Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 3
4 de Julio: KYOTO, SALVAGUARDIA DE TRADICIÓN, CORAZÓN DE JAPÓN
A horas tempranas, sentado sobre mi cama, tomé varias notas en un arrugado mapa del Área de Kyoto con el fin de hacerme un itinerario lo más adecuado posible para ese día. Utilizando los comentarios de varias guías y otra documentación que guardaba en la maleta, fui subrayando aquellos lugares señalados o highlights a los que debía ir sí o sí. Kyoto, al igual que Tokyo, es tan extensa que no puede compararse a una ciudad normal con un centro concreto y gran parte de sus atractivos en un mismo núcleo. Hay una dispersión monumental tan descabellada que para moverse hay que alternar el caminar con el metro, el autobús, el tren, e incluso la bici para los más inquietos, y si es posible, centrarse cada día en uno o dos áreas determinados.
Hay que asumir además que el tiempo a dedicar en Kyoto nunca va a ser suficiente para todo lo que tiene. Por ello hay hacer lo posible por adecuarlo generosamente en el calendario del viajero. Para Kyoto todo vale la pena porque en ningún otro sitio es posible encontrarse cara a cara con tantos lugares hermosos que logren trasladarnos al Japón Imperial. Al de las Geishas, los samuráis, los monjes, los jardines, las garzas, los templos…
He titulado el apartado correspondiente a este día como «Kyoto, salvaguardia de tradición, corazón de Japón». Y no he podido encontrar calificaciones más exactas que reflejen de alguna manera lo que es esta ciudad para el País del Sol Naciente. Por Historia, por Cultura y por Patrimonio, sería ingrato no considerarlo de otra forma. Antes de Tokyo fue la capital del Imperio durante casi mil años. Y es muy curioso que fuera de las fronteras niponas sea tan sólo conocida por mucha gente por el famoso «Protocolo de Kyoto», que se firmó allí con el objeto de lograr un compromiso internacional para reducir la emisión de gases a la atmósfera y que países como Estados Unidos se lo han pasado por el forro.
La Historia de Japón es paralela a la Historia de Kyoto. Tras haber sido Nara la primera Capital de la Nación (710-784 DC) el Emperador Kanmu decidió trasladar la Residencia Imperial, y por tanto la capitalidad del Estado, a Kyoto (Heian-kyō). Curiosamente lo hizo para poder alejarse del poder que estaban protagonizando los clérigos budistas, nueva religión que había entrado a través de Corea varios siglos antes. Quién iba a decirle que tiempo después alcanzaría su esplendor gracias a la construcción de numerosísimos templos de las distintas sectas del Budismo..
Hay que decir que Kyoto no fue capital de forma ininterrumplida, ya que entre 1185 y 1333 se trasladó a Kamakura en el que fue el primer Shogunato de la Historia de Japón. Después, la difícil convivencia entre el Shogun y el Emperador, la postergaron a ser Residencia Imperial, manejándose «el cotarro» desde la Antigua Edo (Tokyo), ciudad que definitivamente y hasta la actualidad tomaría las riendas del país. Aún así nunca dejó de recibir influencias culturales y artísticas en todos los ámbitos, formando paso a paso y siglo a siglo al considerado como «verdadero corazón de Japón».
Aventurarse en Kyoto no es sencillo, por muchos planos y guías que se consulten. La primera imagen que se obtiene nada más llegar es la del tráfico, edificios sin carácter y una torre de comunicaciones que no pega en absoluto con la idealización que uno tiene. Pero tan sólo es eso, imagen. No hay que desconfiar ni tirar la toalla pensando en que alguien ha dado el cambiazo. Porque al final será inevitable encontrarse cara a cara con lugares mágicos y con esa mística que tanto se empeñan en relatar los escritores de viajes. A esta ciudad habría que compararla con una cebolla, a la que hay que irle quitando capas para descubrir su verdadero sabor.
Para conocer este lugar es necesario profundizar, atravesar callejones hasta de repente verse inmerso en un afán de espectacularidad que habla por sí mismo. Kyoto tiene dos dimensiones, uno mortal y otro inmortal. Y para gozar de la inmortalidad que posee esta ciudad hay que poner en alerta todos los sentidos y no dar nada por sentado. Entonces aparecerá ahí ese otro mundo de Samuráis, Dioses custodiando templos, Geishas saliendo y entrando de las Ochayas, humildes monjes rezando ante grandes estatuas, jardines diseñados para contemplar la belleza, y montañas que marcan las horas en un viejo reloj de arena.
Esta ciudad posee nada más y nada menos que 17 lugares registrados en la Lista del Patrimonio de la Humanidad, y no están demasiado juntos precisamente. Yo sabía que a todos no iba a poder ir ni en ese ni en todos los días que allí estuviera, además que había leído de otros que no formaban parte de la prestigiosa «colección de tesoros UNESCO», que tampoco quería perderme.
Fijándose en cualquier plano de Kyoto que se consulte es visible cómo la mayor concentración de templos, santuarios y jardines más importantes no están en el centro (Sanjo), sino en el norte, sur, este y oeste. Escogí una serie de lugares en el Área Este para poder ir caminando, y ya para el resto de los días iría a ver el resto. Así fui rellenando a boli un posible itinerario por los barrios de Higashiyama (Norte y Sur) y Gion. Y esto es lo que salió…
A pesar de saber que de la Estación de Trenes parten numerosos autobuses a los principales monumentos, preferí hacer la marcha caminando. Nada más salir de mi hotel crucé el Puente Shichijō, por donde pasaba un casi vacío Río Kamo en que las inmóviles garzas avistaban erguidas a sus futuras presas. Las casas son bajas, y es extraño que excedan las tres o cuatro alturas. Algunas de ellas son de madera, y más al internarme al barrio de Higashiyama Sur. Sin moverme de la acera y en frente del Museo Nacional de Kyoto se encontraba el primer templo que visité durante mi estancia en Kyoto. Sanjunsangendo no está en en la famosa lista de la UNESCO pero no desmerece en absoluto a los que sí están en ella. Me alegré mucho de que fuera el que inaugurara mi maratón de visitas en Kyoto. En un artículo del monográfico que la Revista Lonely Planet dedicó a Japón en febrero de 2008 se mencionan los paralelismos entre los Guerreros de Xi´an y el tesoro de este templo. La razón es que en el pabellón principal, alargado y de madera, hay un total de 1001 estatuas Kannon armadas realizadas con madera de ciprés japonés, además de otras muchas representantes de las deidades y figuras importantes del Budismo. La Kannon más grande, ubicada en el centro, separa una hilera de figuras en 10 filas y 50 columnas a cada lado que ponen los pelos de punta de sólo mirarlas. De las mil, 184 pertenecen al edificio original incendiado en 1249. Las demás son de su primera reconstrucción un siglo más tarde.
Sanjunsangendo me inyectó la primera dosis del veneno adictivo Kyoto, cuyo efecto inmediato fue eliminar de raíz la desconfianza ante la exageración habitual de los escritores de guías, y enamorarme minuto a minuto del bien llamado corazón de Japón. Y vaya, acababa de comenzar a caminar..
A la salida de este templo, bordeando la valla del Museo, tomé Higashioji-dori, donde a mi derecha se alzaban uniformes murallas que separaban de la calle otros dos templos más, donde no había turistas (Myoho-in y Chishaku-in). Apenas unos minutos más adelante giré a mano derecha para ascender las escaleras de un viejo mausoleo de madera donde varias personas ancianas rezaban ante uno de los altares. Era el fin de «la ciudad propiamente dicha» y la entrada a esa otra dimensión espiritual de Kyoto que ya me había abducido por completo. El ruido de los coches dejó de escucharse para dar paso al piar de los pajarillos, al repicar de campanas, y al andar sosegado de los fieles que no pronunciaban una sola palabra.
Por una de las salidas del mausoleo accedí a un camino bastante empinado que según mis cálculos tenía que llegar al Templo Kiyomizu-dera, que de seguro fue el más hermoso que tuve el placer de visitar aquel día. El pequeño esfuerzo que supuso ascender la cuesta me empapó completamente de sudor. El calor y la humedad provocan en verano un bochorno horrible que aniquila los efectos de la ducha en unos pocos minutos. No es de extrañar que los japoneses siempre vayan con toallitas con las que secarse la cara. Es lo que tienes que asumir cuando viajas a esa zona de Asia en pleno verano, que te vas a asar de calor y a fastidiar con la lluvia. Afortunadamente sólo padecí lo primero, algo que firmaba sin pensar antes de ir.
Dicha cuesta, por no llamarla rampa, atraviesa un cementerio y se va adentrando por el monte, dejando atrás todo rastro de ciudad, tan sólo visible en la lejana torre de telecomunicaciones casi inapreciable por la bruma y la humedad. En este camino apenas me crucé con cuatro o cinco personas, cosa que me extrañó ya que había leído que Kiyomizu era uno de los templos más visitados de Kyoto. Pero caí en la cuenta de que los turistas suben por otra calle (Chawan-zaka) repleta de comercios a ambos lados. Más tarde comprobaría cómo un muchísimos japoneses (en Japón el turismo local es mayoritario) se movían como hormiguitas para ir y venir del templo.
La Puerta Niomon, con sus dioses y leones protectores, es la entrada principal al conjunto de 20 edificios de madera pertenecientes al inmenso complejo. El Templo del Agua pura (Kiyomizu es «agua pura» y dera es «templo») se asoma a la colina desde el año 798, aunque su aspecto actual es del Siglo XVII. Junto al Pabellón Dorado de Kinkaju-ji es la imagen más repetida tanto en carteles como postales de la ciudad. En magnitud, tamaño y belleza es superior a éste. E incluso en Historia e influencia porque es uno de los centros religiosos más importantes del Budismo en Japón. No es extraño que además de turistas vayan peregrinos y fieles buscando «purificarse» en las aguas frescas que manan de allí, ya que según la tradición tienen propiedades que garantizan la fertilidad y la longevidad de quienes las prueban.
En la reciente votación de las Nuevas 7 Maravillas del Mundo, no exenta de polémica, estuvo entre las 21 finalistas. No llegó a ser declarada «Maravilla» al quedar detrás de los que fueron los más votados por teléfono e internet: La Muralla China, Taj Mahal, Chitzen Itzá, Petra, el Coliseo romano, el Cristo de Corcovado y Machu Pichu. Por supuesto la Gran Pirámide quedó como «Maravilla Honorífica». A mí personalmente me faltan nombres y me sobran otros. Personalmente no hubiera incluido ni el Cristo Redentor ni el Coliseo, y sí que hubiera metido a Santa Sofia y Angkor. El sistema de votación no me pareció demasiado democrático y creo que se tiró a lo fácil. ¿Acaso tiene la misma facilidad para votar un chino que un camboyano? Y ojo, que la Muralla China sí que la considero una de las Maravillas de la Humanidad sin duda alguna. Pero bueno, que para gustos los colores. Estoy seguro de que cada uno de vosotros tiene una lista con sus 7 Maravillas del Mundo. Esa es la que debe prevalecer sobre todas las demás.
Como decía, Kiyomuzu fue la candidata japonesa para tal evento. Y motivos no faltaban para que así fuera. Porque tras subir las escaleras y pasar por la Puerta de los dos Reyes (Niomon), dejar atrás la roja y blanca Puerta del Este, la Torre de la Campana o la preciosa Pagoda de 3 pisos más alta de Japón…se llega al Pabellón principal, llamado Hon-do, que resume la esencia de este lugar.
De una forma impecable, dos santuarios se yerguen sobre una plataforma de madera, cual terraza en la colina, está soportada por columnas de hasta 15 metros de alto que no están cimentadas bajo el suelo sino que se apoyan sobre bases de piedra. Una especie de milagro arquitectónico que aúna trabajo, precisión e inteligencia, además de lograr un ensamblaje ejemplar en la Naturaleza, en la que participa activamente. Ese es el truco o, mejor dicho, la misión de muchos de los templos de Kyoto, fusionarse con los árboles, las cascadas, el verde de los arbustos, las rocas o la tierra propiamente dicha. Cohesión y convivencia armónica y perfecta con la Madre Naturaleza, que gobierna todo lo que nos rodea y a la que hay que respetar sobre todas las cosas.
El Hon-do, con sus dos santuarios (uno de madera exterior de 16 m. de alto y otro interior de piedra), conviven sobre el matemático entarimado desde donde se hacían representaciones de Kabuki (teatro japonés) y de danza bajo las estrellas. Aunque también era utilizado para otras actividades menos artísticas y más propias de la superstición y la superchería popular. Hay un dicho japonés que se refiere a «Saltar de la terraza de Kiyumizu-dera» cuando se debe tomar una decisión arriesgada asumiendo todas las consecuencias. Algo así como a lo que nosotros nos referiríamos con «hay que tirarse a la piscina». Pero la significación japonesa no es un ejemplo baladí sino algo que fue llevado a cabo de forma literal durante el Período Edo o Tokugawa (1603-1868) cuando se decía que si se saltaba de la plataforma se cumplirían los deseos de quien sobreviviera a la caída. Hay una altura considerable (13 metros), pero la profusa vegetación podía amortiguar el golpe. Tenemos datos de quienes realizaron semejante locura durante los siglos de Gobierno Edo. De los 234 valientes y temerarios, sobrevivió un 84%. ¡Esos son más de 30 muertos en el intento! Y a saber cómo quedaron los supervivientes, o tullidos o agilipollados, aunque me temo que la segunda opción venía ya de serie.
Dejando atrás la quebrada y el Hon-do, en la parte alta de Kiyomizu hay un pequeño edificio de madera (Okuno-in) desde donde se toman las mejores fotografías de la Plataforma y sus santuarios. Probablemente de allí son las que se pueden ver en postales, libretos y posters del monumento. Tiene que ser delicioso observar el conjunto en pleno invierno, con las copas de los árboles bañadas en nieve, o en primavera, con los cerezos en flor coloreando de rosa el precioso jardín (más bien bosque por la abundante vegetación).
Siguiendo el camino se puede llegar a otra pagoda (Koyasu-no-to), más pequeña que la anterior y sin tanto color y detalle, que parece haber brotado de la tierra. A partir de ahí, el sendero desciende dando la vuelta hacia la parte baja del Hon-do, y donde hay que hacer una parada ineludible justo debajo del ya mencionado Okuno-in. Es allí donde acuden los fieles a beber del agua sagrada que emana de «La Cascada del Sonido de las Plumas», origen del Templo Kiyomizu, que posee tres canalones de piedra donde los japoneses buscan obtener el preciado líquido de la suerte, fertilidad y longevidad. Pero ojo, según la tradición no hay que beber de los tres chorros. Si se hace, será considerado por los Dioses como un gesto avaricioso y el poder del agua retornará en negativo y reportará mala fortuna.
Kiyomizu-dera es un lugar absolutamente imprescindible en toda visita a Kyoto y por extensión a Japón. Una obra arquitectónica cuya perfección y sincronización con la Naturaleza del entorno se alían con la Historia y la Leyenda de un tiempo ya pasado con sabor imperial. Y, como alma del sur de Higashiyama, es punto de referencia de bonitas calles y senderos de varios kilómetros, que zigzaguean en un recorrido apasionante por el este de Kyoto.
A partir de este punto, me basé para hacer mi recorrido en las recomendaciones de la Guía de Japón de Lonely Planet, que cuenta con un apartado especial titulado CIRCUITO A PIE POR EL SUR DE HIGASHIYAMA (Japón, 2ª ed. marzo 2008, p.343), el cual me vino fenomenal para saber qué caminos tomar y qué lugares no debía perderme. Los callejones y rincones con sabor tradicional que parten de Kiyomizu-dera toman el pulso al Kyoto más sosegado, de puertas corredizas y tarimas donde tomar el té observando el jugueteo de los peces de colores en los minúsculos estanques que se pueden ver tras los escondidos jardines separados por paredes de madera.
Desde el templo descendí por Kiyomizu-michi, como un salmón a contracorriente entre medias de una disciplinada muchedumbre japonesa que se disponía a llegar a los tres chorros de la fortuna donde acababa de estar. A unos 200 metros la calle se divide en varias ramas y tomé la de la derecha, que se distingue por un empinado tramo de escaleras que bajan a la Sannen-zaka (calle cuyo nombre quiere decir «colina de tres años» refiriéndose a la superstición de que si uno se cae allí le esperan 3 años de mala suerte).
Así que con cuidado y procurando no tropezar (que nunca se sabe) me dispuse a descender los escalones. Pegado a la pared, un monje mendicante se encorvaba extendiendo su mano para mostrar un pequeño cuenco negro donde recibir las limosnas. Su clásico sombrero «chino» de paja (que en Japón también se usan en el campo) no permitía que nadie le mirara a los ojos, que dirigía hacia el suelo. Es curioso ver un religioso mendigando, pero no era la primera vez que me encontraba con uno de ellos, ya que días antes en pleno centro de Ginza (Tokyo) vi uno caminando despacio con un cuenco negro y tocando una campanita. La existencia de los monjes budistas mendicantes viene de antiguo, y se explica por el deseo de mantener un agrio desapego hacia lo material. Los zen (que son los que se ven en Japón en esta posición) pasan sus días meditando en el templo y pidiendo en las ciudades y aldeas para comer.
Sannen-zaka es una callejuela adoquinada por la que da gusto pasear. Sus viviendas de madera, las tiendas con producos típicos o las tradicionales casas de té nos hacen olvidar por un rato la estresante vida de la gran ciudad y nos sumergen en un escaparate casi aldeano. De vez en cuando un pequeño templo sin nombre, una torii que pasa desapercibida, una antigua casa con jardín que se mantiene con los siglos donde la decoración interior es mínima y las paredes de piedra no existen. Las aves aletean con fuerza en un ir y venir veloz y constante. No hay que olvidar que nos encontramos en una colina y que a no demasiados metros de la calle se cobijan esbeltos y densos bosques que se alimentan sobre todo de las intensas lluvias de julio que se estaban haciendo de rogar.
A Sannen-zaka le sucede Ninnen-Zaka (colina de los dos años, «de mala suerte», ya se sabe) después de cruzar una estrecha carretera donde volví a ver los automóviles y a cuya izquierda, unos metros más allá, se distingue la Pagoda Yasaka de 5 plantas (no confundir con el Santuario Yasaka, que está más al norte, en Gion), por la que pasaría más detenidamente durante mi última tarde en Kyoto. A partir de Ninnen-Zaka se puede decir que uno va perfilando la vertiente más oriental de Gion, probablemente el Barrio tradicional por antonomasia de la ciudad y donde más probabilidad se tiene de ver una geisha o una maiko (aprendiz), misión menos fácil de lo que parece.
Las casas tradicionales se van sucediendo y es muy recomendable adentrarse en alguno de los laberínticos callejones con olor a ciprés donde se percibe el caminar descalzo sobre las tarimas. Viejos faroles anclados en la pared, testigos de mil y una historias, salen al encuentro del visitante, que duda por ir a un lado u otro.
En Nene-no-michi aparecen las escalinatas que se dirigen, tal y como viene en señales y carteles, a Kodai-ji (o Templo de Nene), también Patrimonio de la Humanidad, más coqueto que Kiyomizu-dera u otros lugares de Higashiyama, pero que merece una visita. Lo de «Nene» se refiere al nombre de la esposa de Toyotomi Hideyoshi, que fue un líder militar designado por el Shogun, que invadió Corea y unificó Japón allá por el último tercio del Siglo XVI. Tras la muerte de Hideyoshi en 1598 su viuda Nene mandó construir un templo para rezar y honrar a su marido asesinado por intrigas y ambiciones de poder. En la época debió ser mucho más grande, pero los siempre dañinos incendios dejaron en pie tan solo 10 edificios, que reciben sombra de un bosque de bambú. La casa del abad principal (Bonzo) y sobre todo, «el pasillo del Dragón», que se asemeja a la espina dorsal del gran animal mitológico, son algunos de los elementos más asombosos que componen el conjunto.
Practicamente unido a Kodai-ji, por su lado derecho, se encuentra el Ryozen Kannon, otro templo con una estatua de hormigón de 24 metros que homenajea a las víctimas japonesas de la II Guerra Mundial.
Bajando de nuevo las escalinatas, justo en frente de ambos templos, entré a Entoku-in, la pequeña casa donde vivió y murió Nene, y que puede considerarse incluso como una parte más de Kodai-ji. Es por ello que la calle adoquinada que separa ambas es conocida como «La Calle de Nene» (Nene-no-michi), la cual, por cierto, me regaló uno de los momentos más estupendos y recordados del viaje. Y es que en ese lugar fue donde vi por primera vez a una maiko. Bueno, mejor dicho, donde por primera vez vi a dos maikos!! Me imagino que muchos sabrán a que me refiero pero…y los demás, ¿sabéis qué es una maiko? Quizás debería haberla llamado «Aprendiz de Geisha».
Las Geishas son verdaderas profesionales del entretenimiento en Japón desde principios del Siglo XVIII. Sus conocimientos artísticos y su cuidada y dilatada educación les llevó a ser mujeres de compañía para clientes de alto standing, que no reparan en gastos para financiar su elevado caché. Son más que probadas sus habilidades musicales o su pericia en el baile, en el manejo de abanicos, en la conversación, o en la ceremonia del té. Y esto es importante: No hay que confundir ser geisha con ser prostituta. Su función es de mero acompañamiento y entretenimiento del personal que las contrata para cenas u otras actividades. Para nada la función de una geisha es acostarse con sus clientes. Algunos libros y películas no han hecho justicia a estas mujeres y han provocado que muchos occidentales las asociemos con las cortesanas de baja cuna y alta cama. Es cierto que se han podido dar casos en que no han querido o sabido rechazar cifras astronómicas de caprichosos millonarios ardiendo en deseos de ver y probar qué hay debajo de sus aparatosos kimonos. Pero decir que eso es lo normal es estar muy equivocado.
Ser geisha no es para nada sencillo. Requieren de una educación y una extrema dedicación desde su niñez. El aprendizaje va pasando por varias etapas, hasta que después de años acompañando, sirviendo, y estudiando distintas disciplinas (saben tocar numerosos instrumentos musicales), se convierten en geishas. Su caché, como comenté antes, puede ser muy elevado. Una cena íntima en una ochaya (algo más que un clásico salón de té) puede reportarles más de 3000 €. Normalmente sus clientes son ricos empresarios a los que gusta demostrar su prestigio y su poder económico.
Su atuendo es más florido y delicado cuanto más jóvenes son. La imagen que todos tenemos de una geisha, con sus kimonos y su maquillaje blanco o sus trabajadísimos peinados es más propio de la última etapa de su aprendizaje, es decir, cuando son Maikos.
La figura de una maiko es particular y única de Kyoto, que se ha convertido en la reserva espiritual de las Geishas (llamadas Geikos en el dialecto del japonés que allí se habla). Es en esta ciudad donde aún pueden verse a estas mujeres saliendo y entrando de los Salones de té, de lujosos restaurantes o incluso de inasequibles Ryokan. Pero hay menos de las que parece. Se calcula que de las 80000 geishas y maikos de hace casi un siglo, tan sólo quedan 100 de cada en Kyoto. Es por ello que no es tan fácil como parece encontrarse con ellas, aunque, por supuesto, hay más probabilidades de éxito en el distrito de Gion y sus alrededores, siempre llenos de cafés, ochayas, restaurantes y ryokan. Se juega con la ventaja de que no pasan precisamente desapercibidas. La complicación está en verlas entre la multitud de turistas que se arremolinan ante ellas en cuanto aparecen para fusilarlas con las cámaras de fotos.
Por ello aquel momento en Nene-no-michi se convirtió algo mágico, fabuloso e inolvidable. Porque apenas había nadie en esa calle cuando me percaté de la presencia de dos maikos por el sonido repicante de sus grandes zuecos de madera (okobo) que paseaban juntas y muy lentamente. Me acerqué junto a una chica norteamericana que también se había percatado de la presencia de estas mujeres. Ambas portaban preciosos kimonos. El de la más alta era rojo con flores estampadas, y el otro era de una tonalidad más similar al granate, aunque también con flores. En los cuellos de sus kimonos había pequeñas figuras bordadas, lo que nos indicó inequívocamente que eran maikos y no geishas (el bordado de sus cuellos es siempre blanco). El peinado de ambas era similar, muy elaborado y sostenido por peinetas, orquillas de laca y adornos florales. Sus rostros convenientemente maquillados de color blanco, contrastaba con el rojo de sus finísimos labios que jamás dejaron de sonreir.
Portaban una especie de cesta cerrada con un sugerente lazo que supongo les serviría de bolso. Les pregunté con mucho respeto si me permitían hacerles alguna fotografía, y ellas, muy amablemente y con un tono de voz muy suave, accedieron y se detuvieron ante nosotros para ser retratadas. El silencio de la calle y la serenidad que reflejaban sus ojos parecieron detener el tiempo, como si nada ni nadie quisiera que ese momento se rompiera. Con movimientos pausados y al unísono se giraron mostrando sus sensuales nucas, que no estaban del todo coloreadas de blanco. El «Poc, poc, poc» que originaban sus zapatos de madera se fue alejando hasta hacerme despertar de algo que había hecho soñar y trasladarme por un instante al interior de un viejo libro. Me sentí afortunado y deseoso de volver a tener otro encuento con más maikos, y por supuesto, con alguna geisha, sin duda, mucho más escurridiza.
Con la imagen en mi cabeza de las dos maikos continué mi camino, atravesando el Parque Maruyama y dejando al Santuario Yasaka a la derecha, ya que era consciente de que días después volvería por esos lares. Maruyama es lugar de encuentro y esparcimiento de japoneses y turistas extranjeros, que se sientan a charlar, a comer o simplemente a relajarse mientras contemplan a los cisnes o se dejan llevar por el sondeo que hace el viento a los cerezos en flor.
Con el hambre a las puertas, decidí aguantar un poco más y seguir mi escalada por Higashiyama. El sur se estaba empezando a convertir en norte, aunque el límite que indicaba la guía era el Santuario Heian Jingū, poseedor de una Torii de acero descomunal. Esperaría a estar cerca de allí para meterme en algún restaurante. Me faltaba todavía entrar al recinto Chion-in, templo formidable donde los haya, que me cautivó totalmente por su majestuosidad. Subí las escaleras donde me esperaba la Puerta principal de dos plantas (San-mon) que presume de tener las mayores dimensiones existentes en en el país nipón (24 metros de alto). Y casualmente Chion-in también cuenta con otro record de tamaño, ya que alberga la campana más grande de Japón, de nada más y nada menos que 76 toneladas. Para anunciar la llegada del nuevo año, es tañida por los monjes del templo. ¿Sabéis cuántos se necesitan para repicar? Diecisiete, casi nada…
Chion-in se construyó en 1234 sobre el lugar en que un célebre monje llamado Hōnen impartió sus enseñanzas hasta su muerte. El propio Hōnen fundó la Escuela de budismo Jōdo, que para los mal pensados viene a significar «Tierra pura», y este templo sirve en la actualidad como sede de la misma. Uno de los preceptos principales de esta escuela radica en que es posible renacer en el paraíso (La Tierra Pura) donde alcanzar el último estado, el Nirvana. La severa disciplina a seguir para lograrlo se aprende allí, aunque no sabría si recomendarlo teniendo en cuenta que el propio Hōnen falleció tras un ayuno más largo de lo normal. El Jōdo es una de las escuelas con más adeptos dentro de Japón, y Chion-in es su centro neurálgico. En el pabellón principal, grandioso pero austero, se estaba celebrando una ceremonia. Y como siempre, me prohibieron hacer fotos, aunque me temo que sus palabras no gozaron del éxito deseado. El crujir de la madera que originaban mis pasos se mezclaron con el canto veloz e ininterrumpido de los monjes que estaban realmente metidos en sus oraciones al Gran Buda Amida de un precioso altar de oro.
A cuatro minutos a pie al norte de Chion-in hay otro templo a destacar como es Shoren-in, caracterizado por los gigantescos árboles (algunos de 40 metros) que hay en sus jardines. Revisando la documentación que tengo de Japón, supe que los mismos se llaman «Alcanforeros», que pueden vivir más de 1000 años y que generan una sustancia química llamada…Alcanfor!! Sí, la misma que ahuyenta las polillas de los armarios o que alivia los síntomas del resfriado. Qué cosas, vaya!
Bajo una saturación de templos que me aturullaba la cabeza necesitaba descansar. Ya puedes estar quince años seguidos visitando monumentos en Kyoto, que aún habrá más y más. Hay tal cantidad de cosas que ver que como no se seleccione un poco y se aminore la marcha, te vuelves absolutamente loco. Es por ello que hay que destinar los días que se pueda a esta zona, para no ser avasallados por el virus del turista pesado. Aunque con un calendario ajustado como el que tenemos el 99% de los viajeros, lo que hay que saber hacer es priorizar y aprovechar el tiempo al máximo. Reconozco que es difícil, muy difícil, e incluso cansado. Pero no hay más remedio cuando se lleva un billete cerrado acorde al corto período de vacaciones del que disponemos.
Asimilar y asumir todas las vivencias durante la última semana fue complicado. Algo que hice en el restaurante en que me detuve a comer un delicioso pollo con curry fue revisar las fotos realizadas hasta el momento. Y madre mía…había hecho más cosas en siete días que en muchos meses seguidos en Madrid. Vivir y sentir un país como Japón te cambia los esquemas de forma radical. No es sencillo pasar de cruzarte con tu vecina Maruja en el supermercado cuando sales del trabajo a encontrarte con una gothic lolita cubriéndose con un paraguas negro o con una aprendiz de maiko experta en el dominio del abanico. Colocar cada cosa en su sitio lleva su tiempo, a veces tanto, que uno no se da cuenta de lo que ha vivido hasta que pasan varios días del regreso. Vaya, qué fantástico es viajar, qué cúmulo de sensaciones, qué grande…
Dejé los palillos sobre el plato vacío, y tras un buen té verde, ya saciado, pagué mi cuenta. No recuerdo cuánto fue, pero no creo que llegara a los 700 yenes (ni 4 euros). Así da gusto. Para que luego digan que este país es caro. Lo es cuando uno quiere que así sea. Alojándose en un Hyatt y comiendo ternera de Kobe todas las noches, por supuesto que lo es.
Heian Jingu no es un santuario sintoísta cualquiera, ni en su significado ni mucho menos en su significante. Por supuesto que cuenta con la típica torii (Puerta Sinto) roja que preceden a todos y cada uno de los santuarios de este tipo. Pero sus ¡¡34 metros!! de acero hacen de ésta la más impresionante de Japón (no la más bonita, para eso hay que pedir permiso a la de Miyajima). Sin duda es el preludio perfecto antes de alucinar con un precioso y armónico conjunto de edificios pintados de rojo intenso y con tejados azul turquesa, que contrastan con la tierra blanca del patio. Sé que lo digo muy a menudo pero repetiré tópico una vez más. Copio y pego: «Uno de los lugares que más me gustó y que nadie debería perderse. No es por casualidad que también sea Patrimonio de la Humanidad». Si es que esta frase es válida en muchas ocasiones!!
La construcción de Heian Jingu en 1895 se explica por el orgullo y la nostalgia de un pueblo como es el de Kyoto, que vio cómo su Emperador se marchaba y se les arrebataba de un plumazo la capitalidad que habían defendido durante más de mil años. Cuando Tokyo acaparó todos los poderes posibles, Kyoto se sintió herida y despreciada. El Gobierno nipón quiso, por lo tanto, «regalar» a sus ciudadanos una réplica del Palacio de Kammu, el primer Emperador que fijó su residencia en la antigua Heian-kyō (que significa «capital de la Paz y la tranquilidad», es decir, Kyoto). No es una reproducción absolutamente fiel, debido a que quienes diseñaron el proyecto se tuvieron que basar en documentos antiguos y en el proceder habitual en la arquitectura de la época puesto que dicho Palacio fue completamente destruido en dos incendios ocurridos con una anterioridad superior a diez siglos. Las dimensiones tampoco son exactas, ya que su escala se redujo a dos terceras partes del original.
El complejo se caracteriza por su simetría y orden siguiendo los cánones del Feng-shui. A 500 metros de la Torii de 34 metros de altura, un inmenso portón da paso a un vastísimo patio de arena blanca. A derecha e izquierda dos pabellones menores, y de frente el santuario principal donde se celebran las ceremonias propias del sintoísmo, el cual fue restaurado a finales de los setenta por culpa de un incendio. Está flanqueado por dos torres de estilo chino con dos plantas («Tigre blanco» al este y «Dragón azul» al oeste) que para mí son las verdaderas estrellas de Heian Jingu. Justo detrás del edificio principal a muy poca distancia, se ubica un pabellón más pequeño y sobrio, carente del rojo de las paredes y del azul de los tejadillos. Es conocido como «Hondo» y es donde reposan los restos del primer Emperador residente en Kyoto (Kammu) y del último (Komei).
Particularmente no visité los jardines anexos al Santuario, más bien por el desconocimiento de «su calidad» que amigos como Flapy me indicaron al día siguiente. Ya en casa y a través de internet encontré bastante información al respecto, así que desde aquí aconsejo que si váis a este lugar no os lo dejéis en el tintero.
Para continuar la maratoniana jornada en Kyoto a la que aún le faltaban varias horas tomé un autobús junto a la Torii de acero hacia Ginkaku-ji (El Templo del Pabellón de Plata) en el extremo norte de Higashiyama. Debo comentar que la red de buses de la ciudad es realmente buena para acceder a los monumentos, que en la mayoría de los casos se encuentran fuera del del centro. Junto a la ultramoderna Estación de trenes se puede subir al amplio repertorio de autobuses que paran por los principales templos y lugares a visitar (220 yenes el trayecto aunque hay tarjetas de uno o varios días). Lo mejor es hacerse con un mapa, y si se tiene valor y paciencia, preguntar en el hotel u oficina de turismo correspondiente. Aunque me temo que como no se use una pronunciación exacta que ni el mismo Akira Kurosawa, no se van a enterar de nada. Pero eso sí, con una amabilísima sonrisa.
Era mi primer bus japo y, para no variar, las diferencias con otros países son reseñables. Y, para no variar nuevamente, dichas diferencias pueden verse como lógicas y razonables en un país con tanta gente y en el que se penaliza la lentitud. Se entra por la puerta trasera y se baja por la delantera después de pagar. La megafonía avisa en japonés a los pasajeros del nombre de cada parada, y en el caso de tratarse de un lugar turístico, lo hace en inglés. Cuando el autobús llega a la parada en que deseas bajarte hay que dirigirse a la cabina del conductor donde hay una «Máquina de pago». En la maquinita en cuestión hay un cajetín transparente donde echar las monedas. Si das el dinero justo, sayonara baby! Si das de más, te devolverá automáticament el sobrante. ¿Y en el caso de tener un billete? Sencillo, se mete por una ranura y te lo cambia por monedas, para que en esta ocasión sí, se puedan introducir en el cajetín habitual. Con esto se consigue evitar que la típica anciana se ponga a revisar su monedero, que el conductor diga que no tiene cambio, y que la entrada no se retarde con la compra de tickets. Aún así a mí en esta primera vez me tocó ponerle caras al señor que estaba al volante cuando aparecí con mi billete de 1000 yenes. Tal y como me indicó a través de señas lo introduje en la ranurita y al ver que me devolvía monedas, me supuse que ya se lo había cobrado. Así que las cogí y cuando me disponía a bajar me dijo «Sumimasen!!» (Disculpe!!), tomó los yenes de mi mano, e introdujo la cantidad exacta. Vaya, cosas que pasan cuando no se conocen los hábitos en el extranjero, que vas más perdido que Marco en el día de la madre.
El autobús se detuvo en la parada más próxima a Ginkaku-ji, tal y como avisó la megafonía. La totalidad de los ocupantes vaciamos el vehículo y nos dirigimos a la vez al mismo destino, otra de las «recomendaciones» de UNESCO, guías y artículos de la ciudad, y que particularmente formó parte de mi diminuta lista de «chascos y decepciones de Japón». Porque pagar en taquilla los 500 Yenes con toda la ilusión del mundo y encontrarme diez segundos más tarde con que el Pabellón de Plata estaba completamente tapado con una lona por estar restaurándose, fue un bajonazo. Ese tipo de cosas debían advertirse en la entrada, sobre todo cuando llevas tropecientos templos vistos y aún quedan otros tropecientos por ver. Cierto es que nada se puede decir en contra de la belleza de sus jardines y de su privilegiada ubicación. Por unas cosas u otras se ha convertido en uno de los favoritos para los turistas junto al «Pabellón de Oro» (Kinkaku-ji) y «Kiyomizu-dera», aunque personalente no estoy demasiado seguro de que esté al mismo nivel que éstos.
El Shogun Yoshimasa (1358-1408) mandó construir su última residencia en este lugar del Norte de Higashiyama, alejado del centro neurálgico de la que fuera capital de Japón y con una extensión de tierra más de treinta veces superior a la actual. El propio Yoshimasa, quiso honrar a su abuelo (que cubrió de oro Kinkaku-ji) revistiendo su pabellón más hermoso con láminas de plata, aunque no pudo lograr su objetivo tras el estallido de una cruenta guerra civil. Tras la muerte de Yoshimasa el complejo se convirtió en Templo, y pasó a llamarse «Templo de la Merced Brillante» (Jisho-ji) haciendo una curiosa referencia al color de la pátina que jamás llegó a recubrir la madera de aquella construcción. Hoy día es conocido como Ginkaku-ji, que literalmente significa Templo del Pabellón de Plata. El mismo que aquel viernes de julio tan sólo pude intuir ligeramente tras la pesada y reluciente lona blanca.
Pero como dije antes, el emplazamiento y el paisaje, ambos estelares, acabaron con mi decepción de un plumazo. Me impresionaron los sorprendentes jardines de musgo, cuidados y retocados a la perfección, aunque lo que más me llamó la atención fue el Jardín Zen que con arena blanca representa el mar y el Monte Fuji. Al parecer Ginkaku-ji era lugar predilecto para observar la luna, y se jugó con este elemento para plasmar la técnica y matemática más precisa del Budismo Zen en esta explanada de arena, que se convierte en un mar de olas que parecen agitarse con la luz lunar. Un cono que representa al Fujisan, también de arena, de casi dos metros de alto, realza esta incidencia lumínica regalando una mágica ilusión a quien contemple el fenómeno. En el paisajismo zen, nada, absolutamente nada, está hecho al azar. Al día siguiente lo comprobaría en otros templos, sobre todo en Ryōan-ji, donde se ubica el que es probablemente, el mejor y más impresionante Jardín Zen de todo Japón.
Ginkaku-ji puede considerarse a partes iguales como cabecera o cola del denominado «Paseo del Filósofo» (Tetsugaku-no-Michi) en función de si se va de sur a norte o de norte a sur. Su nombre hace honor a un viejo profesor de Filosofía de la Universidad de Kyoto que día tras día y durante muchos años lo recorría para mantener su forma física y ordenar su mente.
Es un agradable y tranquilo sendero jalonado por cerezos y un largo canal que bordea las montañas del nordeste de la ciudad. Es quizás en primavera cuando más vale la pena pasarse por aquí por el colorido que alcanzan dichos cerezos cuando florecen.
Bajo la sombra de los árboles estuve caminando pausadamente durante algo más de media hora, deteniéndome en algunos pequeños santuarios, entre los que me me llamó la atención el llamado Otoyo-Jinja, que custodiado por estatuas de dos perros a ambos lados de la puerta, había bastantes menciones, por no decir santificaciones y homenajes, a unos inmundos animalitos como son las ratas. Dos figuras de piedra de dos amigables «ratitas» recordaba al visitante que eran éstas las asignadas por el calendario chino para representar el año 2008. El Shinto venera a la Naturaleza en todos sus ámbitos. Y las ratas también tienen derecho a ser divinizadas… Se me están ocurriendo unas cuantas… Bueno, será mejor que no diga nada al respecto.
Estaba tan agotado y tenía tanto sueño que después de subirme a la tarima de madera de un templo que ni recuerdo cuál era (mirando un plano es posible que Nanzen-ji), me quedé profundamente dormido. El piar de los pajarillos y el sonido de las ramas sacudidas por el ligero viento de la tarde convirtieron un descanso corto en una siesta «made in Spain». Para que no se diga que las raíces y la tierra no tiran… Tampoco nos llevemos al equívoco, que no fue de las de «pijama y orinal» como decía el genio de Cela. Un rato traspuesto, lo suficiente para soportar la paliza a andar que me estaba dando ese día. Y para llevar a cabo con las mayores fuerzas posibles un objetivo primordial para la tarde/noche como era el de dar caza y captura, fotográficamente hablando, a alguna geisha o maiko que se cruzara por mi camino ya fuera en Pontochō o Gion, sus principales habitats en la ciudad.
En cuanto desperté anduve siguiendo un mapa hasta la primera estación de metro que encontré (Keage), a una buena distancia de allí. Pasaba un tren de la linea Tōzai y en tan sólo dos paradas me dejó en la Estación Sanjō Keihan, la más próxima a Pontochō, en pleno centro de Kyoto. Buscaba el mítico Callejón Pontochō, el más popular de Japón y probablemente uno de los más célebres de Asia. En cuanto pregunté dónde estaba lo ubiqué perfectamente en el plano de mi guía de viaje. Debía cruzar el Río Kamo en sentido oeste y lo encontraría. Así fue.
Caminar a través de las estrecheces del Callejón Pontochō es una de las experiencias más vitales de Japón aunque me temo que en los últimos tiempos se ha perdido un pedacito de autenticidad debido en parte al aumento del turismo. Aún así en estos tiempos de crisis me sorprendió no sólo aquí, sino en todo el viaje, no ver a tantos occidentales como esperaba. Caían los últimos retazos de Sol y los faroles de estilo oriental propagaban su luz tenue sobre el ya de por sí oscuro pasadizo. A ambos lados, izquierda y derecha, sólo hay restaurantes un tanto caros, cafés y, por supuesto ochayas…que son los Salones de té donde trabajan Geishas y Maikos cuando anochece. Los restaurantes más apetecibles son los de la izquierda si se va como hice yo en sentido bajada (de Sanjō a Shijo), ya que poseen amplias terrazas que dan al Río Kamo, donde se puede sentir más el fresco en las calurosísimas noches de verano en Kyoto. Especializados sobre todo en marisco y pescado crudo (Sushi y Sashimi), sus precios son algo mayores que en otros lugares de la ciudad, aunque tampoco son prohibitivos. Hay decenas de restaurantes a elegir, y en las puertas siempre espera algún camarero o camarera para introducir a los bien recibidos comensales. En el Callejón Pontochō la arquitectura de los edificios es un tanto tradicional, en muchas ocasiones de madera, haciéndonos recordar cómo debía ser el Japón clásico. Guirnaldas y farolillos rojos dan color a la travesía, que a pocos minutos de entrar la noche, empezaba a oler a las muchas cenas que se estaban preparando.
Mientras miraba detenidamente a uno de los pocos menús traducidos en el escaparate de un restaurante escuché cómo un soniquete hueco se repetía y cadenciosamente se iba haciendo más fuerte, más cercano. Era algo así como un Pok, Pok, Pok que no cesaba y que sentía más próximo a cada segundo. Dirigí la mirada al fondo del callejón y pude apreciar cómo se acercaba una mujer con un kimono de un verde más que llamativo. Segundos después ya vi cierto lo que mi cabeza deseaba, una maiko atravesando velozmente Pontochō con sus estruendosos zuecos de madera. Si decía que este callejón era una experiencia vital, imaginad cuando el mito se vuelve realidad y aparece un rostro blanco inmaculado por el maquillaje que tan sólo da tregua a unos finísimos labios rojos. La aprendiz de geisha se sentía incómoda bajo las atentísimas miradas de todos los que pasábamos por allí. Sus pasos adquirían una celeridad sorprendente para una señorita que va «montada» en tan desmesurados zapatones. Su paso se detuvo a la puerta de lo que debía ser una ochaya, llamó a la puerta, y esperó pacientemente a que alguien saliera a a abrir. Fue el único momento en que pude retratar medianamente bien a la tercera maiko que tenía fortuna de ver aquel día. La puerta se abrió y con una reverencia y un sonriente saludo, se introdujo bajo aquella clásica casa de madera donde muy probablemente fuera a desempeñar su labor artística y de entretenimiento para la que había sido instruída.
El callejón, que se recorre en algo menos de diez minutos a paso lento, me había regalado otro momento digno de apuntar en mi libreta de experiencias que guarda mi memoria, para posteriormente plasmarlo sobre el teclado de mi ordenador y que los demás lo leáis. Apenas llevaba una semana gambeteando en el País del Sol naciente y había recibido un cúmulo de imágenes e historias que aún necesitaba asimilar.
Recuerdo que jugué un poco más con la suerte y me hice otro viajecito de ida y vuelta por el Pasadizo Pontochō, pero nadie más volvió a aparecer. Salí del callejón y crucé el río Kamo por la calle Shijo-dori, que se adentra en el también tradicional Distrito de Gion y que conduce hasta el Santuario Yasaka-Jinja, que actúa como reducto principal de la espiritualidad de aquel barrio, que ha adquirido en los últimos años una pátina de turismo visible en los muchos comercios y restaurantes que hacen su eterno agosto con los turistas.
En Gion-Kobu, una de sus áreas más célebres, se conservan excelentes edificios de madera que conservan el espírito artístico y arquitectónico del Japón de finales del XVIII y primeros del XIX. Las clásicas construcciones son utilizadas como restaurantes o Salones de té, ya que también éste es un baluarte importantísimo en lo que a preservación del estilo y tradición japonesas se refiere.
Probablente fue este (junto a Kinkaku-ji, donde iría al día siguiente) el lugar donde más turistas me encontré, con sus cámaras preparadas para lo que pudiera pasar. Nunca se sabe si se tendrá la oportunidad de ver una Geisha o una maiko. Pero vaya si lo supe enseguida, porque la última alegría de la jornada llegó bajo el flash de dichas cámaras que inmortalizaban a otra señorita de cara blanca y kimono. En esta ocasión su vestido era más apagado, prevaleciendo el color negro sobre el verde y el rojo también presentes. Me figuré en un primer momento que era otra maiko, pero en el momento en que sin éxito trataba de hacer una buena fotografía, me fijé en un detalle que me llamó la atención. El bordado de su cuello era completamente blanco, algo que sólo pueden llevar…las Geishas.
La gente la observaba con curiosidad y respeto, en absoluto silencio, sin quitar ojo en su maquillaje o en su estupendo peinado. Caminaba mirando al suelo, y justo detrás de ella una chica le llevaba una bola, quien sabe si con más ropa. Agarrándose la tela de su kimono con la mano derecha saludó a otra persona que estaba a la puerta de un Café y que debía conocer. Si las cifras son ciertas, entre maikos y geishas hay unas doscientas, quizás menos, y repartidas en varias zonas del centro de Kyoto, por lo que es normal que la gente que trabaje por allí conozca a unas cuantas.
La geisha giró hacia su izquierda y se metió al Teatro Gion Kōbu Kaburen-jō, donde éstas danzan desde hace décadas. Esta clase de actuaciones tienen mucho éxito entre los turistas y los propios japoneses, apasionados de sus raíces y sus tradiciones más auténticas. Quizás es la manera más sencilla de verlas con tus propios ojos y seguir su buen hacer durante siglos. Porque nacieron y fueron preparadas para ser artistas del entretenimiento de los más privilegiados. Profesión totalmente en desuso y a la que hoy en día se dedican en un número muy inferior al de hace cien años. Pienso que su extinción es muy poco probable, sobre todo a corto y medio plazo, pero variará su público y por tanto, su razón de ser tendrá poco que ver con la de otros tiempos.
Con la imagen de la geisha en mi retina, y de todo lo que había tenido este día, entré a un bar cualquiera de un edificio cualquiera de Gion. Tomé una cenita ligera y me regaló una agradable conversación una de las pocas camareras con las que pude hablar inglés, algo tan difícil como improbable en este país. Al otro lado de la barra, un señor con traje y sombrero sorbía los tallarines con una inevitable e incómoda estridencia. La noche había caído, y en esa parte de la ciudad la vida no había hecho más que comenzar…
Sele
* Podéis ver y descargar las fotos correspondientes a este y otros capítulos en mi Álbum de Flickr.
5 Respuestas a “Viaje a Japón y las 2 Coreas: Capítulo 3”
No sé si has visto la peli de Lost in Translation recientemente o nada más volver de Japón, pero una de las escenas cuando Scarlett se pira a Kyoto está en Heian Jingu. Concretamente es aquella escena en la que mira detenidamente lo que debe ser una boda, en la que el novio coge de la mano a la novia para ayudarla a subir los escalones de lo que es la puerta de acceso al templo (en la peli salen del complejo).
Yo también encontré el templo del Pabellón de Plata en obras, pero el interior con el jardín zen, el jardín de musgo y el camino que rodea al templo me parecieron una maravilla. Si algo tiene Japón es el cuidado a los espacios naturales.
La ví antes y después. Lo de Heian Jingu me di cuenta cuando la ví la última vez. Reconocí muchos sitios en la película en los que había estado «pululando» a mi aire. Tengo que volver a Japón!!
Sele
Yo tengo unas ganas de volver que no se me quitan con el paso del tiempo, sino que van en aumento. Y leyendo tus relatos estoy por coger el primero avión ¡¡¡y me planto allí ya mismo!!!
busco una estatua de un hombre sentado con una especie de megafono cerca de una bahia de oriente.
Tuviste mucha suerte con esas dos Maikos!!! si hay mas gente no suelen pararse…
Van preciosas ^_^