Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 7
11 de Julio: 8 HORAS, 15 MINUTOS Y 17 SEGUNDOS
Viajar en tren bala por Japón es alucinante. El shinkansen es escrupulosamente puntual, amplio de espacios, sumamente confortable, silencioso y, por supuesto, veloz. Medio de transporte eficaz donde los haya, refleja perfectamente el desarrollo de un país que no deja de avanzar. Aquel viernes 11 de julio tomé no uno sino dos, y los trayectos fueron tan cortos que ni me enteré de la jugada. El primero salió temprano de la Estación Central de Kyoto con dirección Himeji, ciudad que hospeda el castillo más hermoso de Japón, cubriendo los 130 kilómetros que separan ambas poblaciones en 58 minutos de reloj. A mediodía aproximadamente salió el segundo desde la propia Himeji hasta Hiroshima en un trayecto mucho más largo (250 km) que realizó en un tiempo sorprendentemente similar al anterior (59 minutos). Ambos son destinos a los que muchos viajeros visitan en excursiones de un día teniendo a Kyoto u Osaka como base. Opción más que factible, aunque si se quiere añadir después la muy recomendable Isla de Miyajima es necesario contar con un día más para visitar los tres lugares. Eso era exactamente lo que yo tenía previsto en mis planes, aunque en vez de retornar a Kyoto me quedaría a dormir en Hiroshima, y así estaría más cerca de mi último puerto en Japón, Fukuoka, donde partiría el domingo a mi periplo coreano de una semana.
Aquel fue un día extraño que ha quedado marcado a fuego en mis recuerdos de Japón. Y digo extraño porque en muy pocas horas tuve sensaciones demasiado contradictorias como para asimilarlas a bote pronto. Entusiasmo, tristeza, fascinación, lástima, ganas de sonreír, ganas de llorar, emoción, dolor, ilusión y poca fe son conceptos que no casan para nada pero que se vieron mezclados en un cúmulo de emociones que tuvo bastante que ver con los destinos escogidos. Los sentimientos más positivos se refieren a Himeji y a su espectacular castillo. En cambio los negativos hicieron acto de presencia por la tarde en la zona cero de Hiroshima, el lugar exacto en que la Bomba Atómica segó la vida de unas doscientas mil personas el seis de agosto de 1945. Dos lugares impactantes por distintos motivos que conviene tratar por separado.
HIMEJI Y EL CASTILLO DE LA GARZA BLANCA
Es sabido que en el Japón de los siglos XVI y XVII se levantaron innumerables castillos y fortalezas, imponentes moradas de señores feudales (Daimyo) que constituyeron verdaderos centros de poder y mando, símbolos de autoridad. Pero fueron considerados además como impenetrables baluartes de defensa y, por lo tanto, construidos teniendo en cuenta esta importante función de ser resistentes antes posibles ataques e invasiones. Se implantaron en cada uno de ellos una serie de enrevesados sistemas defensivos con objeto de hacerlos inabordables y casi inaccesibles para el enemigo.
Estas construcciones que fusionaban aspectos funcionales, estratégicos y estéticos estaban repartidas a lo largo y a lo ancho del Imperio nipón. Pero con el tiempo muchos de ellos sufrieron graves incendios, y sobre todo fueron dañados e incluso aniquilados por completo en los diversos avatares bélicos en los que Japón se ha visto sumergida. Gran parte de los castillos japoneses fueron objeto de severos ataques aéreos de la aviación aliada durante la II Guerra Mundial. Esto nos lleva a un panorama desolador en que esbeltas siluetas devoradas por las llamas se perdieron para siempre. Algunas fueron reconstruidas de la mejor forma posible, pero como en Gifu, Osaka o Hiroshima, son tan sólo recuerdos vestidos de hormigón que nos transportan artificialmente a otros tiempos. Son muy pocos los castillos que se han conservado prácticamente intactos, y los que lo han hecho han sido declarados Tesoros Nacionales e incluso en algunos casos Patrimonio de la Humanidad. Matsumoto, Kochi e Himeji son algunos ejemplos que no fueron afectados por fuegos, bombas o saqueos. De ellos el Castillo de Himeji, probablemente sea el más espectacular, el mejor conservado y todo un icono en Japón que recibe un gran aluvión de visitas. Y no es para menos, creedme.
Himeji es una ciudad de medio millón de habitantes perteneciente a la prefectura de Hyogo (cuya capital es Kobe) que vive por y para su castillo desde hace más de siete siglos. De una planicie en la que hay edificios modernos emerge una pequeña colina donde se ubica «La Garza blanca», como les gusta llamarlo a los japoneses por su color blanco y su curvada silueta que parece que está a punto de emprender el vuelo. Para ir a Himeji lo mejor es utilizar el tren. Comunicado con los shinkansen que cruzan el país de norte a sur es un destino fácil y rápido de llegar desde Kyoto, Kobe, Osaka, Okayama e incluso Hiroshima (Tiempos que no superan la hora en ninguno de los casos).
Cuando mi tren se detuvo en la Estación Central de Himeji fui, como siempre, a quitarme de en medio la maleta cuanto antes. Las taquillas, nuevamente, eran tamaño pequeño pony y, para no variar, no había consigna alguna. Pero esta vez duró menos el mareo de buscar un lugar u otro interrogando al personal utilizando la frase «Tenimotsu azukai wa doko desu ka?» con la que se pregunta que, por favor, dónde está la consigna. Sin que hiciera falta insistir demasiado, poniendo un poco cara de pena conseguí que me la guardaran hasta mediodía en la Oficina de Objetos perdidos.
Para ir de la Estación al Castillo seguí la recta y ancha Calle Otemai (Otemai-dori). Caminando son aproximadamente 15 minutos, aunque hay autobuses que lo hacen en 4 ó 5 minutos máximo. Incluso en la propia Oficina de información de la Estación se puede alquilar gratuitamente una bicicleta con la que hacer más llevadero el trayecto. No se puede objetar bajo ningún concepto que no se dispone de facilidades.
Distintos carteles acortaban las distancias a medida que iba avanzado. 600 metros, 500 metros, 400 metros… Cuando el castillo estaba a la vista anduve durante varios minutos con los ojos puestos al suelo porque deseaba escoger el lugar y el momento perfecto para tenerlo justo en frente y poder disfrutar de esos primeros y mágicos instantes que se viven cuando se observa alguna maravilla muy esperada. Son manías o, mejor dicho, estupideces que tengo desde que comencé a viajar. Recuerdo que la primera vez que fui al Vaticano utilicé la misma técnica poniéndome de frente a la Basílica y a las famosas columnas de Bernini. O ante la Plaza roja de Moscú o ante San Marco en Venecia o ante el Templo de Abu Simbel en Egipto… Particularmente aseguro la aparición de varios síntomas: escalofríos, piel de gallina e incluso alguna lagrimita. Emoción garantizada ante las grandezas de nuestro mundo.
Esta sensación buscada la obtuve también aquí en Himeji. Pero este Castillo es más espectacular cuanto más cerca se está de él. Las panorámicas lejanas no le hacen tanta justicia. Próximo a él se pueden apreciar mejor sus curvas, su amago de echar a volar y las múltiples razones que lo designan como el mejor ejemplo de castillo japonés que ha llegado a la actualidad.
A pesar que desde el Siglo XIV hay fortificaciones en la colina de Himeji que pueden considerarse como el embrión del castillo, no es hasta el período que comprende el último tercio del XVI y el primero del XVII cuando crece hasta convertirse en «La Garza Blanca». 1580 es el año en que el daimyo (señor feudal) Toyotomi Hideyoshi toma el control del mismo y se construye una torre de tres plantas. Tras la Batalla de Sekigahara en 1601 Tokuwaga Ieyasu le premia con el castillo a su yerno Ikeda Terumasa, quien manda crear la estructura actual de cinco plantas y el entramado defensivo de fosos y murallas en abanico que podemos ver hoy en día. Durante los siglos siguientes cambió de propiedad y de función en varias ocasiones. Milagrosamente estuvo a salvo de los bombardeos norteamericanos en la II Guerra Mundial cuando la urbe que le rodea no gozó de la misma suerte. Este «superviviente» forma parte de la lista del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1993, nombramiento totalmente irreprochable.
El recinto abre de 9:00 a 16:00 (hasta las 17:00 de junio a agosto) con un precio de 600 yenes (720 si se incluyen los Jardines Koko-en). Tras un portón de madera se despliegan por toda la colina diferentes senderos y murallas en abanico que tenían la función de confundir al enemigo para imposibilizar su acceso. No llega a ser un laberinto pero casi. En lo más alto, apoyada sobre un basamento de piedra, se encuentra la torre principal de cinco plantas (externamente, ya que en el interior hay seis) de paredes encaladas de color blanco y tejados grises ondulantes, rematados por delfines mitológicos que según las creencias de la época, protegían del fuego. Después de que atravesara distintos patios, puertas y murallas, fui acercándome cada vez al edificio, cuyo semblante era aún más magnífico e impactante.
Graneros, pozos capaces de almacenar gran cantidad de agua para sobrevivir una larga temporada y por fin la entrada principal de la torre. Tuve que introducir los zapatos en una bolsa de plástico e ir ascendiendo planta tras planta descalzo sobre los crujientes suelos de madera, material del que está compuesto por completo el interior del castillo. El espacio apenas está cubierto, si exceptuamos una sala con armas blancas y de fuego y otra con planos de cómo fue evolucionando la torre. Si desde fuera se aprecia perfectamente cómo la sucesión de las distintas plantas es de forma gradual de mayor a menor tamaño, en el interior esto es aún más visible, ya que las salas van siendo cada vez menores. La última es, por tanto, la más reducida, conteniendo tan sólo un pequeñísimo altar sintoísta y eso sí, unas vistas excelentes.
Ver el castillo y pasear por jardines y demás dependencias puede llevar, o mejor dicho, debería llevar, como mínimo entre dos y tres horas. Pero si uno quiere profundizar para observar completamente la totalidad de entramados defensivos, los jardines, estanques, fosos, fotografiar la torre desde todos los ángulos habidos y por haber (a cada cual mejor) y perderse por la esbelta colina de Himeji, puede invertir toda una mañana. Poca gente se queda a dormir en esta ciudad, muy de paso, entre Kyoto/Osaka e Hiroshima por el hecho de que con un máximo de medio día está todo hecho. Quizás es lo más razonable, si además la oferta hotelera no es ni la más amplia ni la más excitante precisamente.
El castillo de Himeji es capaz de conquistar a cualquiera que se detenga a observar su ondulante figura. No importa si uno no es un devoto de la Historia, el Arte, la Arquitectura o la Cultura japonesa. Sólo basta con tener sangre en las venas para no permanecer inmune ante este icono infinito e inigualable.
Me despedí de Himeji y retomé Omote-dori hasta la Estación donde me guardaban el equipaje. Mi penúltimo shinkansen, con dirección a Hiroshima, abriría sus puertas para sobrevolar los raíles y transportarme en un tiempo ridículo «al otro lado» de la Historia, la más negra, la más vergonzante.
HIROSHIMA, REGRESO AL INFIERNO
En aquel 6 de agosto de 1945 Hiroshima se despertó apenas sin nubes, mostrando sin complejos el azul de un cielo iluminado con un Sol radiante y limpio. Parecía un día normal en una ciudad que sorprendentemente no estaba sufriendo los desastres de la II Guerra Mundial, algo que no ocurría en demasiados lugares de Japón. A pesar de gozar de una industria fuerte y de un poderío militar importante las bombas y los cañones de la aviación aliada apenas había hecho acto de presencia en alguna ocasión. Aunque durante la guerra si era muy normal que pasaran de largo.
Los 300000 habitantes que tenía Hiroshima comenzaban su día con las cotidianidades de siempre. Los niños acudiendo a los colegios y los mayores iniciando su jornada laboral. Las fábricas, los bancos, los mercados matinales, las tiendas, el transporte público, los hospitales… todo, absolutamente todo, funcionaba a pleno rendimiento. Ni si quiera las alarmas antiaéreas pasados unos minutos de las siete de la mañana hicieron inmutarse a una población acostumbrada a ver cómo los aviones americanos pasaban sin más.
A diez mil metros de altura la aeronave meteorológica Straight Flush comandada por Claude Eatherly, que acababa de hacer sonar las sirenas, se comunicaba por radio con un B-29 con el nombre de Enola Gay, que escoltado por otros aviones militares, sobrevolaba la pequeña Isla de Iwo-yima. El piloto del Enola Gay, Paul Tibbets, recibía un mensaje de Eatherly a eso de las 7:09 informándole de que había claridad suficiente en Hiroshima como para llevar a cabo «el plan». Tibbets trasladó esta información a su tripulación con las palabras «Es Hiroshima» y se dirigió velozmente hacia allí. Una hora antes se había armado en la bodega del Enola Gay la que sería la primera Bomba Atómica de la Historia, creación de lo que se llamó «Proyecto Manhattan» en que participaron en secreto y bajo un presupuesto muy elevado prestigiosos científicos e investigadores. Durante los Gobiernos norteamericanos de Roosevelt y Truman se trabajó concienzudamente con el uranio, el plutonio y la fusión de los átomos, bases de lo que podría ser la bomba más destructiva de todas las existentes hasta el momento. Capaz de borrar del mapa una ciudad entera…
Tibbets, durante las primeras horas de la madrugada, había informado a sus tripulantes y a los miembros de los aviones escoltas de que la misión consistiría en lanzar una bomba que podría significar el fin de la Guerra. Él sabía muy bien lo que tenía que hacer porque había sido entrenado para ello. Lo único que desconocía era dónde iba a ser el lanzamiento de «Little Boy», nombre con que se le bautizó a la bomba. La terna de candidatos se había movido mucho durante aquellos años pero el día seis la suerte estaba echada. Las condiciones meteorológicas decidirían el dudoso honor de ser la primera ciudad en recibir la bomba atómica. Nagasaki, Kokura, Niigata o Hiroshima estaban en una lista en la que incluso llegó a formar parte Kyoto. Curiosamente estas ciudades apenas habían sido «tocadas» en la contienda. Y para nada era una casualidad. Se deseaba medir con precisión y estudiar los efectos del experimento en una ciudad con todas sus construcciones intactas y con la población en la calle. Y por supuesto, sin nubes el día del lanzamiento para que los aviones que acompañaran al Enola Gay pudieran desplegar diversos aparatos de medición además de filmar y fotografiar la cruel escena.
A las 8:09 Paul Tibbets divisó con claridad la ciudad de Hiroshima. En ese mismo instante pidió a sus hombres que se pusieran unas gafas de sol oscuras que les protegiera del resplandor que se iba a originar y ordenó por radio a los dos aviones escolta que se retiraran. Un minuto más tarde se abrió la compuerta por la que en apenas 300 segundos saldría «Little Boy» de las entrañas del Enola Gay. El objetivo exacto donde se quería hacer el lanzamiento era el puente en forma de T que atravesaba el Río Ota, en cuyas cercanías había un Hospital. Y entonces llegó el momento exacto en que se detuvieron todos los relojes para la Historia. Eran las ocho horas, quince minutos y diecisiete segundos del seis de agosto de 1945 cuando la Bomba Atómica de cuatro toneladas inició su silbante y maléfica caída a diez mil metros de altura.
Paul Tibbets se alejó a gran velocidad y los otros dos aviones que se habían retirado minutos antes soltaron varios aparatos de medición en unos pequeñísimos paracaídas. La bomba se activaría para explosionar cuando estuviera a 550 metros del suelo por lo que las arenoaves tenían aproximadamente un minuto para alejarse lo máximo posible de la detonación. A las 8:16 h. explotó Little Boy con una potencia equivalente a la de veinte mil toneladas de TNT sobre un área de cinco kilómetros cuadrados que quedó completamente arrasado en menos de un segundo.
La sucesión de daños fue tan veloz como exterminadora. Una enorme bola de fuego, primero violeta y después totalmente blanca, alcanzó varios cientos de miles de grados centígrados en tan sólo 16 milésimas de segundo. Quienes vieron esa luz se quedaron irremediablemente ciegos de por vida. A 25 milésimas de segundo el diámetro de la bola fue de 300 metros. Más de 50000 personas fueron literalmente «vaporizadas» bajo la luz ardiente. A 60 milésimas de segundo el efecto pulverizador se extendió a kilómetro y medio del centro de la explosión carbonizando con radiación infrarroja absolutamente todo lo que encontró a su paso. Tras 2 segundos la energía liberada provocó un soplo de aire hirviente que golpeó a 1500 kilómetros por hora. La descomunal onda produjo una presión de hasta 10 toneladas por metro cuadrado que no dejó nada en pie en un radio de dos kilómetros y medio. La ola de viento y fuego tuvo un efecto dominó en toda la ciudad, dejando caer primero y aniquilando después todas y cada una de las piezas en forma de edificios, casas, trenes o tranvías, convertidas a su vez en punzante y peligrosa metralla viajando a casi mil kilómetros por hora. La bola de fuego ascendió hacia el cielo formando un hongo de nubes de un color que mezclaba el púrpura y el blanco que alcanzó los 12000 metros de altura visible con absoluta claridad a más de 20 km de allí.
A cinco segundos de la explosión tan sólo quedaban en pie, al menos parcialmente, un 8% de las construcciones de toda la ciudad. Se formaron cientos, miles de incendios en todas partes, que se terminaron de comer los trozos de piedra que habían aguantado la furiosa embestida. Durante varios minutos vientos de 500 grados se pasearon por Hiroshima recreando un infierno sin oxígeno. Más de cien mil personas, en su mayoría civiles, habían perecido de forma instantánea. Los que más suerte tuvieron se habían pulverizado en el aire antes de cumplir un segundo. Otros en cambio fueron carbonizados o severamente sepultados debajo de sus casas, de sus centros de trabajo o de sus colegios. A diez kilómetros de la «zona cero» miles de personas yacían muertas o se arrastraban unos metros antes de hacerlo.
El color desapareció completamente en una escena en blanco y negro. La desolación y el dolor se desgarraban al unísono con lágrimas de sangre y gargantas quebrándose pidiendo auxilio. Los supervivientes eran meros cadáveres deambulando que no entendían qué les estaba sucediendo. Tenían sed, necesitaban beber para aliviar su asfixia y demandaban agua entre sollozos. Pero una mísera gota podía fulminar sus escasas esperanzas de vida por lo que rápidamente se pidió a los ciudadanos que si querían sobrevivir, no debían beber. La mayoría desoyó las recomendaciones y cayeron justo después de tratar de saciar su sed.
La piel se derretía como una vela. Los dedos, las manos e incluso los brazos goteaban inundando el suelo de carne líquida. Se ahogaban, se arrastraban por la tierra sin ningún destino. Madres con lágrimas secas gritaban el nombre de sus hijos, unos niños que habían desaparecido bajo unas aulas que ya no existían.
El Sol se había escondido por vergüenza y unas nubes oscuras cubrieron en penumbra un paisaje arrasado de ruinas y cadáveres. Los coches y los tranvías cercanos se habían fundido con el empedrado. La silueta de Hiroshima era la de un solar en la que tan sólo se apreciaba la cúpula de hierros retorcidos del Pabellón de Promoción Industrial. Del resto no había noticias. Simplemente no había nada.
Treinta minutos después de la explosión comenzó a llover negro. Eran las cenizas de los cadáveres pulverizados, eran los edificios que se habían consumido, era la macabra radioactividad cayendo sobre las cabezas que agonizaban y perecían segundo a segundo.
Mucha gente que no formó parte de la primera lista de 150000 muertos no tenía nada que celebrar ni nada que agradecer. Habían perdido a sus maridos y mujeres, a sus hijos pequeños, a sus padres. Quien más y quien menos tenía algún familiar entre los escombros… Y la muerte no se quedaba ahí. La exposición a la radioactividad traería en los meses y años posteriores cánceres y enfermedades de todo tipo que conducirían a una agonía más lenta y dolorosa. Las cifras ondean entre unas organizaciones u otras, pero se puede decir que casi un cuarto de millón de personas fallecieron con motivo del lanzamiento del «Little Boy».
La tripulación del Enola Gay y del resto de aeronaves divisaron desde el aire la vacía y llameante tierra yerma en que se había convertido Hiroshima. «Los resultados obtenidos superan todas las previsiones» espetó Tibbets a sus superiores. Muchos celebraron con champán semejante éxito que según las altas esferas aliadas ahorraría dinero y más muertes en una Guerra sin fin. Tres días después Nagasaki tuvo la misma suerte que Hiroshima. Y de nuevo las víctimas fueron civiles en su mayoría. La ostentación de poder de Estados Unidos trajo, por supuesto, el final de la II Guerra Mundial. Pero a costa de más de doscientas mil muertes de personas inocentes. Las consecuencias de la catástrofe llegan hasta la actualidad en un mundo que no volverá a dormir tranquilo hasta que no desaparezcan para siempre las Armas Nucleares. Aquel 6 de agosto de 1945 se desencadenó algo que no se sabe cómo parar. Hoy, más de 60 años después de la masacre, nadie está a salvo. Nadie.
¿Y cómo es Hiroshima hoy en día? o ¿Quedará algo en pie que recuerde aquella catástrofe? son dos de las preguntas que me hice en el shinkansen que tomé en Himeji y que se detuvo en la Estación Central de la Hiroshima del Siglo XXI, de aires renovados, pero de inevitable referencia a su atómico destino.
Hiroshima está perfectamente comunicada gracias a una completa red de autobuses y tranvías. Mi hotel (Hiroshima Central Hotel) estaba apenas a cuatro paradas de tranvía de la Estación de trenes. Tanto la línea 2 como la 6 me servían para llegar hasta allí en apenas cinco minutos. Además estaba bien situado a mitad del trayecto al Parque Conmemorativo de la Paz. Por tanto me subí al moderno tranvía (150 yenes/ida) y fui a registrarme en el hotel para dejar el equipaje, comer algo y no perder demasiado tiempo para poder dedicar la tarde entera a la zona cero de la ciudad, el área sobre el cual cayó la Bomba Atómica. El hotel estaba bien por su localización (entre la Estación y el Parque de la Paz y accesible caminando al barrio de ocio de Nagarekawa), por su precio (5250 yenes la individual con baño privado, desayuno incluido) y porque estaba bastante limpio. No fue algo que pensé mucho cuando lo encontré navegando por internet en plena vorágine de planificación y documentación del viaje. Era mi último hotel reservado en Japón porque el de Fukuoka de la noche del sábado lo había dejado sujeto a la improvisación.
Como acabo de comentar, los tranvías de la línea 2 ó 6 indistintamente se detienen en la parada «Genbaku domu mae», destino del 100% de los turistas que visitan Hiroshima. Genbaku domu es el nombre con el que se conoce al Edificio de Fomento de la Industria que quedó medianamente en pie tras la explosión de la Bomba Atómica. El símbolo del genocidio nuclear es la puerta a una zona verde llena de recordatorios que tienen en común lo sucedido aquel 6 de agosto del cuarenta y cinco.
El tranvía atraviesa la larga avenida Aioi-dori mostrando una ciudad recuperada y moderna. Edificios altos y coloridos, llenos de carteles de neón y amplísimas galerías comerciales se suceden en lo que parece una plantilla totalmente dispuesta en cuadrícula. La reconstrucción permitió llevar a cabo un plano compuesto por hileras de calles y avenidas rectilíneas donde las curvas no parecen existir. El terreno absolutamente llano benefició este estilo que recuerda a algunas ciudades norteamericanas donde numerosas calles pueden ocupar varios kilómetros. No hay más que mirar un mapa de Hiroshima para darse cuenta de la plasmación de «la nueva ciudad» que para nada tiene que ver con la que en su día cubrió aquella planicie.
El tranvía avisó que se iba a detener en la parada «Gembaku domu mae», pocos metros antes de continuara su camino por el puente Aioi-bashi que tiene forma de T y que me recordó aquella historia del Enola Gay sobrevolándolo con no muy buenas intenciones. Naturalmente el existente no es el mismo de 1945.
Opuesto a un contradictorio y gigantesco Estadio de Béisbol se encuentra el cadáver milagrosamente en pie de lo que en su día fue Pabellón de Fomento de la Industria de la ciudad (Gembaku domu). Es un viejo, desgastado y hueco edificio que se ha querido preservar para que jamás se olvidara lo que allí sucedió. A pesar de situarse prácticamente en el área más inmediato de la explosión, su estructura de piedra no quedó hecha añicos y se mantuvo erguida de forma casi milagrosa. Lamentablemente sus ocupantes no tardaron ni medio segundo en evaporarse o retorcerse como las vigas metálicas de la cúpula. En 1996 la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad «como memorial de la devastación nuclear y un símbolo de esperanza en la paz mundial y en la eliminación de todas las armas nucleares».
Nunca su arquitecto, el checo Jan Letzel, podría haberse imaginado que lo que se proyectó en 1915 con motivo de Exposición Comercial de la Prefectura de Hiroshima terminara siendo la única ruina fantasmal y sombría que garantizara para siempre el recuerdo de la muerte de más de doscientos mil inocentes. Tampoco podría creer que la enorme cúpula mostrara sus hierros desnudos como si fuera la metáfora de un esqueleto que se resiste a convertirse en cenizas. La silueta de este edificio representa lo peor de nosotros mismos y a su vez nos advierte lo que nunca jamás se debería repetir.
Varias fotografías muestran imágenes congeladas de aquel pabellón de imponente cúpula con aires occidentales que se asomaba en el río antes de la hecatombe. La comparación con el después es triste y desoladora. Aunque no mucho más después de ver las instantáneas tomadas desde el aire donde se pasa de una ciudad bastante poblada y llena de edificios a un solitario y vacío descampado. En la valla que rodea la Genbaku Domu había atados algunos ramos de flores traídos de cualquier parte del mundo, que honran tanto a los fallecidos como a los hibakusha, que es como se les conoce a los supervivientes de la explosión. Silencio, cabezas bajas y respeto, mucho respeto. Es lo mínimo cuando se cruza el umbral de un infierno infinito que se ha maquillado de Parque conmemorativo en el que si se indaga es difícil aguantar el desconsuelo. Demasiadas llamaradas, demasiada indefensión, demasiada injusticia. Este Parque se construyó en los años sesenta en el área devastada que conforma la zona cero como un sentido homenaje a las víctimas. Ocupa exactamente la isleta por la que confluyen a un lado y a otro los Ríos Hon y Motoyasu antes de fundirse en el Río Ota, por el que cruza el Puente en forma de T mucho tiempo antes de la explosión.
El Parque Conmemorativo de la Paz es junto la Genbaku Domu el principal motivo para acercarse a Hiroshima. Allí se encuentran múltiples monumentos y recuerdos dedicados a quienes no sobrevivieron a la bomba, a los admirables hibakusha y a los que allí perdieron a algún ser querido. Además es un lugar donde se acumulan a raudales los buenos propósitos de quienes desean un mundo sin amenaza nuclear y sin guerras. Y por supuesto, destaca un fabuloso museo que no debería perderse nadie que quiera aprender y digerir individualmente los orígenes, los detalles y las consecuencias de la Bomba Atómica. Otra cosa será «comprender» cómo es ser humano ha llegado a esto. Eso es más bien algo improbable. Accediendo al Parque desde el puente Aioi (en forma de T) uno puede toparse por orden con lo siguiente:
* CAMPANA DE LA PAZ: Junto a la entrada norte esta campana la puede tañer todo el que quiera en pos de la Paz mundial.
* TÚMULO CONMEMORATIVO: Varios metros más al sur de la Campana de la Paz hay un pequeño monte que alberga las cenizas de aproximadamente 70000 cadáveres sin identificar. Aquel día varias personas rezaban junto al pequeño altar. Una mujer mayor lloraba desconsoladamente. Se dice pronto, setenta mil…
* MONUMENTO INFANTIL DE LA PAZ: Una estatua de una niña extendiendo los brazos con una grulla volando sobre su cabeza representa a todos y cada uno de los pequeños y pequeñas que perdieron la vida después de la explosión atómica. Probablemente sea uno de los recuerdos más sentidos y apreciados por los visitantes porque aunque está dedicado a los pequeños, tiene que ver con una historia en concreto muy hermosa y triste a la vez. La niña con la grulla existió. Se llamaba Sadako Sasaki y tenía 10 años cuando le diagnosticaron leucemia (uno de los efectos de la radiación). Según la tradición japonesa la grulla simboliza la longevidad y la felicidad por lo que Sadako se propuso hacer mil grullas de papel con la confianza de que superaría su enfermedad. Lamentablemente la niñita falleció cuando llevaba seiscientas. Sus compañeros de clase realizaron las que faltaban y este fue un gesto que traspasó los muros de la ciudad e incluso del país. Desde entonces, y más con la construcción del monumento, los colegios envían grullas hechas por sus alumnos en apoyo a Sadako y a todos los niños que dejaron de sonreír.
* CENOTAFIO A LAS VÍCTIMAS COREANAS: Más de 20000 coreanos perecieron en Hiroshima tras la explosión. La mayoría de ellos eran prisioneros de guerra, unos encarcelados y otros realizando trabajos forzados. Víctimas en cualquier caso que también merecen su pequeño homenaje.
* LA LLAMA DE LA PAZ: Sobre un pequeño y estrecho estanque permanece encendida una llama que tan sólo se apagará cuando desaparezca la última arma nuclear del Planeta. Sin duda un deseo demasiado lejano de la realidad.
* CENOTAFIO MEMORIAL: Diseñado por Kenzo, contiene los nombres de todos los fallecidos por consecuencia de la Bomba Atómica y una frase remarcada que viene a decir «Descansad en Paz. El error no volverá a repetirse».
* ÁRBOLES DEL FÉNIX: Próximo al Museo se pueden ver algunos árboles que estaban a 1500 metros del epicentro de la explosión y que no sólo sobrevivieron, sino que continuaron creciendo. Cuando se lanzó la bomba atómica se dijo que «jamás crecería nada en 75 años». Meses después crecieron las primeras flores desmontando este mal augurio y dando una pequeña gota de esperanza y alivio a los habitantes de Hiroshima que pensaban que jamás el color volvería a aparecer por allí.
* SALÓN NACIONAL CONMEMORATIVO DE LA PAZ DE HIROSHIMA: De construcción reciente (2002) este monumento fue también diseñado por Tage Kenzo. Estremece el Salón de la Memoria, donde uno puede estar en solitario y ver Hiroshima en ruinas en una imagen en 360º realizada con 140000 ladrillos, el mismo número de víctimas que murió antes de que acabara el año 1945. Más duro es leer a través de varios sistemas informáticos los relatos de los supervivientes que cuentan de primera mano una experiencia extremadamente dolorosa.
* MUSEO CONMEMORATIVO DE LA PAZ: Con un precio simbólico de 50 yenes se puede visitar este «Museo de los horrores» de de Hiroshima. Vale la pena tomar auriculares para escuchar en el idioma que escojas (el español está disponible) las explicaciones a todos los objetos, maquetas e imágenes expuestas en este edificio alargado de dos plantas. Dedicándole una hora aproximadamente me encontré cara a cara con todos los detalles que conformaron el antes, la hora h y el después del lanzamiento de la Bomba Atómica. Aprendí en qué consistía el dichoso Proyecto Manhattan, qué relación tuvo Einstein con los americanos, cómo era la ciudad «antes de», cómo se vivió segundo a segundo la explosión, las consecuencias de la misma, las declaraciones de los unos y los otros, la reconstrucción de la nueva Hiroshima. Todo bastante detallado y explícito, sobre todo la parte relacionada con las víctimas, de las que hay un triciclo chamuscado, ropas quemadas, calzado e incluso restos «físicos» que ponen los pelos de punta como puede ser una lengua o dedos. Se conservan paredes donde se puede observar perfectamente las huellas de la lluvia negra o la metralla incrustada. También hay una reproducción exacta de la Bomba y lo que para mí es «la estrella» en el sentido más duro y auténtico, los escalones de un edificio donde había un Banco en que se puede apreciar la silueta de un señor sentado que fue literalmente evaporado.
La visita este lugar es un paso duro pero necesario para que aprendamos las consecuencias de lo que jamás tuvo que haber ocurrido.
Reconozco que tanto del Museo como del Parque salí realmente tocado psicológica y anímicamente. Los lugares en que han ocurrido cosas horribles me impactan bastante porque se me llena la cabeza de imágenes que reflejan la agonía y el dolor de los demás. Y luego pienso en las preocupaciones y quejas absurdas de nuestro día a día de las que hacemos un mundo.
Para amenizar un poco la cuestión me paseé por esa Hiroshima moderna de grandes galerías comerciales donde se vende absolutamente todo. Sin exagerar, desde la zona del Parque, puede haber varios kilómetros de tiendas y restaurantes.
En unas horas donde la tarde comenzaba a hacerse noche descubrí una ciudad con muchísima vida, animadísima y con una oferta de ocio que no tiene que envidiar a otras «plazas fuertes» de Japón. El barrio de Nagarekawa, más al sur y próximo a mi hotel, llenísimo de luces y de gente, cuenta con numerosísimos restaurantes de todos los estilos posibles.
Después de cenar, preocupado por mi «misión norcoreana», consulté internet por primera vez en un Manga kissa, que es lo más exclusivo de los cibercafés de toda la vida, con apartados individualizados que cuentan con asiento reclinable, ordenador último modelo, libros, comics, servicio de comida y bebida 24 horas e incluso una Play Station!! En los Manga Kissa, que son además auténticas bibliotecas de manga, pasan la noche muchos japoneses que llegan a tiempo de tomar el último tren a sus casas (en este caso, tratándose de Hiroshima, tranvía). Por tener, tienen hasta duchas… El segundo hogar de geeks y frikis de los buenos.
Allí leí por e-mail una buena noticia: Me habían autorizado a cruzar a Corea del Norte la semana siguiente y me daban las indicaciones para saber dónde y cuándo tomar el autocar en Seúl, la capital del sur. Genial.
12 de Julio: LÍMITE 24 HORAS
Un día de locos antes de decir «sayonara» definitivamente y despedirme de Japón. Las últimas 24 horas en el País del Sol Naciente fueron frenéticas. Tuvieron de todo menos calma. Amanecí en mi cómoda cama de Hiroshima y finiquité la jornada «emparedado» en una cápsula que parecía pertenecer a una nave espacial. Entre medias me dio tiempo a ir dos veces a la Isla de Miyajima y a tener un «pequeño» contratiempo que tuvo ciertos efectos en mi presupuesto del viaje. Mejor ordeno todo esto porque estoy armando un buen lío y no hay quien se entere.
Para el sábado 12 de julio tenía planeado visitar la Isla de Miyajima, uno de los más recomendables y emocionantes destinos de Japón, la cual está muy próxima a Hiroshima. Después de pasar allí las horas que fueran oportunas marcharía a última hora de la tarde a recoger mis cosas al hotel para después tomar mi último tren bala con destino Fukuoka, puerto internacional de la Isla sureña de Kyushu (la tercera en tamaño después de Honshu y Hokkaido) desde donde tenía contratado un ferry para la primera hora del domingo con dirección Busan, la segunda ciudad más poblada de Corea del Sur. A excepción de que no tenía reservado el alojamiento en Fukuoka y que debía buscármelo a mi llegada a la ciudad, cosa que tampoco me preocupaba demasiado, la misión del día parecía relativamente sencilla. O por lo menos eso creía.
La Isla Santuario de Miyajima, lugar sagrado donde los haya, conocido por la Torii flotante del Itsukushima-jinja, icono fotografiado hasta la saciedad, es uno de esos sitios mágicos que hacen replantearse a uno el concepto Paraíso. A escasa distancia de la malograda Hiroshima, no sufrió las consecuencias de la Bomba Atómica, permaneciendo intacta como en los últimos ocho siglos y conservando su carácter sacro. Un pedacito del Edén que forma, como no, parte del Patrimonio de la Humanidad, de un milagro que nos lleva una vez más a un mundo fantástico donde la Naturaleza, el Arte y la Historia van de la mano sin querer soltarse.
Hay varias formas de llegar a la Isla de Miyajima desde la ciudad de Hiroshima. A saber:
* Tren de la línea JR Sanyo desde la Estación Central de Hiroshima hasta la Estación de Miyajima-guchi, donde se encuentra la terminal de ferrys (aprox. 25 minutos, gratis con JR Pass, 400 yenes sin el pase). De dicha terminal hay numerosos ferrys que hacen frecuentísimos recorridos de ida y vuelta (10 minutos cada trayecto) tanto de JR como de otras compañías. A los portadores del Japan Rail Pass les sale gratis tomar este barco (aunque a los que no lo tienen tan sólo deben pagar 170 yenes el trayecto) que pasa prácticamente cada quince minutos a excepción de las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde-noche.
* Tranvía de la línea 2 dirección Hiroden-Miyajima-guchi que se puede tomar tanto en la Estación como en todas las paradas intermedias que cruzan de este a oeste el centro de la ciudad (270 yenes, 70 minutos). Ya en Miyajima-guchi tomar el ferry como en la opción anterior.
* Ferry desde el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima. Una buena alternativa si uno está alojado en las cercanías de la Zona cero de Hiroshima y no tiene demasiado tiempo para hacer los traslados arriba comentados. Tiempo de duración: 55 minutos. Precio: 1900 yenes.
Como portador del JR Pass escogí la primera opción, sin duda la más rápida y económica (cero yenes) que podía tomar.
Ya a bordo del barco, en los diez minutos que dura el trayecto, pude percibir la cerradísima frondosidad de la Isla sagrada, las pagodas emergiendo de los árboles como por arte de magia y ese puerto-santuario llamado Itsukushima-jinja coronado por la hermosa puerta sintoísta que según las mareas funde su piel anaranjada con el azul del mar. Sin duda, la cosa prometía.
Leí en una de mis guías de viaje una frase que me llamó bastante la atención. Decía así: «está prohibido dar a luz o morir en Miyajima» y después apostillaba que no había ni cementerios ni maternidades en la Isla. Me pregunto entonces qué sucede entonces si alguien enferma gravemente ¿Le sacan a gorrazos de Miyajima y se lo llevan a fallecer a otro lugar? Y si una turista encinta se pone de parto, ¿la montan en el barco y que sea lo que Dios quiera? ¿O tiran al bebé al mar por maldito?
Fuera de bromas, con esto se puede comprender la concepción tradicional y sacra que envuelve a Miyajima, una Isla donde también está prohibido talar árboles y de ahí su esbelto y espeso bosque virgen. Y para dar más razones a su sacralidad, cuenta al igual que Nara, con una libre y amplia población de ciervos «mensajeros de los Dioses» que se alimentan de forma voraz de lo que el turista buenamente pueda darle. Incluidos libros y mapas…
El verdadero nombre de Miyajima (que significa «Isla del Santuario») es Itsukushima, que responde a la denominación del sensacional santuario sintoísta construyído en una profunda bahía allá por el Siglo VI para honrar a las entidades divinas del Mar. Aunque fue en el Siglo XII cuando gozó de la máxima popularidad y respeto, siendo objeto de numerosas visitas por parte de la Corte Imperial procedente de Kyoto. A partir de ese momento se fueron levantando nuevos edificios religiosos, tanto del propio sintoísmo como del budismo, que ya estaba completamente extendido en el país. Actualmente apenas lo habitan 2000 personas, número altamente sobrepasado por la cantidad de turistas que desembarcan día a día en la isla, y que visitan tanto al Santuario Itsukushima como las alturas del Monte Misen, desde donde las vistas son impresionantes y por donde campan no sólo ciervos, sino macacos japoneses, la única especie de mono existente en Japón.
En cuanto abandoné la terminal de ferrys y me hice con un mapa turístico comencé mi visita temprana a la Isla. Numerosos ciervos sagrados se paseaban a sus anchas por el empedrado, formando una estampa con fondo marino realmente bonita.
Todo estaba siendo fabuloso hasta que próximo a la celebérrima Torii flotante que se permanecía posada encima del fango (sólo se cubre de agua a ciertas horas del día dependiendo de la marea) decidí tomar una foto utilizando el trípode. Con todo perfectamente colocado se me cayó algo de los bolsillos, y cuando fui a recogerlo un golpe de viento embistió con saña a la cámara empujándola contra el suelo de piedra. Cuando la cogí para ver cómo le había afectado a la caída no tuve más remedio que llevarme las manos a la cabeza y lamentarme soltando algunas perlitas que sería mejor no reproducir aquí. El objetivo estaba destrozado. Directamente me había cargado la cámara de fotos, la misma que me había comprado hacía un año, poco tiempo antes de viajar a Costa Rica y Panamá. Se me cayó el alma a los pies, no sabía si llorar…o llorar. No podía o quería creer que me había quedado sin cámara de fotos para el resto del viaje (Corea del Sur y Corea del norte). Incluso fui mostrándosela a varias personas que portaban cámaras profesionales y que tenían pinta de entender del tema. Pero su diagnóstico, el que no quería asumir, era siempre el mismo…»No hay nada que hacer».
Mi cámara, mi queridísima cámara… algo más que una extensión de mis manos y mis ojos había muerto en Miyajima. ¿Pero no estaba prohibido palmarla aquí?
Después de darle varias vueltas y cegarme en mi obcecación de que necesitaba una cámara lo antes posible, tomé el barco de vuelta a Hiroshima y me planté en el primer centro comercial que encontré y que estaba bastante próximo al Parque de la Paz. Busqué los modelos Panasonic Lumix y rápidamente me atendió una chiquilla que casualmente sabía más inglés que la mayoría de japoneses con los que había tenido la ocasión de charlar. Encontramos el último modelo del momento (Panasonic Lumix FZ-18) que guardaba cierta similitud a la recién estropeada. Más megapixels, más aumentos…y me valía la batería, el cargador y las tarjetas. Y a mitad de precio que en España!!
No me lo pensé y la compré. Ya de perdidos al río… Fue una transacción rápida en la que además obtuve un descuento por ser turista extranjero (me graparon un papelito al pasaporte que daba fe de la compra) y que me devolvió la vida. Volvía a tener cámara de fotos, mejor que la anterior, que sabía manejar perfectamente, y a un precio un 50% menor que en mi país. Cierto que era un gasto no previsto en absoluto pero no podía contemplar la opción de no poder tomar fotos en un viaje tan apasionante como el que estaba disfrutando y al que le restaban prácticamente diez días. Ya me quitaría de otros gastos personales así como regalitos y demás morralla. Además, Corea del Sur es aún más barato que Japón. Esta página web se nutre de imágenes y para mí es importantísimo documentar los capítulos con fotografías propias. Vamos, que necesitaba la cámara sí o sí.
Además del consabido dinero había perdido un tiempo precioso que no estaba disfrutando en Miyajima. Y ni corto ni perezoso tomé un tranvía a Miyajima-guchi para, de nuevo, retornar a la Isla del Santuario, que me daba una segunda oportunidad para conocerla más a fondo. Aunque por la hora que era debía descartar el ascenso al Monte Misen y dedicarme tan sólo a los fantásticos templos y santuarios que copan el pueblo.
Y así fue cuando de nuevo me encontré en Miyajima, en el mismo lugar donde había sucedido todo. En esta ocasión la torii estaba cubierta de agua en un espacio que por la mañana había sido un mero barrizal. Antes de ir al grano y visitar tanto Itsukushima-jinja como otros santuarios y templos entré a un restaurante cualquiera donde almorcé el último sushi del viaje y recargué mis pilas con varios tragos al té verde frío. Listo para continuar o, mejor dicho, comenzar un breve recorrido por la isla.
Una hilera de leones de piedra flanquearon mi camino de entrada al extraordinario Santuario Itsukushima (300 yenes), que se encuentra amarrado a la bahía sostenido por pilares de madera y piedra. Largos pasillos y galerías de madera de color rojo, ornamentadas con lamparillas, abren paso a distintos salones como el Heiden (El Salón Santo habitado por los Dioses) o a la terraza exterior desde donde es inevitable tener la sensación de estar en un embarcadero.
Los considerados como «plebeyos» que venían a rezar debían acceder al santuario en barca por la Torii de 16 metros de alto, aunque como he comentado antes, son muchas las horas en que el mar no la cubre. Si durante la mañana el fango y el barro comunicaban la Puerta con la terraza exterior del santuario, en las primeras horas de la tarde el agua se estaba adueñando de los bajos del edificio. Y a medida que el tiempo corría, la marea subía, ofreciéndonos deliciosos reflejos acuáticos tanto del santuario como de la torii. Cuando esto sucede, la Puerta Sinto más célebre de Japón parece flotar, aunque en realidad como es sabido, sus dos pilotes mayores y cuatro menores, están incrustados fuertemente en la arena desde 1875.
Itsukushima-jinja, que por sí sola da sentido a toda la Isla, hace confluir toda su belleza en el mar, en tierra firme y en las verdes y ondulantes colinas. Sentado en el Bugaku, que es como se conoce a la plataforma de madera más cercana a la torii, similar a un muelle y que cuenta con preciosas farolas de bronce, recibí el frescor de la brisa marina que se acentuaba cada vez más.
El gran Santuario que da el nombre oficial a Miyajima no es, ni mucho menos, la única razón por la que hacer una visita a la Isla. Apenas a 100 metros, ascendiendo una colina ya sea por estrechas escalinatas como por rampas de piedra donde es sencillísimo toparse con algún ciervo hambriento y juguetón, se encuentra el Pabellón de las mil alfombras (Senjo-kaku) que mandó construir Toyotomi Hideyoshi allá por 1587. El interior está repleto de columnas de madera, pilares en todo caso, en cuyos topes están colgadas numerosas pinturas de la época. Junto a Senjo-kaku, la pagoda Goju-noto, de cinco plantas y 27,6 metros permanece erguida siendo visible desde casi cualquier parte del ala oeste de la Isla.
Hay un rinconcito en la Isla de Miyajima, que aunque está eclipsado por Itsukushima-jinja, no convendría que se perdiera nadie. Daisho-in, a los pies del Monte Misen, aunque a una altura suficiente para gozar de tremendas vistas, representa el baluarte más pacífico del budismo. Sus monjes son lamaístas, es decir, seguidores del Dalai Lama, y no sólo es visible en sus ropajes de color azafrán sino en las fotos dedicadas del actual líder del pueblo tibetano que hay en el templo. Se accede a través de empinadísimas escaleras y sorprende por la cantidad de figuras de Buda que hay esparcidas en todo un recinto que se termina adentrando en la montaña. No sólo Buda se encuentra representado en Daisho-in sino incontables estatuillas de personajes que parecen sacados de un cuento. Un viejo narigudo, niños calvitos sonrientes y otros más de los que desconozco su sentido.
Desandando el camino para tomar el barco de vuelta a Hiroshima pasé nuevamente por el Santuario Itsukushima que parecía un barco navegando por las aguas de la creciente marea. Especialmente se notaba el nivel del mar en la Torii flotante, que bien difería de su estampa de varias horas antes cuando era posible caminar hasta ella.
Los últimos momentos en Miyajima los pasé junto a los ciervos sagrados a los que retraté en divertidas escenas. El último que ví, ni corto ni perezoso, entró a la terminal de ferrys y se dirigió a una cabina donde la emprendió a hocicazos con el teléfono. Ni el mismísimo Miguel Gila…
En el barco inicié la normal sucesión de «transportes públicos» hasta llegar a Fukuoka. Ferry + tren a Hiroshima + Tranvía al Hotel para recoger mi maleta + Tranvía a la Estación Central de Hiroshima + Shinkansen (el último!!) a la Estación Central de Fukuoka. Este último trayecto inferior a una hora lo realicé en compañía de un matrimonio bilbaíno que daba clases en la Universidad y con los que estuvimos charlando profundamente sobre la Bomba de Hiroshima. Estaban bien puestos en la materia y me ofrecieron otros puntos de vista que desconocía con los que me obtuve una información más completa. Soy un apasionado de la Historia, y todo lo relacionado con la II Guerra Mundial me llama bastante la antención.
Llegué a Fukuoka de noche y sin hotel. Era ésta una cuestión premeditada porque deseaba tachar de mi «lista de deberes» una experiencia eminentemente «made in Japan». Estoy hablando de dormir en un Capsule Hotel. En un país como Japón que cuenta con grandes urbes que tienen el espacio libre muy limitado nació allá por los setenta la idea de ofrecer alojamiento en cápsulas cerradas, las cuales apenas ocupan 2 metros de largo y 1 de ancho. Una opción económica interesante para gente de negocios que sale muy tarde de trabajar y que no se preocupa demasiado por las dimensiones del lugar donde acostarse. En su mayoría suelen admitir únicamente a los hombres, aunque últimamente están apareciendo los aptos sólo a mujeres.
Yo era sabedor de que en Fukuoka había varios de estos, tanto en su centro (Área Tenjin) como en las proximidades de la Estación, y en ambas zonas se puede tomar el autobús al puerto. En la Oficina de turismo de la Estación me recomendaron uno de la cadena Greenland que podía encontrar nada más cruzar la calle. Así que acudí al mismo, que tenía a menos de 50 metros la parada del autobús nº88 que lleva al Puerto Internacional.
El edificio era bastante señorial, nada de cutreríos como muchos puedan imaginarse de un Capsule Hotel. Tanto por fuera como por dentro tenía apariencia de un cuatro estrellas. Antes de entrar incluso a contratar la cápsula tuve que quitarme los zapatos y dejarlos en una pequeña taquilla. En recepción me mostraron los dos tipos de «cuartos» que disponen en el hotel. En uno las cápsulas están apiladas en hileras de varias filas, en plan colmena o nichos de cementerio. En el otro había más separación entre una cápsula y otra, además de un vestidor individual. No sé si la diferencia de precios estaba entre 3800 yenes el primero y 4100 el segundo. Por 300 yenes más convenía tener un poco más de tranquilidad y no escuchar ronquidos o los gemidos de una peli guarra que esté viendo el vecino. Mi maleta me la tenían que guardar porque, obviamente, no cabía en la cápsula.
Al pagar no sólo se tiene derecho a «disfrutar» de la estrecha «habitación» sino que se tiene acceso a las zonas comunes donde están los cuartos de baño y las duchas, las salas de estar con televisión y los periódicos del día, ordenadores con conexión a internet e incluso un onsen y una sauna en la planta de arriba. Es por eso que una vez dentro del Capsule Hotel sea sencillo cruzarse con ejecutivos japoneses ataviados con las clásicas yukatas o batines.
Bueno, la preguntas recurrentes… ¿Se duerme bien en una cápsula? ¿No te agobiaste? ¿Cómo era? Y las respuestas: Dormí perfectamente, me pareció más cómoda y menos pequeña que lo que pensaba. No me agobié para nada, y si lo hacía, no tenía más que abrir la cortinilla. Era de 2×1 metro y disponía de televisor en el frente, de radio a la derecha e incluso tenía aire acondicionado. Para muchos es como dormir en una tumba maqueada para la ocasión. Yo más bien preferí pensar que me encontraba en una futurista cápsula de una nave espacial. Aunque cuando veía pasar cerca a un japo con batín hortera era inevitable pensar en lo de los nichos de los cementerios.
En resumen, dormir en una cápsula es interesante, original y para nada traumático.. ¿Qué mejor forma de despedirme de Japón, el país donde lo más extraño es lo más común? Sayonara baby…que por la mañana nos vamos a Corea!
Sele
8 Respuestas a “Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 7”
¡Qué lástima que tuvieras ese percance con la cámara y no pudieras subir al monte Misen! La subida es una delicia a través de 2 teleféricos y las vistas desde la cima son espectaculares, con toda la bahía salpicada de islas e islotes. Y además, macacos y ciervos comparten el mismo terreno y se les ve a sus anchas, aunque los macacos son unas ladrones y hay bastantes indicaciones en las que te aconsejan que no lleves nada en las manos…porque desaparece.
En fin, es una señal que claramente te indica que tienes que volver a Japón a ver todas las cosas que puedas que no viste en tu anterior visita.
Yo a Corea no fui, pero tengo una duda. ¿Qué te hizo ir a Corea en lugar de estar una semana más por Japón?
Un saludo
Claro que voy a volver a Japón. Y sobre lo de Corea del Sur te diré que quise ir porque sabía que era un sitio sin apenas turismo y porque tenía la opción (complicada) de poder cruzar la Zona Desmilitarizada y pasar al Norte. Creo que acerté.
Sele
Sele: Seguro que acertaste por ir a Korea del Norte, brother, Sos la primera persona que conosco que estuvo allá, viste? a Korea del Sur va cualquier turista, pero a Korea del Norte solo los viajeros como vos.
Entré acá en este capítulo japonés para hallar la respuesta a la pregunta 4 del acertijo del viaje del verano del 2010, la de las garzas blancas del castillo de Himeji. Pero no hay tu tía, brother, no lo capto.
Compadre Selestino: este es un acertijo impenetrable, más difícil que los encajes de bolillos que hacía mi abuela (que en paz descanse).
Juas que pua lo de la cámara!!! :S
Por el resto:
1- Que suerte ver Himeji!! ahora está en obras U.U yo espero visitarlo en otro viaje.
2-Hiroshima es duro, el museo te dej amuy tocado, pero no hay que olvidar…para mi es imprescindible visitarlo y ser consciente.
3-Miyajima…uno de los momentos mas mágicos de mi viaje ^_^ nosotros dormimos en ella y fue muy bonito!
Hola. En Himeji hay un santuario poco conocido, el del monte Shoshan, donde se rodó «el último samurai», al que se accede en telesférico. Es de las cosas más espectaculares que ví en Japón. La tarde la pasé en los alrededores del castillo a cuyo interior no entré por falta de tiempo, pero después de la experiencia de Shoshan, no me arrepiento en absoluto.
Helio, qué buen apunte el de Shoshan, me lo apunto para la próxima vez.
Muchas gracias!!
Sele
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