Crónica de un viaje a Camboya y Singapur 7: Angkor III

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Crónica de un viaje a Camboya y Singapur: Capítulo 7º (Angkor III)

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27 de marzo: ANGKOR III

Angkor fue un viaje en primera clase a la Fantasía. Un viaje de regreso a una infancia de inocencia y ensoñación permanente, de no distinguir lo real de lo irreal, de volcarse sólo a las ilusiones y volar a través de un mundo fantástico. La aparición de personajes como Indiana Jones o Lara Croft unicamente es posible dejándose llevar. Si se desea traspasar puertas oscuras taponadas por la espesura de la selva y descubrir qué hay más allá de las mismas, se habrá cruzado definitivamente la frontera entre lo posible y lo imposible. Será entonces cuando las piedras cobren vida y resurgan los villanos, las ninfas y el poder de Dioses implacables. Entonces, habrá comenzado la aventura y los límites sólo estarán en tí mismo, en tu imaginación. Lo demás dejará de importar. En los mundos de Angkor no hay momento en que los sueños se detengan.

Después de dos días recorriendo los templos (ruta 1, ruta 2), llegó el momento de llevar a cabo la tercera y última ruta al interior del antiguo Imperio Jemer. En esta ocasión nos alejaríamos bastante de los circuitos ordinarios para conocer Beng Mealea, un templo ubicado a 60 kilómetros al nordeste de Siem Reap, que ha sido literalmente engullido por la selva y que muy poca gente visita. Sería el que mejor sabor de boca me dejara porque recorrerlo fue toda una aventura. Después retornaríamos al lugar en que se inició el Arte de Angkor que todos conocemos, en Roluos. Para el final nada mejor que un atardecer a ritmo de aplauso en lo alto de la colina Phnom Bakheng. Una jornada de campeonato que culminaría la etapa cumbre de un viaje que iba como la seda.

MAPA DEL RECORRIDO REALIZADO EN NUESTRA TERCERA RUTA DE ANGKOR

P1130645Salimos a las siete de la mañana del hotel para dirigirnos en primer lugar al Templo Beng Mealea. El cielo parecía estar más despejado que el día anterior y la temperatura era aún muy agradable. En el tuk tuk aproveché a leer las guías de Angkor que llevaba, así además de revisar los vídeos, por puro entretenimiento. Tenía tiempo de sobra, ya que no haríamos el trayecto de 60 kilómetros en menos de dos horas, contando que el rickshaw no era un ferrari precisamente ni las carreteras autopistas alemanas. Quizás la distancia sea el impedimento más P1130652grande por el cual un porcentaje muy elevado de los turistas hospedados en Siem Reap no llega hasta allí.  Aunque eso es precisamente parte de su encanto, que aún no ha pasado por el alambre del turismo de masas y que sigue contando con aires remotos e inaccesibles. De hecho las minas lo rodearon hasta hace verdaderamente poco tiempo tal y como advertí en un cartel con que me topé nada más bajarme del tuk tuk para iniciar el camino a pié hacia el templo, en el que se explicaba que una compañía alemana había limpiado todo el área en el año 2007. Es decir, tres años antes ir a Beng Mealea implicaba un riesgo más que importante.

BENG MEALEA, VIVE TU PROPIA AVENTURA

P1130649Beng Mealea viene a significar «Estanque de loto» en la lengua jemer. Se encontraba a medio camino el sendero real que comunicaba Angkor Thom de Preah Khan Kompong Svay (no confundir con el Preah Khan que visitamos el día anterior), en la actual provincia de Preah Vihear. Este era un camino muy transitado en tiempos del Imperio jemer, aunque actualmente gran parte del mismo está cubierto de selva cerrada. Durante las últimas décadas se han ido P1130650descubriendo puentes abandonados que ya no cruzan nada sino que se han rendido a la oscura vegetación. Algo así como el propio Beng Mealea, el cual fue mandado construir por Suryavarman II (el mismo responsable de Angkor Wat) durante las primeras décadas del Siglo XII. Su estilo clásico y sus dimensiones así lo indican, un punto religioso importante lejano a los límites de la ciudad imperial. Aunque a diferencia de los otros a los que pude ver en anteriores rutas, éste no se quedó oculto hasta que llegaran los franceses. Muy al contrario, ha permanecido escondido en la selva hasta hace muy pocos años. Aunque yo diría que lo sigue estando hoy en día. No hay más que ver sus accesos.

A Beng Mealea se entra por un roto en su pared y se camina a través de él (oficialmente y para todos los públicos) por una pasarela de madera que va por encima del suelo y da un rodeo por el templo hasta llegar a un núcleo central. Al parecer ésta se incorporó en 2004 para el rodaje de la película «Dos hermanos» dirigida por el francés Jean-Jacques Annaud, en la que dos pequeños tigres vivían en el interior de estas ruinas hasta que alguien los encuentra y los separa. Debido a la situación estructural del templo, en el que no es cómodo transitar off-road, las autoridades dejaron dicha pasarela para hacerlo más accesible a los viajeros que quisieran conocerlo.

A través de la misma fui caminando plácidamente observando impresionado cómo no es que la selva está comiéndose el templo, sino cómo lo ha engullido por completo, formando parte directa de él. Salvo el sendero de madera, el resto es tal cual cómo Beng Mealea ha permanecido a los largo de muchos siglos de abandono.

Recorrer este templo es lo más parecido a cómo lo hicieron los viejos exploradores del Siglo XIX que se encontraron con estas maravillas olvidadas en el tiempo. Su estado de ruina es importante por ese hecho de ser «puramente intocable», de haberse dejado exactamente igual que se encontró.

Se puede decir que en Beng Mealea hay una selva interior en la que han crecido varias decenas de especies vegetales, que se aferran como pueden a las barandillas, a las paredes roídas y a dinteles que narran distintas escenas de la mitología hindú. Los árboles brotan directamente de los suelos de piedra y taponan con sus copas un techo imaginario por el que se filtran a duras penas los rayos del Sol. Las arañas cosen sus Imperios con larguísimas telas que cortan ángulos y no entienden de accesos. Incluso las serpientes tratan de ocultarse al ojo humano y pasar desapercibidas bajo las piedras caídas por un derrumbe incesante.

La aventura es máxima cuando se decide dejar atrás la delicada plataforma de madera para pasar a la acción y adentrarse por esa extraña fusión de escombros milenarios y frondosidad descontrolada. Ese es el momento en el que se logra traspasar esa frontera de la que hablaba al principio, la que separa lo posible de lo imposible, lo real de lo imaginario. Sin más objetivos que dejarse guiar por la inconsciencia y una intuición ya perturbada deseas reconducir tu sendero por cualquier parte. Vale una ventana o una puerta oculta tras la espesura.

Quizás fuera por ese afán casi infantil que quisiera abandonar la ruta oficial por otra diferente que establecía mi imaginación y ensoñación fugaz. Para mí no existían ni las grandes arañas ni las serpientes agazapadas. Sólo me valía combatir cara a cara con el denso follaje, la jungla dentro de las piedras, los misterios que aguardan tras una puerta oscura por la que era posible penetrar a largas y huecas galerías. Sin saber que hay detrás pero querer ir a descubrirlo como si nadie más hubiese tenido la fortuna de entrar al templo desde que se abandonara a su suerte.

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Beng Mealea es la escala parte imaginaria, parte real, de los Reinos Olvidados de los que tenemos numerosas huellas pero de los que no hay verdadera consciencia de que allí surgió una Civilización avanzada en todos los sentidos. Nos queda Angkor pero, ¿cuántas cosas se han perdido para siempre?, ¿qué conocimientos han quedado ocultos tras las barandas de piedra y los santuarios saqueados?

Howard Carter, el célebre arqueólogo que descubrió la Tumba de Tutankhamon en el Valle de los Reyes, vive de una forma u otra en estas piedras. También lo hacen Heinrich Schliemann, John Lloyd Stephens, Johann Ludwig Burckhardt o incluso el gran Champollion. Así como todos los que de una forma u otra han contribuido en dar sentido a retazos de la Historia que peligraban con perderse en el tiempo. Al fin y al cabo todos procedemos de una forma u otra a Civilizaciones muy antiguas que pusieron fuertes cimientos en nuestro mundo y que ellos nos han ayudado a desentrañar. Beng Mealea es, al fin y al cabo, un alegato a la Arqueología original, a la de los exploradores que muchos hubiéramos querido ser algún día. En lugares como este es posible conseguirlo de un modo u otro.

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Así que decir que disfruté en este templo como en mucho tiempo se quedaría pequeño. En Beng Mealea viví mi propia aventura, sentí cosquilleos que me llevaron de nuevo a la niñez, a esa época en la que caminar por un lugar por el que no me dejaban mis padres se convertía en un verdadero subidón de adrenalina. Espero tener esa sensación más veces en mi vida. Y si no es así, deberé regresar de inmediato a Camboya y sumergirme en otro viaje extraordinario por los Templos de Angkor.

Que la lírica no me haga olvidar un dato práctico para todos los viajeros que tengan previsto ir o deseen hacerlo algún día a Beng Mealea. La entrada al mismo no estaba incluída en en Angkor Pass (de uno, tres o siete días), por lo que tuve que pagar un extra de 5 dólares. Al fin y al cabo este templo queda lejos de los Angkor Wat, Bayon y compañía.

Y para cerrar esta parte del día, nada mejor que una situación un tanto humorística. No se me ocurrió otra cosa que ir hacia uno de los tuk tuks donde dormitaba Alex con la gorra tapándole la cara. Me acerqué despacio sin hacer nada de ruido para despertarle de sopetón y darle un susto. Grité «Tuuuuuuuuuuuuso» y qué sorpresa me llevé cuando me di cuenta de que no era Alex sino otro conductor que hasta ese momento descansaba plácidamente. El pobre se quedó tan impactado que no pronunció ni palabra. Yo me fui avergonzado y totalmente rojo con un «I´m sorry» a buscar al verdadero Alex que estaba tomándose una coca cola tranquilamente en un bar. Para la próxima vez me aseguraría mejor la broma para evitar sonrojos innecesarios…

 DE CAMINO A ROLUOS, UN POCO DE COSTUMBRISMO

Después de beber el agua fresca de un coco iniciamos otra andadura en el tuk tuk. Había que dar media vuelta para ir a visitar el grupo de Roluos, unos templos mucho más antiguos que los que habíamos visto hasta el momento, pero para los que había que hacer cerca de hora y media de trayecto. Afortunadamente los paisajes y escenas tradicionales de la vida rural en Camboya aderezaron un camino repleto de momentos auténticos. Ya fuera por la gente en sí que caminaba por la arena, por esas casas de paraíso ocultas tras el palmeral o directamente por los siempre llamativos carros tirados por bueyes, era imposible quitar ojo de todo lo que iba surgiendo delante de nosotros.

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Aunque para lo que mereció la pena detenerse tranquilamente fue en una especie de laguna o estanque en el que había varias personas dentro del agua pescando con red. Pacientes, aguardaban capturar tantos peces como pudieran en unas aguas turbias de color barro donde debía ser muy complicado ver cualquier cosa. Cubiertos como mínimo de cintura para abajo por aquel estanque, ejercían una labor incuestionable de paciencia y puntería supina que les proporcionaría el alimento diario. Alex me contó que durante la época de lluvias es más sencillo hacerse con peces que en la temporada seca en la que nos encontrábamos, puesto que el nivel del agua era bastante bajo y el caladero disminuía de población hasta diez veces más que en otros meses más propicios para la pesca. Aún así aquellos hombres no cesaban en su empeño de conseguir algo que atrapar con sus redes. Algo que pude corroborar en varios momentos de éxito para ellos.

La Camboya rural es un mundo aparte del de los templos y las construcciones grandiosas de los antepasados de los actuales jemeres. Es la auténtica para la mayoría de camboyanos que no viven en las grandes ciudades y que trabajan el campo de Sol a Sol.

EL GRUPO DE ROLUOS

Muy cerca de la actual población de Roluos, a 13 kilómetros al este de Siem Reap (carretera NH6), estuvo la población de Hariharalaya, donde se estableció en el Siglo IX la primera ciudad del Imperio Jemer. Aquel fue el comienzo relativamente estable de una larga serie de reinados que se irían trasladando con el tiempo a medida que se fueran haciendo más grandes. Es aquí donde se levantaron los primeros templos que identificaríamos con Angkor, los cuales ya se hicieron con materiales no perecederos, trasladando la madera para obras menores y las viviendas de los ciudadanos que habitaron la región. A estas ruinas se las clasifica hoy en día dentro de la denominación «Grupo de Roluos», que aglutina por igual a estos inicios de una arquitectura magistral y megalómana que sirvió para exaltar el poder de la realeza y recrear en piedra el Universo Hindú.

Indravarman I fue el artífice de este complejo de templos, estanques y canales artificiales que más de mil años después continúan en su sitio. Los tres templos más importantes que se conservan son Bakong, Preah Ko y Lolei. De éstos visité los dos primeros (Aquí sí que me fue válido el Angkor Pass).

BAKONG

Bakong fue el primero de los Templos-Montaña que se construyeron en el Imperio Jemer bajo la estela del soberano Indravarman I en el año 881, dedicado al Dios hindú Shiva. Probablemente hasta entonces no se había utilizado la piedra arenisca, ya que se estilaba en mayor medida la madera y el ladrillo. Rodeado por un foso en el que se asoma un moderno templo budista, se alza desde entonces una estupenda recreación del Monte Meru, estructurado en cinco niveles y flaqueado a los lados por ocho torres-santuario.

La cima de esta montaña artificial la conforma un gigantesco prasat central ubicado en una última plataforma rectangular de 20 x18 metros.

Una larga escalera de la que surgen leones, nagas, garudas y demonios transporta al corazón del templo, cuyos oscuros muros ensalzan la fortaleza del que fuera el más importante centro religioso de la primera capital jemer, Hariharalaya.

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Junto al león, siempre firme , hay otro animal repetidamente representado en Bakong, el elefante. Éste, como mayor sustento de la Tierra, simboliza la fuerza y el poder de un Imperio nuevo, asegurando además la estabilidad sobre su lomo.

Las vistas de los alrededores desde lo más alto son fantásticas. Sentado entre las viejas bestias de piedra me quedé un rato contemplando esa larga avenida de arena y piedras desperdigadas que atraviesa desde hace más de un milenio lo que antes únicamente era selva.

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PREAH KO

Muy cerca de Bakong se encuentra Preah Ko, que nació dos años antes que éste (879 D.C) con objeto no sólo de venerar a Shiva sino también a los antepasados del monarca Indravarman I. Preah Ko significa «Toro Sagrado» y hace referencia a que la montura de este Dios hindú fue Nandi, un toro blanco, que aparece representado en varias ocasiones (en un estado un tanto precario) en el templo.

La estructura de Preah Ko es sencilla. Son dos hileras de prasats, tres frontales y tres traseros. Los primeros, que son los más grandes, están dedicados a los ancestros masculinos del monarca. El central corresponde al de Jayavarman II, el fundador del Imperio Jemer, abuelo de Indravarman, y es el mayor de todos. Los tres prasats que aguardan detrás son algo más pequeños y están dedicados, en cambio, a los antepasados femeninos.

Los prasats de Preah Ko son de ladrillo, alzados sobre una pequeña base de arenisca. Poseen nichos en los que los guardianes de las puertas (Dvarapalas para los hombres y Devatas para las mujeres) custodian día y noche este repositorio espiritual de viejos Reyes y Reinas del incipiente Imperio.

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Aunque lo más destacado artísticamente de todo el conjunto son los dinteles y frontones, con relieves moldeados en estuco con verdadera maestría. La figura hombre-pájaro de Garuda es sencillamente deslumbrante, para mí el Rey indiscutible de Preah Ko.

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El tercer templo más importante que se conserva del grupo de Roluos es Lolei, pero tan sólo sobrevive del mismo un prasat desvencijado. Así que decidimos saltárnoslo y hacer una pausa larga para volver al hotel.  De lo que teníamos previsto ya sólo quedaba subir a Phnom Bakheng para presenciar el atardecer, por lo que había tiempo suficiente para reposar un poco el cuerpo y asentar las ideas.

Dispuse de algo más de horas para darme un buen baño en la piscina, tomar un poco el sol, comer algo al aire libre y quedarme traspuesto en la habitación hasta bien pasadas las cuatro de la tarde. Eso también son vacaciones y en ocasiones se agradece. Se me habían cargado los gemelos de hacer el cabra en Beng Mealea pero nada mejor que una siesta corta pero intensa para arreglar cualquier desfase físico y estar a tope de nuevo cuando fuera necesario.

ÚLTIMO SOL DE ANGKOR EN PHOM BAKHENG

El mero acto diario del atardecer se convierte en una de las más fascinantes atracciones turísticas para todas las personas que visitan Angkor. En un marco como aquel es difícil no encontrar un lugar donde poder caer rendido ante el éxtasis de un atardecer de los que no se olvidan. Basta un buen campo de visión, a ser posible en altura, para presenciar un espectáculo que, afortunadamente, nos brinda la vida cada día. En Angkor hay incontables puntos mágicos donde la gente acude a ver caer el sol, aunque destacan unos más que otros. El más célebre de todos, el indiscutible, por el que casi todo el mundo pasa al menos una vez, es Phnom Bakheng.

Phnom Bakheng es un templo-montaña levantado en una colina natural que se sitúa a aproximadamente un kilómetro y medio al oeste de Angkor Wat y a cuatrocientos metros al sur de Angkor Thom. Yashovarman I, hijo de Indravarman, desestimó Hariharalaya (Roluos) como capital de su Imperio y trasladó su centro de poder a Yashodharapura (año 889 D.C). Eregiría en este lugar el templo más importante del momento, aprovechando una elevación natural de 70 metros para hacer rebrotar una vez más el Monte Meru. Y es esta altura, precisamente, la que lo convierte en la ubicación perfecta para observar el atardecer. Era un secreto a voces hace unos años. Ahora es un reclamo turístico realmente concurrido.

No sabría decir cuánta gente había en la base iniciando la subida a la colina, pero podía contarlas por decenas que surgían de forma espontánea. Los tuk tuks se iban deteniendo para que descendieran sus clientes en busca del atardecer angkoriano por excelencia. Y aunque es un ascenso para nada complicado, algunos se decantaban por la opción de hacerlo a lomos de un elefante. Previo pago, eso sí, de 20 dólares. Yo, que no estaba para muchos trotes, económicamente hablando, no me lo pensé puesto que si todo iba bien, montaría en elefante en la última etapa del viaje. Así que subí andando por un camino que va bordeando la colina. Hay escaleras de hace más de mil años, pero no está permitido subir por ellas, ya que están cubiertas de ramas y raíces y no son demasiado seguras.

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Algo tendrá el agua cuando la bendicen – pensé cuando ya estaba a punto de llegar al templo propiamente dicho y seguía viendo una constante marea humana haciendo lo mismo. De lejos podía apreciar las aguas del Tonlé Sap recibiendo el fulgor de un Sol al que no le quedaba demasiado tiempo. Y de repente apareció la pirámide de cinco plataformas culminadas en el clásico santuario central. Aún era pronto y ya había gente en primera fila, como los fans de un grupo de rock queriendo estar más cerca de sus ídolos.

El santuario central, al que se accede a través de unas escaleras, era un hervidero de gente. Sobre todo de turistas, aunque también eran no pocos los monjes budistas y camboyanos de a pie los que se habían animado a subir. Con tanta cámara de fotos y tantos japoneses por metro cuadrado, estos eran, sin duda alguna, los únicos que daban un poco de color al espectáculo. Sobre todo naranja…

Las vistas eran magníficas, se mirara por donde se mirara. Toda una alfombra de color verde se perdía en un horizonte del que emergían los restos del antiguo Imperio Jemer. Angkor Wat, del que se apreciaban sus prasats centrales, era el foco de las miradas y de las fotografías de la gente. Otra cosa es que estaba lo suficientemente lejos como para que se necesitara una buena cámara que lo captara bien.

La quinta plataforma de Phnom Bakheng parecía un escenario en el que encontrar hueco parecía complicado. No sabía si estaba esperando ver un atardecer en el Café del Mar de Ibiza o en la cúspide de un templo situado a nada menos que diez mil kilómetros de Europa.

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Reconozco que el tiempo se me pasó largo, que no terminé de encontrarme cómodo del todo, y que casi mejor hubiera sido escaparse otra vez a Sra Srang o quien sabe si al Pre Rup, donde seguro no estaría todo Siem Reap esperando ver caer el Sol.

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Afortunadamente las panorámicas y algunos momentos de charla con los monjes budistas hicieron que no fuera tan dramático compartir un atardecer con más de trescientas personas en poco espacio. Afortunadamente el turismo de masas nunca logra perturbar unas vistas que, de por sí, merecen la pena.

Y por fín llegó el artista más aclamado a esas horas de la tarde, el Sol, que se resistía a desaparecer entre nubes de algodón.

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En cuanto el astro amagó con irse la última vez hice mutis por el foro antes de que bajar las escaleras se convirtiera en una odisea de magnitudes similares a abandonar un Estadio de fútbol en un día de «no hay billetes». Además en Phnom Bakheng, cuando cae la noche no se ve un pimiento, puesto que no hay ni una sola luz artificial iluminándolo.

Abajo estaba Alex junto a varios centenares de tuk tuks apelotonados. Nos marchamos de allí ya prácticamente de noche, con el cielo teñido de un tono violáceo. Pasamos de forma apresurada por delante de Angkor Wat, donde no pude evitar que se me erizara el vello y sintiera un cierto desasosiego. De una forma u otra le estaba diciendo adiós, quien sabe si para siempre.

El último Sol de Angkor inició la cuenta atrás a una estancia de cuatro días en Siem Reap, probablemente los más apasionantes en mucho tiempo. Lo que quedaba ya era un tiempo añadido en una ciudad insípida y nada auténtica que contaba con la suerte de tener muy cerca a las que para mí sí que están entre las Siete Maravillas del Mundo. Le pese a quien le pese.

Y así se puso fin a una etapa clave en este viaje al Sudeste Asiático, a tierras de Camboya y Singapur. A partir del día siguiente se iniciaría otra completamente diferente. Un regreso por la puerta grande al Río Mekong…

28 de marzo: RUMBO A KRATIE

En esta ocasión el despertador no sirvió para preparar otra acometida en Angkor sino para marcharme lejos de allí. A las seis y media me venían a buscar para llevarme al autobús que tenía que tomar destino Kratie y que salía a las 07:45. Un tuk tuk, que no era precisamente el de Alex, me dejó en la pequeña estación de la compañía GST. El bus ya distaba mucho del que me había traído a Siem Reap. Mucho más viejo y con poquísimo espacio en los asientos. Para colmo me tocó atrás, justo en el sitio en que daban a parar las ruedas traseras, por lo que podría  moverme aún menos y donde viviría un traqueteo constante durante todo el viaje. Salvo tres extranjeros más, lo demás eran locales, lo que indica precisamente que fuera de los circuitos Phnom Penh-Siem Reap o Siem Reap-Frontera con Thailandia, el turismo en Camboya es prácticamente residual.

La mayoría de la gente visita Camboya por Angkor como una escala más a sus viajes en Vietnam o Thailandia, a veces también Laos. Pasan unos días entre templos y se marchan. Pero este país me vaticinaba que había mucho más detrás, que conservaba aún cierta pose de autenticidad y que gozaba de atractivos que me llamaban bastante la atención. Podía haber culminado la semana en alguna ciudad Thailandesa o vietnamita (pensé hacer el Delta del Mekong hasta Saigón), pero quería dar otras pinceladas a este lienzo lleno de trazos jemeres. Con todo lo que me había ofrecido Camboya hasta el momento, bien lo merecía. Kratie era otra fase, así como la de las selvas de Mondulkiri, donde mis expectativas ya eran máximas. Ambos eran los próximos blancos en mi diana. Y algo me decía que no me había equivocado escogiéndolos para formar parte de mi primera aventura en el Sudeste Asiático.

Bendito invento este netbook – pensé. Era la única forma de librarme de mirar fijamente una pantalla con el karaoke a todo volumen. Este pequeñísimo portátil que había comprado antes del viaje me estaba viniendo de vicio para organizar las fotografías, preparar pequeños guiones para los relatos y conectarme con mi gente allá donde hubiera un dispositivo Wi-Fi. Pero además le había cargado unas cuantas películas que hicieran más llevaderos los trayectos largos y las esperas. De hecho en las cinco horas que estuve en ese autobús me vi dos: La española «Amanece que no es poco» y la recién oscarizada «En Tierra Hostil». De ambas películas me quedo indiscutiblemente con la primera. Quizás sea porque el humor surrealista me encanta o porque ver a Antonio Resines, José Sazatornil o Enrique San Francisco desde un bus que hasta transportaba gallinas enjauladas se me ha quedado grabado en la memoria como un momento bizarro en mi vida. En resumen, para mí el netbook se había convertido en un moleskine multifuncional del Siglo XXI al que le estaba sacando mucho partido.

UN STOP CON TOXICIDADES VARIAS

Hicimos la paradita de quince minutos de rigor in the middle of nowhere. Era el clásico bar de carretera «estilo Camboyano» donde te podía aparecer una vaca pastando entre la basura mientras unos señores mayores se tomaban un bol de arroz. La limpieza y el olor del sitio dejaba mucho que desear, y el baño era directamente de película gore. Yo que andaba un poco revuelto de la tripa, cualquier mínima gana que tuviera de ir al cuarto de baño se me quitó de forma radical. Todo lo que había en ese servicio le faltaba trepar por la pared directamente. Si es que no lo estaba haciendo ya…

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Lo mismo me pasó a la hora de querer picar algo antes de entrar al bus. Detrás un cristal tenían listas para llevarse a la boca unas tortugas me daban verdaderas nauseas. Si me hubieran dado a elegir entre las arañitas fritas o comerme los intestinos salientes de aquellas tortugas creo que hubiese elegido las primeras. Eran sencillamente asquerosas.

Estando fuera aún en el periodo de descanso charlé con un chaval italiano que me contó que el autobús no iba hasta Kratie tal y como yo pensaba, sino que debía bajarme en Kompong Cham para después enganchar otro transporte. Tal cosa me la confirmó el conductor, a quien le pedí me avisara cuando llegáramos no me fuera a pasar. La verdad que si nadie me dice nada me veo llegando a Dios sabe dónde.

ESCALA EN KOMPONG CHAM PARA SUBIR A UN VEHÍCULO-HORNO

Retorné al bus para seguir viendo cine durante las dos horas sucesivas. Cuando llegamos a Kompong Cham a las 12:30 (5 h y 15 min desde Siem Reap) entró un hombre que fue preguntando a la gente adónde viajaba y según le iban contestando se bajaban o no. Esta ciudad debía ser una escala para después dirigirse a otros puntos del país. Le comenté que iba a Kratie y me pidió que bajase y esperara allí mismo, que me informaría. Lo mismo hizo el chico italiano con el que hablé antes, quien iba con otro amigo. Ambos estaban bastante perdidos puesto que no sabían ni dónde querían ir. Les hablé de lo que tenía previsto para Kratie y se animaron a venir conmigo hasta allí.

Un coche bastante precario vino a buscarnos. Estaba incluído en el coste del billete que habíamos adquirido en Siem Reap en nuestros respectivos hoteles. Entramos con un calor infernal puesto que el aire era acondicionado entre comillas, es decir, de la calle, donde pegaban cuarenta grados fácilmente. Cuando parecía que íbamos a salir a Kratie, con la que había más de cien kilómetros de distancia a realizar en casi tres horas, el conductor empezó a tratar de meter más gente. Íbamos apelotonados los cinco, además con todas las mochilas que llevábamos, y para colmo quería que viniesen más en ese coche. Su intención es que fuéramos ocho los ocupantes, lo que hubiera sido ya irrespirable, imposible. Nos quejamos al respecto y la responsable de la estación de Kompong Cham, quien había sellado nuestros billetes a Kratie, nos explicó que en Camboya las reglas eran otras, puesto que según ella estaba permitido llevar a más personas en los vehículos que en nuestros respectivos países de origen. Nos negamos y casi diría que amotinamos.

Después de una hora de discusión llegamos al acuerdo de que por un par de dólares más cada uno, dejaríamos libres «las otras plazas» (tres) y marcharíamos de una vez a Kratie. Entre el calor que hacía y el hambre que tenía lo que no estaba dispuesto es a perder tiempo por dos puñeteros dólares. Demasiado largo era el viaje como para detenerse en cuitas sin importancia.

Las tres horas previstas se quedaron en dos horas y media. Los otros treinta minutos se los quitó de encima el P1130827conductor circulando como un loco, haciendo adelantamientos imposibles que se convertían en puros desafíos con los que venían de frente. Yo, que iba en el asiento del copiloto, procuraba no mirar delante porque cada vez que lo hacía veía pasar mi vida por delante en un pase de diapositivas. Aproveché entonces a conocer a mis nuevos compañeros italianos, Gianluca y Claudio. Estos dos milaneses de veinticinco años se hacían un gran viaje al año. Trabajaban en restaurantes italianos de nivel bien en la propia Italia, en Estados Unidos, Brasil e incluso Australia, y después se tomaban en torno a un mes y medio de vacaciones. Claudio era el cocinero y Gianluca el Sumiller. De esa forma se habían conocido de primera mano muchos países del mundo. Y en esta ocasión iban a pasar 45 días entre Laos, Camboya y parte de Thailandia.

De los dos Claudio era el que controlaba qué es lo que había que ver en cada sitio. Siempre con su guía en la mano le explicaba a Gianluca el plan, ya que éste pasaba olímpicamente de las rutas y preparativos. «Marihuanistas» natos, llevaban una bolsita de hierba que habían comprado días antes en Sihanoukville. Eran dos tíos bastante majos, muy divertidos, que hablaban castellano perfectamente y con los que me pude entender muy bien. Siempre me gusta conocer gente que aparece y desaparece de tu ruta, que de una forma u otra se involucra en tu viaje y tú en el suyo. Esa es una de las ventajas de viajar solo, que te sales de tu burbuja «grupal» habitual para compartir tu experiencia con más personas.

BIENVENIDOS A KRATIE

Casi a las cuatro de la tarde llegamos a Kratie, una ciudad con 80.000 habitantes que vive de una forma u otra del Río Mekong. Los viajeros acuden a ella por dos motivos principalmente, bien como escala en un viaje a/desde el sur de Laos o bien para probar suerte e intentar ver los poquísimos Delfines de Irrawaddy que sobreviven a duras penas en el Mekong. Hay una población total en este río de entre ochenta y noventa delfines-beluga, y si existe una posibilidad de poderlos observar es en este tramo de río que va hasta la frontera con Laos. Ese era mi objetivo en Kratie, poder tener cerca a alguno de los últimos ejemplares de esta especie que lamentablemente se encuentra muy próxima a la extinción.

Nos hospedamos en el Oudom Sambath Hotel, ubicado en la misma ribera del río. Una habitación doble con aire acondicionado costaba 17 dólares. El dueño del hotel se ocupó de solventar todas nuestras necesidades, como por ejemplo reservarnos plaza en un minibus a Sen Monorom (Provincia de Mondulkiri) para dentro de dos días (precio: 8$) y en mi caso conseguirme un conductor de tuk tuk que me llevara a ver los delfines además de un templo y alguna que otra cosa más que le había señalado (17 $ toda la mañana). Aunque eso ya sería para el día siguiente.

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Comimos algo en el restaurante del hotel. Yo me reservé sólo un poco de arroz puesto que no me encontraba demasiado bien. Me dolía bastante la tripa y me notaba un poco acelerado de grados, aunque sin fiebre todavía. Después de descansar una hora me sentí bastante mejor y bajé a dar una vuelta al «Paseo ribereño» donde se estaba fraguando un bonito atardecer que traía las últimas barcas de la isla de enfrente, Koh Trong, que me llamaba muchísimo la atención y a la que pretendía ir en la próxima jornada.

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Después me fui a dar una vuelta al mercado, a la parte que no había cerrado todavía, y donde se estaba vendiendo el último pescado del día, al que se lo estaban comiendo literalmente las moscas. Parecía como si los sobrantes de comida se pusiesen a la venta a última hora para quienes tuvieran menos dinero. O al menos esa fue mi impresión. De una forma u otra tras dar una vuelta por este mercado se me quitaron las ganas de comer para los próximos veinte años.

Me conecté a internet en el cibercafé del You Hong Guesthouse, un lugar de reunión de mochileros muy próximo al mercado, donde además de dejar un comentario en el Rincón de Sele, aproveché a buscar alojamiento para mi estancia en Sen Monorom. Como cada vez tenía peor cuerpo me volví a la habitación, aunque antes me encontré con Gianluca y Claudio, quienes estaban bastante intranquilos. Les pregunté qué les pasaba y me contaron que no tenían dinero en efectivo para pagar la habitación ni el trayecto a Sen Monorom que ya habían encargado al dueño del hotel. Habían intentado pagarle con tarjeta pero no lo admitía. Después habían marchado a un Cajero Automático que aceptaba únicamente tarjetas Visa pero no Mastercard, que era la que ellos llevaban. Me dijeron que su opción era viajar de nuevo a Kompong Cham al día siguiente, sacar dinero de allí, puesto que el hombre les había asegurado que en esa ciudad sí tenían ATMs donde aceptaran Mastercards, y regresar a Kratie. El problema estaba en que no tenían nada de dinero en efectivo ni siquiera para irse a Kompong Cham. Entonces me pidieron si yo podía echarles un cable y prestarles unos dólares tanto para pagar la habitación esa noche como para hacer lo propio con el taxi a Kompong Cham.

Sabía que podía darles el dinero y olvidarme de verlos de nuevo, que esa posibilidad estaba ahí. Pero decidí prestarles lo que me pidieron. Creo que en este tipo de apurillos los viajeros tenemos que ayudarnos los unos a los otros porque a todos puede surgirnos un problema alguna vez y necesitar a alguien que nos tienda la mano. Recordé que unos meses antes en Zimbabwe, cuando nos quedamos tirados sin combustible a mitad de camino entre la frontera de Botswana y las Cataratas Victoria, unos italianos precisamente nos sacaron del atoyadero surtiéndonos de varios litros de gasolina de sus garrafas para que pudiéramos llegar a nuestro objetivo. Simplemente podían haber pasado olímpicamente de nosotros y no haberlo hecho pero ahí estuvieron para ayudarnos. Por eso mismo confié en Gianluca y Claudio y les dejé el dinero que necesitaban.

Ya después de charlar un rato más con ellos me fui a acostar temprano. Creo que durante parte de la noche tuve fiebre, pero estaba tan concienciado en lo que quedaba de viaje que hice fuerzas para estar recuperado lo antes posible. Algo debió ayudar también que echaran por la televisión a las dos de la madrugada el derby futbolístico entre el Real Madrid y el Atlético. No me lo perdí, lo viví como un hincha más. El Real venció por tres goles a dos y fulminó de un batacazo cualquier atisbo de fiebre. Con lo que me gusta el fútbol, mejor terapia que esa no pude tener.

Por la mañana me encontraría perfectamente.  Con todo lo que había por delante como para no estarlo.

CONTINUARÁ…

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