamos a ser testigos de una danza Gelede, la tradición hecha ceremonia de una de las sociedades secretas más importantes los Yoruba tanto en Benín como Nigeria (y una pequeña parte de Togo). Algo con lo que llevaba soñando toda mi vida. ¡Una mascarada! Y no en un lugar turístico, sino en una aldea poco accesible rayando el atardecer y sin más visitantes foráneos que nosotros.
¡Que comience la ceremonia! ¡Que salgan las máscaras Gelede!
Al principio no supimos cómo reaccionar. Isaac y yo nos mirábamos mientras echábamos mano a la cámara de fotos, aunque sin todavía darle uso, como esperando el momento oportuno. Teníamos el honor de haber sido invitados a presenciar una ceremonia Gelede y no queríamos perdernos un solo detalle. Las fotos o vídeos, de seguro, podrían esperar. Nada mejor, además, que no incomodar lo más mínimo. Algo que parecería más fácil de lo debido porque no tardaron en invitarnos a participar en el baile. Nuestra timidez nos llevó a posponerlo un poco más. Pero no mucho. Antes de que llegara la noche acabaríamos bailando en círculo con buena parte de la aldea alrededor de la máscara e imitando los movimientos que se empeñaban en que hiciéramos. ¡Lo pasamos en grande!
¿QUÉ ES EL GELEDE? ¿QUÉ REPRESENTA PARA LA SOCIEDAD YORUBA?
El Gelede no es un mero festejo. Hay mucho más detrás de un concepto demasiado amplio y complejo. Tanto que me parece imposible explicar en apenas unas líneas cuando a mí mismo incluso me resulta difícil comprenderlo del todo. Pero, para tratar de entenderlo, aunque sea vagamente, hay que pensar en una sociedad secreta cuyos miembros son mujeres (la única compuesta sólo por ellas) cuya intención pasa precisamente por plasmar su importancia fundamental en la comunidad yoruba. Se cuenta que el origen de este culto evoca el paso de una sociedad matriarcal a otra patriarcal, algo que encolerizaría a las mujeres hace ya mucho tiempo. La madre primordial Lya Nla, así como los antepasados femeninos, deben ser aplacados por medio de ceremonias con bailes, música y un tipo concreto de máscaras cónicas que se colocan sobre la cabeza y no en la cara (son más bien como cascos). Allí se pronuncian cánticos que mencionan la historia y mitología yoruba e incluso se dan mensajes relacionados con la convivencia, el saber estar personal y la necesaria unión del pueblo.
La idea del Gelede, por tanto, es, además de honrar a las mujeres de estas sociedades, poder canalizar las energías positivas de la aldea y dejar atrás las negativas, de ahí que este tipo de ceremonias que se celebren con gran entusiasmo y se lleven a cabo ante acontecimientos importantes como el fin de la cosecha, las difíciles sequías, posibles hambrunas o epidemias y, en definitiva, un cúmulo de circunstancias en su mayoría negativas que deben ser contrarrestadas con bailes, cánticos y mascaradas.
Para ello resulta primordial un elemento como es la máscara de madera, generalmente con rostro femenino y amable (sobre todo si las comparamos con otras etnias de África Occidental como los Wé, Pende, Salampasu y muchos otras donde los rostros parecen mucho más temibles). De tipo cónico para sobreponerse a la parte superior de la cabeza, casi como si fuese un tocado o un bonete, se caracteriza por sus colores vivos, una mandíbula prominente, ojos abiertos y expresivos y cortes en las mejillas. Aunque es en la parte superior de la misma donde se incluyen distintas escenas de la vida diaria yoruba, muchas veces aleccionadoras o narradoras de una historia.
¿Qué sucedió entonces? Pues apareció el primer portador de la máscara bajo un traje tosco y poco elaborado hecho con hojas de banano y donde emergía un rostro masculino con un fino bigotillo. ¿Pero no había dicho que las máscaras Gelede son femeninas? – te preguntarás. Tienes razón. Pero la respuesta es afirmativa en parte. Porque en una ceremonia Gelede la primera máscara en aparecer representa a Ogbagba, considerado el mensajero de los dioses. Y a partir de él todas representan rostros de mujeres. Éste apenas bailó, manteniéndose casi todo el tiempo en la esquina de una casa. Pero era como si su sola presencia significase el pistoletazo de salida de aquella ceremonia mitad de la plaza. Se marchó tal cual como vino.
A los pocos minutos apareció por del extremo contrario otro personaje ataviado con una máscara completamente blanca. Esta vez sí tenía rostro femenino, mucho más estilizado y con una sola escarificación o hendidura en la mejilla izquierda. En la parte superior de la misma, un hombre levantaba la tapa de una especie de tinaja que sostenía una mujer desnuda arrodillada ante él. El portador de la máscara, que siempre es un hombre a pesar de que el Gelede tiene que ver con la mujer, envuelto en bella túnica de tela donde predominaban el malva, el azul y el verde sobre un dibujo estampado, inició el baile, no sin antes dirigirse a los sabios del pueblo, quienes parecían darle ciertas instrucciones amén de su beneplácito para todo lo que iba a realizar.
Aquella «máscara» Gelede bailarina que hacía sonar los aros metálicos (chawolos) de sus tobillos y que se movía de una forma menos errática de lo que podía parecer, danzaba al son de la música y los cantos en lengua yoruba donde, según nos iba contando Euloge, se narraban historias conocidas para ellos aunque totalmente incomprensibles para nosotros, por supuesto. Allí está buena parte de su mitología y su ideario, incluso de su día a día. Por otro lado empezamos a ver cómo la parte superior de la máscara empezaba a moverse también. El hombre abría y cerraba la tapa una y otra vez. Y es que ese es otra impronta muy repetida en las máscaras Gelede, que las tallas adquieren movimiento cuando el portador mueve un pequeño e imperceptible sistema de cuerdas que se acciona dentro del propio traje. De ese modo cada máscara sería algo así como un escenario de títeres que adquiriría vida propia más allá de su propia simbología.
A partir de entonces se irían sucediendo nuevos personajes. Nunca todos juntos, sino uno por uno, adquiriendo su protagonismo. Constaba de periodos de aproximadamente veinte minutos desde la salida de uno hasta la incorporación de otro. Las vestimentas, en general consistían en telas con ricos estampados (siempre diferentes) además de esas especies de sonajeros en los tobillos. La variación mayor estaba en la máscara que iba sumando, con cada nuevo danzante, diversas temáticas donde primaba el movimiento de la talla superior al propio rostro de madera.
En una había un bailarín. En otra un hombre llamando a la puerta de la casa de la mujer a la que pretendía y donde terminaba entrando para mantener relaciones. En otra un hombre en bicicleta fumando una pipa. Incluso, uno de los más graciosos, llevaba un zangbeto, ese espíritu danzante de rafia que da vueltas sobre sí mismo que tiene su propiedad sociedad secreta y es uno de los pilares fundamentales de la religión vudú en África Occidental. Habíamos visto bailar a los zangbetos a orillas del Lago Nokoué antes de embarcar en canoa a Ganvié y, mucho mejor, bailando en la ceremonia del nuevo Rey de Adjarra, a quien, por otra parte, pudimos rendir pleitesía en palacio junto a todos sus ministros. Ciertamente nuestro viaje a Benín estaba siendo tan novelesco que aún no me creo que hubiera sucedido realmente.
Otra máscara Gelede con dos búfalos dándose cabezazos inició lo que vendría a ser nuestra incorporación definitiva al baile. Y yo, que quien me conoce sabe que soy de los que cuando suena la música se pega a la pared o a la barra para no dar demasiada pena (Dios me pudo dar muchas cosas, pero la coordinación no fue una de ellas), además fui el primero. Vergüenzas fuera – me dije a mí mismo, mientras me veía dando vueltas en la plaza tratando de repetir lo irrepetible. Si no es porque Isaac grabó buena parte, negaría con rotundidad los hechos sobre los que se me acusa.
Después sería el propio Isaac quien entraría a la palestra y a ese círculo de cánticos cada vez a mayor volumen y unos tambores que no cesaban un solo segundo. Acabamos extasiados, aunque aún quedaba la aparición de la última máscara Gelede, que consistía en mostrar una mujer embarazada que se abanicaba con los calores y portaba una falta barriga así como unos pechos de los que que colgaba un bebé también de madera. Todo ello es la máscara, no sólo lo que cubre la cabeza sino todos los elementos que tienen que ver con ella, incluido el vestido.
Mutis por el foro, que se avecina otra tormenta
Se fue haciendo cada vez más de noche y una nueva tormenta amenazaba con repetir la furia de la tarde. Como conducir por esos caminos, y menos sin luz, no es plato de buen gusto, tuvimos que marcharnos de la celebración Gelede. Pero, como no querían que nos fuésemos de la fiesta, tuvimos que hacerlo con lo que vienen a ser bombas de humo o trucos de escapista barato para terminar en el coche (porque si no no nos íbamos en tres años), volviendo por los charcos de antes que casi nos rozaban las rodillas. A esas horas los mosquitos parecían dinosaurios que multiplicados en hordas parecían rifársenos para pinchar primero. Y, aunque a veces pensemos que el spray nos dota de una coraza, los hay que hasta atraviesan la ropa con sus picotazos.
Mientras Euloge conducía por pistas de tierra oscuras no podía quitarme de la cabeza lo que acababa de suceder. Cuando mi padre me regaló con doce años la que sería mi primera máscara africana, de la etnia Dan de Costa de Marfil, no hubiera podido imaginar en el mejor de mis sueños que algún día podría presenciar una mascarada en directo y aseverar lo que tantas veces me contaron los libros de arte africano, que aquello es un ente con vida propia que se manifiesta en lo que para muchos es un trozo de madera.
Euloge, Isaac, esta historia está dedicada a vosotros. Y también a mi padre, quien indirectamente me inició en algo que marcaría mi vida.
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Sele
+ En Twitter @elrincondesele
2 Respuestas a “Danzas, tambores y máscaras en una ceremonia Gelede en el corazón de Benín”
Excelente reportaje, ojalá pudieran sacar algo del uso de zancos en esas entidades. Felicidades y bendiciones.
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