Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 4
5 de Julio: KYOTO Y ZEN DE DÍA; OSAKA Y FIESTA DE NOCHE
Sábado largo e intenso, de esos que parecen tener más de 24 horas, con sus dos amaneceres y sus dos anocheceres. Si de día continué descubriendo rincones legendarios del Kyoto más cautivador, por la noche me deslicé bajo el neón y el murmullo crepuscular de una Osaka electrizante con sabor a sushi y a discoteca. Mis expectativas ante mi primer sábado en Japón (el anterior lo pasé en París y en un avión) eran altísimas pero también merecidas. Era consciente y sabedor de que me esperaba un día grande, que me encontraba ante una de las jornadas marcadas con una equis en el calendario. Por fortuna, la imaginación y el deseo de que todo fuera bien fueron juntos de la mano en una realidad que recordaré siempre con nostalgia y con una sonrisa en los labios.
Muchos de los internautas apasionados por todo lo que rodea Japón, ya sea cultura, historia, manga, tecnología o la forma de ver y vivir la vida de su gente, puede que hayáis oído hablar de Flapy o incluso seáis asiduos lectores de su blog Flapy in Japan: Un español en Japón (http://flapyinjapan.com). Para quienes no le conozcáis os diré que David (Flapy) es un chico madrileño que vive en la ciudad japonesa de Nara desde 2005 donde se está doctorando gracias a una beca del Gobierno del país. Desde allí escribe el que es uno de los blog más visitados y recomendables que uno tiene la suerte de leer hoy en día. En él nos cuenta sus vivencias en Japón, saca punta a aquellas cosas que más le llaman la atención, y sobre todo, nos enseña los entresijos de un país tan único como este. Sus textos son amenos y denotan una frescura especial. Y las fotografías que los acompañan son sencillamente sensacionales. No es de extrañar que tanta gente siga su apasionante vida y que su blog sea tan bien valorado.
Aprovechando que somos casi vecinos (Es del barrio de Aluche y su casa está a apenas 200 metros de la mía) y que en mis planes estaba pasar por Nara (a unos 40 minutos de Kyoto), histórica y primera capital de Japón, me animé a escribirle un correo electrónico por si le apetecía quedar allí, tomarse algo y charlar. Lo mejor de viajar en solitario está en la gente que uno se encuentra por el camino, y era una buena oportunidad de conocer de primera mano a un buen tipo, que conoce muy bien Japón y que, como yo, os cuenta sus andanzas a través de la red de redes.
David contestó días después y no sólo se animó a que nos viéramos sino que tuvo el detallazo de invitarme a su cumpleaños, que celebraba el mismo sábado 5 de julio. Me dijo que vendría más gente, tanto españoles como japoneses, e incluso me dio la hora y el lugar: Ocho y media en el Puente Dōtonbori de la ciudad de Osaka. Me envió correctamente las señas para que no me liara demasiado al llegar al punto de la quedada. Allí ya pensaríamos que hacer, aunque estaba claro que una cenita guapa en grupo iba a caer, además de disfrutar de La Noche de Osaka, que para muchos es incluso mejor que la de Tokyo. Eso había que comprobarlo. Allí estaría sin falta.
La quedada para esa tarde-noche influía notablemente en mi planificación del día. Pensé en seguir con Kyoto y más concretamente con su ala noroeste donde estaba interesado en visitar, de una forma más sosegada y haciendo menos recorrido, los siguientes templos: Daitoku-ji, Kinkaku-ji (el Templo del Pabellón Dorado), Ryōan-ji y Ninna-ji. Era optimista y pensaba que además tendría tiempo para ver el Castillo Nijō, aunque finalmente no lo conseguiría. Ya por la tarde, después de descansar un rato en el hotel, tomaría el primer tren bala a Osaka para llegar con antelación al cumpleaños.
De la Kyoto Station sale un gran número de autobuses con destino a los principales lugares turísticos de la ciudad. Por lo tanto allí acudí y tomé el primero que me vino bien, el número 206, en cuya cabecera indicaba se dirigía a la Estación Daitoku-ji mae, la más próxima al templo del mismo nombre y que estaba en mi lista de «visitables» para ese día. El viaje en bus fue lento a más no poder a causa del tráfico, y ensordecedor por la numerosísima tropa de niños y niñas con uniforme colegial que me acompañaron durante el trayecto. Una de las cosas que no me quedó clara en mi estancia en Japón es el tema de los días lectivos y de descanso escolar. Quizás es cosa mía, pero me pareció ver críos yendo y viniendo del cole todos los días, domingos incluídos.
Para ir del Daitoku-ji mae al Templo Daitoku tuve que caminar bajo un Sol abrasador y pegajoso realmente insufrible, aunque todavía había que esperar a media mañana a que el termómetro y el bochorno subieran mucho más. Aún así es alucinante la cantidad de gente que se mueve en bicicleta, que cualquier día de estos se van a quedar pegados en el asfalto. Las japonesas, que huyen de la luz solar como del Demonio, iban con sus parasoles e incluso con largas viseras negras para protegerse y mantener intacta la palidez casi ósea de su piel. La mayoría de las mujeres que usan estos dos medios no tienen que esperar a que salga un día soleado para hacerlo ya que es muy normal que saquen sus parasoles con nubes más cerradas y grises imposible. Yo lo llamo «la dictadura del paraguas y el parasol» porque pase lo que pase los llevan.
A continuación, por orden de visita hablaré de los Templos que conocí y disfruté durante aquel sábado en una ruta sencilla y factible a pie:
DAITOKU-JI (EL TEMPLO DE LA LÁMPARA)
Fundado en 1325, es un magno complejo de la Escuela Zen Rinzai, compuesto por 24 templos menores o subtemplos que se aislan del ajetreo exterior bajo sus muros pajizos. De éstos, tan sólo unos pocos permiten la entrada de turistas, cada uno con un precio establecido que oscila entre los 400 y los 500 yenes. No existe, por tanto, una taquilla que venda tickets para todo el recinto, así que si se quiere visitar todo hay que rascarse el bolsillo.
A través de estrechos senderos de piedra, los edificios de estos subtemplos y sus jardines se unen entre sí. Sin un orden establecido, me moví practicamente sin saber exactamente dónde podía entrar. En las guías recomendaban aquellos lugares que merecen la pena, tanto por su valor histórico como artístico. Y por supuesto, por el seguimiento de las prácticas de la Filosofía Zen, presente en el orden, estructura e incluso en los propios elementos que conforman el complejo.
Algo que tiene que ver con el Zen y que se ha desarrollado durante los últimos siglos en Daitoku-ji es la Ceremonia del Té, un rito ancestral y tradicional donde los haya. Que nadie se engañe y piense que consiste en tomar o servir un té verde y nada más. Su proceder está lleno de simbolismos dictados por unas enseñanzas que pueden adquirirse en toda una vida. La ceremonia puede llevar unos minutos e incluso varias horas. En un ambiente relajado, los japoneses que practican esta especie de ritual zen, adquieren una serie de posturas y pronuncian frases estipuladas siglos atrás con una perfección asombrosa. No son baladís los kimonos que vestir, el incienso que purifique el aire, las tazas en sí mismas y todos y cada uno de los detalles necesarios para emprender «el camino del té». Un viaje a la sencillez y al sosiego, un paseo lento por los callejones del tiempo, segundos que se inspiran con placidez y que se expiran en lo que viene a ser una recreación de la belleza de las pequeñas cosas, los pequeños momentos.
Probablemente fue Ikkyū, un célebre monje Zen de la Escuela Rinzai que vivió en Daitoku-ji, uno de los impulsores más influyentes de la actual ceremonia del té. Sus pasos y enseñanzas salieron de estos muros para transmitirse de generación en generación. El propio Templo Daitoku continúa siendo impulsor del «camino del té» impartiendo clases a todos aquellos que estén interesados en conocerlo y practicarlo. En uno de los subtemplos donde entré, pude asistir en silencio a una de estas lecciones magistrales dirigidas a cinco niñas que prestaban una atención casi reverencial.
Y como de Zen vive Daitoku-ji, no podían faltar los jardines secos, de tierra y rocas, esos que juegan con la geometría y un diseño plenos de significado. En el subtemplo Daisen-in, que fue residencia de un antiguo abad de Daitoku-ji, hay un bonito ejemplo de Jardín Zen. A pesar de que sus dimensiones no llegan a la de otros más conocidos, el de Daisen-in posee todos los elementos que resumen la filosofía con la que son concebidos. La arena y las piedras pequeñas representan el agua, las rocas son montañas y en ocasiones barcos navegando, los espacios amplios y rastrillados hacen de inmenso mar. Hasta las paredes de los muros intervienen en un paisaje que ha tridimensionalizado antiguas pinturas chinas, y cuya significación más exacta aún no está del todo clara. Conceptos como contemplación y meditación se ensamblan en el Zen y en su representación artística más universal, los jardines. En Japón son auténticos tesoros. Se pueden sentir pero son complicados de comprender para los que no estamos versados en el tema.
KINKAKU-JI (EL TEMPLO DEL PABELLÓN DORADO)
«El Pabellón de Oro nunca había estado tan esplendoroso como aquella noche. Después de provocar el incendio con paja, esteras, almohadas, y otros materiales combustibles, buscaba un lugar donde morir. Su emoción era tal que quería morir consumido por las llamas.» (El Pabellón de Oro, Yukio Mishima, 1956)En este párrafo procedente de la que sin duda es una de las obras maestras de Mishima, «El Pabellón de Oro», se describe el trágico final al que somete un monje con serios problemas psicológicos al precioso edificio dorado construido en el Siglo XV. El libro de Mishima se introduce en la mente de Hayashi Yoken (que aparece con el nombre de Mizoguchi), que obsesionado con el Pabellón Dorado, al que identifica con La Belleza, encuentra sentido a su complicada vida prendiéndole fuego, eliminándolo.
He seleccionado algunas frases de dicho libro con las que poder seguir los pasos hacia la locura más absoluta de aquel monje con un grave complejo de inferioridad que convirtió en cenizas un tesoro sin igual. Las reproduzco a continuación en su correspondiente orden de aparición:
«Así, todos los eventos naturales, todas las existencias eran comparadas con el Pabellón como si este fuera el único parámetro para medir la belleza de las cosas (…) La distancia que lo separaba de la belleza se hacía aún más grande gracias a su fealdad y su tartamudez. El Pabellón se convirtió entonces, no en un símbolo de la belleza, sino en la belleza misma (…) El hecho de que los dos estuviésemos en este mundo expuestos a los mismos peligros me daba ánimos. En ello había encontrado el eslabón intermediario entre su belleza y yo (…) La idea de que la llama que acabaría conmigo acabaría también con el Pabellón de oro, me producía casi una embriaguez. Con los mismos desastres, las mismas llamas de infortunio sobre nuestras cabezas, habitábamos universos con las mismas dimensiones (…) La Belleza, todo lo que es Bello, es ahora mi mortal enemigo (…) Al dirigir la vista hacia el Pabellón de oro ya no lo vio mas. Sólo observaba el fuego y el humo que se perdían en el aire. Prendió un cigarrillo. QUERÍA VIVIR.»Con la contundente sentencia «Quería vivir» el prolífico escritor Yukio Mishima pone fin a esta inmersión a lo más profundo de una mente trastocada que ocasionó un daño irreparable al célebre Pabellón. Lástima que aquel pobre monje no llegara jamás a verlo resucitar, resurgir como el Ave Fénix, símbolo que curiosamente coronaba y sigue coronando el tejadillo del hermoso edificio. Porque apenas unos años después del doloroso incendio se iniciaron unas arduas tareas de reconstrucción que duraron más de tres décadas y que recubrieron las paredes de madera con unas láminas de oro que le hacen relucir con más esplendor y orgullo que antaño.
Tragedia y final feliz en una historia que comenzó en 1397 cuando el Shogun Ashikaga Yoshimitsu (1358-1408) abdicó en favor de su hijo y se retiró a un nuevo Palacio donde descansar y pasar allí sus últimos años. Fiel seguidor del Budismo Zen, ordenó que a su muerte pasara a ser un Templo, y así fue.
No puedo negar que estaba expectante cuando allí acudí. Después de sortear un sinfín de turistas japoneses, y algunos occidentales, pagué en taquilla los 400 yenes que costaba la entrada en ese momento. Paso a paso fui avanzando a través de la arboleda que sirve de preludio al estanque, y por tanto, el pabellón. En mi mente se cruzaban unas ganas tremendas de ver con mis propios ojos si la cosa era para tanto, si los comentarios de los libros y de la gente de a pie eran suficientemente merecidos. No hubiera sido la primera vez en que la decepción hiciese acto de presencia estando de viaje.
Pero las dudas y recelos se esfumaron completamente cuando abandoné el pasillo de espesos árboles y me asomé a un mirador que hay a los pies del estanque y desde donde uno puede deleitarse de la panorámica más completa del recinto. Un ligero pero eléctrico escalofrío recorrió mi cuerpo, como en las grandes ocasiones, y no pude evitar hablarme a mí mismo para soltar un par de palabras malsonantes que mostraban mi asombro e incredulidad.
La imagen era y es espectacular. El Pabellón dorado reluce aún más de lo que muestran las fotografías. Sus sinuosas y sensuales curvas bañadas de oro se enfrentan cara a cara a su otro yo que emerge del estanque, su espejo. De fondo se impone el color verde oscuro del Monte Kinugasa y se mezcla con armonía en un espacio en que absolutamente nada, ni la más pequeña de las piedras, está por casualidad.
Es difícil no fijar la mirada en ese «otro yo» que se estremece con la caída de un hoja, el saltar de un pez o la incursión de un ave en busca de alimento. El espejo se ondula sin perder un ápice de su fulgor. Basta con tan sólo un rayo de sol para que en Kinkaku-ji se interprete la más bella y perfecta de las sinfonías. La extrema delicadeza basada en la sencillez ha sabido esquivar velozmente al azar, que muchos suponen pero que para nada existe.
Dos fueron las veces que recorrí el complejo declarado Patrimonio de la Humanidad con toda justicia. Dos vueltas, dos acercamientos a la pequeña construcción de tres plantas, y a sus espléndidos jardines traseros que me provocaron una sensación extraña por ser consciente de que probablemente en mucho tiempo no lo volvería a ver.
Y es que cuanto más lo miraba, menos podía entender a aquel pobre sacerdote, que llevado a la locura, tiñó de fuego lo que más amaba.
RYOAN-JI (EL TEMPLO DEL DRAGÓN TRANQUILO)
Recibe pocas visitas, si lo comparamos al fotogénico Kinkaku-ji. Mucho mejor. De esa forma fue posible que me sentara tranquilamente y en silencio en la plataforma de madera donde observé al considerado como Jardín Zen más célebre, y por tanto, más estudiado. Sobre todo cuando se desconoce quién lo creó alla en los últimos años del Siglo XV y lo que es más importante, qué significa. Desde entonces un sinfín de teorías e hipótesis se han sucedido, pero ninguna de ellas ha calado profundamente. Quizás nunca se pueda hacer una interpretación certera. Mientras tanto, sigamos elucubrando y construyendo castillos de naipes que sustenten tantas opiniones, las cuales coinciden en una sola cosa: Su mera contemplación es capaz de regalar serenidad y paz, ambas tan placenteras como inexplicables. ¿O acaso todo es un efecto de la sugestión? Para salir de dudas, nada mejor que acudir allí, sentarse y desprenderse de todo lo mundano. Relajación, meditación…¡ZEN!
Parece que fue en 1488 cuando se «construyó» el jardín seco (en japonés karesansui) de un templo que surgió de sus cenizas tras haber sido destruido después de terribles guerras. Es esencial entender el concepto de «construcción», el cual nos invita a pensar que éste no es un proceso rutinario o fortuito sino que se ha plasmado un diseño simbólico-matemático tan inteligente que nadie durante más de quinientos años ha sido capaz de descifrar. Y entonces, ¿tan sólo conocemos sus efectos «tranquilizadores»?
Es una extensión de tierra de 30 por 10 metros compuesta por pequeñas piedrecillas blancas rastrilladas de forma rectilínea y uniforme. Sobre ella se ubican quince rocas rodeadas de musgo, y trilladas en círculo a su alrededor, lo que hace interpretar que nos encontremos ante un símbolo del Mar. Tan sólo desde la derecha del todo de la plataforma es posible ver la totalidad de las rocas. Una zanja estrecha rellena de piedras grises, de mayor tamaño que la gravilla blanca, separa «el mar» de su público potencial, que lo observa con detenimiento.
Como antes he comentado, son numerosas las teorías que ahondan en la significación del Jardín Zen de Ryōan-ji. Se ha analizado la disposición de sus elementos, ya sea la tierra, las rocas y hasta el musgo, pero hay tantas opiniones que a uno le hace dudar cuál es la real. Para unos es un tigre cruzando un río, para otros (Universidad de Kyoto) si se juega con los espacios vacíos (el vacío es un elemento zen de suma importancia) se puede encontrar oculto un árbol, que al observarlo genera a los espectadores una sensación de armonía. Héctor García, el creador del blog Kirainet.com, nos habla de todas estas hipótesis en un fabuloso post que recomiendo leer por completo, al igual que el apartado especial que dedica Carlos Ceballos, el autor de Mi Moleskine arquitectónico, profundizando también en este asunto. Ellos, mejor que yo, pueden explicar el tema, aunque por otro lado pueden aparecer los muchos escépticos quienes piensan que se le da un sentido tan intelectual como falso. Por eso antes pregunté si es tan sólo sugestión, o en realidad hay algo más.
Particularmente creo que algo de serenidad me transmitió, aunque tampoco le dediqué el tiempo que merecía. Soy bastante inquieto y me cuesta sentarme durante largo rato a contemplar un sólo punto. Y tampoco me había informado tanto como lo he hecho ahora para realizar este capítulo. Si regreso una segunda vez a Ryōan-ji prometo traer resultados más concretos.
NINNA-JI
Tan mayúscula como magnífica es la Puerta Niomon de este templo, custodiada por fieros guardianes.
Sólo ella es capaz de explicar el peso que Ninna-ji tuvo en la Historia de Japón, cuando durante casi un milenio (888-1868), estuvo encabezada por el Príncipe Imperial.
Llegó a contar con sesenta subtemplos, que con el tiempo fueron destruídos, pero aún así no han llegado múltiples tesoros como el Kondo (Salón Principal), la pagoda de 5 alturas o la Puerta de entrada de la que acabo de hacer mención.
Con la hora de comer más que cercana, el calor ya se estaba pasando de la raya. En uno de los pequeños templos abiertos de Ninna-ji, que conservan mejor el fresco, me tuve que quedar un rato a descansar del bochorno que me había dejado adherida la ropa a la piel. A oscuras, con la única luz que los objetos de oro del altar podía traer del sol, me quedé traspuesto durante unos minutos. Estaba bastante cansado y en ese estado no confiaba en aguantar la venidera fiesta de Osaka.
Fue en ese momento entonces cuando tomé la decisión de volverme al hotel a dormir al menos un par de horas, y después marchar con antelación a Osaka para asegurarme llegar a tiempo al Puente Dōtonbori y darme una vueltecilla por allí antes de que los demás llegaran. Me daba rabia perderme Nijo-jo (El Castillo Nijo), pero es que realmente necesitaba dar una pausa a la vorágine y descansar un poco. Así que me fui de Ninna-ji y bajé hasta la estación de metro más cercana, que es la de Omuro. Haciendo una combinación, pude llegar a la linea de metro de JR (que por tanto, es gratis para los poseedores del Japan Rail Pass), y tirar hacia la Estación Central de trenes, que más que una Estación, parece un gigantesco y moderno centro comercial. Allí me informé de lo fácil y rápido que es ir a Osaka. Pasan trenes bala y de todo tipo cada poquísimo tiempo, por lo que reservé un shinkansen a eso de las siete de la tarde para marcarme una hora en concreto y saber a qué atenerme. Si la cosa se daba bien, iba a tener casi una hora para merodear por el marchoso y concurrido barrio de Dōtonbori.
Compré algo de fast food para comérmelo por el camino al hotel. Son diez minutos de paseo por el «menos Kyoto de todos», el de los coches, los Pachinkos y los semáforos con musiquita. Esa primera capa de la ciudad que la gente se encuentra nada más llegar y de la que hay que deshacerse rápido si se quiere captar lo antes posible al «verdadero corazón del Japón». El K´s Hostel estaba tranquilo, la mayoría de la gente estaba fuera, o turisteando un rato o comiendo por ahí. Abrí la puerta de mi pequeña habitación, sorteé mi maleta, que ocupaba casi todo el suelo, encendí el aire acondicionado porque el cuarto era un horno, y me tiré sobre la cama para echar una siesta, esta vez sí, de pijama y orinal. De esas que cuando te despiertas piensas que ya es por la mañana.
Después de un par de horas durmiendo sonó la alarma del móvil. Tuve pues, una gran tentación de estamparlo contra la pared con todas mis fuerzas. Pero si estaba petrificado sobre el colchón!! No podía ni moverme, sólo quería dormir. Me faltó taparme hasta la cabeza con la sábana y decir «no mamá, hoy no quiero ir al cole» para hacer el «remember» más freak de todos los tiempos. Un clásico que ni funcionó teniendo 8 años y menos funcionaría dos décadas después.
Como pude me levanté de la cama, agarré gel, champú y una toalla y me di un duchazo que me arrebató la tontería en un santiamén. Me vestí, tomé mi dinero, mi JR Pass, y por supuesto, la cámara de fotos que no se se separa nunca de mí en los viajes. Ya estaba listo para marcharme a Osaka a conocer gente y a salir de fiesta. Vaya, lo cuento como si saliera de mi casa para bajar al barrio a tomar unas copas. Hay que ver cómo se pierde la noción de las cosas cuando se está fuera. Me dicen un par de meses antes que me iba a ir solo a Japón y que quedaría con gente que no conocía de nada en una ciudad como Osaka, que suena a dibujos animados del domingo por la mañana, como que no me lo creería. Pero esto es lo que tiene viajar, que absolutamente todo es posible.
El shinkansen, con su calculada y demostrada puntualidad, iba realmente vacío. Apenas me topé con una japonesita sonriente portando un carrito con comida, refrescos, té y café. No estaba seguro de lo que tardaría en cubrir los 43 kilómetros que hay entre la Estación Central de Kyoto y la Estación Shin-Osaka, donde se detienen los trenes bala que que pasan por Osaka. Escribí un par de sms, revisé algunas fotos realizadas ese día y llegué a mi destino en…14 minutos!! Eso es Alta Velocidad y lo demás son tonterías.
Osaka es la tercera ciudad más poblada de Japón. Con algo más de dos millones y medio de habitantes se ve superada tan sólo por Tokyo y Yokohama, aunque durante la jornada laboral se pone durante unas horas en segundo lugar. Esto se debe a que la ciudad es uno de los más importantes puntos empresariales y comerciales. El eje metropolitano Kyoto-Osaka-Kobe cuenta con la friolera de 18 millones de habitantes, lo que explica que una gran mayoría de japoneses de la región de Kansai se trasladen allí a trabajar.
Osaka, una metrópoli de gran extensión, tiene dos áreas bien definidas, dentro de las cuales se sumergen los distintos barrios. Kita, al norte, es la zona empresarial, financiera y administrativa de la ciudad. Minami, al sur, es en cambio, la zona de ocio por antonomasia, con distritos como Namba que aglutinan más restaurantes, discotecas y salas de juego que en ninguna otra parte de Osaka. Ni que decir tiene que yo me dirigía al sur para vivir uno de esos sábados de parranda y desenfreno de los que gustan miles y miles de japoneses que viven al máximo su tiempo libre.
En Shin-Osaka, la Estación de Alta Velocidad de la ciudad, tomé la linea 1 (Midōsuji) hasta Namba Station, donde me había indicado Flapy que tenía que bajarme. Esta es la más importante del lado sur de la ciudad, y en este área es donde quedan muchos japoneses y japonesas para salir de compras, a cenar, a tomar unas copas y a echar unos cantos en el karaoke de turno. Porque es salir de Namba y juntarse con una tropa que se cuenta por miles. Las aceras van llenas, los coches hacen lo que pueden para avanzar en el eterno atasco, los comercios están a rebosar, y en las puertas de los restaurantes hay siempre gente esperando su turno para entrar. El juego de luces procedente de los edificios ilumina las calles donde el gentío es una locura. Aún no había visto nada, está claro. Si quería ver más, todavía debía aproximarme a Dōtonbori, y más concretamente al puente Ebisu-bashi, donde había quedado después.
A pesar de que me había aprendido las señas de Flapy, no estaba seguro por dónde tenía que avanzar para llegar hasta allí. Así que no tuve más remedio que preguntar, ardua tarea donde las haya. Porque por mucho que repitiera en todas las entonaciones posibles el nombre «Dōtonbori», nadie comprendía lo que estaba diciendo. Tuve que hacer referencia a un cartel de neón de Glico que está en el Puente, que al parecer es más que un icono en la zona, para que algunos y algunas hilaran más fino y se aproximaran a resolver mis dudas. Aunque craso error, cuando los japoneses no pronuncian la «L». Fue decir Grico en vez de Glico y bingo, obtuve una correcta indicación de cómo debía dirigirme hasta allí. No sé cómo no había caído antes, cuando estaba harto de pedir «Kora» cuando deseaba que me trajeran una Coca Cola, o cuando Hiroto, el chaval que conocí en Tokyo, me llamaba «Sere» en vez de Sele. Cada vez entiendo mejor las razones de Sofia Coppola para poner a su película «Lost in translation» (Perdidos en la traducción).
Dōtonbori es un JALEO. Sí, en mayúsculas y con todas las letras. Sin duda me pareció uno de los lugares más impactantes durante mi estancia en Japón. Es un larguísimo pasaje paralelo a un canal con una aglomeración bestial de toda clase de tiendas, toda clase de restaurantes y toda clase de salas de juego y ocio. La gente pasea en tropel iluminada por los excesivos y abundantes carteles publicitarios de neón, escuchando una y otra vez el ya clásico Irasshaimase!! ,que viene a ser el «Bienvenidos» de toda la vida. Un pulpo gigante, un pez globo o la cara de un payaso son algunas de las figuras gigantes incrustadas en las entradas principales de algunos de los establecimientos. Es una de las veces que más personas juntas he visto en toda mi vida. Eso, más que una marea humana, era más bien un tsunami. Tanto la calle principal como las aledañas que se conectaban con ésta, estaban llenas hasta la bandera.
En esta calle peatonal huele a un cúmulo de platos nacionales e internacionales que se elaboran en las cocinas de los restaurantes, a gentío, a discoteca, a pantalón vaquero, a cubata e incluso a Pachinko, si es que de verdad existe un olor asociado a este juego-timo japonés. Los paseantes no eran sólo nipones sino que me topé con más extranjeros de los que había visto en otras ciudades como Tokyo o Kyoto. Osaka, puerto internacional, ha atraído durante las últimas décadas a norteamericanos y europeos en busca de un trabajo y una vida en Japón.
Con una imagen estrambótica, extravagante y moderna, Dōtonbori se ha ganado su fama a fuego. Entendía perfectamente la razón por la que Flapy nos había emplazado allí para celebrar su cumpleaños. La oferta para cenar y salir es siempre tan grande que contaríamos con un amplio abanico para elegir entre todos dónde ir.
Después de patearme la zona a conciencia, fui al punto concreto donde en muy pocos minutos debía aparecer tanto David (Flapy) como las otras personas que iban a asistir a la cena. No tenía ni idea de quienes, cuántos y de dónde eran esos «desconocidos asistentes» que acudirían a la cita. Pero me importaba más bien poco, la verdad. Tenía unas ganas tremendas de charlar y divertirme en una ciudad como Osaka, que sólo me daba buenos presagios. La cosa prometía.
Flapy me había dicho que le esperara en el Puente más famoso de Dōtonbori, el Ebisu-bashi (bashi es «puente» en japonés), que pasa por encima del canal, y que tiene a la vista el cartel de neón de un corredor sobre una pista de atletismo, aquel de la marca «Glico» por el que pregunté justo después de salir de la boca de metro de Namba. El anuncio lumínico de Glico es probablemente el más antiguo de los muchos que hay en Osaka. A pesar de haber sufrido diversos cambios a lo largo de los años, se ha convertido en el indiscutible símbolo de la ciudad. Un inoco en toda regla y conocido por todos. Aunque son odiosas las comparaciones, para los ciudadanos de Osaka, este atleta corriendo es algo así como para los españoles el símbolo del Toro Osborne, que tantas décadas lleva adornando muchos de los puntos de nuestras carreteras. Glico es una importante compañía de dulces en Japón que ha traspasado fronteras gracias a las Barritas Pocky (palitos de galleta y chocolate), que en Europa se las conoce como «Mikado» y que son distribuidas por LU desde hace muchos años. En este país los Pockys son toda una institución y se venden en todos los supermercados y tiendas casi como si fueran productos de primera necesidad. Durante mi viaje me hice casi adicto a estos palitos, y raro fue el día en que no llevara una cajita en la mochila.
El puente Ebisu-bashi es, sin lugar a dudas, el mejor punto para fotografiar tanto al cartel de Glico como a los que están adosados junto a él, y que forman un conjunto de neón realmente alucinante. La estampa futurista desde el puente parece formar parte de una película de Ciencia Ficción. Se dice que Blade Runner, a pesar de desarrollarse en la ciudad estadounidense de Los Angeles, tiene caracterizaciones y escenarios muy propios de Osaka. Es más, su director Ridley Scott ambientó años después su «Black Rain» (con Michael Douglas) en esta ciudad.
La gente que allí había era de lo más variopinta. Mientras esperaba a que aparecieran Flapy y sus colegas, tuve la ocasión de distinguir entre la multitud a más de un miembro perteneciente a alguna estrafalaria tribu urbana, a personajes peliteñidos, a un tipo vestido de Power Ranger haciendo el payaso (tampoco se puede esperar mucho más de alguien con semejante disfraz), a otro de cerdo… Bueno, que no me aburrí precisamente. Apoyado en la metálica baranda, tenía de frente un continuo show y tantas escenas para fotografiar que tuve que agarrar fuerte la cámara para no volverme loco y no quedarme sin espacio en la tarjeta de memoria.
Me fijé que en el centro del mismo puente se había formado un pequeño grupo de gente occidental, donde uno de los chavales que hacía ronda de saludos tenía un rostro que me era familiar. No podía ser otro que David, Flapy, el cumpleañero de Aluche al que había conocido por su blog, y que había tenido el detalle de invitarme a su cumpleaños. Así que me acerqué y le estreché la mano tanto a él como a los que allí estaban. Casi vecinos y nos hemos tenido que conocer en Osaka, manda narices..
Todos eran españoles, excepto dos chicas sudamericanas y una japonesa. Con camisa «hawaiana» iba un chico catalán que se presentó como JJ, junto a su novia, creo que de Chile, quienes ya llevan un tiempo viviendo en Osaka. JJ es también blogger y cuenta lo que le parece en la web Peasuke, nombre puesto en honor a un dibujo animado japonés de su infancia. Otra chica española, en este caso de León, era Nuria, que vivía desde hacía dos años a varios kilómetros de Osaka, y que me contó que ya había trabajado varias veces en ciudades del extranjero como por ejemplo Bratislava. Zabdi, una venezolana simpatiquísima, que trabajaba como yo en el área documental, y que se había casado recientemente con un francés, cuestión por la que hubo bastante cachondeo durante toda la noche. En plena ronda de presentaciones apareció otro de los asistentes, Omar, un barcelonés que llevaba pocos días en Japón y que se quedaba más de un mes en Tokyo para aprender japonés (era su segunda vez!). Y no sería el último catalán de la fiesta, porque aún faltaba Enric, que se quedaba para la cena pero que se volvía en el último tren a eso de medianoche. Que en esas estaba yo, si no tomaba ese, ya debía esperar a por la mañana para volver a Kyoto. Y para el domingo tenía planeado ir a Nara por la mañana y al Santuario Fushimi Inari después de comer. Aunque a esas alturas me daba completamente igual. Tenía un hambre de miedo y muchísimas ganas de salir. Ya pensaría más tarde en qué hacer el domingo. La noche era joven, no había hecho más que comenzar.
Moemi era, de momento, la representación japonesa de la fiesta. Amiga de una «amiga» de David, estudiaba español, e incluso había pasado una buena temporada en Salamanca, ciudad universitaria y animosa donde las haya. Como buena japo, no se olvidaba de su parasol que protegiera su blanca piel de los rayos del sol. Ese fue uno de los chascarrillos que le solté aquella noche: «Moemi, guapa, se te ha olvidado el Sol». Una buena chica, me cayó fenomenal.
En los primeros minutos Flapy no dejó de hablar desde su teléfono móvil. Me había dicho que ya se manejaba bien con el japonés, pero no podía dar crédito cuando le vi hablarlo con tanta soltura. Tiene que ser un idioma tan difícil, que es un mérito manejarse así. Al parecer, según lo que me dijo, es más sencillo hablar que escribir. Esa debe ser la verdadera agonía de quien quiere aprender japonés.
Cortó el móvil y dijo que aún faltaban en torno a tres o cuatro personas por llegar, pero que como tardarían un poco más, podíamos ir buscando algún sitio en Dōtonbori para cenar. JJ y él comentaron varios bares y restaurantes donde ya habían estado, aunque temían, como así fue, que nos costaría encontrar mesa para todos los que íbamos a ser esa noche. Nos condujeron a uno de los edificios que daban directamente al canal, y subimos en ascensor hasta la planta x donde había un buen restaurante. Pleno, ni un sitio. Tuvo que ser a la segunda, cuando logramos que nos dieran «por tiempo limitado» una mesa baja para cenar sentados en suelo de tatami sin zapatillas ni zapatos. Era un bar clásico japonés, una Izakaya, donde lo tradicional es que se sirvan rondas de bebida y de comida para compartir. Algo así como raciones de todo para todos, y regadas por cualquier tipo de bebida como sake, cerveza, cubatas o refrescos. Vamos, que se podía pedir «a saco», y ponerse las botas a buen precio. Y no cabe duda de que íbamos con hambre y no teníamos pensado que sobrara comida.
Mientras tomaban nota de las deliciosas «tapas» japonesas, llegaron otras dos personas, en esta ocasión de Madrid. Ricardo y Joserra, dos tipos majísimos con los que hablé y me reí bastante esa noche. Ambos habían estado el verano anterior en Japón, y desde entonces estaban dando clases de japonés en España. Todo el mes de julio iban a estar en una Escuela en Saitama perfeccionando el idioma. Ambos eran fanáticos de Japón. Joserra me sorprendió como gran conocedor de la cultura japonesa: Música, manga, cine, tribus urbanas… Todo lo que le preguntaba se lo sabía de memoria.
Apenas unos instantes antes de empezar a comer, nos dieron uno a uno toallitas de agua caliente con las que lavarnos las manos, algo muy típico en los restaurantes y bares de Japón. Llegaron entonces las primeras bandejas, y por supuesto, la bebida, a la que se le dio un buen trato por parte de algunos. Comimos de todo, aunque uno de los platos que más llamó mi atención fue el sashimi, que contiene variedad de pescado y marisco crudo cortado en láminas o en tacos, y que normalmente viene decorado con algo de gengibre e incluso con el pincantísimo wasabi, al que no puedo ver ni en pintura. Particularmente no me gusta demasiado el pescado, y el crudo así «a pelo» no lo había probado más que en pequeñas dosis como en el sushi. Fue Zabdi, la chica venezolana, quien me animó a eliminar mis reticencias al respecto. Tomó el primer trozo y me sugirió que fuera a por el de salmón. Y así lo hice. Nunca le estaré suficientemente agradecido por haberme abierto los ojos ante semejante delicia. Desde entonces lo he comido en varias ocasiones y espero seguir haciéndolo. Lástima que los restaurantes japoneses en Madrid sean tan caros.
También comimos okonomiyaki, la «empanada» que ya tuve la suerte de probar durante mi primer día en Tokyo en la casa de aquel amigo de Hiroto del que no soy capaz de recordar su nombre. La cena me estaba sentando de maravilla, y más cuando estaba bien acompañado teniendo una buena charla en castellano, que echaba en falta desde hacía unos cuantos días. Reconozco que estuve un poco preguntón aquella noche, pero de todos ellos era el que menos sabía del país y tenía muchas cuestiones acerca de la vida allí. Admiro a todos aquellos y aquellas que se aventuran a salir de sus ciudades de origen para buscarse las habichuelas en otro sitio. Y si ese lugar en concreto es Japón, la complejidad está fuera de toda duda.
Con Flapy hablé, por supuesto, de los blogs y de las páginas webs de viajes, tema del que entiende un rato. Conoce a otros internautas de lengua hispana que triunfan con sus espacios en red, y que han conseguido «vivir de ello», con mucho trabajo, constancia y por qué no decirlo, mucha suerte. Comentamos algunos de sus post que más nos habían llamado la atención a todos nosotros.
Con Joserra, y sobre todo con Ricardo, la noche fue más bien humorística. Recuerdo una anécdota divertida que se dio en plena cena. Un japonés de mediana edad se acercó a la mesa a preguntar de dónde éramos. Mientras departía alegremente con Flapy expulsó por la boca un salivazo de color amarillo y de demostrada densidad que fue directamente a posarse al brazo de Ricardo, que no le quedó otra que poner cara de circunstancia mientras el resto de la mesa hacíamos esfuerzos titánicos por contener la risa. El hombre seguía allí, y el líquido «mutante» tardó unos segundos en desaparecer. No sé si por combustión espontánea o porque el pobre Ricardo lo eliminara con la servilleta. En cuanto el «escupidor» se marchó, todos nos dirigimos hacia el «infectado» para comentar la jugada y reirnos lo que, por decoro, no habíamos podido hacer antes. Estigmatizado no sólo durante aquella noche. Esa marca química le perseguirá durante el resto de los días…
Con Omar comentamos las diferencias y semejanzas entre catalanes y madrileños. Siempre se habla de la rivalidad entre ambos, pero sólo pudimos tener buenas palabras para el otro, alabando esos puntos fuertes que ya querríamos para nosotros mismos. Omar es otro fanático de Japón, se le veía exultante, especialmente contento. Llevaba pocos días allí y aún le quedaba muchísimo que ver y disfrutar de su segunda experiencia nipona. Se acababa de comprar una nueva cámara de fotos en Japón, último modelo y a un precio muchísimo menor que en España, y probablemente la quedada sabadera era su primer prueba de fuego.
La última asistente de la noche, japonesa y amiga tanto de Flapy como de Moemi, fue Tomi-Chan. También estudia español y vivió una temporada con Moemi en Salamanca. Su experiencia le había regalado un nivel de castellano bastante aceptable puesto que conseguía comprender mucho de lo que hablábamos. Sentí que estaba perfectamente integradas con nosotros y me alegro de que así fuera. Se había formado un buen grupo y todos lo estábamos pasando fenomenal.
El alcohol, ya sea por copazoso chupitos, se fue agotando. Apretamos al timbre de la mesa lo que quisimos. Explicar a las camareras qué deseábamos beber era en ocasiones una odisea, sobre todo para los novatos como yo. Cuando pedí un vodka con limón me trajeron dos vasos, uno relleno de vodka y otro con zumo de limón. El concepto de cubata y de mezcla no conseguí hacérselo entender por mucho que lo intentara.
Estuvimos en la Izakaya algo más de tres horas, lo que sirvió para conocernos mejor y desenvolvernos con total naturalidad. Por todo lo que habíamos pedido de comer y de beber durante todo el tiempo que allí estuvimos, pagamos 3000 yenes por barba (18€), cantidad bastante inferior a lo que me esperaba.
Abandonamos el restaurante pasada la medianoche raudos y veloces en dirección a un Karaoke. Nuria, JJ y Zabdi preferían ir en ese momento a la discoteca y saltarse la parte del karaoke. Pero no hubo manera de impedir que subiéramos a cantar, al menos una hora. Por lo que reservamos para ese tiempo una sala para todos los que estábamos en la cena menos una persona, ya que Enric se marchó a casa. Pedimos más copazos e incluso unos helados chocolate que nos trajo el camarero que nos atendió. Encendimos la televisión, enganchamos los micros y seleccionamos las canciones en una maquinita que buscaba por título y autor. El primero en animarse fue Flapy, que no se lo pensó y cantó en japonés!! A partir de ese momento fue el turno de los demás, de forma individual o en grupo, quienes nos marcamos unos cuantos hits en inglés.
No sé si por las copas o por la emoción, terminamos subiéndonos a los sillones e incluso a la mesa, dejándonos la voz para tortucantar Oasis, Blur, Queen, Bryan Ferry y otros. Las chicas japonesas escogieron la versión japonesa del «Livin´ la Vida loca» de Ricky Martin cantada por un tal Hiromi Go, que se dedica a adaptar la música y el ritmo, que no la letra, de grandes títulos de la música latina.
Ni David Bisbal ha podido escapar a este frikazo que se está forrando con su «Oye el Boom», al que ha llamado Boom, boom, boom (haz clic sobre el título y preparate para reirte…o llorar).
Pero sin duda el momento álgido no sólo del karaoke, sino de la noche, fue cuando apareció en la televisión el tema que salía al principio de la serie de dibujos animados Bola de Dragón (Dragonball), y que todos nos sabíamos perfectamente, unos en castellano, otros en catalán y otros incluso en japonés. Bola de Dragón marco mi niñez y la de millones de españoles que día a día seguimos las aventuras de Goku, Piccolo y compañía. ¿Cómo no íbamos a sabernos la canción? «Vamos con afán, todos a la vez, a buscar con ahínco la bola dragón…». Se me ponen los pelos de punta de sólo acordarme…
Con tan inconmesurable final llegó la tercera fase de nuestro encuentro festivo en Osaka. Era el momento de ir a la discoteca para abandonarnos definitivamente a la madrugada. En los aledaños del Club Pure Osaka, garito al que terminamos entrando, se arremolinaban los gigolós y super fashion japoneses, por los que las chicas de allí suspiran. Delgados como espátulas, carentes de músculo, pelo largo liso y tintado con las formas azarosamente les ha dado la laca, pantalones oscuros y estrechos, hevillas superlativas, zapatos de chúpame la punta, piel morena por los rayos UVA que contrasta con el cabello colorido, y unas caritas de niñas de quince años que echan para atrás. Esos son los machos más machos, que incluso se anunciaban en un cartel a la entrada de la discoteca para que las chicas que allí fueran supieran a quién debían buscar. Era una especie de cartelón negro con los rostros de estos extraños caballeros de la noche acompañados de sus peculiares nombres. Carbonara o Sakito son dos ejemplos. ¡Qué grande!
En el Club Pure Osaka, una de las discotecas más de moda de la ciudad, nos pegaron el sablazo de la noche. ¡¡4000 yenes para entrar!! 24 euros ó 40 dólares según se quisiera ver. Una pasta considerable que no esperaba y que me costó despegar de mi puño cerrado, símbolo de la Cofradía del mismo nombre a la que me adherí hace unos años. Aunque después de conocer que teníamos barra libre de las principales marcas, se me quitó la cara de susto. En la misma taquilla te ponen un sello y te dan un vaso, el cual puedes pedir en barra que te lo rellenen las veces que quieres. Si te descuidas y pierdes el vaso, se te acabó el chollo de pedir lo que quieras..
Afortunadamente a ninguno de nosotros nos ocurrió tan magna desgracia, y al son de la música Funky, Reggae, Tecnho e incluso pachanguera, toda mezclada por igual, nos hicimos los dueños de las proximidades de la tarima, a la que sólo podían subirse chicas. En alguna ocasión tuvo que intervenir la seguridad del local para largar a los personajes de género masculino que hicieron oídos sordos a las ¿estúpidas normas? del Club Pure Osaka. Zabdi estaba desatada y arrastró a las demás para que le acompañaran a reinar en la tarima y ser objeto de las miradas de muchos japoneses que disfrutaban de lo que es moverse con gracia. Muchas japonesitas, que por cierto, eran bastante guapas, se subieron también a mostrar sus encantos en el baile, pero hay algo que les falta que es muy difícil de obtener así por así. Me refiero a la «sangre». Tener un «corazón latino» como el de Zabdi por supuesto que les ayudaría, pero es que son frías a más no poder.
Los bailes, corros, pídeme un whisky con coca cola, hazme una foto con esta chiquilla, qué chuzo que llevo… marcaron el resto de una noche que se pasó rápido entre la multitud y la música de una discoteca como Club Pure Osaka que tiene más fama que realidad.
En uno de los momentos que salí a respirar, a eso de las cuatro de la madrugada, me quedé patidifuso al comprobar que ya era de día. Pero la extrañeza sólo duró unos minutos, los justos para retornar al local hasta que pusiéramos todos fin a una jornada que se estába alargando más de lo previsto.
Desayunamos en un McDonalds que estaba abierto a esas horas mientras esperábamos que llegara el primer metro. Tuvimos tiempo incluso a que Zabdi nos pusiera a su marido francés en una videoconferencia con el móvil, que a esas horas debía estar flipando y preguntándose quiénes demonios éramos y de qué narices nos reíamos.
Finalmente cada pájaro se fue a su nido. Este que os habla retornó en tren bala para llegar a Kyoto a las ocho de la mañana. A ver con qué cara me iba a Nara después. Tendría que haber un cambio de planes, dejar Nara para el día siguiente, y tener un domingo más o menos tranquilo en Kyoto en que pudiera descansar un poco y marchar a ver el espléndido Santuario Sintoísta de Fushimi Inari, un lugar capaz de evocar los mejores recuerdos de un viaje al que no tenía más remedio que poner la más alta de las puntuaciones.
Sele
2 Respuestas a “Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 4”
Me encantó leer tus capítulos del viaje a Japón, yo fui en el año 2005 y deseo volver con todas mis ganas.
Te cuento que soy de Montevideo Uruguay y he recorrido el mundo gracias a la Universidad de Ciencias Económicas que por mas de 50 años, para los que vamos egresando de la misma, se realiza a nivel nacional (al igual que con arquitectura) un viaje por los rincones mas increibles de este planeta. Vendemos rifas y salimos entre 200 a 400 uruguayos por año a viajar todos juntos por el mundo. Es una experiencia única y que ademas te inyecta de adrenalina para seguir viajando y con un grupo ya mas reducido obvio jaja de 15 personas seguimos viajando con la lonley plantet en mano y las ganas de conocer otras culturas.
He visto que no has venido a América del Sur, cualquier cosa que quieras saber de Uruguay, Argentina, Brasil, Perú, Chile etc… hacémelo saber.
Un gran saludos,
Anita Calleja
Hola Anita,
Muy buena vuestra iniciativa viajera. Ójala alguna vez nos encontremos por el camino. Y me alegra saber que puedo contar con vosotros para cuando haga las Américas.
Seguimos en contacto!
Sele