En las entrañas de las minas de Potosí, la puerta del infierno - El rincón de Sele

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En las entrañas de las minas de Potosí, la puerta del infierno

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Miguel de Cervantes en El Quijote acuñó un dicho popular que aún se sigue escuchando. Decir que algo «vale un Potosí» o «más que un Potosí» tiene la connotación de ser mejor que el más grande de los tesoros jamás encontrados. Lo que mucha gente desconoce es la procedencia exacta de la frase, que hace referencia al Cerro Rico, un monte que se encuentra en el sur de Bolivia, con más de 4000 metros de altura y agujereado por miles de túneles de las inagotables minas de Potosí, las cuales aportaron al Imperio español y a toda Europa durante la época de la conquista de América, más cantidad de plata que ningún otro lugar del mundo. Su explotación, viva en pleno siglo XXI, fue uno de los grandes porqués del crecimiento del viejo continente a partir del Siglo XVI, aunque esto fuera a costa del trabajo feroz de los esclavos indígenas y una hilera incontable de cadáveres por el camino. Es entonces cuando la plata y este dicho cervantino nos hacen ver que hay lingotes que, aunque brillantes, están manchados de sangre.

Cerro Rico en Potosí (Bolivia)

La ciudad de Potosí, que por momentos fue lo más parecido a la capital del mundo, vive todavía a la sombra del Cerro Rico. La explotación de las minas continúa siendo la base de la economía local y, dos siglos después de ser un país independiente, Bolivia no ha sabido poner fecha de caducidad a las galerías en las que muchos trabajadores, entre ellos niños, siguen dejándose la vida. Durante mi viaje al país andino me atavié con la vestimenta del minero y entré a las minas de Potosí para darme cuenta que lo que mis ojos veían debía parecerse mucho al infierno.

CERRO RICO, UNA MONTAÑA VESTIDA DE PLATA

Aunque parece que los incas conocían desde antiguo las posibilidades de esta montaña situada dentro de su Imperio, no fue hasta 1545 cuando no se empieza a tener conciencia global de lo que allí había. Un pastor quechua llamado Diego Huallpa pasó la noche en las faldas de esta colina junto a su rebaño de llamas protegiéndose del frío con una fogata. Cuando despertó se encontró con que brillaban junto a él infinidad de vetas de plata. Cuando regresó lo puso en conocimiento de las autoridades y un 1 de abril de 1545 el capitán Juan de Villaroel tomó posesión, junto a sus hombres, del cerro.

Cerro Rico (Potosí, Bolivia)

Los primeros documentos que hacen referencia a Sumaq Orcko (que así conocían los incas al Cerro rico) alaban la disposición de plata incluso en la superficie de la montaña. En pleno siglo XVI en Europa apenas había unas pocas minas de plata que no daban más que un exiguo porcentaje de este mineral. Las de Sajonia (en la actual Alemania) estaban en declive desde el medievo y aquel hallazgo en las lejanas tierras andinas fue todo un filón no sólo para los conquistadores españoles sino para también una Europa ávida de metales preciosos. Aquella mina la explotarían durante siglos los españoles con mano de obra indígena de mano de la mita, un sistema de esclavitud incaico, pero llegaría a España apenas un 15-20% de la plata. El resto fue para piratas ingleses que utilizaban el saqueo y los secuestros para hacerse con este preciado tesoro, o incluso se acuñaba moneda en otros imperios de fuertes de Oriente (Mogoles de india, otomanos e incluso en China). Si a esto le sumamos los banqueros alemanes, los gastos de guerras, pillajes y lujos desmedidos por parte de los criollos (nacidos en América pero de origen europeo), era mucho lo que se quedaba en el camino. La Iglesia también se apropió de lo suyo e incluso hoy en día en el Vaticano y en muchas iglesias romanas es posible ver altares y obras de arte hechas con material proveniente de Potosí.

Ilustración del Cerro Rico (Potosí)

El método de obtención del mineral se fue haciendo cada vez más complejo, haciendo falta refinados y tóxicos con las que separar una plata que cada vez era de peor calidad. Se excavaron miles de galerías hasta llegar a las actuales 5000 que hacen del Cerro rico un verdadero queso emmental sacudido por el gélido viento de altiplano. Entonces murió muchísima gente en las minas o a causa de las enfermedades provocadas de estar largas jornadas allí dentro. La esperanza de vida menguó de tal manera que era complicado sobrevivir más de siete años seguidos de trabajo. Las cifras oscilan desde los varios miles a los exageradísimos ocho millones de muertos que toma Eduardo Galeano en su estupenda obra «Las venas abiertas de América latina» (muy recomendable para dar respuesta a muchos porqués, aunque se tambalee en ciertos datos), quien había bebido de fuentes de un inglés, Josiah Conder, que jamás había viajado al continente americano y se basaba en informaciones de otros viajeros. Sea como fuere, más cerca o más lejos en las cifras, Potosí es un símbolo de lo sucedido en América y, en general, en todos los territorios colonizados «a la fuerza» en el mundo (lo que pudo ser Estados Unidos con la llegada de los colonos ingleses, África y su reparto como si fuese un simple pastel, ese polvorín llamado Israel y Palestina etc…) La historia ha sido y es así. Los íberos y celtas fueron masacrados y explotados por los romanos, los romanos por los bárbaros, y así sucesivamente hasta encontrar que siguen existiendo las colonias, pero sobre todo en términos económicos.

Dibujo de Cerro Rico (Potosí)

Por otro lado nos encontramos con que empieza a nacer una ciudad en las faldas de la montaña, a más de 4000 metros de altitud. Trabajadores de las minas, ejército, nobleza, religiosos, etc… Todos ellos comenzaron a sentar las bases de la ciudad de Potosí, a la que también recayó mucha de la riqueza obtenida del cerro milagroso. Sin el orden de otras ciudades coloniales de nueva planta (ver 5 ciudades de América latina que me enamoran), Potosí creció de una forma desordenada, pero con edificios deslumbrantes. Se levantó la Casa de la Moneda, conocida como El Escorial de América, de donde provienen muchas de las monedas acuñadas con la plata potosina, y el barroco más opulento y recargado se puede ver hoy día en las fachadas de numerosos templos religiosos. Las casas palaciegas y suntuosas balconadas siguen asomándose a la calle de una ciudad que en el Siglo XVII fue algo muy parecido a «la capital del mundo». Tenía 160000 habitantes, incluso más que París y Londres en la época, y su importancia comercial hacía que fuese la clave tanto en América como en una Europa que veía aumentar sus arcas.

Detalle de la iglesia de San Lorenzo (Potosí, Bolivia)

A esa Gran Babilonia llamada Potosí acudían gentes de muchos rincones del mundo porque era todo un centro de poder, sobre todo económico. Pero a todo le llega su declive y, como se esperaba, la plata se fue agotando hasta ser realmente difícil obtener unas cantidades muy por debajo de lo que en su día fueron. Se empezó a sacar estaño y todavía, aunque muchas organizaciones pongan en duda la rentabilidad de las minas (y su seguridad), nadie cierra la puerta al Cerro rico. Ni Evo Morales, el primer presidente indígena de la historia de Bolivia, dos siglos después de ser un país independiente, ha sabido (o querido) decir que «Potosí se acabó». Aquel sueño vestido de codicia nacido a las pocas décadas de la llegada de Colón a América, sigue siendo una máquina a la que se agarra un pueblo agotado. Muchas ONGs denuncian la presencia de niños enlas minas y las ineficaces o, más bien, inexistentes medidas de seguridad en aquella ciudad subterránea. No es difícil hallar noticias de accidentes o víctimas que han dado su último suspiro a Cerro rico, una de las muchas puertas que tiene el infierno.

MI EXPERIENCIA EN POTOSÍ

Preparativos

Durante el viaje como mochilero en América que hice entre Buenos Aires y Nueva York y duró unos siete meses me agarré fuertemente a los lazos culturales e históricos entre ambos mundos. Desde Magallanes y Elcano a Blas de Lezo, pasando por capítulos tanto gloriosos como desafortunados de los primeros siglos de la llegada de los europeos al nuevo continente. Potosí es historia viva de América y tenía un enorme interés en conocer las minas no sólo por los libros de historiadores y viajeros sino comprendiéndolas desde su interior. Actualmente en la ciudad se organizan rutas turísticas no aptas para cualquiera puesto que son travesías duras que guardan incluso algo de peligro. No son visitas tipo parque temático sino que supone entrar a la mina con los propios mineros, vestirse como ellos y conocer de cerca ese infierno lleno de agujeros en el que te advierten «están trabajando y se escuchan explosiones».

Vestido de minero en Potosí

Fui con un pequeño grupo de amigos que había conocido en el hostal donde me hospedaba (Koala Den), algunos con los cuales continué una parte de mi ruta por los lugares más fascinantes que ver en Bolivia. Nos vinieron a buscar por la mañana temprano y nos llevaron a una casa en la que debíamos cambiarnos de ropa. Nos ataviamos con los uniformes mineros, casco con linterna y botas de goma con los que ir de la forma más adecuada a unas minas que, como tal, están llenas de barro y agua, y es muy fácil mancharse. También nos entregaron unos pañuelos que ponernos en la boca porque hace falta debido al polvo y los gases. No puedo negarlo, estaba expectante pero muy nervioso. Cada vez tenía más cerca la silueta de aquella montaña que en quechua significa «poderosa explosión».

El día que compré dinamita…

Es tradición en este tipo de incursiones a las minas de Potosí, llevar unos presentes a los mineros que están trabajando en su interior. Por ello pasamos por un mercado indígena en el que adquirimos cosas que podían necesitar. Muchos reclaman bebidas alcohólicas, pero en una ciudad con un elevadísimo índice de alcoholismo no creímos que fuera lo más adecuado. Nos hicimos con refrescos, hojas y de coca y por mi parte algo de material de trabajo (puesto que muchos se sufragan todo de su bolsillo), que es el regalo más extraño que he hecho y creo haré en mi vida. Compré dinamita… por muy raro que suene. Dinamita y su detonador, que necesitan los mineros para seguir excavando galerías.

En Potosí uno puede hacerse con dinamita por apenas dos dólares, y se encuentra con una facilidad pasmosa. Me hubiese podido llevar un verdadero arsenal de aquel comercio puesto que no había ningún control de nada. Ni pidieron nombre, ni preguntaron para qué lo necesitaba. Simplemente solicité dinamita y me la dieron sin pestañear por lo que valen en España cien gramos de pipas. Yo ya tenía mi presente…

Dinamita que se compra en Potosí (Bolivia)

Antes de acceder a las entrañas del Cerro Rico, el que sería nuestro guía, un minero retirado que imprimía de solemnidad y misterio a sus explicaciones, nos hizo brindar con alcohol de noventa grados en un ritual consistente el que pedir protección a la Pachamama (la madre Tierra) en las minas. Aquello era prácticamente alcohol para curar las heridas. Y yo, que tenía los labios resecos por el frío y el aire del altiplano, rugí de dolor tras tan extraña ofrenda. Se me quitaron las ganas de beber chupitos para siempre…

Nuestros primeros pasos en Mina Candelaria

Lo que sí hicimos fue ver de cerca cómo trataban los mineros todo lo que habían obtenido en las últimas semanas. Ese proceso de separar minúsculas vetas de plata de la piedra requiere de un trabajo mecánico y químico bastante completo y que poco ha variado en el último siglo. Aún se conservan los lugares en los que en tiempos de la colonia, se mezclaban fuertes agentes químicos con los que limpiar el mineral precioso de la roca a la que estaba adherido.

Mineros con bolsas de hojas de coca a la salida de las minas de Potosí (Bolivia)

En Potosí no hay dos rutas iguales ni dos experiencias iguales. Hay tal cantidad de galerías excavadas que los senderos van variando. Y lo que uno se encuentra también. Nosotros nos adentramos a la conocida como Mina Candelaria, una galería iniciada en el Siglo XVII y que, al parecer, aún sigue dando frutos. Junto a la entrada, mientras esperábamos terminaran de empujar una vagoneta repleta de desechos que hay que sacar una y otra vez para despejar el camino de material inservible, nuestro guía pronunció unas palabras se me quedarán grabadas para siempre y que decían: «Hasta este punto exacto está Dios. Pero aquí dentro Dios no existe».

En la entrada de las minas de Potosí (Bolivia)

Entramos a eso de las diez de la mañana. Un barro grisáceo y pegajoso fue acompañando nuestros pasos. En distintos tramos el suelo estaba completamente inundado. Por eso era tan importante llevar botas de goma y no fiarnos de nuestro propio calzado. Te manchas sólo con respirar. La luz natural que nos alumbró al principio fue sustituida por la de las linternas frontales de los cascos. Si hubiera habido una mosca revoloteando a diez metros se hubiese podido escuchar. Allí todo se oía, era capaz de escuchar ruido más insignificante en aquel vulnerable cuello de embudo a los adentros de la tierra.

Galería Candelaria en las Minas de Potosí (Bolivia)

Por momentos tenía mucho calor y por otros frío, aunque lo peor, sin duda alguna, era tener que respirar un olor indescriptible que me secaba la garganta. Por eso los pañuelos, que mojados con agua, sirven para filtrar el aire y no respirar bocanadas de quien sabe qué.Entre tanto nos cruzábamos con vagones chirriantes que ayudábamos a empujar a los trabajadores que andaban exhaustos. Me habían contado que había niños dentro de las minas, pero reconozco no tuve ocasión de verlos. Todos aquellos hombres, aunque de treinta años en su mayoría, parecía tenían cincuenta. Nadie aparenta la edad que tiene realmente. La mina estaba dibujada en las arrugas de muchos rostros con bocas que escondían una dentadura hueca y picada.

Detonaciones, rumbos inciertos, soledad…

El camino se fue haciendo más y más estrecho y nuestro guía nos sugirió seguirle por un auténtico agujero en el que jamás se me hubiese ocurrido entrar por mi cuenta. Muy despacio, prácticamente arrastrándonos con el trasero, fuimos bajando metros y más metros. De repente sonó un estruendo fuerte y hueco. Era una detonación a no demasiada distancia de dicho orificio y ante una posible emanación de gases nuestro guía nos pidió nos tapásemos la nariz y la boca, después de humedecer convenientemente los pañuelos que nos habían dado. No fue la única explosión que escucharmos durante la ruta. Es algo normal. En las entrañas de Potosí, mientras unos cuantos tratábamos de explorar las galerías, los mineros hacían su trabajo. Esta visita, del modo que se hace ahora, estaría terminantemente prohibida en casi todos los países del mundo. Pero Potosí es diferente, es una de las muchas puertas que dan directamente al infierno y que debe verse tal como es, sin trampa ni cartón, sin Mickey Mouse ni Bambi decorando una falsa atracción.

Los minutos se me empezaron a clavar en una cabeza descentrada que le daba por dibujar con la memoria las caras de gente a la que quería y echaba de menos. Pensaba en un mundo de colores que difería del blanco y negro imperante en unos túneles cada vez más profundos. De vez en cuando nos topábamos con serpentinas, flores tiradas por el suelo y ramas secas sostenidas en grietas. Al parecer lo hacen los mineros para buscar la protección de la Pachamama. Aquellas cavidades totalmente muertas, sin nada de naturaleza, expulsarían a la Madre Tierra, con el peligro de quedarse solos en las minas. Por eso arrojan color y algo de vida allá donde no la hay ni se la espera.

En las minas de Potosí (Bolivia)

Empecé a pensar que tenían razón los mineros y que Dios no existía allí dentro. Torpes caminares y elección de rutas casi por el azar iban haciendo mella en el grupo. Hacía calor y el oxígeno era cada vez menor. Sin olvidar que, aunque pareciese que estuviésemos viajando al centro de la Tierra, nos encontrábamos siempre a más de 4000 metros de altura sobre el nivel del mar. Si cansaba apenas subier una escalera, ¿cómo no lo iba a hacer el tener que sortear piedras y agua constantemente en aquel pozo oscuro?

La noción del tiempo en las minas de Potosí es algo que brilla por su ausencia. Allí se vive en una eterna noche, un eterno letargo en el que nada cambia un ápice porque se muevan las manecillas de un reloj inútil. Nos contaron que habían numerosas cuadrillas de mineros que trabajaban tan lejos de la salida, que sus turnos superaban las 48 horas y se veían obligados a domir en el interior de las galerías. Pensé que no existiría dinero en el mundo que hiciera que me quedara allí dos días. En realidad ni uno ni medio… Aquello es agobiante, agotador, una rabiosa pelea mental que te hace preguntarte una y otra vez qué estás haciendo allí. Pero hay que pensar en que esa es la fuente de trabajo de mucha gente que no tiene más remedio que aceptar unas durísimas condiciones de trabajo para subsistir, que es lo que han aprendido desde pequeños. «Para comer hay que laburar duro. Eso es lo que hay» – nos dijeron algunas de las personas que fuimos conociendo por el camino.

Hojas de coca con las que apaciguar los ánimos

Mascaba constantemente las hojas de coca que había comprado el día que había visitado el Salar de Uyuni. En realidad más que mascarlas trataba de imitar a los propios bolivianos, haciendo una pelota que colocaba en un extremo de la mandíbula. Conviene tenerla y olvidarse prácticamente de ella, absorber muy lentamente su mezcla con saliva. Una ligera sensación de que se le duerme a uno la lengua es normal por los muchos efectos que tiene esta hierba adorada por todas y cada una de las civilizaciones prehispánicas de Sudamérica. Es lo mejor para el mal de altura, para sofocar ese soroche maldito que afecta a quienes se enfrentan a una altitud a la que no están acostumbrados. Las hojas de coca al natural, sin esa connotación moderna que se tiene ahora de ella (la cocaína es pura química), son saludables. En las minas ayuda con el mal de altura, el cansancio e incluso engañan un poco al hambre. Pero sus beneficios van más allá. Tienen un alto contenido de nutrientes, vitaminas A, E, B1, B2, B3 y C y son ricas en calcio. También actúan como un bactericida natural, limpian el hígado de sustancias tóxicas, alivian los dolores musculares y de las articulaciones e incluso mejoran la presión arterial.

En el interior de las minas de Potosí (Bolivia)

Bajón de tensión

Así que un buen mate de coca y mascar hojas es un buen remedio para encontrarse mejor en sitios altos, y en ese momento lo estábamos. Nuestro guía nos iba contando muchas batallitas de cuando trabajaba en la mina. La verdad que era un tipo del que puedo decir aprendí mucho de cómo es la situación actual dentro del Cerro Rico. Hubo un momento en que nos pidieron ayudásemos a trasladar una viga a otros compañeros y aquello parecía pesar tres veces más de lo que pesaba realmente. Necesité sentarme un momento y pedí al grupo hicieran el último viaje sin mí, que les esperaba en ese mismo punto. No sé si por lo que se respiraba allí, el poco oxígeno, o por el agotamiento, me empecé a marear bastante. De pronto me encontraba allí sentado totalmente a oscuras tratando de no desmayarme. Cuando la vista emborronaba la poca luz de la linterna me eché agua a la cabeza para espabilar. Finalmente fue sólo un susto, una bajada de tensión. Y muy pronto llegaron los demás. Pedí detenernos un poco, beber líquido, y el hombre nos llevó junto a los mineros a los que habíamos ayudado a sentarnos un rato tranquilamente. Compartimos más hojas de coca y salió, no sé de dónde, una botella del alcohol que habíamos probado antes y que tenía más grados que Sevilla en el mes de agosto. Aquella era la manera de soportar lo insoportable, y por un lado no me extrañaba en absoluto.

Mineros en Potosí (Bolivia)

Continuamos caminando, siempre hacia abajo y nunca retornando sobre nuestros pasos, lo que nos hacía esperanzar a muchos que la salida no podía estar demasiado lejos habiendo pasado ya tres horas en aquel horno oscuro y mojado. Aún así entre nosotros ya hablábamos que eran más las ganas de saber que el miedo o la posible claustrofobia. A pesar de que no podía con mi alma, mis pensamientos me decían que estaba haciendo lo correcto, que para opinar del infierno debía ver cómo era realmente. Tenía que acariciarlo, vivirlo y, por qué no, sufrirlo.

¿Adoración al demonio en las minas? ¿Quién es el Tío?

En las minas de Potosí, la boca del infierno, sólo nos faltaba toparnos con el mismo Demonio – pensé al encontrarnos de cara con una estatua de lo que a todas luces parecía Satanás, con sus cuernos y todo. Le vestía un mar de tiras de confeti y tenía una mirada hierática y seca. Cuando le preguntamos a nuestro amigo minero nos contó la historia tanto de aquella como de muchas de las estatuas de aspecto demoníaco que hay en el interior de Cerro Rico. Explicó que no se trataba de Lucifer ni mucho menos, sino de lo que ellos llaman «El Tío», el cual respresenta el doble universo de las creencias indígenas y las traídas por los conquistadores.

El Tío (Minas de Potosí, Bolivia)

Desde mucho antes que se arribara en navíos desde Europa al Nuevo Mundo, la cosmogenia andina nos habla de la tradición de adorar a un ser de las profundidades que, supuestamente era el esposo de la Madre Tierra, la ya mencionada Pachamama. En lugares como cuevas o minas como las potosinas en las que estábamos, él era el ser que podía salvar a la gente o, por el contrario, maldecirla. Por tanto siempre se trataba de contentar al Tío con oraciones y ofrendas. Cuando los españoles conocieron que los nativos rezaban a un ser de las profundidades lo identificaron enseguida con el Diablo. Desde entonces un ser que jamás se había representado en estatuíllas o pinturas se recreó como el Demonio. Para la gente indígena seguían buscando protección de uno de sus dioses, mientras que para los cristianos se trataba de una veneración demoníaca.

Hoy se continúa adorando al Tío, cuyo nombre procede de la inexistencia de la letra «d» en quechua. Y es que ellos lo trataban de castellanizar diciendo Dios… pronunciado Tios. Con el tiempo se perdió la «s» y al ser de las profundidades se le conoció para siempre como El Tío.

Me llama mucho la atención comprobar cómo muchos de los nativos americanos acoplaron sus creencias a la nueva religión traída del viejo mundo. Siempre se ha dicho que América es hoy día la reserva espiritual del cristianismo en el mundo, aunque sin dejar de lado su Fe y cultura en la que dioses como la Pachamama y El Tío tienen cabida. En cierto modo ellos son la Naturaleza, y en realidad representa lo que vemos, olemos, tocamos, y de lo que vivimos todos.

Ver la luz al final del túnel

Tras el capítulo del Tío y continuar vagando por las oscuras galerías, casi sin sentir las piernas y estar hastiados de respirar todo menos aire puro, apreciamos un lejano punto de luz. Todo era en línea recta y en apenas un par de minutos teníamos la salida, el final de un larguísimo caminar. En ese momento entendí con razones lo que era ver la luz al final del túnel. Creo que en ese último tramo dejé de flaquear y grité en más de una ocasión ¡¡Veo la luz!! pasándose por mi mente todo lo visto y vivido en las minas. Como la última imagen del moribundo que encuentra una salida… Así estábamos todos.

A la salida de las minas de Potosí (Bolivia)

Agotado, sin palabras y emocionado, tenía nuevos héroes en ese podio de personas a las que admirar. Desde ese momento tengo un respeto reverencial a todos los mineros del planeta, a toda esa gente que trabaja en lo que para muchos es el inframundo, la boca del infierno. Potosí lo ha sido y lo sigue siendo. Ha visto perder muchas vidas, aunque su llama maldita no se ha terminado. Quizás porque se quiere extraer hasta la última gota de una plata que por siempre estará teñida de esfuerzo, dolor, sangre y lágrimas derramadas.

Si unas horas me habían trastornado, cómo debe ser pasarse más de media vida en las entrañas de Cerro Rico, escuchando detonaciones y sabiendo que las minas se han llevado ya a demasiados. Sin duda es una experiencia dura… durísima, pero necesaria para ponerse en la piel de los otros y comprender por momentos cómo debe ser el infierno.

Sele

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