El instante viajero XX: Lecciones de fe en Shangri-La
Aquella mañana en Shangri-La llovía con cierta saña. Las nubes bien agarradas a las montañas que rodean este utópico enclave tibetano de Yunnan se ocupaban de acallar el color de los bosques otoñales y las praderas inmensas donde pastaban los yaks. Sobre todas las cosas destacaba un único elemento que no había cedido un ápice de su fulgor y luchaba contra la monotonía gris que acarreaba el temporal. Se trataba del monasterio de Songzanlin, conocido en China como el pequeño Potala por su parecido con el gran símbolo de Lhasa, al que se considera la máxima expresión que existe en la arquitectura tibetana. De hecho ambos son coetáneos (Siglo XVII) y están emparentados más allá de sus formas, sus murallas blancas y las estupas que sobresalen en estos inmensos lamasterios.
Shangri-La hace referencia a «Horizontes perdidos», la obra de James Hilton, con el que se narraban los condimentos de una sociedad perfecta y espiritual en un antiguo monasterio budista. No cabe duda de que su mente había viajado hasta Songzanlin como nosotros aquella mañana de lluvia.
Entrar al gran monasterio de Songzanlin es como hacerlo a una antigua ciudad medieval a la que no ha pasado el tiempo. Aquello es un universo en sí mismo. Una coalición de edificios, banderas al viento y el olor intrínseco de las velas elaboradas con mantequilla de yak se mezclaba con el humo del incienso. El sonido del agua se ocupaba de despertar al silencio acompañando sin intermitencia al golpeo anónimo de un tambor, el soniquete metálico de las campanillas y los mantras repetidos una y otra vez por los monjes vestidos con túnicas bermellonas, quienes no cesaban un instante con su retahíla de rezos y oraciones. Actualmente son más de 700 los que viven en un lugar que llegó a albergar a 3000 en otras épocas.
Tras entrar a varios templos de Songzanlin y esquivar la lluvia en los soportales nos percatamos de la presencia de un grupo de monjes al aire libre. La mayoría de ellos eran niños. Los más mayores sus maestros. Al abrigo de un techo improvisado recitaban frases en tibetano procedentes de sus enseñanzas diarias. Daba la sensación de que recitaban la lección a sus compañeros. Al final de cada frase, como si se hubiesen sacado la solución de la manga, golpeaban su antebrazo izquierdo con la mano derecha. Eso significaba que se lo sabían bien y su memoria no les había fallado. Supuestas preguntas sobre sobre dioses, bodhisattvas y la manera de entender la vida (y la muerte) en el universo budista tibetano eran correspondidas con las respuestas adecuadas.
Sin prestarnos atención alguna, como si fuésemos completamente invisibles, compartieron con nosotros un momento de cotidianidad monacal, su horizonte perdido en un mantra cualquiera. Y entonces Songzanlin se convirtió a la vez en el centro de nuestro mundo. No tengo duda alguna de que James Hilton lo hubiera sabido explicar mucho mejor que yo.
Días más tarde volveríamos a Shangri-La, al igual que lo hacían las grullas cuellinegras que habían sobrevolado las aguas cristalinas del lago Napa. Y divisaríamos una vez más el pequeño Potala de Yunnan. Pero esta vez había sol y los mismos monjes recitaban a la luz su aprendizaje religioso a en el patio de siempre, pero sin necesidad de un techo que les protegiera de las inclemencias meteorológicas. Allí de un viajero lleno de preguntas que era incapaz de articular palabra no dejaba de afirmar para sí mismo que aquel pedacito del Tibet era ese horizonte perdido en el que siempre había querido estar…
Sele
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* Podéis ver aquí más fotografías correspondientes a la sección El Instante viajero. Y todos los artículos sobre el viaje a Yunnan y Sichuan.
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