Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 5
6 de Julio: EL LABERINTO DE LAS PUERTAS ROJAS
Siempre he pensado que no valgo para salir hasta las tantas, no sólo en lo que se refiere a aguantar en pie, sino más bien porque me da mucha rabia «perder la mañana». Creo que soy animal diurno y por eso después de llegar al hotel a las ocho de la mañana del domingo procedente de una larga noche de cena, karaoke y fiesta en Osaka no pude dormir más que tres horas. Había decidido posponer mi visita a Nara al lunes y por tanto debía planificar el que sería mi último día en Kyoto, cuestión que por otra parte no fue demasiado difícil. Porque tenía clavado a fuego un lugar del que había leído y sabido mucho antes de preparar mi viaje, y que ya formaba parte de mis más profundas evocaciones del Japón más mágico y misterioso. Muy cerca de Kyoto, en una esbelta colina, se encuentra Fushimi Inari, el más bello Santuario Sintoísta dedicado al Dios de la Fertilidad y la cosecha, protector del arroz y del sake. Inari es probablemente la deidad más representativa de la Religión Shinto, que como he dicho en alguna ocasión, profesan los japoneses junto al Budismo, sin que unas creencias intercedan en las otras. Así como el Budismo se ocupa de cuestiones del más allá, como a dónde van nuestras almas después de la muerte, el Sintoísmo se enfoca en el «más acá», en la veneración a la Naturaleza que nos rodea y la cual necesitamos para vivir y donde se establece una serie de entidades protectoras de aquellos elementos básicos con los que subsistir.
Fushimi Inari no es un santuario más de los miles que hay en Japón destinados a esta entidad divina y protectora. Probablemente sea el más extraordinario de todos ellos y es de ahí que haya aparecido nombrado y descrito tanto en la literatura como en el cine. En la adaptación cinematográfica de la novela «Memorias de una Geisha», hay una escena donde la protagonista en su niñez corretea por unos largos pasillos de color rojo. Son los místicos senderos de Fushimi Inari construídos por medio de miles de toriis (Puertas Shinto) que se adentran en la montaña y los cuales yo estaba dispuesto a recorrer como fuera.
No tenía que hacer nada más que tomar en la Kyoto Station el tren de JR que va dirección a Nara y detenerme dos paradas después en la Estación Inari, situada a los pies del Inari-san (Monte Inari), donde crece y se extiende el que he venido a llamar «Laberinto de las Puertas Rojas».
La explanada que se abre al principio con numerosos altares da paso a largos y estrechos senderos que se adentran en un bosque cerrado que no permite la incisión de demasiada luz solar, lo que le confiere un aspecto sombrío. Las voces de la entrada se convierten en profundos y prolongados silencios, compañeros de un viaje solitario por las entrañas del Inari-san. Espigados zorros de piedra custodian permanentemente muchos de los rincones del santuario. Su papel, como mensajeros del Dios Inari, es esencial. Se les representa de dos maneras, sosteniendo con la boca un pergamino enrollado, como menajero de la deidad a la que está dedicado el santuario, o guardando una llave, la de granero donde se almacena el arroz. Kitsune, el zorro, es un animal protector del bosque y las aldeas que ha estado presente en la cultura japonesa desde tiempos inmemoriales. Antiguas creencias hablaban del poder del Kitsune para adoptar la forma humana y ser algo así como lo que en nosotros solemos llamar «Ángel de la Guarda».
Una fila de pétreos zorros de mirada firme son el preludio perfecto al más largo pasillo de «puertas rojas» de Fushimi-Inari. Dichas puertas, o Toriis, son ofrendas de hombres de negocios con las que pedir a Inari la tan deseada prosperidad, protección y fortuna. De color rojo, guardan la inscripción de los donantes de dichas toriis. Con una suave sinuosidad serpentean por la montaña regalando al que las recorre un pasaje a un mundo mágico, a un laberinto de sueños, donde las Leyendas son más realidad que nunca. Pocas veces me había sentido tan solo y tan pequeño, rodeado de una paz y una emoción difíciles de describir con palabras.
Ni el sofoco por el calor y la humedad, más acuciados ese día que ningún otro, pudieron con mi ilusión de penetrar por las estrías rojas y zigzagueantes del santuario, que por medio de escalones van ascendiendo hacia la cima del monte. Diminutos cementerios o altares en medio de la nada, con figuras milenarias y decenas, qué digo, cientos de zorros en todas partes. En muchas ocasiones, leves llamas de fuego se encienden en aquellos altares en los que un puñado de arroz y una botellita con sake son ofrecidos a Inari para obtener su benevolencia.
Frecuentemente el silencio de tus pasos se lo lleva una oración lejana o el golpeo de una campana, sonidos que sacralizan, aún más si cabe, el suelo que se está pisando. Me pregunto cuántas toriis hay en Fushimi Inari. Deben ser miles las puertas rojas ensambladas una detrás de otra para formar pasillos bermejos realmente sobrecogedores.
En muchas explanadas en las que uno va deteniéndose a medida que sube hay pequeños establecimientos donde sirven comida y refrescantes tés que, sin duda, ayudan en estos días en que las elevadas temperaturas y la humedad son una rémora atada al pie, que pesa sobremanera. Leves descansos con sabor a té verde mitigaban de forma breve ese sentimiento de escasez de aire en la espesa montaña sagrada.
Los planos y carteles en japonés me hacían dudar una y otra vez qué camino tomar, aunque casi siempre el correcto era el que más subía, porque es en la cima donde se asienta el Santuario principal cuyo ídolo se muestra como un espejo. Las guías hablan de 4 kilómetros de senderos, pero deben referirse a los más generales, porque abundan aquellos secundarios que rodean el monte y que llegan a exóticos bosques de bambú, hermosos retazos de la Naturaleza oriental más pura.
La visita a Fushimi Inari puede llevar toda una mañana, o toda una tarde según se mire. Es a última hora del día cuando el color rojo de las puertas se acelera con el encendido de los faroles, que flanquean el paso del viajero solitario que desea reencontrarse consigo mismo. No es un lugar tan célebre como Kinkaku-ji o Kiyomizu-dera, pero será probablemente el único que logre sumergirte en un sueño intemporal a través de un mundo de insólitas leyendas y de extraños personajes mitológicos plasmados en un viejo pergamino a la luz de un candil.
Caminar en medio del laberinto de puertas rojas puede ser, si se desea, una experiencia mística y tranquilizadora, capaz de atraer los más hermosos recuerdos almacenados en el baúl de la memoria, cerrado con una llave de piedra mordida por un zorro, guardián de nuestros más hermosos secretos.
Cuesta creer que un lugar como éste se encuentre tan cerca de la ciudad. Es como si nuestra cabeza no fuera capaz de asimilar que para llegar hasta allí no se hayan tenido que sufrir mil infortunios, cubrir infinitas etapas a pie, o padecer un agotamiento severo. Pero estamos en Japón, y la recompensa puede obtenerse de la más sencilla y racional de las maneras.
Almorcé pasadas las cuatro de la tarde en un coqueto bar situado en una de las muchas galerías subterráneas casi vecinas del área de la Estación de Kyoto. Sin complicaciones escogí a dedo un plato de cera réplica del tan usual pollo con curry y arroz. Lo he dicho en alguna que otra ocasión y me reafirmo en esta, poner en un estante maquetas exactas de los platos que un restaurante prepara es una muy buena idea para poner las cosas fáciles a todos aquellos que desconozcamos el idioma local de un país. Tan rápido como señalar con el índice y en unos minutos tu comida está en la mesa justo a un reconfortante vaso de agua o de té verde con hielo.
Las tres horas escasas que había dormido ese día pesaban en mi cuerpo, en mi cabeza y en mis ojerosos ojos tapados completamente por unas gafas negras cuyo objetivo no era protegerme de los rayos de sol sino proteger a los demás de mi cara de zombie insomne. Como tal, no deseaba más que deambular por la que había sido mi casa durante los últimos días y de la que pronto me iba a tener que despedir. Qué mejor que dejarme caer nuevamente por el estrecho Pontochō, retomar mis pasos sobre el suelo adoquinado de Gion, percibir el olor a cerezo de Maruyama y sentir levemente el pok, pok, pok de una maiko solitaria saliendo de una ochaya donde las tarimas crujen y el suave aroma a té sale por las ventanas. Era mi particular y tímido homenaje a una fase esencial en mi viaje donde había tenido la oportunidad de escuchar de cerca los latidos del corazón de una ciudad que se resiste a dejar de bombear espiritualidad y tradicición a todo un país que, en ocasiones, camina demasiado deprisa.
7 de Julio: CIERVOS Y CORMORANES, ANIMALES SAGRADOS DEL JAPÓN MILENARIO
Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo, seis de junio, siete de julio…SAN FERMÍN!! Pañoletas rojas y carreras delante de los toros en Pamplona, que celebra su festividad más internacional. En Japón es un día como cualquier otro. Un lunes más a miles de kilómetros de España, lejos de la algarabía veraniega, del Sol y la Playa, del chiringuito, las tapas, la paella y de un Madrid coloreado de azul piscina. Japón queda tan lejos que parece pertenecer incluso a otro Planeta. Las cosas suceden de forma diferente, se vive con otro ritmo, con otra intensidad.
Y si en Pamplona se preparaban para los encierros, en Kyoto particularmente me preparaba para decir adiós y añadir otra etapa más a mi viaje. El día se presentaba movidito, intenso. Por la mañana quería ir a Nara, la primera capital del Imperio, y por la tarde debía trasladarme a Gifu para presenciar el ancestral Ukai, nombre japonés que recibe la antiquísima Pesca con cormorán. Un espectáculo que puede observarse en contadísimos puntos del globo. Y Gifu es uno de ellos.
Me presenté en la Estación Central de Kyoto con mi mochila-maleta de dimensiones superlativas y me informé de los trenes que debía tomar para llevar a cabo mi plan del lunes. Tenía que ir a Nara, visitar lo que tuviera en mente, y retornar a Kyoto. Porque sólo desde esta ciudad podía ir a Gifu haciendo escala en Nagoya. Con lo fácil que es reservar asientos con el JR Pass, hice lo propio para asegurarme tener un sitio en todos esos trenes en zona no fumadores y ventanilla, por supuesto.
Sólo debía dejar el equipaje en una taquilla, o más bien en una consigna, porque bien es sabido que el espacio para guardar las maletas que hay en las estaciones japonesas es realmente ridículo. Pero esa misión no fue ni mucho menos sencilla, más bien se quedó en imposible, porque durante esos días se estaba celebrando en Japón una Cumbre del G8 donde se reúnen los presidentes de los países más poderosos, y los japoneses andaban alerta ante una posible amenaza terrorista. Así que tal y como me indicó la policía de la Estación la consigna permanecería cerrada hasta que el encuentro de presidentes finalizara, y no podía dejar mis cosas allí bajo ningún concepto.
¿Y qué hacía con el equipaje? ¿Me volvía caminando al hostel y después volvería allí a recogerlo? ¿O probaba suerte en Nara, que es más pequeña y donde era más probable que me guardaran la maleta? Escogí la segunda opción, consciente de que no sería fácil tener un sitio donde dejar las cosas.
Salen múltiples trenes de JR a Nara, en un trayecto de unos tres cuartos de hora aproximadamente. Aunque menos se tarda tomando un tren de la Línea privada Kintetsu (escasos 33 minutos) que además te transporta a una estación mucho más cercana al «conglomerado monumental y turístico» de la ciudad. La Kintetsu Station está a un paso de Nara-Koen, el parque en que se concentran los principales templos, santuarios y paseos de la que fuera capital de Japón mil doscienos años atrás. Si se posee el JR Pass, como en mi caso, hay que elegir si tirar con lo que hay o pagar 700 yenes para utilizar la otra línea.
Llegué a la Nara Station a eso de las nueve de la mañana y me encontré con dos noticias malas y una buena. Empiezo por las malas: Como me figuraba no había taquillas grandes. Y como temía no disponían de consigna alguna. La buena estaba en que la Oficina de Turismo que hay en la misma estación me indicó en un plano un punto practicamente aledaño a la Kintetsu Station donde podían guardar mi equipaje por 300 yenes (ni dos euros). Así tuve que caminar en torno a los 10 ó 15 minutos para llegar al establecimiento en que se ocuparían de guardar mi maleta y así poder visitar la ciudad cómodamente. Era una tienda de venta y alquiler de bicicletas, donde se hacen con un sobresueldo custodiando el equipaje imposible de guardar en las minúsculas taquillas. A mí me vino fenomenal, aunque con tanto trasiego de maleta para aquí y para allá había perdido bastante tiempo. Para recuperarlo decidí comprar un billete de vuelta a Kyoto con Kintetsu (700 yenes) y así evitar tener que retornar a la Estación de JR y hacer un trayecto más largo en tren. La cuestión la había dejado solventada y tan sólo debía disfrutar de toda una mañana en Nara, que puede considerarse escasa, pero que fue suficiente para saborear algunos de sus muchos tesoros y particularidades que hacen de éste un lugar altamente recomendable.
Nara tiene el honor de haber sido escogida como la Primera Capital del Imperio de Japón allá por el año 710 después de Cristo bajo el nombre de Heijō-kyō. Aunque tan sólo fueron 74 los años que duró este status debido, entre otras cosas, a que el Emperador Kammu se vio amenazado por el poder creciente de los sacerdotes. En 784 la capitalidad fue transferida a la actual Kyoto, dejando un tanto olvidada a Heijō-kyō, cuyas principales construcciones fueron realizadas en este período. Las influencias chinas procedentes de la Dinastía Tang fueron realmente fuertes durante varios siglos, e incluso el diseño y desarrollo de la ciudad se hizo tomando la base de la capital china en la época, que no era otra que Xi´an, célebre por sus miles de guerreros de terracota descubiertos en 1974. De China, directa a Nara, entró la escritura, transformada en la actual Kanji, y sobre todo, la religión budista, que penetró para expandirse y convivir para siempre con el pensamiento y la fé sintoísta predominante en Japón.
Nara posee ocho monumentos, entre templos, santuarios y ruinas, marcados por la UNESCO en su lista del Patrimonio de la Humanidad, factor cuanto menos influyente para que reciba a numerosos visitantes, aunque nunca igual que Kyoto. Es la perfecta excursión de un día desde allí, enlace cercano, rápido y económico. Por supuesto, siempre y cuando se haya sobrevivido a la saturación de templos a la que cae la mayoría que visita Kyoto. Aunque Tōdai-ji, en Nara, es probablemente uno de los lugares que no debería perderse nadie por nada del mundo. La saturación desaparece en un santiamén para admirar y adorar esa «Gran Maravilla», insuperable y fascinante. Incluso para quien vaya con niños agradecerá estar en Nara, porque aún hay algo más que no he comentado, es posible compartir paseo con los cientos de ciervos y cervatillos que deambulan libremente por la ciudad. Los ciervos (shika) son sagrados, ya que están considerados como mensajeros de los Dioses, y se han acostumbrado a convivir con el ser humano.
El Parque de Nara (Nara-Koen), muy cercano a la Estación Kintetsu donde yo me encontraba, posee los lugares a visitar más importantes, entre ellos Todai-ji, y por supuesto, es el hogar de dichos ciervos tan mansos como pedigüeños. Como tampoco tenía tiempo en Nara como para tirar cohetes, seguí como pude el itinerario a pie que recomienda la Guía Lonely Planet (2ª ed, marzo 2008, pág 414), y que se vuelca particularmente en dicho parque.
Apenas unos metros de la Estación Kintetsu-Nara se encuentra la entrada al Parque. No tarda en aparecer Kōfuku-ji, templo budista que se construyó en Kyoto en el año 669 D.C bajo los designios de la primera esposa del Emperador Tenji, quien estaba gravemente enfermo. Casualmente en el 710 fue trasladado a Nara, la nueva capital, donde obtuvo su esplendor con más de cien edificios, de los cuales tan sólo resta una docena. Entre estos destacan dos pagodas, una de tres alturas y otra de cinco (la segunda en altura de Japón), que se dibujan el el horizonte de Nara-koen. Mi primer encuentro con los ciervos sagrados tuvo lugar precisamente en el recinto de Kōfuku-ji y no puedo decir que no fuera en una escena realmente cómica. Porque mientras preparaba el trípode para fotografiar la pagoda de 5 plantas pasaron corriendo por mi lado dos señoras de mediana edad con las caras desencajadas. Extrañado me fijé en que huían de una ciervo que las perseguía para pedirles comida. Al parecer habían estado dándole galletas y el animal se quedó con ganas de más, por lo que fue disparado tras ellas. Hay que tener cuidado y mantener las distancias con ellos. De hecho en el propio parque hay carteles solicitando precaución a los turistas ante el ocasional comportamiento arisco de los ciervos, que ya han regalado más de un mordisco y de una cornada.
Y si me sorprendí con el primero, más lo haría cuando aparecieron por lo menos cinco juntos, que se mezclaban con una fila de sacerdotes ataviados con trajes tradicionales, que debían dirigirse a una ceremonia en el Pabellón
Son fotogénicos, por supuesto, y más en un entorno tan magnífico como el del Parque de Nara, con templos, santuarios e incontables farolas de piedra testigos del viejo esplendor de la primera capital Imperial.
Los carteles indicativos en Nara son muy explícitos y facilitan enormemente la vida al viajero, que difícilmente se perderá buscando los principales monumentos. Dejando atrás Kōfuku-ji y avanzando durante varios minutos, se
El origen de Tōdai-ji se remonta al remoto año de 743 D.C, cuando Nara ostentaba con orgullo su capitalidad. En tiempos difíciles de epidemias y guerras el Emperador Shōmu decretó una Ley en la que obligaba al pueblo a construir un Buda protector que les ayudara a salir de los malos momentos que estaban viviendo. Con una cantidad de bronce tal que dejó al país casi tiritando, se levantó la mayor figura de Buda de todo Japón (16 metros de altura, tres más que el de Kamakura). Y para guardar el Daibutsu (Gran Buda) se necesitaba un pabellón de grandísimas dimensiones. Esa misión le corresponde desde hace más de 1200 años al Daibutsu-den, que presume de ser el edificio de madera más grande del mundo. Sus medidas 56 x 50 x50 metros son realmente brutales. Y la exageración no se queda ahí ni mucho menos, ya que la construcción actual que se puede visitar corresponde al principios del Siglo XVIII y tiene ¡¡dos terceras partes del original que se levantó en el 752!!
No son de extrañar las caras de asombro y sorpresa de quienes tras pasar por taquilla y poner 500 yenes, se topan de frente con una estructura magnífica, de Record Guinness y de incalculable belleza. Dos tejados, uno intermedio y otro superior rematado por salientes dorados que parecen cuernos, cubren el colosal edificio, y protegen al Gran Buda que está en su interior. Próximo a la entrada, no pude evitar acercarme a un precioso farol de cinco metros con grabados en bronce en que diversas figuras humanas y animales tocan distintos instrumentos musicales.
Caminé unos pasos, subí escalón tras escalón y me encontré de frente con el Daibutsu, el Gran Buda Vairocana, que alza su mano derecha en actitud de bendición, y apoya la izquierda en sus rodillas en posición de recibir alguna dádiva. He aquí las temibles cifras: Los consabidos 16 metros de largo se desmenuzan en los 5´33 de su cabeza, los 2´54 de sus orejas, el metro que tiene cada ojo y los 50 centímetros de sus fosas nasales. En total, casi 500 toneladas de Buda.
Sus líneas y su gesto imprimen probablemente una sensación de mayor rudeza que en el Buda de Kamakura, al que tuve ocasión de ver días atrás. El Daibutsu de Nara está bien acompañado de otras cuatro figuras bastante interesantes. Los dos que están a su lado son Bodhisattvas dorados que representan a «seres iluminados» y que nos muestran un rostro totalmente inexpresivo. Los de atrás son guardianes celestiales, y como los Nion que custodian la Puerta de entrada, tienen un semblante sanguinario y feroz.
Otro elemento curioso en el interior del templo está muy poca distancia de las espaldas del Gran Buda. Allí se encuentra un pilar de madera con un estrechísimo orificio que al parecer se corresponde a la dimensiones de la fosa nasal del propio Daibutsu. La tradición dice que el que logre traspasarlo irá al Paraíso. Son desternillantes los intentos de incautos e incautas que, a sabiendas de poseer un grosor muy superior al del agujero, intentan colarse a través de él y se quedan atrancados.
En Tōdai-ji conocí a un matrimonio bastante majo con el que me crucé en muchísimas ocasiones durante la mañana. El hombre, de unos cuarenta años, era español y presumía de su condición de madrileño-catalán, una mezcla cuanto menos original. La mujer era belga, más concretamente de Bruselas, ciudad en la que ambos vivían. Aprovechábamos nuestro entendimiento en el lenguaje para hacernos fotos los unos a los otros y comentar nuestros pareceres acerca de un país como Japón que recién estábamos empezando a conocer.
Abandoné Tōdai-ji para continuar con mi camino y cuando miré el reloj me di cuenta de había estado muchísimo tiempo en el Templo del Gran Buda y que debía acelerar el paso si quería cumplir con el recorrido previsto. Estaba totalmente atado a mi tren de vuelta a Kyoto, y por supuesto a los dos que necesitaría para llegar a Gifu a una hora prudente para asegurar mi asistencia a la noctura Pesca con Cormorán, que conviene reservar. Aún así no necesitaba correr precisamente. Simplemente aligerar un poco.
A la derecha, una pequeña cuesta sube por una colina donde se encuentra el Campanario de Shōrō, que para seguir con los records, se distingue por tener la campana más grande de Japón, a la que tan sólo se puede escuchar a las ocho de la tarde y en la Festividad del Año nuevo. Está prohibido que cualquier persona la haga sonar, a diferencia de la mayoría de campanas que se extienden a lo largo y ancho de Japón.
El este del Daibutsu-den está formado por varias colinas y empinados senderos que se adentran a otros templos y santuarios mucho menos concurridos. Cuando caminé por ellos me dio la impresión de haberme quitado de encima el pesado lastre del turismo organizado, mayoritariamente local, que se mueve en ruidosas manadas al son de un infumable megáfono hipnotizador. Los paseos en Nara-Kōen, fuera del entorno de Tōdai-ji son, afortunadamente, más tranquilos.
Subiendo las escaleras que llevan a Nigatsu-dō, flanqueadas por sendas hileras de faroles de piedra, me di cuenta que al final de las mismas esperaba un pequeño cervatillo que apenas podía sostenerse con sus patitas flacas. Estas deliciosas escenas son propias de un lugar como este, donde la sacralización de esta especie animal nos enseña cómo se puede convivir en armonía sin dañar ni perseguir. Las guías dicen que hay en torno a 1200 ciervos en este inmenso y frondoso Parque que conjuga equilibradamente Naturaleza e Historia, claves para comprender y disfrutar de numerosos parajes japoneses.
La Sala del Nigatsu-dō es probablemente el balcón más hermoso que Nara podía tener. Las vistas no sólo llegan a las trémulas ondulaciones del coloso Daibutsu-den, sino que además se propagan a toda la explanada arbórea donde se insinúan las sinuosas formas de una arquitectura perfectamente ensamblada en el paisaje.
Los carteles indicativos de los principales monumentos del Nara-Kōen me sirvieron de ayuda para decidir qué camino debía tomar para terminar llegando al Gran Santuario Kasuga, el lugar de culto sintoísta más recomendable de toda la ciudad. Abandonando las colinas orientales para dirigirme al sur, me encontré nuevamente con la pareja hispano-belga que había conocido en Tōdai-ji, y con la que estaba compartiendo los mismos trazos de un mismo recorrido. Dejando atrás el subtemplo Sangatsu-dō, cuesta abajo anduvimos durante algo más de quince minutos entre ciervos y faroles de piedra, algunos de ellos cubiertos de espesas telarañas.
No había quien soportara decentemente el clima tórrido y agobiante. Ni las muchas latas frías de té verde que había bebido hasta el momento lograban evitar esa sensación de combustión corpórea. Amablemente mis esporádicos compañeros de camino me regalaron un pai pai con el que abanicarme y así aliviar ligeramente el calorazo que estaba pegando a esas horas.
Una mayor aglomeración de faroles próxima a una estructura de madera donde se distinguían los colores blanco y rojo, nos hizo percatarnos que habíamos llegado al Gran Santuario Kasuga (Kasuga Taisha), el único representante sintoísta de los ocho monumentos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO allá por el año 1998.
Kasuga-Taisha nació a finales del Siglo VIII, más concretamente en 768 D.C, bajo el auspicio de la familia Fujiwara, y fue reconstruído en incontables ocasiones en su privilegiado emplazamiento inmerso en el profundo bosque de ciervos. Se caracteriza por su enorme colección de faroles de metal, los cuales se encienden durante dos festividades anuales. Las abundantes linternas de piedra de todas las formas y tamaños se arremolinan en el exterior. Si bien la entrada al Santuario es gratis, para acceder a la Sala del Tesoro (Hōmotsu-den) donde exponen trajes y objetos utilizados en los distintos ritos tuve que desembolsar una cantidad cercana a los 500 yenes.
Atravesando la hilera de vetustos faroles fui siguiendo el camino de retorno a la Kintetsu Station para comer en la Galería comercial que hay junto a ella. Pasé por el recinto donde se alza el Museo Nacional de Nara y entré de nuevo al complejo de Kōfuku-ji donde me entretuve en juguetear con los ciervos, amén de hacerles un buen book fotográfico. Me despedí de sus enrevesadas cornamentas pensando que nunca las volvería a ver ni tan mansas ni tan cerca. Afortunadamente me equivocaba…
Almorcé sin prisa en uno de los restaurantes que están próximos a la Estación y fui a recoger mi equipaje a la tienda de bicicletas donde lo había dejado por la mañana. Mi tren de Kintetsu salió a la hora prevista y abandoné Nara con ganas de haberme quedado más tiempo. Pero era el momento de abandonar no sólo Nara sino también la riquísima Región de Kansai, ya que los lugares a los que me dirigiría en los próximos días pertenecerían a Chūbu, que es la región central de la Isla de Honsu.
Mis movimientos en tren fueron los siguientes: 33 minutos de Nara a Kioto en la Línea Kintetsu, 50 minutos de Kyoto a Nagoya en shinkansen (tren bala) y 26 minutos desde Nagoya hasta Gifu, mi último destino de aquel lunes. Se iniciaba, por tanto, una fase que duraría hasta el jueves y que comprendería de cuatro etapas que serían Gifu-Takayama-Shirakawago-Kanazawa, las cuales son consideradas como importantes emplazamientos de la Región de Chūbu, no en lo que a población se refiere, sino en atractivos históricos, paisajísticos, y sobre todo culturales. Los tres últimos besan los pies de los llamados Alpes Japoneses y poco a poco están gozando de una fama que hace que los circuitos turísticos tradicionales añadan esta zona a los clásicos Tokyo, Monte Fuji, Kyoto e Hiroshima, que son los que siempre aparecen en los catálogos de las agencias de viaje.
Pero hoy día no hay apenas nada que se conserve de aquel período debido primero al gran terremoto de 1891 y después a los duros bombardeos con la que la aviación estadounidense castigó a Gifu en la II Guerra Mundial por ser un importante núcleo industrial y armamentístico. La ciudad fue totalmente devastada, se puede decir incluso que borrada del mapa. Ni el hermoso castillo de Gifu, que llevaba siglos asomándose desde la montaña, logró sobrevivir a los cruentos ataques. Una década después de la contienda se rehizo por completo con madera y hormigón, y la ciudad poco a poco fue levantándose de sus cenizas recuperando nuevamente su fuerte actividad industrial.
Gifu como ciudad no tiene absolutamente nada destacable, excepto una práctica antiquísima como es la de la «Pesca con cormoranes» (Ukai), tradición que como dije al principio, se conserva mínimamente en algunas zonas de China o Japón donde se vende al visitante como atractivo turístico-folklórico. Tenía tanto desconocimiento como curiosidad respecto a esta a esta peculiar forma de pescar con aves acuáticas. Estaba realmente interesado en asistir a una demostración en vivo de cómo por la noche los pescadores utilizan a los cormoranes atados con tiras y lazos para capturar una gran cantidad de peces. Me encontraba en el lugar adecuado (Gifu bañada por el Río Nagara donde se lleva a cabo esta práctica desde el Siglo VI), en la época correcta (sólo se puede ver en Gifu del 11 de mayo al 15 de octubre, total 158 días al año), sin la presencia de lluvias torrenciales que provocaran crecidas en el río, y sin luna llena en el horizonte (durante las noches de luna llena no se realiza la pesca con cormorán). Condicionantes sin los cuales todo viaje a Gifu carecerá de interés alguno, porque tan sólo el Ukai es capaz de hacer que los viajeros incluyan a esta ciudad en su itinerario.
Si no se quiere observar la pesca con cormorán alejado en una de las orillas del Nagara es necesario contratar una excursión en barca, ya sea en las Oficinas de turismo o en un pequeño edificio situado en el lado sur del Nagara-Bashi (Puente sobre el Nagara) al que se llega en el autobús número 11 que parte de la JR Station. En temporada alta conviene reservar con antelación para asegurarse formar parte de una de las salidas en barca que se hacen a las 18:15, 18:45 y 19:15 (La primera tanda es 300 yenes más barata se utiliza junto a la segunda para dar tiempo a que los turistas cenen a bordo si lo desean. En la tercera, en cambio, esto no está permitido). Yo gestioné el tour por el Nagara en la propia Oficina de Turismo que tiene la Estación de trenes, quienes me atendieron muy amablemente (fueron las únicas personas en la ciudad que parecían entender mínimamente el inglés) y quienes lograron hacer una reserva para esa tarde-noche después de llamar por teléfono a los responsables que venden las excursiones pertinentes. Anotaron mi nombre, me dieron a elegir horario de salida (escogí la de las 19:15 para que me diera tiempo a ir al hotel) y me dijeron el precio que debía pagar allí mismo: 3300 yenes (20€). Accedí y me entregaron un plano para saber llegar hasta allí, además de un folleto con explicaciones de lo que iba a ver cuando se hiciera la noche. Aproveché además para que en la Oficina de JR me reservaran un asiento para el tren a Takayama de las ocho de la mañana del día siguiente.
Con el trabajo hecho me fui al hotel que había reservado por internet desde España. Quienes me conozcan y hayan leído otros escritos míos saben que acostumbro a hospedarme en hoteles próximos a las Estaciones para no gastar demasiado tiempo en las idas y las venidas. Si tengo que marcharme deprisa y temprano, me gusta prácticamente tirarme de la cama y caerme en el tren de turno. Lo mismo cuando llego cansado de hacer un trayecto largo y pesado, que quiero llegar al hotel lo más rápido posible y no tener que arrastrar la maleta o cargar la mochila. Entradas y desalojos veloces. Tener a tiro de piedra los más importantes medios de transporte es para mí una ventaja. Y raras veces una Estación de Trenes o de Autobuses que se precien importantes no están ubicadas en los núcleos centrales de las ciudades.
Mi hotel se llamaba Weekly-Sho Gifu Daiichi Hotel, el cual reservé un mes antes a través de la página web Hostelworld.com. Situado a tan sólo a 5 minutos caminando de la Estación JR., es uno en los que más barata encontré la habitación individual con baño privado. 3400 Yenes (20 euros aproximadamente) con alojamiento y desayuno me pareció un precio realmente interesante. Otra seña más para erradicar la imagen que se tiene acerca de una tan exagerada carestía de Japón.
En recepción me atendió una señora que tenía tanto conocimiento de inglés como yo de cocina aramea. En un hotel choca que no se manejen ni con los conceptos mínimos, pero esta es una cuestión archiconocida y rutinaria en Japón. En lo que a idiomas se refiere, la formación recibida por personas que están cara al público es en ocasiones mediocre o incluso nula. Afortunadamente tratan de compensar este problema con un empeño admirable para intentar comprender y solucionar la encrucijada linguística que le supone hablar con un extranjero. En ese sentido habría que ponerles un diez.
Cuando fui a abonar el coste de la habitación y eché mano a la bolsita interior donde guardo el dinero de cada viaje me llevé la sorpresa de que me había quedado con los yenes justos como para pagar el alojamiento, mi asistencia al Ukai en el Nagara y poco más. El cash en moneda local lo tenía practicamente agotado, y esto en Japón, aunque parezca mentira, es un problema. Razón número 1: En la mayoría de los hoteles (entre los que se incluía el de Gifu) y demás servicios no suelen aceptar tarjetas de crédito «extranjeras»; Razón número 2: El pago en otras divisas que no sea el yen es misión casi imposible, por no decir totalmente imposible; Razón número 3: No es para nada sencillo encontrar casas de cambio de moneda; Razón número 4: La media de cajeros que aceptan tarjetas de crédito/débito extranjeras es algo así como 3 de cada 100. En resumen, me quedaban siete días, incluyendo en el que me encontraba, y con los gastos de Gifu no me iba a quedar dinero en efectivo ni para tomarme un café. Como que un poco preocupado sí que estaba.
En la Estación, donde acudí después de darme una ducha en la mini-habitación del Hotel, no supieron darme solución ni informarme de banco alguno que cambiara dinero y/o tuviera cajeros automáticos donde aceptaran tarjetas de crédito o débito sacadas fuera de las fronteras niponas. Incluso medité no tomar la barca para ver el ukai para de esa forma ahorrarme los 3300 yenes. Pero afortunadamente la idea me duró poco porque si estaba en Gifu era para asistir al «espectáculo» de la pesca con cormorán y no para quedarme de brazos cruzados lamentándome. ¿Tenía los 3300 yenes? Sí. ¿Tenía algo suelto para pagar el bus (200 yenes /ida)? Sí. Pues entonces la decisión estaba tomada. Ya me las apañaría el martes para sacar dinero de donde fuera, en Gifu o más bien en Takayama.
Con los bolsillos casi vacíos y mi «amiga» la cámara de fotos me fui a tomar el bus nº11 que me dejara en apenas 15
En las taquillas de la Oficina di mi nombre y al comprobar que era el mismo que habían recibido un rato antes, me solicitaron el pago en efectivo de 3300 yenes. Por supuesto nada de tarjetas de crédito. Querían cash, yenes de papel y no de plástico.. Pagué dicha cantidad y entonces una de las personas que allí estaba me pidió que le acompañara hasta uno de los pequeños barcos que estaban atracados bajo el puente. De la ronda de las 19:15 fui el primero en pasar a la embarcación, tras quitarme los zapatos. Me senté en el suelo, en uno de los extremos de la mesa baja que copaba todo el centro. Minutos después comenzó a subir más gente, en su mayoría de nacionalidad japonesa. Me temía que iba a ser el único occidental de la excursión, aunque finalmente no fue así, ya que vinieron dos chicas norteamericanas junto a su madre. Aún así la proporción de ojos rasgados seguía siendo muy superior. Cuando la tarde terminaba de apagarse varios de los responsables de la Cormorant Fishing Office se subieron a la barca y pusieron en marcha los motores. Uno de ellos explicó al personal en qué iba a consistir el espectáculo, y por supuesto, las particularidades del Ukai que se lleva celebrando en el Nagara durante más de diez siglos. Obviamente esto lo sé por el folleto en inglés, en que se resumían los pasos que se darían durante la excursión, porque el hombre hablaba, por supuesto, únicamente en japonés.
Nos trasladaron en el barco hasta una despoblada orilla del río donde estuvimos esperando a que se terminara de cerrar la noche para que aparecieran los verdaderos protagonistas del ukai, pescadores y cormoranes. La espera de todas las embarcaciones que allí estábamos (se habían juntado los de las tres tandas disponibles) estuvo aderezada por la música y las danzas tradicionales con que nos obsequiaron unas finísimas bailarinas. La gente aplaudía con entusiasmo cada una de las actuaciones de dichas señoritas. A mí, y siento ser sincero, me pareció un tostón infumable, o como dicen en la radio, «una bacalada infame». Tenía ganas de que empezara lo bueno, que llegaran los barcos de pesca (en japonés «ubune») y que terminara la dichosa musiquita que no hacía otra cosa que restar toneladas de autenticidad al asunto.
Repentinamente el estruendo de los fuegos artificiales chocando sobre el cielo negro me sacó del letargo y del bostezo en que había caído rendido. La señal acústica alertaba de la lejana presencia de los botes de los pescadores, que se aproximaban lentamente hacia nosotros. La intensa llama de cada una de las antorchas (cestas metálicas con leña ardiendo) que colgaban de los ubune iluminaban un sendero acuático repleto de peces. Me preguntaba cómo haría cada una de las embarcaciones turísticas para seguir de cerca la pesca, pero pronto me di cuenta de que había un turno establecido para que se acercaran a los botes a dos o tres metros máximo. De pronto es nuestro momento, una pequeña ubune de madera se acerca y durante apenas un par de minutos podemos observar nítidamente la pesca con cormoranes. El tiempo pasa tan rápido que cuesta asimilar lo que se está viendo por lo que «paro la cinta» y procedo a retratar la escena:
En el pequeño bote (ubune) hay tan sólo tres personas. En la parte delantera, el capitán o maestro (usho), quien sujeta y maneja con soltura las cuerdas (tanawa) con las que se ata a los cormoranes que enganchan el pescado con sus picos. El usho va a ataviado con un kimono azul marino y con una especie de delantal del mismo color que le protege de los chispazos que salen de la antorcha que corona la embarcación. Sus piernas, en cambio van cubiertas con una llamativa falda de paja, que al parecer, le aisla del frío. Al otro extremo del bote se encuentra el Tomonori, que guía la embarcación con un remo. En el medio el Nakanori, que colabora con ambos tanto para controlar la barca como para subir y bajar a los cormoranes, retirarles el pescado de la boca o deshacer algún enredo.
Los cormoranes, aves acuáticas muy comunes a lo largo y ancho del Planeta, tienen la misión de dejarse llevar por su instinto «cazador» y capturar buceando el pescado que puedan. Son los verdaderos protagonistas del ukai, y son manejados por las cuerdas que sostiene el usho con su mano izquierda (La derecha la utiliza para desenredarlas cuando se da el caso). Los cormoranes tienen picos grandes y fuertes, que les permite tragar peces de hasta 35 centímetros de longitud. Pero esto no sucede en el ukai, ya que se les pone una anilla en el cuello llamada kubiyui que les impide engullir peces grandes, pero que sí les permite comerse los más pequeños. Cuando el cormorán agarra con su pico un pez medianamente grande, el maestro tira de las cuerdas y les agarra del cuello para que suelten la pieza. Después le devuelve al agua, y así con 10 ó 12 que puede llevar cada bote.
Puede parecer bastante ingrata la utilización de los cormoranes en la pesca, pero los pescadores advierten que el trato a los animales es ejemplar desde su captura. Se les trae de la costa, ya que los que viven en el río son más torpes y lentos a la hora de capturar el pescado. El adiestramiento y el cuidado de las aves son esenciales para que su trabajo de buenos frutos. Como el Ukai se practica algo menos de la mitad del año, los cormoranes tienen unos largos períodos de descanso, y por ello pueden llegar a vivir entre 15 y 20 años. Como he dicho antes, la anilla del cuello esquiva la entrada de peces grandes, pero no de los pequeños. Si estos animales no se alimentaran correctamente, no vivirían lo suficiente y no sería rentable mantenerlos y domesticarlos.
El ushai controla las cuerdas con gran maestría y con una velocidad asombrosa. Conoce a la perfección el comportamiento de los cormoranes y apenas tarda unos segundos en detectar cuando enganchan peces grandes, sacarles del agua, quitarles el pescado de la boca y devolverles de nuevo al río. Aunque es siempre necesaria la colaboración de las otra dos personas, sin las cuales, no podría llevar a cabo su trabajo.
El proceso duró apenas media hora, y cuando consideraron que habían finalizado, se alinearon los unos junto a los otros iluminando con sus antorchas las aguas del río Nagara, y marchando después a la orilla para poner a buen recaudo tanto a sus aves como al pescado que hubieran obtenido esa noche. Un ritual rápido que les reporta una buena cantidad de comida y unos beneficios económicos, que supongo vienen de las Instituciones nacionales y municipales, que consideran al ukai como un imán para el turismo deseoso de asistir a espectáculos exóticos y diferentes.
Puede que 3300 yenes por tan sólo un rato sean demasiados, y más sabiendo que no tenía más moneda local que la suficiente para tomar el autobús de vuelta al hotel y cenar algo de fast food. Pero no tengo ninguna duda de que valió la pena y que había colmado mis deseos de conocer una práctica tradicional en Asia que cuenta con siglos y siglos de antigüedad. El mismísimo Charles Chaplin asistió en dos ocasiones al Ukai de Gifu y dijo directamente que era una de las «artes» más importantes que tenía Japón que enseñar al mundo.
Volví medio dormido en el bus solitario que marchaba dirección a la JR Station. No era tan tarde pero la ciudad había echado el cierre. Tan sólo pude encontrar una hamburguesería abierta en la Estación y marcharme al hotel bajo el silencio y la oscuridad de una noche agradable, estrellada y menos calurosa de lo normal. Un pequeño clic en la lamparita de la habitación terminó con un día que comenzó con ciervos y terminó con cormoranes…
Sele
* Podéis ver y descargar las fotos correspondientes a este y otros capítulos en mi Álbum de Flickr.
2 Respuestas a “Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 5”
Fushimi Inari es un sitio precioso!! nosotros tuvimos una sorpresa al llegar a la cima ^_^ no olvidaré ese día…
Excelente crónica! espero poder viajar a Japón y has dado info muy importante, como la cuestión del pago con tarjeta o el idioma. Muchas gracias, Claudia