El día que fuimos testigos de una ceremonia vudú con calaveras humanas en Benín
El humo enturbiaba el ambiente de un lugar más similar a un humilde granero que a un templo. Se encontraba atestado de lugareños entregados a la causa y nosotros éramos los únicos blancos invitados a un ritual reservado a los devotos que profesan el vudú. Hombres, mujeres y también niños, aunque en menor cantidad, se dejaban llevar por las danzas y las voces emisoras de cánticos donde se repetían las mismas frases una y otra vez. De pronto el fuego se prendió junto a las calaveras humanas que centralizaban aquel espacio hediondo. Momento en el cual dos hombres corpulentos encargados hasta el momento de acompañar al gran sacerdote que presidía aquel extraño culto, agarraron de las patas con una mano a un par de gallinas y con la otra asieron un afilado machete. Mientras observamos todo aquello, no fuimos capaces de pronunciar palabra. Ni casi de tragar saliva. Incluso nos parecía difícil mirarnos a los ojos. Nunca hubiésemos imaginado ser testigos de un ritual más propio de Indiana Jones y el Templo maldito que de la propia realidad. Cierto es que antes no habíamos estado en Benín, la cuna del vudú.
Ha pasado mucho desde aquel día y aún vislumbro con nitidez las imágenes de aquella ceremonia vudú en un escenario alejado de cualquier foco turístico. Soy consciente de que no hubiéramos llegado allí de no ser por Euloge, quien se convirtió en la llave maestra de inenarrables experiencias con las distintas etnias de Benín y algunas de sus atávicas costumbres las cuales aún se conjugan en tiempo presente.
RITUAL VUDÚ EN EL TEMPLO DE LAS CALAVERAS – BENÍN
Este relato forma parte de las historias del viaje a Benín y Togo que pudimos llevar a cabo en la primavera de 2019. Una aventura en la Isaac (Chavetas) y yo nos adentramos en las aldeas para conocer distintas etnias como la taneka, holi, somba o fulani. También los fon y yoruba, estos últimos practicantes del vudú en tierras del Golfo de Guinea. Creencia que los esclavos africanos que llegaron a América mantuvieron, puesto que hay todavía se profesa esta religión en países como Haití, República Dominicana, Cuba, Brasil e incluso Estados Unidos (Luisiana es uno de los estados con mayor presencia).
Esta historia no es que esté basada en hechos reales. Son hechos reales.
Algo sucede a orillas del Lago Ahemé. ¡Vayamos de inmediato!
Veníamos de pasar unos días en Togo. De hecho habíamos estado esa misma mañana en Lomé visitando uno de los mercados de fetiches más grandes del Golfo de Guinea (Akodessewa), donde restos de animales, huesos, máscaras y tallas de madera se amontonan sin orden para su posible uso ritual. Estos espacios, normalmente transitados por practicantes de hechicería, se caracterizan por una insoportable pestilencia y una cargante composición visual capaz de revolver las tripas incluso a quienes se caracterizan por no impresionarse con facilidad. Cabezas de mono, picos de pájaro, dientes de cocodrilo, patas de león, caparazones de tortuga, alas de buitre, serpientes disecadas, cornamentas de antílopes y ungüentos de dudoso origen son elementos vendibles en esta especie de farmacia al aire libre.
Apenas habíamos cruzado la frontera de Benín cuando nuestro amigo Euloge, beninés y alma máter de Loana Travel, recibía la primera llamada que le ponía sobre la pista. De hecho aún teníamos los pasaportes en la mano cuando eso sucedió. Mientras divisábamos la playa de Grand Popo llegaron nuevas noticias. Debíamos marchar de inmediato a las inmediaciones del Lago Ahemé, a una hora aproximadamente de donde nos encontrábamos, porque en un modesto pueblo de pescadores se había iniciado una ceremonia vudú dentro de un templo dedicado a Shangó. Una mujer había recibido un desagravio ajeno que le había dejado en estado de trance y supuestamente sólo a través del vudú podría recobrar la normalidad. Para ello no sólo el hechicero encargado del templo sino todo el pueblo se había volcado en un imponente ceremonial. Y nosotros íbamos con la persona adecuada para poder acceder a un acto de este tipo, normalmente reservados para los propios miembros del templo y devotos de Shangó, así como vecinos del municipio que desearan intervenir durante el oficio.
En una barriada de la comuna lacustre de Bopa dejamos el coche y empezamos a escuchar al otro lado de la calle ruido de tambores. La presencia elevada de gente que se dirigía justo hacia esa zona nos hizo seguirles porque nos llevarían al lugar indicado. No tardamos en hallar una gran casa de paredes de hormigón donde una figura de Shangó de no más de medio metro elevaba la mirada hacia el cielo mientras levantaba una especie de hacha. Presidía el acceso principal de este recinto sagrado. Si no fuera por esa figura nunca hubiéramos pensado que aquello se trataba de un templo o santuario vudú sino una granja o cobertizo. En esta religión los centros donde se realizan las distintas ceremonias no tienen ni la pomposidad de las iglesias, mezquitas o santuarios de otras religiones. El aspecto exterior no importa en absoluto. Lo es, única y exclusivamente, lo que viene a suceder en el interior, que no es poco.
Euloge nos pidió que esperásemos en la puerta, ya que conocía personalmente al guardián del templo y debía hablar previamente con él para permitirnos el acceso y, con suerte, poder fotografiar o filmar en algún momento del ritual que, por otro lado, ya había dado comienzo. Aún recuerdo la tensión de aquella espera. Superar aquel umbral significaría presenciar algo único. Una ceremonia a la que continuaba entrando gente y donde el ritmo acelerado de los tambores se repetía en mi corazón, que latía cada vez a mayor velocidad. Euloge regresó y sin hablar nos hizo un gesto con la mano para que le acompañásemos. Lo había conseguido, estábamos dentro.
Testigos de un ritual vudú con invocaciones a Shangó.
Seguimos un estrecho corredor de paredes grises y y sin techo. El suelo era de tierra. A escasos cuatro o cinco metros se abría un patio que recordaba más a un corral o un patio de una muy humilde casa de pueblo. En el costado derecho había un espacio semiabierto con varios animales domésticos. Tenía unas cuantas cabras atadas con una cuerda. Y gallinas, muchas además, que caminaban aparentemente libres pero con una especie de cordón entre las dos patas que les impedían alcanzar velocidad.
Al otro lado, en el patio abierto, era donde estaba la mayor parte de la gente. Muchos de pie bailando, otros sentados cantando y algunos niños asomados desde unas ventanas sin cristales y que nos miraban sonrientes. Estaba claro que suscitábamos cierta curiosidad en los lugareños, que nos trataron siempre con suma cordialidad. En realidad lo más exótico que tenían delante no era el espectáculo que se había organizado sino nosotros, los dos personajes de raza blanca que habíamos acudido a un centro de culto que no suele recibir demasiados visitantes foráneos.
Nos sentamos en un liviano banco de madera y entonces pudimos divisar lo que estaba sucediendo. En el centro de aquel patio se alzaba una calavera sostenida con un palo de más de un metro de largo en el que había anudadas varios lazos de distintos colores. Justo debajo otras dos calaveras permanecían posadas en el suelo. No eran de animales sino calaveras humanas. Las tres desgastadas y ennegrecidas. Era evidente que habían sido usadas en multitud de ocasiones.
En aquella especie de altar, entre la muchedumbre danzante destacaban varias personas sin más ropajes que unos faldones rojos que les cubrían de la cintura hasta casi sus pies. Todos iban descalzos. Y sólo uno de ellos llevaba en la cabeza una sencillo gorro blanco. Se trataba del hechicero principal, la persona que gobernaba el templo y oficiaba la ceremonia. Supuestamente quien había dado permiso a Euloge para que nosotros pudiésemos estar allí. De su cuello se desprendían varios collares, de los cuales destacaba un enorme amuleto circular difícil de disimular. A sus costados el maestro de ceremonias disponía de varios ayudantes varones, igualmente ataviados con ropajes de color rojo y pomposos abalorios colgados del cuello. Uno de ellos, con un pañuelo también colorado cubriéndole la testa, se encargaba de hacer sonar dos campanas que parecían cencerros y, a la vez, tararear ciertos cánticos. La voz pertenecía a varias damas de vistosos vestidos estampados.
Una de las mujeres entre el público era la supuesta desagraviada a la que estaba dedicado el ritual con el que devolverle a la normalidad. Las razones de dicho desagravio no eran claros. Al parecer una persona del sexo opuesto le había ofendido notablemente y fue cuando entonces ella perdió el sentido. ¿Le habría echado mal de ojo? ¿Qué había sucedido exactamente? Es algo que nunca sabremos.
Aquellas calaveras, según nos explicó Euloge, corresponderían a personas condenadas por Shangó. ¿Pero cómo podía ser eso? Shangó, rey de la religión Yoruba se trata con toda probabilidad del Orisha o deidad más conocida. Este antiguo rey, caracterizado por su iracundia e imprevisibilidad, se le considera una especie de Dios de la justicia, la guerra, la danza, la virilidad, el fuego así como de los rayos y truenos. Por ello quienes son atacados por un rayo, ya sea dirigidos a ellos mismos o hacia sus casas o posesiones, se debería a los severos castigos acometidos por esta importante deidad. De ese modo, las calaveras que teníamos delante de nuestras narices pertenecían a personas que habían fallecido por esta causa, algo que corroboró no sólo Euloge sino más adelante el propio sacerdote.
El vudú, probablemente la religión más antigua del mundo
En buena parte de África Occidental, sobre todo en los países del Golfo de Guinea (también en algunos países de Latinoamérica) aún sigue latente, no importa si en ciudades o pueblos pequeños, la considerada la religión de mayor antigüedad en el mundo. Creencias que se sumergen en lo más profundo de los tiempos donde los dioses y espíritus de los ancestros intervienen de una forma u otra en todo lo que hacemos y nos rodea. Hay quienes aseguran encontrar y también vislumbrar la conexión de nuestro mundo con el más allá por medio de tradiciones transmitidas de generación en generación.
A través de las distintas ceremonias donde no faltan las danzas se trata de invocar a esas deidades o espíritus de los muertos para agradecer las buenas cosechas, pedir su favor para un nuevo año, curar un enfermo u honrar a un familiar o amigo que ha abandonado este mundo. También, por supuesto, hay rituales que sirven de castigo, pero este aspecto no es el más usual por mucho que Hollywood lo diga. Es decir, la imagen del muñeco al que se le clavan diversos objetos punzantes para hacer daño a una persona es una milésima parte de una realidad que no ha recogido el cine o la literatura, a veces cegados en un aspecto muy simplista de una religión extremadamente compleja y que cada pueblo o etnia vive de una manera distinta.
Calaveras, fuego y sangre.
Hubo un momento en el que Isaac y yo dejamos de existir por completo para los demás. Y eso fue cuando tanto el guardián del templo junto con sus ayudantes iniciaron una fase muy importante que sucede en cualquier proceso ritual vudú que se precie. Me refiero al sacrificio. Por lo que cuando agarraron dos gallinas de sus patas las hicieron un par de cortes en el cuello con cuchillo roñoso, provocando que la sangre emanada rociara las tres calaveras, desgastadas y ennegrecidas por el fuego que acababan de encender y que estábamos respirando todos los asistentes a esta multitudinaria ceremonia vudú. También depositaron parte de la sangre de estos animales en una especie de cuenco semiesférico de madera. Días atrás habíamos visto algo similar en un pueblo Somba en el nordeste de Togo. Pero hay cosas a la que uno nunca se acostumbra. Aquellas imágenes nos causaban un impacto brutal.
Con un nudo en la garganta y absoluta incapacidad para asimilar lo que estaba sucediendo no logramos sostener la mirada en aquel minuto que parecía durar horas. La visión occidental de lo que sería una cruel salvajada era para los demás un acto corriente de ofrenda con la que apaciguar a los espíritus y, por supuesto, a Shangó, la divinidad a la que correspondía el templo y la cual podría ayudar dando su beneplácito a la recuperación de aquella mujer colapsada en sus propios pensamientos.
No me olvido del aleteo de aquellas aves que, una vez desangradas, fueron arrojadas sin piedad al suelo. Entonces todos miraron sus cuerpos aparentemente sin vida hasta que casi un minuto después, y en ambos casos, se produjo un último estertor que les hizo brincar y voltearse por completo. Como si fuese el último hálito de vida. Para el vudú y otras religiones animistas de África, sólo si se produce este agónico salto, el sacrificio ha funcionado.
El ritual continuó con un nuevo acto. Los cadáveres de las gallinas fueron colgadas de un poste, desde donde les fueron arrancadas varias plumas. Volvieron a recurrir al recipiente donde había quedado parte de la sangre de las aves y añadieron una bebida alcohólica. Después untaron los huesos frontales y parietales de los tres cráneos adhiriendo a continuación las plumillas en los mismos. Prosiguieron los cánticos y los bailes fueron aún más agitados. Eran las mujeres y algunas niñas quienes, sobre todo, se dejaron llevar por el ritmo. Respecto a nosotros, mantuvimos un silencio que veíamos incapaz de quebrantar.
Más tarde compartieron el cuenco con ese repugnante mejunje alcohólico-sanguinolento. Y bebieron de él. También nos lo ofrecieron. Pero hasta ahí me temo que no llegó nuestra participación.
Fetiches, huesos y otros restos en el interior del templo.
Contábamos con el permiso necesario para tomar fotografías así como movernos por el templo. Mientras el ritual continuaba (podría durar hasta dos días completos) aprovechamos para acceder al interior, lo que sí era a todas luces un oscuro cobertizo, donde permanecía acumulada una multitud de restos óseos, pocos de ellos humanos pero, sobre todo, de distintos animales. No parecía un lugar para el rezo (estaba claro que los oficios se hacían exclusivamente en el patio exterior), sino para guardar los fetiches y objetos que habían formado parte de otros rituales. Decenas de quijadas de buey, calaveras y cuernos de cabras colgaban de aquella oscura y tétrica estancia donde se respiraba algo más que ceniza.
Permanecimos alrededor de media hora más. Después, tras hacernos ver que deseaban continuar con la ceremonia de manera privada, entendimos que lo mejor era marcharnos. Ya había sido demasiado poder estar tanto tiempo en un ritual vudú como aquel y no debíamos abusar de su hospitalidad. Además me percaté de cómo estaban empezando a desatar a las cabras, por lo que la cosa iba a ir a mayores. Y puedo asegurar que no estábamos para más sangrías.
Recuerdo el trayecto en coche desde el lago Ahemé hasta Cotonou, la capital de Benín, como un cúmulo insaciable de silencios que nos costó mucho romper. Éramos incapaces aún de pronunciar palabra. Las imágenes y sonidos golpeaban mi cabeza una y otra vez. Aún puedo escucharlos. De hecho lo estoy haciendo en estos momentos mientras hago lo posible por rememorar esta experiencia a través de un artículo que llevo meses intentando escribir.
Aquel fue uno de los grandes momentos que vivimos en Benín y Togo, un viaje repleto de aventuras que nos permitió adentrarnos donde nunca hubiésemos imaginado. Isaac, quien también narró esta experiencia en su propio blog, y yo nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos a Euloge, el «boss» de Loana Travel con quien organizamos este viaje diseñado por completo a medida, poder habernos dado la posibilidad de conocer la cultura local de ese modo.
Artículos que ayudan a inspirarse y preparar un viaje a Benín y Togo.
Sele
+ En Twitter @elrincondesele
One Reply to “El día que fuimos testigos de una ceremonia vudú con calaveras humanas en Benín”
Ufffff madre mía, no se si emociona o acojona jajajajaja
Menuda experiencia