El instante viajero XVIII: Amanecer extraterrestre en Uyuni
Aquella mañana no es que hiciera frío. Más bien parecía que el mundo entero estuviese hibernando a casi cuatro mil metros de altura. Con el cielo aún oscuro un viento más gélido imposible se ocupaba de segar la poca piel que no habíamos sido prudentes de mantener a cubierto. Nunca había deseado con tantas ganas la llegada del amanecer. Pero la motivación que teníamos por delante justificaba de manera sobrada aquella espera que se hacía eterna. Porque en el instante en que comenzaron a asomarse las primeras luces del alba, del invierno pasamos a un verano de ánimos, de palpitaciones incontrolables. El paisaje que teníamos frente a nosotros correspondía a lo que nos habían contado del Salar de Uyuni, el desierto blanco de Bolivia, que a esas horas teñía sus siluetas con tonalidades fucsias, azules y violetas las cuales se mecían sinuosas en un gran horizonte de agua, cielo y sal.
Este escrito pertenece a la serie de relatos cortos titulada EL INSTANTE VIAJERO en la que congelamos esos momentos, lugares y retratos que un día nos llenaron de emoción.
El silencio se ocupó de acompañarnos durante tan sosegado amanecer. Nuestros ojos escudriñaban atentamente un escenario que sólo se podía calificar de extraterrestre. Pequeñas montañas de sal se alineaban unas frente a las otras formando un composición cargada de infinitos. El agua que tocaba el suelo no tenía más que medio pulgar de profundidad pero aún así parecía todo un océano. Sólo Kubrick, Spielberg o un tan Julio Verne podían haber sido capaces de diseñar semejante escenario de ficción-realidad. La imaginación era esa, una verdad absoluta en una mañana de cuerpos tiritando no de frío sino de emoción. Bolivia, sin saberlo, se había convertido para quienes estábamos allí en la película más hermosa del mundo.
La soledad y el silencio del Salar de Uyuni custodiaban nuestros pasos hundiéndose en los charcos. Los colores, mientras tanto, seguían procediendo a su característica mutación. El mayor salar del mundo, por superficie y altura sobre el nivel del mar, justificaba por sí solo esa espera temblorosa, el camino lleno de curvas de los días anteriores por el altiplano. Aunque desde que saliéramos en un todoterreno cochambroso en la frontera con San Pedro de Atacama todo había sido un sueño. Mecidos en el altiplano de San Pedro a Uyuni habíamos vivido una gran aventura llena de momentos que se quedarán con nosotros toda la vida.
Admirar el salar durante un amanecer tan lento como irreal se convirtió en esa razón por la que viajar no es un verbo sino una manera de permanecer en el mundo. Saben los dioses que aquellos fueron los días más dichosos…
Sele
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