Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 2
2 de Julio: EN BUSCA DEL GRAN BUDA DE KAMAKURA
Kamakura, al igual que Nikko, que visité la jornada anterior, es un destino más que apropiado para hacer una excursión de un día desde Tokyo. Su cercanía (50 km sentido suroeste), su fácil comunicación (JR Yokosuka Line desde Tokyo Station, 50 min.) y, sobre todo, su agitada Historia reflejada en la construcción de importantes centros religiosos, hacen que este lugar sea otro de esos «imprescindibles» para quien tenga el tiempo suficiente. En bastantes ocasiones los viajeros dudan a la hora de decantarse si visitar ésta o Nikko. Si así fuera y alguien me preguntara mi opinión le diría, ¿Y por qué no las dos?
Capital del Imperio desde 1185 hasta 1333, Kamakura fue el lugar en que por primera vez se gobernó el país mediante un régimen militar y feudal conocido como Shogunato. Sobre el Shogun recaía todo el poder del Japón. La Paz, la Guerra, la Economía, la Política, la Justicia y la Administración en general del país nipón eran hilos que manejaban dichos «Generalísimos» que supuestamente se debían al Emperador. Esto era la teoría, por supuesto, ya que en la práctica el papel desempeñado por los monarcas estaba más enfocado a la espiritualidad y a la religión.
Fue algo menos de siglo y medio de Periodo Kamakura, pero suficiente para recargar a la ciudad de esplendor milenario que todavía dura. Son muchos los templos, santuarios y monasterios salpicados en todo el área, pero es quizás el Gran Buda de bronce de 14 metros del altura el que recibe todos los honores. Y el entorno, del que aún no he dicho nada, es espectacular, ya que la ciudad está rodeada por montañas, cubierta de una espesa arboleda y con salida al Océano.
Llegué aproximadamente a las nueve de la mañana a la Estación Kita-Kamakura (en el norte), una parada antes si se viene de Tokyo, de la de Kamakura (en el centro). Si uno consulta un mapa de la zona, verá cómo gran parte de los lugares a visitar están aquí, y cómo no se está en absoluto alejado del inicio de la llamada Ruta del Daibutsu, un hermosísimo sendero que se interna por el bosque para terminar llegando al Gran Buda de Kamakura. «Daibutsu» en japonés viene a significar eso, «Gran Buda».
Explicaré a grandes rasgos mi recorrido en Kamakura:
A la izquierda de la diminuta estación de Kita-Kamakura (hay que cruzar las vías) y prácticamente aledaña a las mismas, aparece Engaku-ji, un Conjunto de Templos Zen (El Zen es una práctica budista de origen indio que se ha especializado en diversas vías de meditación) donde se sigue la Filosofía de la Escuela Rinzai. En 1182 lo mandó construir Tokimune, Gobernador del Japón de la época, devoto del Zen, con el objeto de que los monjes rezaran por las muchas víctimas que dejó la guerra contra los mongoles, cuyo afán expansionista y avasallador estaba sufriéndose en toda Eurasia.
Por 300 Yenes se puede acceder a este lugar que ocupa gran parte de una colina, razón por la que hay largas y empinadas cuestas. Aquí se pueden apreciar las diferencias de los edificios Zen, y de su Arte en general, con otras construcciones del Budismo. Estas son, por ejemplo, la sencillez, la austeridad de los puertas y pabellones, la utilización casi exclusiva de la madera o la disposición simétrica e igualitaria de los edificios (estando en una linea recta los principales). La relación casi simbiótica con los elementos de la naturaleza es una característica que se repite en el Arte Zen (además de otros estilos), donde puede haber bosques de bambú, estanques, o incluso jardines creados por el hombre con un fin contemplativo y representativo del mundo que nos rodea.
Lamentablemente el que fuera el centro más importante de educación Zen en toda la región, sufrió severos incendios y gran parte de su estructura original fue consumida por el fuego. La mayoría de los edificios de Engaku-ji son reconstrucciones de siglos posteriores (destaca la Puerta de Sanmon), pero esto no fue óbice para disfrutar de la serenidad que allí se respira. Además tuve la suerte de presenciar en solitario cómo en uno de los pabellones estaban practicando Kyūdō, un Arte Marcial japonés de tiro con arco. Varias personas, bajo la atenta mirada de expertos de avanzada edad, buscaban dar al centro de la diana con su Arco de 2 metros de largo (Yumi). Antes de los sucesivos y acertados lanzamientos, los participantes realizaron de forma metódica y estudiada una serie de movimientos en los que tomaban sus arcos y se preparaban para un tiro certero. El Kyūdō más que un deporte, es considerado un Arte donde la concentración y la mente juegan un papel esencial.
Al otro lado de las vías, que se cruzan por un único paso a nivel con barrera, practicamente en frente de Engaku-ji, hay otros dos templos a los que vale la pena entrar. El primero es Tokei-ji, que también se adentra en la frondosa colina hasta terminar en un solitario cementerio. Curiosamente fue Tokei-ji el único lugar en que las mujeres podían divorciarse oficialmente de sus maridos después de una estadía mínima de tres años como monjas. Éste era el único salvoconducto que tenían si querían huir del repudio y el maltrato del marido, totalmente aceptado en esa época. De forma que Tokei-ji, adelantado a su tiempo, pasó a conocerse popularmente como «El Templo de los Divorcios».
Dejando Tokei-ji atrás y caminando unos metros, llegué a Jochi-ji, un Templo Zen de finales del Siglo XIII, considerado como uno de los más bellos de Kamakura. Su campana es espectacular, así como las muchas figuras del budismo que pude encontrar a mi paso.
Es aquí donde empieza el camino de la Ruta del Daibutsu, la cual llevé a cabo aprovechando que el cielo estaba despejado y no había llovido en los últimos tres días.
De lo contrario el terreno queda impracticable debido al barro y los charcos.
Hay muchas maneras de llegar al Gran Buda (tomando línea de metro Enoden a Hase donde no es válido el JR Pass, o alguno de los múltiples autobuses que salen desde la Estación Central de Kamakura hasta Daibutsu-mae), más rápidas, más cómodas… pero ninguna tan fascinante como esta ruta de 3 kilómetros que puede abarcarse en unas dos horas aproximadamente dependiendo de lo que uno desee detenerse.
Yo había sabido de la misma por los libros, y no sé la razón, pero me imaginaba que era un sendero medianamente decente lleno de turistas y peregrinos. Así cuando inicié la marcha desde el lateral de Jochi-ji me di cuenta de que ni iba a estar acompañado de más personas, ni de que iba a pisar un terreno precisamente firme. Y sobre todo comprendí por qué uno podía necesitar un par de horas para hacer un recorrido de 3000 metros. Porque para llegar al destino final (El Gran Buda) hay que atravesar estrechos senderos para nada asfaltados y con unas cuestas que con el barro que había, no era complicado escurrirse y darse un trompazo. Las fuertes lluvias pasadas habían hecho mella en un camino en cuyo primer tramo hay muy pocas señales (algunas de madera en letra kanji) y hay que andar en sentido subida para atravesar el monte. El calor y la humedad eran mayores que en Tokyo (en el verano cuanto más al sur y más cerca del mar, peor), lo que sin duda hizo que la marcha fuera más pesada.
Cuanto más me internaba en el bosque menos seguro tenía de estar siguiendo el camino correcto. De vez en cuando un poste de madera con escritura en japonés me hacía pensar que no debía estar equivocado y que terminaría llegando a mi destino. No parece la típica ruta del peregrino sino más bien la del pastor con su ganado o la de Caperucita para ver a su abuela. Que de milagro no vino el lobo a preguntar qué llevaba en la mochila. Pero, en serio, hubo momentos en los que el sendero se divivía en dos y escogía una dirección u otra al azar, o en que se hacía necesario agarrarse a ramas y raíces salientes para no terminar cayendo en el barro. Menos mal que me llevé las botas de montaña porque con unas zapatillas o unas sandalias no lo hubiera pasado precisamente bien. Y mosquitos, vaya si los había, y con muy mala leche…
De vez en cuando, si el sendero se acercaba al borde de la mantaña, me regalaba unas vistas increíbles. Lástima que ni con esas se viera el Monte Fuji, que allí estaba escondido bajo la bruma gris que lo tapaba. Después de andar un rato me topé con un pequeñísimo santurario sintoísta (Kuzuharagaoka-jinja) donde me senté a descansar en uno de sus asientos de piedra. En una mesa había un cajón con galletas de arroz y al lado un cartel en el que venía escrita la cifra de 100 yenes (60 céntimos de euro), los cuales había que poner en un platillo aledaño, que poseía unas cuantas monedas. Pensé en lo complicado que sería hacer algo así en muchos de los países en que había estado, sobre todo en el mío. Ni diez segundos duraría el invento… Pero vaya, Japón es Japón, y allí ya puedes ir con un fajo de billetes colgando en la mochila, que llegan sanos y salvos al hotel.
Es quizás Zeniarai-Benten, unos veinte minutos más adelante y desviándose a la derecha (bajando escaleras y descendiendo un camino asfaltado fácil de bajar pero costoso de subir), tal y como viene en una serie de indicaciones, el santuario más interesante de la Ruta del Daibutsu. Una torii, que como he dicho otras veces es la puerta típica sintoísta, da paso a una gruta escavada en la montaña, oscura y húmeda, que me llevó al corazón del lugar, donde algunos fieles rezaban en los altares custodiados ya sea por perros o por leones de piedra, donde había ofrendas como arroz o sake para venerar a los Dioses de la Naturaleza. Quizá lo que más curioso me pareció fue ver a mucha gente mojando monedas y billetes en los manantiales, y es que Zeniarai-Benten viene a significar «Santuario del lavado del dinero» porque según la tradición, en este escondido rincón de Kamakura, hacer esto puede reportarte fortuna económica. No tengo noticias de los resultados. Sigo en mi oficina cobrando lo mismo e igual o más cabreado que antes…
Después de estar en el santurario del dinero y retornar al camino, tuve fácil una hora en que la señalización practicamente desapareció, y en que volví a no sentir la seguridad de ir bien. Varias bifurcaciones y algún intento fallido me hicieron dudar. Finalmente bajé unas escaleras y salí a una calle donde había casas y las mujeres mayores iban vestidas con sus kimonos tradicionales. Pregunté por el Daibutsu y señalaron de frente. ¡Bien! me dije. Por fín!. Y así fue, tras seguir hasta el fondo la calle residencial, me encontré con bastante ajetreo, turistas, críos con el colegio y tiendas de souvenirs. A mano derecha estaba la entrada al Templo Kōtoku-in, el mismo en que se encontraba mi objetivo, la enorme estatua de bronce de Buda, una de las imágenes más célebres del Japón tradicional. 200 yenes en la puerta, unos metros más y allí estaba sentado el Gran Buda Amida (Amitābha en sánscrito, el Buda celestial más adorado de la Secta de la Tierra Pura a la que pertenece el templo). En postura de meditación, este gigante es una obra extraordinaria, impactante, que empequeñece a todo el que se sitúe junto a él. He aquí sus medidas: 13´35 metros de altura, cara de 2,35 metros de longitud, orejas de 1´90 m., ojos de 1 m y 900 toneladas de peso. Es el segundo Buda más grande de Japón. Tan sólo le supera el situado en el interior del Templo Todai-ji de Nara (15 m. de altura).
El Gran Buda de Kamakura, que se estima que fue construído en 1252, estaba custodiado en un pabellón de madera, hasta que a finales del Siglo XV un Tsunami se lo llevó por delante. Desde entonces, en el exterior, ha soportado más tsunamis, terremotos, guerras.. y allí está, expuesto para todos quienes tengan la suerte de poderle ver algún día. Faz tranquila y sosegada, las manos juntas en plena meditación, se ha convertido en un icono de la escultura en bronce. Por cierto, ¡se puede acceder a su interior hueco por 20 yenes!
Sólo por estar frente a frente al Buda, vale la pena desplazarse a Kamakura y superar el tortuoso y camino del bosque. Pero como he dicho antes, son tantas cosas las que hay en esa ciudad, que siempre que se pueda hay que incluirla en un recorrido por Japón.
Antes de visitar mi último templo en Kamakura me senté a comer en un pequeño restaurante donde las ardillas trepaban por las paredes como Pedro por su casa y me miraban mientras mientras malutilizaba los palillos. Estaba cansado y tenía mucho calor, por lo que un buen trago de té verde y una ración de ventilador me devolvió a la vida.
A 10 minutos del Gran Buda, bajando la calle sentido sur, apareció Hase-Dera, el que para mí fue el mejor Templo que visité durante mi viaje a Kamakura. Dedicado a Kannon, alberga una imagen de madera de 9 metros de altura y once caras (una es la normal y las otras diez representan las fases de la iluminación), en la sala principal de un pabellón al que se accede subiendo por unas escaleras.
De camino a dicho edificio, pude ver numerosas agrupaciones de pequeños Jizos, convenientemente vestidos para cubrirles del frío, y que protectores de niños y viajeros, representan a los bebés que no llegaron a nacer.
El edificio en que está la kannon de 11 caras, está en una explanada desde la que se observa el mar, y desde la que se puede seguir subiendo para contemplar los floridos jardines de color verde y azul, con bellas farolas de piedra que antaño iluminaban el sendero. Del siglo VIII son las raíces de Hase-Dera, nada más y nada menos.
A unos pasos tomé el abarrotado tren de Hase a Kamakura (Linea Eoden) donde tocó acoquinar, ya que al no ser de JR no admiten el Japan Rail Pass. Unos minutos y ya estaba en la Estación Principal, desde donde me subí al primero de los numerosos trenes de la Yokosuka Line de vuelta a Tokyo. El vagón estaba lleno de niños correctamente uniformados, e incluso con las mismas mochilas para guardar los libros. Es muy curioso ver a los niños pequeños utilizar solos el metro. Una muestra más de lo seguro que es este país.
A mitad de camino (20 minutos aprox.) me detuve en Yokohama, que se ha convertido en las últimas décadas en la segunda ciudad más poblada de Japón. Incluso muchos se refieren a ella como si fuera un barrio más de Tokyo. Y su razón tienen, ya que apenas hay media hora desde allí hasta el centro tokiota.
En el último tercio del Siglo XIX pasó de ser un pequeño pueblo pesquero a un Gran Puerto Internacional por donde llegaban las influencias del extranjero, y donde paulatinamente fueron asentándose numerosos occidentales. Y por supuesto, los chinos, que formaron legión, y cuentan hoy en día con el Chinatown más poblado de la Isla. Muy tocada por los ataques aéreos norteamericanos durante la II Guerra Mundial, supo resurgir a lo ancho y a lo alto para ser junto a Tokyo y Osaka, el paradigma de una urbe moderna y abierta.
Me fui a dar una vuelta por el distrito más futurista de Yokohama, Minato Mirai 21, nombre que significa «Futuro del Puerto», y que cuenta con interminables rascacielos, centros comerciales, un parque de atracciones (Cosmo World), museos, lujosísimos hoteles, numerosos restaurantes y, sobre todo, una silueta que parece pertenecer a una película de ciencia ficción. 10 minutos en metro y aparecía en una gigantesca y moderna estación donde las escaleras mecánicas hablan, y donde hay tiendas para perderse durante todo el día.
Minato Mirai representa el afán de superación japonés, el «Imposible is nothing», y el «a modernos no nos gana nadie». Porque en una zona en que apenas había un muelle, se proyectó un barrio nuevo robando terreno al mar. Pero no poco precisamente. Se dice que hay 700000 mil metros cuadrados de tierra artificial. Y ocupada lo que es ocupada, sí que está un rato. Porque allí, entre otros muchos edificios, se encuentra la Torre Landmark, el edificio más alto de Japón (296 metros), al que por supuesto, no pude resistirme a subir. Por 1000 yenes (6€), tomé un velocísimo ascensor (45 km por hora según Lonely Planet) junto a una chiquilla con traje que me hablaba sin parar y que me llevó a lo alto del Sky Garden, donde en 360º hay otra de esas panorámicas con las que una vez más me sentí insignificante, una pulga en medio de la jungla de ladrillo y metal. En la Tienda oficial del Yokohama Marinos, un club de fútbol con muchos seguidores en Japón, me tomé una cocacola sin perder vista a los vastos ventanales. Pregunté a una sonriente señorita por el Monte Fuji, con confianza de poder atisbar su silueta mínimamente, pero ni con esas. Pienso que hice en no organizar una excursión a Hakone porque hubiera sido una pérdida de tiempo. Habrá que dejar el Fujisan para otra ocasión.
En Minato Mirai 21 es posible saciar el aburrimiento y la rutina con mucha facilidad: Subiéndose a a una noria de más de 100 metros en el Parque de Atracciones Cosmo World, comprobar qué se siente al conducir un helicóptero en el simulador del Museo Industrial Mitsubishi, o montar en otro «totalmente real» contratándolo en Yokohama Heli Cruising, visitar un barco de los años 30 donde un día estuvo Charles Chaplin, relajarse en las piscinas y jacuzzis del Club Manyo (5 plantas de spa!!), irse de compras, darse un homenaje culinario, o simplemente pasear por el puerto y disfrutar del corazón más joven de Yokohama. El paisaje nocturno puede ser avasallador… Si vuelvo a Japón no me lo voy a perder por nada del mundo.
La ruta diseñada para ese día me había dejado baldado, pero era mi última noche en Tokyo y no podía desaprovecharla. Y menos cuando aún me quedaba vivir una «Shinjuku Experience». Qué mejor lugar para despedir la frenética e inagotable nocturnidad de la capital japonesa. Y esta vez vendría un colega de Couchsurfing de Hiroto, un neoyorkino llamado James que trabajaba en la producción de películas made in Hollywood.
Quedamos en la Estación de Shinjuku, que es probablemente la que más tráfico de personas reciba de toda la ciudad, y por extensión, de todo el mundo. Allí estaban los dos, bajo un halo de luz metálica que provenía de los edificios que tenían a sus espaldas. Shinjuku Este es uno de los barrios nocturnos más populares de Tokyo, el que más bares, pubs y discotecas aglutina, incluso por encima de Roppongi Hills, que es el que se lleva la fama fiestera de la ciudad. Pero el Este de Shinjuku (que no confundir con el oeste, donde está el centro financiero y administrativo´) cuenta con infinidad de bares para tomar un buen copazo. Y por ello Hiroto nos llevó a uno de ellos, para darnos un festín de sake y pasar una buena noche. Para llegar cruzamos una gran avenida con tantas o más luces que Shibuya donde destacaba un edificio llamado Studio Alta y que cuenta con una gigantesca pantalla de televisión, atravesamos un callejón forrado de puticlubs (Zona Kabukicho) y de salas de juego (o mejor dicho de Pachinko, el vicio nacional).
Y en uno de los edificios que proyectaban color a raudales, nos metió en un ascensor, subió a una planta cualquiera…y tantatachan, aparecimos en un bareto guapísimo, lleno de gente y donde había una mesa preparada para nosotros. Nos sentamos, tocamos al timbre pegado a la madera de la mesa, y en unos segundos llegó el camarero. Pedimos una botella de sake que eligió el propio Hiroto, vasos de chupito, y unos snaks para picar (sí, de nuevo judías verdes). Fue entonces cuando llegaron los brindis (Kampai, chin-chin, cheers) y nos agarramos una cogorza de lo más divertida.
Sin darnos cuenta se nos juntó la gente de la mesa de al lado, y terminamos compartiendo velada con ellos. Los chicos me preguntaban mucho de fútbol, de toros, de España en general. Con James se les caía la baba cuando les contaba sus anécdotas con Leo Di Caprio o Johny Deep. Las chicas nos preguntaban una y otra vez si creíamos que eran guapas. Dijimos que sí, por supuesto, pero reconozco que aunque hubieran sido dos cayos malayos hubiéramos dicho lo mismo. Ellas no entendían cómo podíamos pensar que eran chicas guapas cuando las occidentales para ellas eran «tan sofisticadas»…
Vaya, y cuando se enteraron que en España para brindar se suele decir «chin chin» (que en japo significa «polla») llegó el descojone popular. Acabó medio bar, y no exagero, sustituyendo el Kampai por un «Big Chin Chin». En mi vida había visto una celebración con tantas referencias al miembro viril.
Y la noche pasó..y se fue en metro al Hotel de Ueno que me recibió con los brazos abiertos. Adios Hiroto, adiós James. Un placer conoceros. Que os vaya bonito!!
3 de Julio: TECNOLOGÍA Y FRIKISMO
A las siete de la tarde tenía reservado mi shinkansen a Kyoto, donde comenzaría la segunda fase del viaje. Y aún contaba con algunas horas para culminar la primera (Tokyo y su área) de la mejor forma posible. Me había dejado varios sitios para ver este día, y lamentablemente estaba obligado a descartar otros muchos, que quedarán para otra ocasión. Porque volver a Japón es algo que tengo que hacer como sea y cuando sea.
Entre las cosas que me había dejado a propósito para visitar el jueves estaba el Palacio Imperial y sus jardines (que me encontré cerrados el lunes), el Distrito Tecnológico de Akihabara, el barrio friki de Harajuku, el Santuario Meian Jingu en Yoyogi Park, y si había tiempo, la zona de Shinjuku Oeste donde se alza un moderno barrio administrativo y financiero, además de ubicarse el hotel en que se rodó Lost in Translation donde Bill Murray se encerraba junto a un copazo de whisky. Había mucho que hacer y muy poco tiempo, pero no hay nada mejor que madrugar para aprovechar el día y cumplir todos los objetivos.
Para no estar yendo y viniendo al hotel, me llevé la maleta a la Tokyo Station y la dejé en una consigna, debido que era demasiado grande para que cupiera en las taquillas. Ese fue un tema que me afectó todo el tiempo. Las taquillas tanto en Japón como en Corea están hechas para poco equipaje porque son muy estrechas. Y son escasos los lugares con consignas donde guardar una maleta o una mochila «Big Size». Memoricé una una frase en japonés que utilizaba cada vez que quería preguntar al personal de las estaciones si contaban con un sitio donde dejar mi maleta: Tenimotsu azukai wa doko desu ka? Hubiera o no, replicando esto conseguía que me ayudaran.
La Tokyo Station no es la más grande de la ciudad, pero sí la que tiene más tráfico de trenes bala. Su fachada, de primeros del S. XX, está basada en la de la Estación Central de Amsterdam, aunque no son precisamente dos gotas de agua. Por dentro un gran número de túneles subterráneos conectan con líneas de metro y edificios comerciales con tiendas y restaurantes de alto standing. A mí me tocó conformarme con hacer una breve visita al 7eleven para comprar algo que desayunar. Acabé haciéndome además con una revista de fútbol donde la Selección española, flamante y reciente Campeona de Europa, aparecía en portada. Un fetiche que acabaría regalando a un gran amigo de mi barrio, del que doy fe que celebró la victoria hasta altas horas de la madrugada.
Caminando unos diez minutos desde la Estación, llegué a una de las entradas del Palacio Imperial, o mejor dicho, de los jardines exteriores del Palacio Imperial porque para entrar a la los jardines interiores de la actual Residencia del Emperador de Japón hay que hacer una reserva telefónica con mucha antelación (y sólo abren al público el 23 de diciembre y el 2 de enero). Arquitectónica e históricamente hablando no es precisamente una noticia demasiado mala debido a que el edificio actual es una reconstrucción de los años sesenta sin demasiado valor. Si que es interesante, y gratuita, la entrada al jardín exterior, de vastísima extensión, que conserva vetustas y hermosas torres de vigía de color blanco, amén de otras construcciones que convivieron cuando el Castillo de Edo era el más grande e importante de todo Japón.
Son pocos los accesos a estos jardines, por lo que es muy normal acabar dando un buen rodeo a las gruesas murallas y a los fosos acuáticos donde nadan los elegrantes cisnes. Al tener como corazón la Residencia imperial, es necesario pasar algunos controles de seguridad. Aunque no se hacen muy pesados, ya que la actitud de la guardia japonesa no tiene que ver con la de otros países, con caras de malos malísimos y miradas inquisitoriales. Es que vaya, hay sitios en que te dan ganas de gritar ¡Culpable! ¡He sido yo! ¡Detenedme! .
El tiempo estaba revuelto y el cielo amenazaba lluvia. La suerte en ese sentido me estaba acompañando y desde aquella primera tarde en Japón no había visto caer una sola gota. Y seguiría haciéndolo, ya que apenas se escaparía un leve chispeo durante mi visita al Parque Imperial, donde los metódicos jardineros mantenían la perfección del césped, árboles y plantas, y garantizaban el aspecto impoluto e inmaculado del Central Park tokiota. En Japón es sorprendentes no ver papeles, colillas, botellas, chicles o basura alguna en el suelo cuando encontrar una papelera es como buscar una aguja en un pajar. Yo lo que iba generando lo metía a una bolsita y lo guardaba en la mochila hasta que viera algún sitio donde tirarlo. Generalmente adosadas a las vending machines de bebidas hay papeleras, donde separar la basura para su posterior reciclaje.
Cuando se habla de Japón es muy fácil que a uno le venga a la mente en primer lugar el concepto de Tecnología avanzada. Y si no es lo primero, bien es cierto que será lo segundo, alternándose con otros términos como Manga, Friki o una conjunción de ambos, Otaku, palabra japonesa que se utiliza para nombrar a los «frikis apasionados del manga, el anime o los videojuegos».
En Tokyo esiste un barrio que aglutina un inmenso número de tiendas de electrónica, de videoclubs de manga, anime (manga animado) o hentai (manga porno), y muchos pero muchos frikis. Se llama Akihabara y se puede llegar en diversas lineas de metro, incluyendo la Yamanote Line, que como sabéis sale gratis con el Japan Rail Pass. Es una de las visitas más recomendables de la ciudad, por no decir «imprescindible».
El distrito electrónico de Akihabara surgió tras la II Guerra Mundial cuando los soldados se dedicaron a vender material excedente, que aprovechaban bien los estudiantes japoneses para fabricarse radios y otros aparatos, porque de otra forma salían muy caros. Con el tiempo el comercio de piezas electrónicas se fue asentando en esta zona, y se pasó de las radios a las televisiones, los equipos de sonido, y en la actualidad a la telefonía móvil, los Ipods, ordenadores personales, cámaras, videocámaras y toda clase de artilugios tecnológicos que os podáis imaginar. Y Japón, el rey del consumismo caníbal, tiene a este distrito como Centro de ostentación y venta de los últimos avances. Por supuesto, tecnología también es un videojuego, una película en dvd, un cibercafé… y es aquí donde entran en actuación los ya mencionados otakus y frikis del ordenador, que se juntan aquí más que en ningún otro sitio en Japón (compitiendo con Harajuku, donde se dejan ver los domingos). Señora, no diga Akihabara, diga Frikismo y Tecnología…
Disfruté de varias horas caminando por este Museo de la irrealidad, moviéndome por sus calles, entrando a tiendas o fotografiando a los míticos Cosplayers disfrazados de personajes del manga y los videjuegos. Todo menos aburrirme en el Paraíso del friki y de la informática…
Edificios de cristal cubiertos de cartelería publicitaria atraen a los clientes para recorrerse todas y cada una de sus plantas divididas en distintas secciones: cámaras, pantallas planas, ordenadores, telefonía móvil, Ipods, equipos de música… Puestos a pie de calle con discos duros, teclados, piezas hardware, baterías, cargadores, programas y un largo etcétera.
Los precios son más que competitivos en todos los casos. Porque, actualmente, entre la devaluación del yen, la congelación de los precios en Japón, la escalada del euro y del coste de la vida en Europa, es posible adquirir productos con un coste muy inferior al de otros países. Los Ipods o las cámaras de fotos, por poner dos ejemplos, están a mitad de precio que en España, y son una oportunidad fantástica para quienes deseen llevárselos a casa. Con otro tipo de aparatos conviene preguntar si son válidos al otro lado de la frontera, aunque cada vez más están adaptados para su uso «Overseas» (decid esta palabra cuando queráis aseguraros de que funcionen en vuestros países de origen). Es sabido además que los aparatos que se conectan a la red van a 110 V, y que utilizan enchufes planos (como los de USA). Aunque eso actualmente no es un problema porque todo lo fabrican para que se pueda utilizar también con potencias mayores (por ejemplo 220 V) y los adaptadores de enchufes son baratísimos. Pero en tema de compatibilidades, idiomas, etc.. cada aparato es un mundo. Por ejemplo en lo que a teléfonos móviles se refiere, mejor no intentarlo, ya que no marchan en Europa (no tienen tarjetas SIM). Por eso es necesario preguntar siempre, si no se desean infaustas sorpresas. Y por cierto, hay muchas tiendas libres de impuestos para los extranjeros, por lo que hay que procurar hacer las compras en los TAX FREE o pedir expresamente en los comercios que así se desea. Es, por tanto, obligatorio acudir con los pasaportes, porque de lo contrario no habrá manera de hacerlo.
Yo me desesperaba cada vez que entraba a un establecimiento, pero no por la excelente y exclusiva atención de los vendedores y vendedoras, de la que se debería tomar nota, sino por querer llevarme muchísimas cosas. Por mí me hubiera traído de vuelta un Ipod de 80 GB, un portátil Sony Vaio, una televisión, un Home Cinema, una cámara (upppss, esto si que me lo compré, pero no en Akihabara precisamente. Ya os contaré más detalles en próximos capítulos)…
Lo que estuvo divertidísimo fue cuando me metía a los videoclubs especializados en manga/anime/hentai, que tienen un público numeroso y cuanto menos variopinto. Ver un poster de una serie de dibujos animados, y en frente a una chica vestida igual que la protagonista, no tiene precio. Y también ver a señoritos con aspecto serio, traje y corbata, ojear revistas de dibujos manga porno, o llevarse una pila de DVDs. Lástima que no encontré la famosa máquina expendedora de bragas usadas de la la que han corrido ríos de tinta en internet…
En Akihabara me topé con bastantes Gothic Lolitas (vestidas como muñecas de porcelana y algo siniestras), pero hay tal cantidad y diversidad de Cosplayers, que es fácil perderse en nomenclaturas de tribus urbanas. Recuerdo haber visto muchas adolescentes con un atuendo de criadas (con su cofia y todo), y con largos leotardos, zapatos extravagantes y muñequitos colgados en el bolso. Pero vaya, los hay seguidores del Videojuego Final Fantasy que van igual que los personajes, o de cualquier serie manga por muy rara o muy cursi que sea. El fenómeno cosplay, aunque va exportando a otros países, goza de gran intensidad en Tokyo, y los barrios de Akihabara, Harajuku o Shibuya, son guarida de frikis y extravagantes que disfrutan haciéndose notar. Antes muertos que sencillos…
Caminando hacia el metro me di de bruces con una cafetería que podía ser tan normal como cualquier otra, a no ser por su insólito y chocante nombre para un viandante de habla castellana como yo. ¿Que cómo se llama? CAFE MOCO. No hay más comentarios, Sus Señorías…
Junto a la estación hay un edificio lleno de vestiditos manga, donde se puede ver a los cosplayers «en acción» adquiriendo costosos complementos. Y a pie de calle a chicas ya sean gothic lolitas o de otras tribus, repartiendo propaganda animando a la gente a comprar o a pasarse por el videoclub o cibercafé de turno. Algunas de ellas fueron un tanto reacias a que les hiciera fotos, y se tapaban la cara. Afortunadamente existe el zoom y la opción de hacer las fotografías sin que se den cuenta…
Aunque más oportunidades hubo en Harajuku (JR Yamanote Line), donde se suelen reunir y exhibir muchos cosplays, además de comprarse la ropa allí (Takeshita-dori). A la salida de la Estación, junto al Puente Jingu-Bashi, gente disfrazada de todos los estilos, con el pelo pintado y mucho maquillaje, hay un espacio para todos ellos. Aunque aquí su día es el domingo, cuando aparecen en manada y se muestran a los muchos turistas, que conocedores de este lugar, van preparados con sus cámaras para retratar tan magno acontencimiento. Desgraciadamente era jueves, y aunque había frikis-manga, no era ni la milésima parte de lo que allí se suele ver los domingos. Aún así sólo hay que subirse a lo alto del puente de la estación y observar la calle donde el show está asegurado.
Harajuku es un barrio donde hacerse con la «última moda», sea cual sea el estilo que se tenga. Para ropa rara, Takeshita-dori (dori significa calle) es un filón. Allí vi prendas que ni me imaginaba que podrían existir. Los modelos traje-mesa color rosa de Agatha Ruíz de la Prada en escaparates no desentonarían en absoluto.
En cambio Omote-sando, a pocos metros, es una avenida con las más prestigiosas firmas, y donde por un momento es posible olvidarse del frikismo para retornar al glamour más pijo y exclusivo de Nueva York, Milán, París o la Calle Serrano de Madrid (hay que barrer para casa..). Fue allí donde me crucé con dos modelos japonesas increíblemente guapas que estaban posando para un fotógrafo y que provocaron un reguero de babas en la acera de los muchos hombres que se detenían boquiabiertos y ojipláticos ante ellas.
Harajuku, cual metáfora que explica a Japón, es una afiladísima katana con doble filo. En uno de sus lados se ve un mar de hombres y mujeres subiéndose al tren de un futuro que llega demasiado pronto y se marcha deprisa. El tren, reluciente, está provisto de vagones todos los adelantos, algunos de los cuales nadie sabe ni para qué sirven. Continúa su viaje, veloz, y nadie puede bajarse de él aunque quiera. Va lleno y no hay sitio para todos. En el otro lado de la katana se ve un pequeño jardín zen donde el tiempo discurre más lentamente. Niños y mayores con kimono caminan muy despacio alrededor de él y lo contempla con detenimiento. Armonía de formas, se respira paz. Junto a él un templo custodia un baúl cargado de libros de Historias y Leyendas, de Ninjas y Samuráis, de Dioses y Dragones.
Lo que quiero decir es que Japón en general es un perfecto ensamblaje de futuro y tradición, que se cogen de la mano y que no se separan en ningún ámbito de la vida. Sólo así se explica la cultura y la forma de ser y de respirar de una Nación completamente distinta a cualquier otra. Y en Harajuku mismo, aunque podría poner dos mil ejemplos, se puede observar esta dualidad. Las vías del metro separan dos mundos completamente diferentes. Al este nos encontramos con la moda freak, boutiques, cosplayers, cafés, música en las calles o dibujantes aficionados con el pelo verde. Y al oeste con un inmenso Parque de 700000 metros cuadrados (Yoyogi Park) con árboles recios, plantas de más de 100 especies y caminos de tierra coronados por las puertas sintoístas del que es el Santuario más venerado y visitado de Tokyo, el Meiji jingu (jingu es «santuario» en japonés). Fue levantado en los años 20 en memoria del Emperador Meiji y su esposa la Emperatriz Shoken, los cuales están enterrados aquí, pero apenas llegó a tener treinta años de edad debido a que fue totalmente destruido por las bombas aliadas en la II Guerra Mundial. Las donaciones privadas sirvieron para reconstruirlo nuevamente en 1958 y otorgarle un nuevo esplendor. No sólo las puertas (la más grande está hecha con madera de un ciprés japonés de 1500 talado en la Isla de Taiwan) sino también el propio pabellón principal, son obras maestras del Arte sintoísta de Japón. Y como el mundo es un pañuelo, me encontré aquí de nuevo a mis queridos amigos valencianos con los que había estado comiendo en Ginza y alucinando en el Edificio Sony. Por supuesto, nos contamos los pormenores de la que estaba siendo nuestra primera semana de viaje, y nos deseamos suerte para lo que restaba, porque nuestros planes eran completamente distintos y no era probable que nos volviéramos a encontrar. Un saludo para ellos si están leyendo esta crónica!!
Como aún contaba con tiempo para ver más cosas antes de que saliera mi Shinkansen a Tokyo, quise saldar mi cuenta pendiente con Lost in Translation y buscar el hotel donde se rodó la que es una de mis películas favoritas. Sabía que la mayor parte de las escenas interiores habían sido grabadas en un hotel de la cadena Hyatt situado en Shinjuku Oeste, pero nada más. Apenas cinco minutos en metro (Yamanote Line) separan Harajuku de Shinjuku Station, que no sé si lo he dicho en anteriores párrafos, pero es la Estación con más viajeros al día del mundo. Se estima que más de dos millones de personas utilizan sus instalaciones cada día, formando una marea humana fuera de lo normal. Si alguien busca ver en acción a los «empujadores» que embuten a los pasajeros en los vagones del metro durante las horas punta, este es el lugar donde más probabilidad tiene de hacerlo. Yo en otras estaciones también les vi, pero no ejerciendo el «trabajo sucio» sino manteniendo el orden con sus altavoces en ese tetris humano que supone subirse al tren.
Shinjuku este y Shinjuku oeste son dos mundos separados por una Estación y por incontables vías de tren. Si en el este se encuentran los restaurantes, los cafés, los pubs e infinitos centros de ocio, el oeste es el lugar en que se sitúa la mayor concentración de rascacielos y zonas de negocios de la ciudad. En fin, es el Centro financiero tokiota, desde donde se mueven muchos de los hilos nipones. Como Hiroto me dijo una vez, es algo así como el Manhattan japonés. Una extensa jungla de cristal donde los grandes «animales de los negocios» mueven el dinero de grandes firmas nacionales e internacionales. Las más prestigiosas cadenas hoteleras se aprovechan de la coyuntura ofreciendo sus servicios más exclusivos a clientes de fajo fácil y cheques en blanco. Incluso la ciudad de ciudades se gobierna desde este barrio. Es imposible no ver la Sede del Gobierno Metropolitano, dos torres gemelas que costaron 1 billón de dólares a las arcas municipales, y que miden 243 metros de altura, liderando medidas en Tokyo (que no en Japón, donde la Landmark Tower de Yokohama tiene 296 metros). Ascender a las terrazas cubiertas de ambos edificios es totalmente gratuito. Si ya de por sí me subo hasta a los semáforos, siendo gratis, pues como que se hace con más ganas.
Desde arriba y tras los cristales, Coca-cola en mano, observé más allá del núcleo financiero hasta un horizonte sin límites ni fin. A medida que mi bebida descendía de la lata, me sentía más cerca de Kyoto y me alejaba de un Tokyo del que apenas restaban escasas vivencias. El tren bala anunciaba su salida para las siete y yo, faltando menos de dos horas, seguía allí, mirando por la ventana, recordando todo lo que había pasado en los últimos días y pensando que aún me quedaba mucho por vivir.
Pero Tokyo aún podía darme algo más. Y eso estaba en aquel gigantesco hotel de Lost in Translation del que desconocía su ubicación exacta. A la salida del Edificio del Gobierno metropolitano hay un Hyatt de ladrillos ocres. ¿Podía ser el de la película? Había que satisfacer mis dudas, y por ello entré con mis pintas de todo menos de rico empresario, y en recepción me dieron la respuesta. Al parecer no es era ese el Hyatt de Lost in Translation. Pero no debía desesperar, porque apenas diez minutos caminando recto al otro lado del Edificio gubernamental, alcanzaría el Park Hyatt Tokyo Hotel, una temible y espigada torre de cristal en cuyas suites más altas interpretaron Scarlett Johannson y Bill Murray espléndidos papeles del oscarizado filme de Sofia Coppola. Una película que me inyectó el virus de Tokyo y que me desafió a comprender cómo es posible sentirse totalmente «solo y perdido» en una ciudad de más de diez millones de habitantes. Una metáfora de la vida de más gente de la que podemos imaginar…
Caminé inmerso en la ordenada multitud de ejecutivos que salían de sus respectivas oficinas. Solo entre muchedumbre proveniente de aquellos poderosos edificios que daban sombra a la calle. Aún había luz natural, pero cada vez más lejana. El neón empezaba a abrirse paso y a hipnotizar al ejército de trabajadores que no deseaban volver a casa tan pronto. Muchos de ellos caían como moscas en el Pachinko, juego del que ya comenté que podría ser el Vicio Nacional por excelencia (aunque bien podría ser también el manga, el porno, los videojuegos o las salas de karaoke..).
El Pachinko es un juego que guarda alguna similitud con el Pinball, aunque en vez de tirar una bola, son muchas las pequeñas bolas metálicas las que salen despedidas. Según dónde caigan, se pierden en el limbo o se generan muchas más bolitas, y cuantas más se consigan mejor. Finalmente se cuenta en otro aparato cuántas se han obtenido, generando un ticket canjeable por un premio. Al ser ilegales las apuestas con dinero, en las Salas de juego donde hay estas máquinas te dan un «regalo» o un «ticket», que acudiendo a otro lugar en el establecimiento o fuera de él y presentándolo sí que te dan un premio económico.
Estas «tragaperras japonesas» hacen un ruido tremendo. Y en las salas puede haber varias hileras con al menos diez en cada una, por lo se hace algo realmente insoportable. Siempre llenas, suponen el entretenimiento de cerca de una cuarta parte de la población de Japón, y no sólo esto, sino también la quiebra de miles de familias que ven en este juego su perdición.
Japón está abarrotado de «Pachinkos», y el ruido en ocasiones se puede sentir hasta en la calle. No puedo entender cómo tanta gente pasa las horas muertas en un juego en el que apenas puedes controlar nada, que te deja los oídos tontos, en el que tragas todo el tabaco que no se fuma en Japón y del que además tienes no pocas posibilidades de salir desplumado. Donde esté nuestro Bingo que se quite todo jejeje (esto es broma).
¿Sabéis que en la Estación de Shinjuku hay más de 60 entradas/salidas? Yo no. Y así me fue, que llegué a la Tokyo Station con el tiempo más que justo para recoger la maleta, comprar un set de comida japonesa, y entrar al hiperpuntual tren bala con dirección a Kyoto y de una duración de 2 horas 55 minutos. Ni uno más ni uno menos…
Se abría una nueva etapa en el viaje para acudir en los próximos días al corazón de la Región de Kansai, que presume de ser el garante de la espiritualidad y la tradicionalidad japonesa. Kyoto, capital del Japón durante muchos siglos, ha pasado el testigo administrativo y metropolitano a Tokyo para proclamarse a sí misma como uno de los Tesoros más preciados del mundo. No todas las ciudades cuentan con practicamente una veintena de edificios y jardines incluidos en la Lista del Patrimonio de la Humanidad que redacta la UNESCO.
Y Kansai no sólo es Kyoto. También es Osaka, Kobe, Nara… y muchos más lugares interesantísimos que no conviene perderse. Es por ello que junto a la Región de Kanto (en la que se encuentra Tokyo), ésta es de imprescidible visita en todo viaje a Japón. Son dos partes indisolublemente unidas que representan al Japón del futuro y al Japón del pasado, al Japón que va rápido y al que aún camina con zapatos de madera.
Salí de la megabestial Estación de Kyoto bajo una intensa lluvia y con un calor húmedo fortísimo, casi tropical, con unas tibias indicaciones en el papel de la reserva del hotel (K´s House Kyoto). Dirigiéndome al que sería mi alojamiento durante las próximas cuatro noches me pareció caminar por una ciudad como cualquier otra, y no vi signo alguno del esplendor del que me hablaban en las guías. Pero es que aún no había captado el sabor de Kyoto, que esconde y custodia sus tesoros sin ponerlos a la vista del primer incauto que se apea de su tren.
Era de noche y llovía, el bochorno no quería dejarme dormir y tuve que recurrir a mi «enemigo», el aire acondicionado. La habitación del K´s House Kyoto era pequeña y humilde, pero bien limpia. Por unos 22 euros por día tenía un cuarto individual con baño compartido. Ambiente juvenil, cercanía con la Estación de tren y de varias paradas de las más importantes líneas de bus para llevar a cabo las visitas turísticas.
Echado en la cama después de ojear guías y revistas me hacía una pregunta ya de por sí recurrente. ¿Por dónde empezar?
Sele
2 Respuestas a “Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 2”
Kamakura me encantó!! nosotros también hicimos Kitakamakura, pero no el Daibutsu trail.
Me queda pendiente para cuando vuelva ^_^
El Hasedera también nos encantó!
Y si, con las Maidos al final hay queoptar por la foto disimulada xDDD
Una de las cosas que más sorprendentes de viajar a japón es ese orden y amabilidad tan característico que comentabas en el capítulo 1. Esto junto con la unidad de tecnología y modernidad, contrastando con esencia y tradición, hacen de japón un destino especial. (Entre otras muchas cosas). Saludos!