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El instante viajero XIV: La cola de la ballena

Cola de ballena en el Estrecho de Magallanes

El agua fría del Estrecho de Magallanes viene a mezclar Atlántico y Pacífico con la brisa antártica perfumando un sendero imaginario. En este área de islotes vírgenes y glaciares donde lo mismo planea un cóndor que aparece nadando una familia de leones marinos o se distingue el color blanquinegro de varios pingüinos, todo puede suceder. Esta riqueza atrae además a aquellas ballenas jorobadas que, en su tránsito hacia la Antártida, se detienen a proveerse de nutrientes durante el verano austral. De hecho se dice que la que prueba las aguas del Estrecho de Magallanes nunca regresa a el continente de hielo y escoge de por vida hacer acopio de alimento en este lugar. Aunque durante décadas la industria ballenera acabó con todas las ballenas que venían hasta aquí, la lógica y nueva mentalidad de conservación medioambiental devolvió ese carácter sagrado al mamífero más grande del mundo, convirtiéndolo en monumento natural e impidiendo su caza. Los efectos se notaron enseguida. Años después de desaparecer el último barco ballenero en aguas patagónicas las ballenas retornaron a su despensa favorita. Por eso, cada vez que uno ve emerger la cola de una ballena jorobada en ese corredor acuático que ayudó a Fernando de Magallanes a esquivar el maldito Cabo de Hornos, es posible volver a creer en que no todo está perdido en nuestro planeta. 

Desde la cubierta de un buque de nombre Fitz Roy, que recuerda al británico que capitaneó el mítico del HMS Beagle con el que un jovencísimo Charles Darwin llegó a Islas Galápagos en su un largo periplo marítimo, no sabía si estar en proa o en popa, a babor o a estribor. Tampoco me importaba que lloviera o hiciera un frío terrible. Este buque del que supe apenas días antes en Punta Arenas (Chile) se utilizaba, entre otras cosas, para identificar las ballenas que acudían al Estrecho. A través de la fotografía de sus colas se obtenía una especie de huella dactilar que identificaba a todas y cada una de ellas. De ese modo se cotejaba con otros años y se sabía si habían regresado e incluso se comparaban sus manchas con otras fotos tomadas en aguas tropicales de América del Sur donde tienen sus crías.

Una concatenación de casualidades me llevó a ser pasajero provisional del Fitz Roy. Lo que nunca me imaginaría es que observaría a tantas ballenas jorobadas como en uno de los días, cuando clasificamos fotográficamente a nada menos que diecisiete ejemplares. Había momentos en que veíamos hasta ocho juntas. Unas veces respiraban tan fuerte que sus chorros de agua parecían géiseres en mitad de la nada, en otras ocasiones mostraban su cola de manera elegante. Y a veces incluso saltaban junto al barco. ¿Os imagináis moles de unos quince metros y varias toneladas saltando y dejándose caer? ¡Ellas mismas generaban oleaje donde no lo había! Eran los leones marinos patagónicos los que se aprovechaban de la coyuntura y comían el pescado que removían las ballenas con semejante trajín.

La imagen de la foto que veis hoy en portada, el Instante viajero que he traído hoy a esta sección de experiencias paralizados en el tiempo, me lleva justo a ese momento, a unos minutos antes del atardecer en que la mar parecía una piscina de lo quieta que estaba. Los últimos rayos de sol dorando el panorama sirvieron de foco a la cola de una ballena que surgió de manera repentina en aquel horizonte y que parecía despedirse hasta un nuevo día. Su retorno a las profundidades del Estrecho de Magallanes fue una secuencia en cámara lenta que estoy convencido no olvidaré mientras viva.

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* Podéis ver aquí más fotografías correspondientes a la sección El Instante viajero. Y si queréis saber más sobre esta experiencia con las ballenas en el Estrecho de Magallanes (vídeo incluido) no salgáis del blog.

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