Viaje al Sur de África en 4×4 (6): Noche de hienas
7 de agosto: NOCHE DE HIENAS
«No podía asimilar que estuviera viviendo la noche más impactante de mi vida. Nunca me sentí tan rodeado, tan observado tras los oscuros árboles. Cuando aquellos ojos brillantes se acercaron hacia nosotros pensé que habría un antes y un después. Todos estábamos allí de pie inmóviles. Ella era la única que llenaba todo el espacio y cada paso que daba nos sentíamos un poco más pequeños, más vulnerables, más solos. ¿Quién me iba a decir a mí horas antes que teníamos que pasar la noche en aquel lugar tan sombrío?. Continuó viniendo hacia nosotros lentamente, sin quitarnos el ojo de encima. Todos absolutamente quietos, escuchando únicamente nuestros latidos. Parecía que estuviese contando cuántos éramos, dónde estábamos ubicados cada uno de nosotros. Parecía que estuviese oliendo su comida…»
De cómo llegamos a aquello lo mejor es volver atrás, retrasar el reloj de aquel día 7 de agosto hasta las ocho de la mañana cuando nos disponíamos a abandonar aquel camping extraoficial junto a las puertas de las Oficinas del Khwai Community Campsite y dirigirnos cuanto antes al Chobe National Park. Todo parecía que iba a ser otro día se safari en el que aprovecháramos además para ir avanzando. Con suerte veríamos más animales y estaríamos ya más cerca de Kasane, en el norte, la base para hacer el crucero por el Río Chobe e incluso pasar a las Cataratas Victoria. Contábamos con un par de días para hacer el recorrido por el Chobe, el segundo parque más grande de Botswana y uno de los más prolíficos en mamíferos de toda África. Es decir, un Paraíso de Naturaleza de primer orden. Eran nuestros planes pero en ocasiones, y sobre todo en el Continente negro, el destino no lo marca el viajero, los objetivos son apenas esbozos y la realidad te atrapa cada día con una nueva sorpresa.
… ¿Y VOSOTROS QUIENES OS CREÉIS QUE SOIS?
La mañana empezó calentita cuando a punto de marcharnos de aquel improvisado campamento apareció la persona que nos había ayudado por la noche a llegar hasta allí para que formalizáramos el pago de nuestra estancia. No veíamos inconveniente alguno en pagar algo, aunque fuera simbólico, por dejarnos pernoctar allí. Pero cuando pidió la no desdeñable cantidad de 200 dólares americanos no pudimos más que llevarnos las manos primero a la cabeza, después al aire y ser víctimas de un verdadero atraco a mano armada. Se amparaban en los precios de su camping incluso mostrándonos las tasas en un papel colgado en el corcho de la oficina, pero lo que no parecían comprender es que no habíamos dormido en un camping propiamente dicho, sino que nos habían dejado desplegar nuestras tiendas en un trozo de tierra enfrente de sus oficinas. Fueron más de diez veces las que les dijimos que era imposible que pagáramos cinco veces más que en el mejor camping de Maun cuando no nos habían dado ni agua corriente para cocinar o darnos una ducha. Querían hacernos entender que no importaban nuestras quejas, debíamos pagar eso, y punto. Si no lo hacíamos no podríamos salir de allí.
En el grupo todos estábamos de acuerdo en no dejarnos timar ni un solo euro y luchar lo que hiciera falta para pagar algo razonable, que no fuera tan injusto. Ya no era por el dinero, que no suponía más que 20€ por persona, sino porque no se puede tolerar que engañen a la gente de esa manera. «Os ayudamos, os sacamos de aquel camino por la noche y os dejamos dormir aquí. Tenéis que pagar» repetían una y otra vez con gesto serio. Pero seguimos tan empeñados en no caer, que decidieron llamar a la policía y que ellos pusieran solución al asunto. No nos amedrentamos con dicha opción e incluso, ilusos de nosotros, pensamos que podríamos llegar a un acuerdo. Si es que aparecían y no era una medida de presión, claro…
Pero vaya si vinieron. Nunca sabremos si eran policías de verdad pero sí que eran amigos de quienes nos querían engañar. Aquellos dos armarios que nos saludaron con afán pidieron a una o como mucho dos personas que hablaran con ellos. Fueron Bernon y Alberto, los que más fluidez en inglés tenían, para ser los representantes del grupo en aquella afrenta. Se reunieron durante un buen rato en las oficinas mientras los demás esperábamos impacientemente una resolución lo más a nuestro favor posible. Cada uno hizo lo que quiso, unos estuvieron sentados junto al coche, otros fumándose un cigarro, e incluso algunos nos dió tiempo a tomar algunas fotos del poblado que teníamos al lado. Varias cabañitas tradicionales daban un toque realmente auténtico en una zona donde la fauna parecía haber robado protagonismo al lado más étnico del Norte de Botswana. Eran construcciones modestísimas, de paredes de barro y tejados de paja, exactamente igual que las que debieron tener los más antiguos pobladores de aquellas tierras a lo largo de los siglos.
Mientras tanto en el interior de la oficina Bernon y Alberto se veían inmersos en lo que más que una conversación parecía un Juicio. Primero una parte expuso sus razonamientos, después lo hizo la otra, con toda la tranquilidad del mundo. Y después los policías erigiéndose como jueces y suma autoridad tomaron la palabra subiendo el volumen en sus alocuciones. Algunas de las frases más destacadas, que definían sin duda su parecer fueron: «Me estáis diciendo que venís aquí, a Botswana, y que no queréis pagar», «¿Y vosotros quienes os creéis que sois para no pagar?», «Sólo os digo que sin no dáis el dinero que ellos os han pedido no podréis salir de aquí». Con dichas aseveraciones de semejantes troncos andantes, no hubo más remedio que agachar la cabeza y rascarse el bolsillo. Que no se dijera que no lo intentamos.
UN ANIMADO TRAYECTO AL CHOBE
El timo del camping y la estupenda recreación de Bernon y Alberto de aquel Juicio improvisado marcaron las bromas y chascarrillos en ambos coches. Para eso los walkie talkies eran ideales. Fuera de su función eminentemente práctica, estos aparatos nos garantizaron momentos grandes, algunos de locura incluso, en que absolutamente nada se quedaba fuera de la Parodia. La imitación de las palabras de los policías «Me estáis diciendo que venís aquí a Botswana…» fue uno de los tópicos más recurrentes. El humor que no falte nunca.
Realizar el trayecto de Khwai a la entrada sur del Chobe sin GPS ni un mapa suficientemente detallado tiene mérito verdaderamente. Incluso con mapa me parecería difícil cubrirlo porque hay caminos que se generan gracias a las nuevas rodadas de los todoterreno y otros que desaparecen por las lluvias y las inundaciones procedentes de tierras angoleñas que tantos problemas crean. Así que un recorrido Khwai-Chobe puede ser diferente para cada persona que lo lleve a cabo. Todas las personas con las que hablamos coincidieron en lo mismo: ni con GPS ni nada, es un lío tremendo, no hay señal alguna y lo mejor es dejarse guiar por la inercia y si hay suerte cruzarse con un todoterreno con turistas para que el conductor te indique lo mejor posible. De lo contrario, espera una gran jornada en un gran laberinto selvático que, por otra parte y siempre según los expertos, hay una importante cantidad de leones y otros felinos que traspasan continuamente las lindes de los propios Chobe y Moremi. Es ese tránsito interior uno de los más poblados por los depredadores del África Austral, por lo que hay que andar con mil ojos para no perder detalle. Eso siempre que el coche no acabe hundiéndose después de vadear ríos y charcas de impresión.
Durante bastante rato fuimos tirando de aquí para allá sin tener en absoluto claro que estuviésemos bien encaminados. Salvo unos antílopes no nos habíamos cruzado con nada ni nadie hasta que nos fijamos en que a 100 metros fuera del camino que estábamos siguiendo había un gran todoterreno parado. Eso era un ser signo inequívoco de que sus ocupantes estaban divisando algo, por lo que nos acercamos sin hacer ruido y en voz baja les preguntamos qué sucedía. Un turista señaló con su dedo el árbol que teníamos justo delante de nosotros…y allí estaba nuestro tercer Big Five, el siempre escurridizo Leopardo.
Es uno de esos animales que enamoran a primera vista, que te erizan el vello con solo verlos, que te empequeñecen con su presencia. Para mí tener la posibilidad de observar cómo permanecía plácidamente sentado en la rama de aquel árbol era motivo más que suficiente para hacer todos los kilómetros y trayectos necesarios para llegar hasta allí, hasta ese momento mágico.
Avistar un leopardo suele ser complicado, sobre todo por su afán de subir a los árboles, a los que trepan ágilmente en apenas un par de segundos. Estos felinos que tienden también a cazar con nocturnidad, pasan la mayor parte del tiempo subidos a ramas consistentes donde poder no sólo dormir, sino también poner en su punto de mira a posibles presas, que suelen ser mamíferos de tamaño mediano o pequeño, reservando las más grandes piezas a los leones, que parecen ser los únicos en atreverse con los grandes. Cuando caza puede llegar incluso a subir el alimento a los árboles, ya que no se fía de las hienas u otros depredadores, los cuales pueden ponerle problemas en ocasiones. Desde lo alto el leopardo se siente poderoso, inmune a cualquier peligro, oculto bajo la frondosidad sin que nadie ni nada le importune lo más mínimo.
Aquel ejemplar que teníamos apenas a un palmo de nuestras narices era consciente de que estábamos mirándole a través de nuestros ojos y de los objetivos de las cámaras, que prácticamente echaban humo. No se debía sentir cómodo con nuestra presencia y pasó de estar sentado en la parte posterior del árbol a hacerlo en la parte delantera, algo que sin duda nos vino bien para que pudiéramos verle por completo, de la cabeza a los pies. Allí apoyado miraba hacia ninguna parte, quizás pensando si aguantar más tiempo o marcharse a otro lugar donde poder estar más tranquilo.
Se decidió por la segunda opción y comenzó a hacer un descenso suave donde desplegó todos sus encantos, como una top model en la pasarela o una bailarina actuando en el Gran Teatro de Moscú. Su cuerpo fibrado parecía flotar pareciendo que las garras fueran las únicas que tocaran materia firme. Se detuvo a una altura intermedia del suelo suficientemente adecuada como para saltar. Pero antes de hacerlo se quedó mirándonos con las patas ya flexionadas, a punto de lanzarse, como si quisiera que no nos olvidásemos de su cara, que cayéramos rendidos a su esbeltez y elegancia, a esa belleza infinita plasmada en las motas de esa piel de seda, a esos ojos verdes que hipnotizan, que te embaucan, que te hacen rendirte.
Y antes de que nos hubiéramos dado cuenta dio un salto de aproximadamente cuatro metros hacia el suelo, sin que le costara el menor esfuerzo, como si a sus más de setenta kilos de peso no les afectara la gravedad. Justo después de ese instante se marchó caminando lento y ligero sin mirar atrás. Su cuerpo, que era todo fibra, desapareció entre la vegetación a la espera de un lugar más tranquilo donde poder descansar y tener a tiro a sus nuevas víctimas.
Pedimos al conductor del vehículo de turistas cómo llegar hasta la Puerta Sur del Chobe (Mamabe Gate) y nos lo explicó de un modo un tanto confuso. Al parecer él iba hasta allí, por lo que al sugerirle si le podíamos seguir no le hizo demasiada gracia debido a que estaba de safari con sus clientes y no veía muy bien que otros se unieran al grupo. Al menos nos echó un cable en salir de allí y en estar mejor encaminados. Seguíamos sin señales pero no debíamos ir demasiado mal. Siempre hacia el norte, y ya probaríamos suerte con otro vehículo de turistas al que seguir. Mientras tanto continuamos haciendo inmersiones acuáticas, de esas en las que el agua llega a tocar hasta las ventanas. Ya se tenía mucha más confianza y seguridad en atravesar todos esos obstáculos sin que nos arrastrara la corriente. Incluso ya nos resultaba algo divertido.
Aquí incluyo los consejos que expertos en conducción de 4×4 ofrecen al respecto en la página de Toyota. Quizás sirva a los próximos aventureros que quieran poderlo hacer:
1. Asegúrese de que no haya ningún obstáculo en el agua.
2. Haga uso de un palo para ver la profundidad. Casi todos los 4×4 pueden atravesar charcas que tengan una profundidad limitada hasta el eje sin tomar precauciones especiales. Cuando la profundidad del agua es mayor debe de saber adonde se encuentra la toma de aire del vehículo para evitar que se aspire agua por la toma de aire. También deberá de localizar el ordenador de abordo para asegurarse que el agua no llegue hasta este equipo.
3. Solamente intente de cruzar ríos en zonas seguras, conduzca lentamente y creando una ola en el frontal del vehículo para evitar que entre agua en la toma de aire y equipo electrónico.
4. Cruce ríos que tengan una corriente fuerte en sentido lateral en vez de en horizontal y en sentido contrario a la corriente. Este sistema permite que la corriente presente menos problemas a la hora de cruzar.
5. Utilice los frenos una vez haya cruzado por agua para secar el equipo de frenado y siempre tenga en mente de que el agua puede afectar el frenado del vehículo.
6. No cruce ríos con corrientes muy fuertes ya que el vehículo puede ser arrastrado.
Esta es una de las experiencias donde más adrenalina soltamos en el viaje. ¿Pasaremos? ¿No pasaremos? Tensión, intriga, dolor de barriga…
De repente nos encontramos a otro todoterreno que iba hacia el Chobe y fuimos tras él, atravesando estrechos caminos de arena que se internaban en el bosque. Si no lo hubiésemos hecho aún estaríamos buscando la dichosa Mababe Gate entre los árboles. No nos imaginábamos que pudiera tener tantas complicaciones ese tramo Moremi-Chobe, quizás apoyadas por las inundaciones sufridas tiempo atrás de ir nosotros.
Nos topamos con dos grandísimos elefantes que estaban comiendo a apenas tres metros del camino. Creo que fue la oportunidad en que más cerca les pudimos tener, y así apreciar su gigantesco tamaño. A su lado parecíamos inocentes y diminutos ratoncitos. Ellos no se sintieron demasiado cómodos con nosotros e incluso uno de ellos llegó a mover fuértemente las orejas y a caminar más deprisa. Después de haber visto un documental que sacaba imágenes de coches realmente destrozados por ataques de elefantes no teníamos ganas de tentar más a la suerte. Internet está lleno de videos de cargas, que en algunas ocasiones han causado algo más que daños materiales. Un elefante nunca está suficientemente tranquilo como para pensar que no te puede hacer nada.
Y no sólo fueron los elefantes a los únicos que vimos en aquella intensa carrera. A éstos hubo que sumar dos de los tipos de antílope más grandes de África como lo son el Ñu y el Kudú. Al primero lo habíamos visto el día anterior en una de las praderas del Moremi, amagando con embestir a los correosos impalas. Esta vez lo teníamos más cerca, campando junto a otros que no eran de su especie. Siempre había pensado que los ñús tan sólo se movían en grandes manadas al igual que los búfalos, pero no sería la única vez en que los veríamos en solitario. Es un animal que tiene aspecto de malhumorado, pero realmente no es tan malo como lo pintan, ya que prefiere salir corriendo a utilizar sus afilados cuernos.
Al segundo, el Gran Kudú, se le puede clasificar como el antílope más hermoso y codiciado por los cazadores. A este bóvido se le reconoce por varios rasgos que le hacen inconfundible: Delgadísimas lineas de color blanco (entre 7 y 10) sobre su lomo, crin que se despliega de la nuca a la cola y una especie de barba que le crece del cuello hasta el pecho. Les sobresale una pequeña joroba a partir de la nuca, cubierta por encima de esta peculiar crin que ya he comentado. Hasta aquí las similitudes entre macho y hembra. Los machos cuentan con una bellísima e importante cornamenta que se retuerce hasta en tres ocasiones para formar una recia espiral. Las hembras carecen de cuernos, pero sorprenden con sus redondeadas orejas de soplillo, un tanto superiores en su género. El Gran Kudú llega a pesar cerca de 300 kilogramos y a pesar de no caracterizarse por ser rápidos precisamente, son capaces de levantar su peso en saltos de hasta 2 metros.
Y para nuestra suerte pudimos disfrutar aquella primera vez de una pareja entre los matorrales, su lugar favorito, ya que no se les suele ver para nada en las grandes explanadas como a las cebras y a otros antílopes. Su mirada era asustadiza y tierna, como si en el fondo fueran conscientes de que son muy preciados para la caza (la carne de kudú es muy popular en el Sur de África) y de que con sus esbeltos cuerpos se darían un festín los más grandes depredadores.
UNA ENTRADA AL CHOBE NATIONAL PARK NO DEMASIADO ESPERANZADORA
Minutos después de ver a los Kudús tomamos una ancha carretera de arena desde la que ya se veía perfectamente lo que era el Acceso sur al Parque Nacional Chobe, la Mababe Gate, donde hay un puesto de control en que te piden los permisos de entrada que se habrán tenido que adquirir en cualquiera de las Oficinas de la DWNP que hay repartidas en las principales ciudades de Botswana (ver información en el capítulo 3). Allí los guardas corroboran que todo esté correcto y te abren la barrera para que puedas continuar tu camino. Para nosotros era el punto donde iniciar un circuito de dos días por el Chobe (teníamos permisos para el 7 y el 8 de agosto) antes de llegar a Kasane, en el norte. Digamos que había ilusión por parte de todos, y más echando la vista atrás con todo lo que acabábamos de vivir y disfrutar. Habíamos disfrutado en cuatro días más que en los últimos cuatro meses. Y si el Chobe era como preveíamos, sólo podíamos esperar cosas buenas.
Porque decir Chobe en Botswana es como decir Serengeti en Tanzania o Masai Mara en Kenia. Y es que estamos hablando de la que probablemente sea la mayor concentración de fauna de todo el África Austral, con los grandes depredadores al completo. Se puede decir que están todos salvo excepciones como el Rinoceronte, el único Big Five que no está en la lista. Si uno es aficionado a la observación de aves, puede encontrarse con nada menos que 450 especies a lo largo de todo el parque. Son 11.000 kilómetros cuadrados que lindan al norte con la Franja del Caprivi y donde se dan hasta cuatro ecosistemas diferenciados, que ayuda a que sea un refugio insustituible de Biodiversidad. Todas estas cifras y datos son realmente impresionantes, pero me quedo sobre todo con una, con que en el Parque Nacional Chobe se encuentra la mayor población de elefantes no de África sino del Planeta. Estudios recientes calculan que más de 120.000 paquidermos habitan esta tierra privilegiada para la fauna salvaje. En ningún otro lugar del mundo es posible que se den tales concentraciones.
Es normal entonces que nos diéramos prisa en mostrar los permisos para comenzar nuestra visita cuanto antes. No había tiempo que perder. Teníamos muchísimas esperanzas depositadas en aquel Parque que para muchos es el más completo de África. Así que me dirigí a la mesa a registrar nuestra entrada en un libro de visitas que lo decía todo, sólo habían pasado cinco coches antes que nosotros (llevando abierto más de cinco horas). Por eso el Chobe es el favorito para los amantes del turismo de Naturaleza, porque a diferencia de otros Parques de otros países como Kenia y Tanzania uno puede sentir prácticamente la soledad, siempre apreciable para disfrutar egoístamente del paisaje, el silencio y los animales.
Fue volver de nuevo al coche negro donde iba aquel día, poner las llaves en el contacto y comenzar los problemas. Ese Land Rover, que al igual que el dorado, tan bien había ido durante las primeras horas de la mañana, dejó «de respirar», indicio de que por un motivo u otro la batería se había descargado. Nos pareció bastante extraño pero las dudas de interpretación del problema pasaron a un segundo plano cuando tan sólo podíamos pensar en cómo arrancar el coche de nuevo y comenzar nuestro recorrido por el Chobe. No contábamos con pinzas con las que poder tomar energía del otro coche y así cargar nuestra batería. Y además quienes estaban en esa Puerta a punto de hacer lo mismo que nosotros deseábamos, tampoco las tenían. ¿Cómo demonios cargamos la batería? (si es que ese era el verdadero problema) nos preguntábamos. Hasta que a Chema se le encendieron las luces y propuso utilizar los cables de remolque, cuyo interior era de acero, con los que aseguraba se podría hacer contacto. La sugerencia era interesante cuanto menos, y además no teníamos otra opción, por lo que se utilizaron dichos cables como si fuesen las pinzas tradicionales. Prueba, dale al acelerador, venga… Uno, dos, tres intentos y… Funciona, el coche lo hemos arrancado!!! Chocamos nuestras manos ante una prueba más de que éramos capaces de solventar todos los problemas. O por lo menos eso pensábamos…
LAS JIRAFAS Y LAS ACACIAS COMO TESTIGOS DEL INFORTUNIO
Con la mosca detrás de la oreja, pero con la confianza de que había sido un problema puntual, comenzamos a circular por el Chobe. Un kilómetro de bosque se terminaba abriendo en una vasta y seca llanura donde tan sólo las acacias eran capaces de apuntar al cielo en plena planicie. Estaba claro que en un terreno así era difícil no ver animales, porque era difícil escapar a nuestra atenta mirada más allá de las ventanillas de los todoterrenos.
Fue entonces cuando nos dimos cuenta que la llanura estaba literalmente plagada de jirafas. Era imposible contarlas porque había cuellos largos en todas partes. Tanto junto al camino que seguimos, como al fondo de aquel dorado horizonte permanecían desplegadas decenas de jirafas, algunas de ellas acompañadas de una importante manada de cebras. ¡Y acabábamos de entrar!
Aquel paisaje representaba totalmente la concepción de paisaje puramente africano que todos tenemos en la cabeza. A diferencia de la fugaz entrada a Sudáfrica y los primeros días en Botswana, aquella fue la primera imagen de auténtica sabana que tuvimos durante el viaje. Acacias desperdigadas a kilómetros las unas de las otras bajo el dorado pasto de los hierbajos donde unos herbívoros comían y quien sabe si los leones o guepardos reptaban para aproximarse a sus piezas lo máximo posible.
Fue precisamente ante una acacia cercana a la arenosa carretera por donde estábamos transitando cuando el coche negro volvió a quedarse tieso de energía. Pensamos que no debíamos habernos detenido tan pronto, cuando apenas un rato antes lo habíamos tenido que cargar, pero cuanto menos era una mala señal que hubiera sucedido nuevamente. Seguíamos sin comprender los motivos aunque no había que elucubrar demasiado y ponernos manos a la obra nuevamente con los cables del coche para asimilarlos como pinzas y así cargar otra vez la batería. Costó mucho más tiempo que en la anterior ocasión pero pudimos arrancarlo, aunque con la premisa de no detener el motor tan pronto sino mantenerlo encendido para que se cargara de forma completa. Quizás lo mejor habría sido ir directos a la Puerta Sur, que aún teníamos a mano, y no seguir intentando avanzar a toda costa. En un lugar sin cobertura y donde pasaban coches de Pascuas a Ramos, podía ser demasiado arriesgado. Pero esta opción se denegó ante la confianza de que no tuviéramos más problemas.
Nuestras esperanzas se empezaron a desvanecer cuando en plena conducción empezamos a notar que no podíamos subir las ventanillas e incluso que el cuentakilómetros y demás señales del ordenador de abordo se apagaron completamente. El «gran coche eléctrico» estaba agotando la poca energía que le quedaba, afectando finalmente al motor y dejándonos esta vez sí, tirados…y sin remedio.
Totalmente en el medio de la llanura, bajo un sol que enfocaba intensamente a esas horas de la mañana, teníamos dos coches parados, uno de ellos incapaz de recargar su batería. Ni el más optimista creía que aquel problema tuviera solución inmediata. Y es que ni con los cables hubo manera de lograr que el coche arrancara de nuevo, ni si quiera para dar la vuelta e ir donde se encontraban los guardas de la Puerta Sur (Mababe Gate). Una avería en el alternador de corriente era probablemente la que había provocado aquella situación. No sabíamos ni dónde ni cuándo se pudo haber producido, pero la cuestión no pasaba por conocer aquellos porqués, sino por conocer cómo demonios íbamos a salir de allí. No teníamos cobertura para utilizar nuestros móviles (la zona más cercana donde utilizar los móviles estaba a 4 horas) y llamar a cualquier taller. Estábamos en medio de la nada y no sabíamos cómo salir.
Después de más de cuarenta minutos de verdadera desesperación intercambiamos mil ideas para salir de aquel atolladero que nada tenía que ver con la broma de la arena del Moremi. Eso no era cuestión de esfuerzo y determinación. El destino había querido ponernos en un serio aprieto que podría afectar (y de hecho lo haría) a la totalidad de un viaje que apenas había cumplido una semana. Se propuso que uno de los coches fuera a Savuti (cerca de 2 horas dirección norte) a pedir ayuda a uno de los campings, aunque lo más razonable era volver de una forma u otra a la Mababe Gate, por lo civil o por lo criminal. Al menos allí habría gente que podría echarnos una mano. Cuando un coche de turistas (el primero en casi una hora) pasó por nuestro lado, dos de sus ocupantes se bajaron a echar un ojo al motor para confirmar la opción del alternador dañado. No nos recomendaron ir a Savuti porque allí no había nada más que un camping y en cambio sí que veían lo más correcto que retornáramos a Mababe.
REMOLCADOS HACIA MABABE GATE
No había una distancia demasiado elevada hasta la Puerta Sur del Chobe, unos 10 kilómetros aproximadamente. Pero para que unos cables de acero aguantaran toda esa tralla de baches, charcos y zonas arenosas había que contar con mucha suerte. Estábamos solos (los turistas se marcharon a seguir su ruta) y debíamos llevar el coche a un sitio donde poder pedir ayuda. Y si para ello teníamos que utilizar el Land Rover dorado para arrastrar al negro lo haríamos. Con mucho cuidado, despacio y procurando no tensar demasiado los cables, trataríamos de conseguir el primero de nuestros propósitos que no era otro que ir a buen recaudo donde se situán los guardas del Parque.
El ánimo del grupo estaba en constante decrecimiento, pero tan sólo debíamos buscar una solución a nuestro problema y no se podía corregir con lamentos. Así que sin más retardos enganchamos los cables de un coche al otro y comenzamos una travesía que nos tendría una hora entera tragando polvo (las ventanas se habían quedado abiertas), soportando tirones bruscos, desgastando los walkie-talkies para estar todos en contacto y corroborar que todo estaba bien en el «puñetero Land Rover negro».
Con suma delicadeza, y aunque uno de los cables se había roto (habíamos puesto dos) logramos llegar sanos y salvos a nuestro objetivo, donde las mismas personas que nos habían verificado los permisos de entrada, pusieron cara de extrañeza ante lo que a todas luces era una avería importante. Al menos allí había gente, que no era igual que estar tirados en el parque sin que nadie lo supiera.
GABINETE DE CRISIS
El coche detenido, nosotros sentados en el suelo con la ropa sucia, con polvo hasta en el pelo, con la mirada perdida pensando qué demonios íbamos a hacer. Si era un problema del alternador, como parecía a todas luces, no era algo que se solucionara así como así, sin enterarnos. Fuera lo que fuera nuestro viaje iba a contar con una brecha profunda. Y en esos momentos ésta no paraba de sangrar. Ya de por sí «nuestro apasionante día recorriendo el Chobe» se había terminado.
Después de contar todo lo sucedido a los guardas les rogamos nos dejaran llamar a Johannesburgo, a la Compañía de alquiler, para que nos ofrecieran alguna solución. En el contrato se dejaba muy claro que debían proporcionarnos toda la ayuda posible si el coche nos dejaba tirados. Pero para ello teníamos que darles parte y necesitábamos el teléfono como fuera. Finalmente accedieron y pudimos llamar a la oficina donde nos dijeron que tomaban nota y que nos llamarían en un rato. Al menos ya eran conocedores del problema y tenían identificada nuestra ubicación.
Durante las horas siguientes cundió el desánimo. Lo único que podíamos hacer era esperar, no movernos ante una puntual llamada de Johannesburgo. Y fue ahí cuando comenzaron las tensiones, las dudas ante el itinerario, ante el futuro más próximo. Son cosas que tiene estar juntos 24 horas al día, que cualquier inconveniente se convierte en un posible reproche, en un intento fraudulento de cambiar las cosas.
Esto no era como lo sucedido en anteriores ocasiones. Era mucho más grave e incómodo. Y las llamadas recibidas desde la Oficina no eran demasiado esperanzadoras. Muchas preguntas, mucho decir que entendían nuestra situación, pero muy tajantes a la hora de concretar que no podían enviarnos ningún coche desde Maun porque no tenían socios allí y que estudiarían una decisión en las próximas horas.
«¿Pero cómo en las próximas horas?» le preguntábamos indignados a la compañía e incluso a una de las representantes de Land Rover en Sudáfrica con la que también nos comunicamos. «Estamos en el Parque Nacional Chobe, lejos de cualquier «lugar seguro» donde poder pasar la noche. No podemos esperar a las próximas horas. Las puertas del parque además cierran a las seis y media de la tarde y ya no podremos ni atender el teléfono de la caseta.»
Lo único que obtuvimos de la gente de Johannesburgo fue un «Intentaremos solucionarlo y enviar un coche lo antes posible, pero no os podremos confirmar nada hasta mañana». Nada de proporcionarnos un camping, nada de sacarnos de allí, nada sobre lo que parecía más que inevitable: Tener que pasar la noche en el Chobe.
El viento era más fresco, el sol más lejano, el silencio se hacía más inquietante. Inevitablemente la tarde se aproximaba y con ella las inquietudes, temores y presagios que nos envolvían en una atmósfera que se iba tornando cada vez más hostil. Con la última llamada se cerraron las puertas de la caseta de los guardas que antes de irse nos indicaron que a unos treinta metros de donde estábamos, caminando por un pasillo de árboles, se abría una explanada donde podíamos acampar y pasar la noche. Era como un gran círculo de arena rodeado de bosque, por el que ya no pasaba la luz haciéndolo a cada minuto más oscuro. Escogimos un lugar donde poder plantar las tiendas de campaña. Y muy cerca de él había unos sospechosos excrementos de elefante, que recordaban lo que ya sabíamos pero no queríamos pensar, que por allí podían pasar plácidamente los paquidernos…y otras especies.
En las últimas palabras que habíamos tenido con uno de los guardas recibimos las recomendaciones para sobrellevar la noche de la forma más segura posible. Recojo alguno de sus «sabios consejos»:
– Podíamos hacer un fuego y cenar, pero que nunca…NUNCA se nos ocurriera dejar comida ni fuera ni dentro de las tiendas. La comida sobrante la debíamos quemar en la hoguera o en su defecto guardarla en el coche. De lo contrario los animales podían sentirse atraídos por el olor y acercarse.
– Ante la probabilidad y casi certeza de que se aproximaran animales durante la noche nos dijo que no saliéramos de la tienda ni aunque escucháramos rugidos de leones a unos metros. Según él era probable que anduvieran por allí pero dudada de que trataran de atacar las tiendas.
– Si nos quedábamos cara a cara con un león, leopardo o lo que fuera, no teníamos que salir corriendo.
– Un fuego encendido toda la noche podía tener un efecto disuasorio, y por tanto positivo.
Más o menos era un resumen de la circular que colgaba de una de las paredes de la puerta de entrada, de la que que podíamos extraer una frase can curiosa como significativa: « Tú DEBES dormir en la tienda de campaña o en tu vehículo, o los leones o las hienas podrían comerte». Mientras tanto los guardas ya se habían marchado. Los únicos que quedábamos allí éramos nosotros, o al menos eso era lo que queríamos pensar…
Haz clic aquí para leer la circular de seguridad del Parque Nacional Chobe
NO ESTAMOS SOLOS…
Antes de que las tiendas de campaña estuvieran correctamente montadas el gran Juan Ramón ya se había ocupado de que tuviéramos un fuego para sentarnos alrededor del mismo. La noche se terminó de cerrar a eso de las siete de la tarde y con ella toda la negra espesura marcaba hostiles confines en cualquiera de las direcciones posibles. Todos estábamos muy juntos y éramos totalmente conscientes de que aquella noche iba a quedarnos marcada para siempre. No estábamos en el parque de al lado de casa, ni si quiera en una excursión a la Sierra de Madrid, o en los Pirineos. Estábamos realmente en África, dentro del considerado como uno de los Parques Naturales con mayor población y diversidad de fauna del Continente, el famoso Chobe. Un lugar en el que está terminanemente prohibido acampar fuera de lugares establecidos para ello. Pero estábamos más tirados que una colilla en una noche de luna llena, sentados alrededor de la hoguera, esperando acontecimientos difícilmente asimilables.
Nadie sabía que estábamos allí, salvo los guardas que raudos se habían marchado después de permitirnos dormir en la explanada donde nos encontrábamos. Y comentábamos eso, que la primera semana estaba siendo increíble, que nos estaban pasando muchísimas cosas, y que estábamos inmersos en un grave problema si no se nos solucionaba lo del coche.
La mayoría de nosotros complementábamos la iluminación que nos daba el fuego con una linterna frontal, como las que utilizan los senderistas para tener las manos despejadas y manejar la dirección de la luz con el movimiento de la cabeza. Eran muy útiles para organizar la tienda, sacar la ropa de las mochilas y en nuestro caso, ver si teníamos algo cerca a nuestro alrededor. Porque a una linterna no hay ojos que se le resistan y cada poco tiempo alguno se levantaba y hacía lo que llamábamos «batidas de reconocimiento» con las que aseverar que nada nos estaba rodeando.
En una de estas «batidas» fui yo el que se levantó del fuego para mirar primero a un lado y luego a otro. Todo normal. Después me puse detrás de la tienda, elevé mi cabeza para llevar el foco de luz lo más lejos posible y me di cuenta de que allí a unos quince metros había algo mirándonos. Eran dos ojos brillantes que se elevaban más de un metro del suelo y que parpadeaban a la luz. No podía distinguir a qué pertenecían, pero la silueta del cuerpo que apenas podía percibir con la linterna daba la impresión que mostraba un animal sentado que me estaba observando fíjamente. Me di la vuelta como si no hubiera visto nada y con una voz que traté que fuera lo más tranquilizadora posible les dije a estos: «Chicos, no os alteréis ni hagáis ruido pero allí detrás hay algo, puede que una hiena». Mientras decía estas palabras iba abriendo la tienda de campaña para podernos meter en caso de que viniera hacia nosotros. Me recorría un cosquilleo que partía del estómago hasta el vello de los brazos que se me puso de punta. Todos se levantaron y se percataron de que sí, que aquellos ojos que estaban a una distancia digamos que prudencial eran de algo que no parecía ni mucho menos una gacela thomson o un impala. Contábamos con la suerte de que el coche tenía el frontal mirando hacia esa dirección por lo que con el mando de las llaves encendimos los faros para que alumbrara el área lo máximo posible. En ese mismo instante el animal se levantó y se dio media vuelta para retornar a la zona arbolada de la que con seguridad había venido. No se le apreciaba con suma nitidez pero al cabo de unos segundos y corroborado con los prismáticos, supimos que se trataba nada más y nada menos que de un leopardo.
El ágil y rápido felino, cuya figura perdimos rápidamente, había estado vigilando nuestra tienda, curioseando acerca de qué o quienes estaban allí sentados tan tranquilamente junto a un fuego. El corazón me latía como si acabara de correr una maratón, algo que también creo que le sucedió a mis amigos. Acabábamos de ver un leopardo que no sabíamos si había huído directamente o seguía merodeando por allí. Era la prueba irrefutable de que esta historia acababa de comenzar. Aún no eran ni las ocho de la noche y el considerado como uno de los depredadores más voraces de África nos había hecho una visita. Pero, ¿y qué sería lo siguiente?, ¿se aproximarían los leones que se jactan de verte a tí antes que tú a ellos?, ¿nos estábamos convirtiendo en la atracción del parque?.
No pasaron ni cinco minutos hasta que de uno de nosotros salió una voz que dijera «¡¡Pilar, Ana, tenéis ahí detrás una hiena!!» y en dos segundos ésta desaparecería primero poniéndose detrás del coche y después volviendo al bosque. Estábamos rodeados, parecíamos la comidilla del Chobe aquella noche (lo de la comidilla va con primeras y con segundas…), no podíamos mantenernos quietos como si nada ocurriera. Estábamos nerviosos, pero a la vez dentro de algunos de nosotros había un puntillo morboso que en el fondo quería decir que a pesar del miedo, estábamos disfrutando «tensionados» de la experiencia. Es difícil de explicar, pero ese peligro, esa exposición ante elementos salvajes, no terminaba de echarnos a dormir al interior de la tienda o incluso al coche dorado (el otro tenía las ventanillas abiertas y estaba alejado de allí, junto a la garita de los guardas) sino que nos mantenía a la expectativa ante una noche en la que me imaginaba a mis padres mirándonos en una ficticia bola de cristal y llevándose las manos a la cabeza por semejante locura.
Porque era absolutamente claro que estábamos ante un cierto peligro, ante un riesgo alto de problemas. Pero tampoco podíamos hacer más que seguir los consejos de los guardabosques y permanecer junto a la hoguera hasta la hora de dormir. No tenía por qué pasar nada si estábamos todos juntos y no hacíamos locuras moviéndonos a nuestras anchas salvo cuando teníamos que hacer las célebres batidas de reconocimiento donde no había ojos que se nos escaparan bajo nuestro campo de visión. Y fueron muchos los que se ocultaban detrás de los árboles, quizás esperando a dar el paso para acercarse o simplemente atraídos por la curiosidad.
Lo que sí no nos atrevimos para nada fue a sacar comida y a ponernos a cocinar allí mismo. Realmente podíamos hacerlo pero nos daba la impresión de que sería como alertar definitivamente a todo bicho viviente que estuviera a 30 kilómetros a la redonda. Aunque probablemente no haría falta porque ya estarían suficientemente alertados y avisados de que allí había ocho suculentos platos de carne recién importada de la lejana Europa. En este caso los temores pudieron con nosotros obligándonos a unos cuantos a cenar lonchas de queso cheddar en el interior del vehículo que teníamos aparcado junto a la tienda.
Aquella noche el cielo estaba despejado y recubierto de brillantes estrellas. La luna llena se asomaba como si fuera un foco alumbrando un espectáculo sonoro donde se mezclaban aullidos con pisadas sobre ojas secas. Y es que las hienas estaban contentas aquella noche y unas avisaban a las otras de nuestra precencia en aquella explanada. Aullaban tanto a nuestra derecha como a nuestra izquierda, e incluso alguna se dejaba ver unos segundos tras los pasos silenciosos con los que caminaban haciendo un círculo, como si trataran de vigilarnos, de controlar cada centímetro del espacio que ocupábamos.
ESTÁ VINIENDO HACIA NOSOTROS…
Pasadas ya unas horas ya nos habíamos acostumbrado a los aullidos de las hienas y a que ojos brillantes nos observen desde la penumbra del bosque. Nos preguntábamos cómo reaccionaríamos ante la llegada de, por ejemplo, un león, el leopardo de antes u otro animal peligroso. En esos casos la recomendación siempre pasa por permanecer quieto y lo más sereno posible, esperando a que se marche. Fácil decirlo, ¿verdad? Yo soy de los que pienso que un león te ve a tí antes de que tú lo veas a él, además que es un depredador al que le gusta atacar por la espalda para que no te de tiempo a reaccionar. Conversaciones tétricas y poco tranquilizadoras como esa fueron las que nos hacían pasar el rato junto a la lumbre.
Todos estábamos colocados de una forma de que pudiéramos controlar si algo venía por detrás. Por ejemplo yo miraba a Alberto que estaba en frente y Alberto miraba hacia Juanra, que estaba detrás. De esa forma tratábamos de prever cualquier sospechoso acercamiento. En cambio la parte que teníamos más desatendida era la que teníamos detrás de la tienda de campaña grande (la Tienda-Palacio como nos gustaba llamarla). Se nos ocurrió poner el lumi-gás a modo de farol en el árbol por el se había marchado el leopardo para tener iluminada la zona. Era un probable medio disuasorio, o al menos eso pensaba, aunque una parte del grupo estaba completamente segura de que no pasaría mucho hasta que algo se acercara a otear bajo aquel improvisado farolillo. Y tengo que decir que quienes aseguraron que aquel hecho iba a suceder tenían razón.
Media hora después de enganchar el lumi-gás a la rama del árbol, a unos veinte o veinticinco metros de donde nosotros estábamos, Chema observó que detrás de él, a no mucha distancia había unos ojos mirando. El resto tardamos bastante en darnos cuenta porque éstos trataban de ocultarse bajo los matorrales y había que estar muy atentos para verlos nítidamente. Pero finalmente todos terminamos corroborando que sí que había algo allí. Pasados unos minutos donde esperábamos de pie que se dejara ver «el bicho», terminó asomándose lo que sin duda alguna era una hiena manchada que atraída por aquella luz de gas aproximó su hocico para olisquear aquella cosa que tanto la extrañaba. Tras unos segundos utilizando su fuerte sentido del olfato nos dedicó una mirada fulminante, que dejó fija congelando un instante que pareció un siglo. Aquella carroñera de una especie tildada con la fama de despreciable y malvada (cosas de la literatura y el cine), que campa en ocasiones solitaria y en otras en manadas de hasta ocho ejemplares (en las que se atreven a cazar piezas grandes), cuya mandíbula es capaz de triturar los huesos más duros y que no es tan torpe como puede parecer, se iba a convertir en el símbolo que resumiría tres semanas de viaje.
Porque no se limitó con observarnos desde la distancia sino que comenzó a caminar muy despacio hacia nosotros, que totalmente inmovilizados por la tensión no éramos capaces de dar crédito a lo que estaba sucediendo. La hiena continuó su paso firme hacia los ocho que permanecíamos de pie. Tanto Bernon como yo teníamos las cámaras preparadas para inmortalizar un momento que aún me hace sentir escalofríos. Que nadie se mueva o corra – decía Chema sosteniendo por los hombros a un tembloroso Alberto que se había agachado para presenciar mejor la escena pero que veía cómo aquella figura se aproximaba cada vez más. Nadie era capaz de mover un solo músculo, de ni siquiera atreverse a pestañear.
No podía asimilar que estuviera viviendo la noche más impactante de mi vida. Nunca me sentí tan rodeado, tan observado tras los oscuros árboles. Cuando aquellos ojos brillantes se acercaron hacia nosotros pensé que habría un antes y un después. Todos estábamos allí de pie inmóviles. Ella era la única que llenaba todo el espacio y cada paso que daba nos sentíamos un poco más pequeños, más vulnerables, más solos. ¿Quién me iba a decir a mí horas antes que teníamos que pasar la noche en aquel lugar tan sombrío?. Continuó viniendo hacia nosotros lentamente, sin quitarnos el ojo de encima. Todos absolutamente quietos, escuchando únicamente nuestros latidos. Parecía que estuviese contando cuántos éramos, dónde estábamos ubicados cada uno de nosotros. Parecía que estuviese oliendo su comida. Su cabeza agachada aumentaba la prominencia de su espalda, como dibujándole una joroba que le diera esa apariencia de falsa torpeza.
Cuando ya la teníamos a tan sólo un metro de nuestras piernas, de nuestras rodillas, de la cara de Alberto que seguía agachado, se detuvo durante unos segundos en los que parecía estar pensando qué hacer. No teníamos la impresión de que fuera atacar porque no es el estilo de las hienas, sobre todo cuando van en solitario, pero tampoco podíamos fiarnos ciegamente de la teoría porque se trataba de un animal salvaje que podía sentir amenazado o hambriento. Cuentan las historias que cuando van solas se suelen atrever con seres que son más pequeños que ellas, tales como niños o bebés, con los cuales se siente más valiente y segura de poder con total seguridad. Antes del viaje había leído en internet el caso de cuerpecillos despedazados por las hienas de niños pequeños a los que las hienas habían atrapado en las zonas de acampada. La fortaleza de su mandíbula le permite enganchar mucho peso y arrastrarlo hacia sus madrigueras. Esperábamos que tal como parecía, no se diera ese tremendo. Y así fue ya que después de titubear decidió esconderse detrás del coche y desaparecer hacia la oscuridad, su hogar preferido, donde seguir aullando.
Aquel momento se quedó grabado en nuestras mentes con una nitidez de algo que por mucho tiempo que pase lo seguiremos teniendo presente. La noche el en Chobe estaba dejándonos sensaciones indescriptibles, de miedo adrenalínico que estábamos soportando como podíamos, que nunca nos hubiéramos podido imaginar tener. Tratábamos de tranquilizarnos diciendo una y otra vez que no iba a pasar nada, que todo iba a salir bien. Creo que nuestro cerebro estaba generando un mecanismo de defensa con el que evitar sucumbir ante el terror de sentirnos y vernos rodeados por la peligrosa fauna del África Austral.
CUANDO LOS ÁRBOLES CRUJEN
La noche de hienas, cuyos aullidos seguían rebotando en el vacío, tenía aún una fase más, que por otra parte era muy importante. Me estoy refiriendo a poder dormir. Algo muy fácil cualquier día del año pero muy complicado ante nuestra situación. La sola idea que pasaba por mi cabeza de escuchar rugir a los leones a un palmo de las tiendas (algo totalmente posible donde nos encontrábamos) me ponía tan nervioso que le di tantas vueltas al saco que casi me mareo.
Pero la tensión había sido tanta que al final llegó la calma, no solo para mí sino para todos, que logramos quedarnos dormidos dejando fuera el fuego encendido como medida disuasoria, ya que las llamas es otra de las cosas a la que los animales le tienen verdadero pavor. Todo tranquilo hasta que a eso de las dos de la madrugada me da por moverme y abrir los ojos y veo a Rebeca que permanecía sentada con la mirada en otro lado, como tratando de escuchar o ver algo. «Rebeca, ¿qué pasa?, ¿no puedes dormir?» – le pregunté sin querer ponerme en lo peor. Me contestó con un escueto y claro «Jose, estoy escuchando algo ahí fuera». Me llevé la mano derecha a la barbilla, quedándome en silencio para comprobar qué era eso que Rebeca estaba oyendo. Y de repente sonó algo más fuerte que el crujir de una rama. Era algo así como cuando un árbol se parte y se cae al suelo. Los dos nos miramos, suspiramos y seguimos escuchando un segundo crujido, que venía de no más de 20 metros de donde estábamos nosotros. No había dudas, si algo habíamos aprendido en aquel viaje era que había una sola especie de mamífero capaz de echar abajo a los árboles, animales a los que precisamente les llamaban «Los Bulldozers de la selva» por su efecto arrasador en los bosques. En efecto se trataba de un elefante merodeando por allí. Nos vimos en la obligación de poner «en guardia» a los demás, para que al menos estuvieran avisados de que si se acercaba mucho teníamos que salir pitando. Pero cualquiera se atrevía a abrir la tienda para meterse al coche.
A medida que los árboles seguían crujiendo más y más me iba sintiendo cada vez peor. Creo que fue la primera vez en mi vida en que supe lo que era el miedo real. Pensaba que si el elefante se acercaba, vería la tienda de campaña como nosotros vemos a las hormiguitas del jardín, que las pisas sin darte cuenta. Sabía que era bastante probable que no llegara a tales extremos, porque además aún ardían las últimas ascuas de la fogata, pero cuando se siente terror por algo no vale de nada la razón. Y me pasó algo que jamás había sentido, que me temblara todo el cuerpo como al que le ponen a veinte grados bajo cero. Cada crujido, cada árbol que se desplomaba, me iba convirtiendo en cada vez un ser más insignificante y vulnerable ante los caprichos de la Naturaleza. Sé a ciencia cierta que no fui la única persona que se sintió así aquella noche, y sé que habiendo transcurrido casi dos meses desde aquello, después de que no sucediera nada y el elefante se terminara marchando a las dos horas, comprendí lo que era estar aterrado. Y es que por un rato hasta las hienas habían dejado de aullar…
Sele+ En Twitter @elrincondesele+ Canal FacebookPD: Tuve la ocasión de contar esta historia de hienas y despropósitos en el programa de Televisión Española «Tenemos que hablar»
* Podéis leer consejos y todos los relatos sobre el viaje al Sur de África.
16 Respuestas a “Viaje al Sur de África en 4×4 (6): Noche de hienas”
Hola Sele,
Como ya he dejado de ser una lectora anónima de tu página, ya que me paso por aquí, te envío un saludo.
Vaya aventuras y qué fotografías!!
Leyéndolo es como viajar contigo pero sin hiena por ahí merodeando.
Un beso enorme para tí y para Rebeca.
Pero, ¿cómo que continuará? Vamos hombre, que ya has creado misterios jajaja.
Te mando un saludo conteniendo la respiración.
Jejeje, con lo bonitos que son los elefantes… la que nos hizo pasar esa noche el joio…No podemos negar que a las hienas las cogimos cierto cariño, con esa carita de buenas que nos ponían cunado se paseaban alrededor de nosotros..Ay animalejos…
Qué lujo poder contemplar un leopardo en su habitat!! ¡Qué bonito es! Bueno, lo de la hiena me ha hecho estallar en carcajadas, jajaja os imagino ahí, en mitad de la noche…por la foto no parece un animal tan aterrador, ¿no?
Este era el capítulo que más ganas de leer después de que me contaras con todo lujo de detalles la experiencia, en mi visita a Madrid, muy grande. Pero lo que más me ha impresionado es estar leyendo lo jodido de la situación y ver la foto en la que salis todos alrededor del fuego. Vuestras caras son un auténtico poema, estais abatidos, derrotados, vencidos… impresionante, esa foto habla por si sola.
Un saludo tio!
Hola Sele, soy un admirador tuyo desde hace tiempo pero nunca me he atrevido a escribir. Comparto contigo la pasion por los viajes (te descubri en el foro de «losviajeros») aunque mi bagaje es muy inferior al tuyo…digamos que tu estas en champions y yo soy de segunda (tb comparto o me une contigo la pasión por el fútbol, aunque soy del Barça je je je…aunque de los buenos, que sabe reconocer el buen fútbol). Sólo quería decirte que es impresionante este relato y especialmente el último capítulo. Ya estoy anhelando la continuación. Felicidades por tu página y tu forma de narrar los relatos. También soy amante de la fotografia y debo decirte que el relato esta muy bien ilustrado con las fotos.Con este viaje has puesto el liston muy alto.
Hola Sele, esta página deberían subvencionarla, como un bien social jejeje.
Estoy disfrutando de lo lindo con vuestro relato, no me da llegado el día en el que pongáis el relato de la próxima aventura diaria. Desde siempre he tenido muchas ganas de hacer un viaje a África similar al vuestro, pero me estoy dando cuenta que no todo el mundo estaría preparado para ciertas situaciones. Aun así y sabiendo todos los peligros que ataña un viaje de ese tipo aun me dan más ganas de ir a probar todas esas experiencias y emociones. Leyendo los últimos párrafos del día cinco no me explico como fuisteis capaces de mantener la “calma” en una situación limite como esa. Y es que realmente os estabais jugando la viada porque estabais en manos de cualquier animalito de los que campan a sus anchas por el Chobe. Bueno y ya por no mencionar el día que os bajasteis del coche para ver mejor al hipopótamo como si estuvieseis en un Zoo o cuando se os quedo el todoterreno atrapado en la arena…
Lo bueno de todo esto es que yo sabiendo de vuestras historias si me viese en vuestro lugar algún dia y con la emoción del momento seguro que la lío a cada momento, siempre he sido bastante atrevido y el olor del peligro me puede.
Así que te puedes imaginar lo bien que me lo paso con vuestras situaciones.
Me imagino que no debe ser nada fácil conducir por ahí, aun con esos pedazo de land rover que son capaces de soportar cualquier terreno.
Por cierto las fotos son muy buenas.
Espero que sobrevivieseis al día siguiente porque no me quiero perder lo que resta del viaje 😉
Un saludo a los ocho, soy unos auténticos dundee.
Sele, con tu permiso:
Ostrich cuando te he leído me he sentido muy identificada con tus palabras. Yo también «descubrí» a Sele en Losviajeros hace mucho tiempo, y desde entocnes quedé enganchada a él (a su Rincón, a sus viajes,…) A mi también me costó escribirle un comentario…con la de veces que le había leído, madre mía!!! Y yo también tengo un bagaje muy inferior a él. Así que ya ves, seguro que tiene más seguidores con el mismo perfil que compartimos los dos.
Un abrazo!
Juve, toda la razón: deberían subvencionar «El Rincón de Sele» por todo lo que aporta y la forma en que lo hace. Los detalles que comentas (el Chobe, el hipopótamo, lo del 4×4 en la arena…)también son anécdotas que a mi me llamaron la atención. Y aunque desde la silla, frente al ordenador pueda reprobar ciertas reacciones allí, determinados comportamientos, también es cierto que yo casi seguro que hubiera actuado igual que ellos, jejejeje
Un abrazo!!
buf, con este capitulo se me ha puesto el corazon a cien por hora, es como un capitulo de terror…yo me habria cagado…
bueno me voy al siguiente capitulo haber que pasa con lo del coche..
He rebuscado esta entrada de tu blog para poder decir lo siguiente:
¡¡¡POR FIN HE VISTO AL LEOPARDO!!!
Tuve la suerte de poder verlo en Kruger a apenas 1.5 metros del coche. Sin duda, es el felino mas elegante.
Un saludo.
Grande Jason, Grande!!! Me alegro un montón. Bien te ha costado y eso que estás allí. Así que se puede decir una vez más…
MISIÓN BIG FIVE conseguida!!!
Enhorabuena. Si subes la foto adjúntala aquí y así vemos al bicho. Coincido contigo… el Rey de la elegancia.
Un fuerte abrazo hacia tierras australes,
Sele
[…] conocer mejor estas anécdotas os animo a leer el artículo Noche de hienas que comienza de la siguiente manera “No podía asimilar que estuviera viviendo la noche más […]
[…] en cualquier safari a África que se precie. He tenido la suerte de contemplarlos en libertad en los alrededores del Chobe en Botswana y en el maravilloso Yala National Park de Sri Lanka, a pesar de que son realmente escurridizos. […]
[…] Esta hiena la fotografié en mi primera vez en Botswana (ver relato titulado Noche de hienas) […]
[…] Precisamente en Botswana, en mi primera vez en el país, tuve una experiencia con ellas que conté hace tiempo en un relato al que titulé Noche de hienas. […]
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