Viaje al Sur de África en 4x4 (9): Aires de Namibia

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Viaje al Sur de África en 4×4 (9): Aires de Namibia

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11 de agosto: LA FRANJA DE CAPRIVI Y LA SONRISA DE UN PUEBLO

Aquel martes comenzaba una serie de etapas que nos llevarían a internarnos a un nuevo país como Namibia y, por lo tanto, a abandonar a Botswana, que queda anotada en mi lista de favoritas porque allí fue donde recibí la mayor explosión de Naturaleza salvaje que había tenido ocasión de disfrutar en mi vida. Con la premisa de «otro país al que hay que volver como sea», recogimos nuestros bártulos para retomar el camino. Nos esperaban varios días de mucho coche, de largas distancias, y quizás de una condensación exagerada de horas en carretera que nos daría que pensar.

Teníamos dos opciones para ir a Namibia desde Kasane, o bien por el norte pasando por Zambia y llegando directamente a la población de Katima Mulilo, lo que suponía más trámites fronterizos y quizás más lentitud (sin olvidarnos que no teníamos permisos de la Oficina de Alquiler para pasarlo allí), o bien ir por el Sur del Río Chobe, atravesando aproximadamente 65 km de este Parque y entrando al país por la frontera de Ngoma Bridge (Puente Ngoma). Escogimos directamente esta última, que aunque requiere permisos para el Parque Nacional Chobe, contábamos con un salvoconducto infalible, el reverso escrito por nuestros amigos los guardas de la Mababe Gate, con el que nos iban a dejar atravesar el Chobe las veces que hiciera falta.

BOTSWANA, ADIÓS CON EL CORAZÓN…

El camino a Ngoma Bridge fue realmente sencillo, ya que el estado de la carretera era excepcional. No debimos tardar ni una hora en llegar al puesto fronterizo situado en un altozano desde el que se veía una planicie repleta de humedales, también Reserva natural, donde había esparcidos varios Baobabs, a cada cual más grande. Con ese grosor sí que es fácil imaginarse que haya por Sudáfrica un bar excavado dentro de un tronco de este tipo de árboles tan peculiares y que tan bien iconizan al Continente africano. Son muchos los que han llegado a superar los mil años de vida, y es que los científicamente llamados Adansonia Digitata, son testigos vivos de la Historia y Vida de África.

Los cotidianos papeleos para registrar nuestra salida de Botswana no nos llevaron más que cinco minutos. Tan sólo estábamos nosotros y una de las personas que habíamos conocido en el trayecto en barco por el Chobe la tarde anterior, un hombre de unos cincuenta años de Los Ángeles que nos dio larga conversación en un español más que aceptable y al que le habíamos puesto el mote de «profesor loco». Así que durante ese tiempo de salida de un país y entrada a otro no pasaron más coches que los nuestros, lo que habla de que afortunadamente, y muy al contrario de lo que pensaba anteriormente, no existe aún un turismo masificado en la zona.

WILLKOMMEN NAMIBIA!! UN POCO DE HISTORIA

Varios kilometros ya cruzado el Río Chobe (que pasa a llamarse Kwando) por el famoso Puente Ngoma, con nuestra salida de Botswana ya sellada, fue el momento de registrar la entrada al nuevo país en formar parte de nuestro recorrido, Namibia, y que no supuso más inconvenientes que los mismos de rellenar solicitudes con nuestros datos y los de los Land Rover. Curiosamente con cada sello en nuestros pasaportes (visado gratuito para miembros de la Unión Europea) venía un kit de folletos turísticos y mapas detallados de todas las regiones namibias, que complementaban el grandísimo Plano de carreteras del África Austral (Marco Polo) que llevábamos y que tenía zonas muy poco detalladas. La verdad que fue un detalle del que debían aprender muchos países que se preocupan más de electrificar los espinos de sus vallas fronterizas que de recibir cálidamente a las personas que les visitan.

Un cartel nos dio la bienvenida a Namibia, un país relativamente moderno ya que es completamente independiente P1080644desde 1989. Pero su historia es tan agitada como la del total de naciones africanas, diseccionadas y repartidas según el antojo de la Europa del XIX. Y es que durante el último tercio de ese siglo se había convertido en colonia alemana (África del Suroeste alemana) gracias al empeño de Adolf Lüderitz en anexionar este árido territorio a su país, que en ese momento estaba gobernado por el Canciller de Hierro, Otto Von Bismarck. Pero desde el final de la I Guerra Mundial (1989) y hasta su independencia había sido una provincia más de la Sudáfrica del Apartheid. El colonialismo germano, que no difería demasiado del británico o el holandés, masacró a los nativos y a su etnia mayoritaria, los herero. Lothar von Trotha encabezó su exterminio como algo puramente personal tal y como se puede leer en las palabras de una misiva enviada al Kaiser Guillermo II que decía lo siguiente:

«La nación herero tiene que abandonar el país, y si no lo hace, la obligaré por la fuerza. Todo herero que se encuentre dentro de territorio alemán, armado o desarmado, con o sin ganado será fusilado. No se permitirá que permanezcan en el territorio mujeres o niños, y se les expulsará para que se unan a su pueblo o serán pasados por las armas. Estas son las últimas palabras que dirigiré a la nación herero, como ilustre general del poderoso Emperador de Alemania»

Lo más lamentable es que esta sanguinaria declaración no se quedó precisamente en palabras y provocó un lamentable genocidio en estas tierras. Tenían de quien aprender los jerifaltes del III Reich a los que aún les quedaban unas cuantas décadas para poner en práctica sus técnicas con «los diferentes».

Pero la época de la Unión del Sur de África (la actual Sudáfrica) no fue tampoco demasiado beneficiosa para África del Suroeste (ya sin el «alemana» después) porque lo que se impuso fue la marginación y segregación de los negros, población mayoritaria y originaria de la provincia.

Al final con casi dos centurias lastrados por el hombre blanco, consiguió ser Independiente en el ochenta y nueve, año de la caída del Muro de Berlín. Y a diferencia de otras ex-colonias africanas creció de forma fulgurante convirtiendo a Namibia en una de las naciones más prósperas de todo el continente.

Únicamente superada por Mogolia en densidad de población, Namibia cuenta para su inmenso territorio con apenas dos millones de personas (2´2 kilómetros cuadrados por habitante), de las cuales el 12% es de raza blanca. Es un país que supera en más de 300.000 kilómetros cuadrados a España, por poner un ejemplo, y que tiene la tercera parte de habitantes de la comunidad de Madrid. Mucho tiene que ver en eso que cuente con dos desiertos como son el Kalahari, y sobre todo el Namib. Únicamente las tierras del norte (Caprivi y Epupa) bañadas por el largo Río Ovakango mantienen el tipo gracias a las lluvias de las tierras altas de Angola que logran irrigar toda esa zona.

El CAPRIVI, UN CORREDOR TRAZADO CON PAPEL Y LÁPIZ

Y nosotros nos encontrábamos precisamente en la denominada Franja de Caprivi, el tramo más tropical del país, que además es muestra de los repartos a placer del antiguo período colonial. Y es que si se observa en un mapa, es algo así como un corredor artificial incrustado entre varios países (Angola y Zambia al norte, Zimbabwe al este y Botswana al Sur) que tiene 450 kilómetros de largo y apenas 25 ó 30 de ancho.

Este capricho colonial es, sin exagerar, un dibujo trazado con papel, lápiz y regla con el que el Canciller alemán Leo von Caprivi quiso tener acceso al Río Zambeze. Tanto era su interés que intercambió este territorio a los ingleses por Uganda y la Isla de Zanzíbar. Como si del Risk o el Monopoly se tratara, África en este período, se convirtió en un tablero con fichas de quita y pon, de te cambio esto por lo otro, y de hago lo que quiero con mi territorio. Y el lema podía ser algo así como «África es de todos, quema tu parte».

Durante el Apartheid, fue además, un lugar de reclusión para las distintas etnias y tribus que había repartidas en el país. Junto a Kaokoland, territorio de los célebres Himba, es el Caprivi el lugar donde es posible encontrarse con un pedacito de la vida tradicional de los poblados de antaño, con la organización en clanes familiares y construcciones básicas de barro, madera y paja. No era complicado ver desde la carretera a muchos de estos pueblos. En cuanto lográramos avanzar lo suficiente haríamos parada en uno de ellos para ver cómo es la vida allí y poder hablar un rato con sus gentes.

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La carretera principal que atraviesa todo el Caprivi es la B8, que llega hasta Grootfontein. Nosotros teníamos pensado atravesar la totalidad de la franja y recorrer toda la B8, sino hasta el mismo Grootfontein hasta un área aproximada. La pérdida de dos días por culpa de la avería del coche había provocado que tuviésemos que condensar nuestra presencia en Namibia más de lo deseado en un primer momento. Una parte importante del grupo como eran Pilar, Alberto y Bernon debían tomar un avión en Johannesburgo hacia España el mismo sábado. Y estábamos a martes, por lo que para poder estar juntos lo máximo posible tuvimos que escoger la alejadísima área desértica del Namib junto a la mayor colonia de de lobos marinos de África (Cape Cross), para visitar únicamente de aquel país. Eran además lugares tan alejados que debíamos hacer muchos kilómetros para llegar hasta ellos y disfrutarlos juntos. Irremediablemente dejaríamos muchas cosas que deseábamos ver (Etosha, los Himba o el Fish Canyon River) para otra ocasión.

Desde el momento en que llegamos a la ciudad más grande del Caprivi, Katima Mulilo (fronteriza con Zambia), la P1080656carretera se convirtió en una solitaria y fantasmagórica rectilínea que atravesaba un terreno plano. Asfaltada correctamente y sin sustos de baches o improvisados obstáculos es una de esas carreteras que recuerdan a las larguísimas que recorren los Estados Unidos donde uno puede estar horas sin tomar una sola curva. Aunque había notabilísimas diferencias, por supuesto, ya que con Angola unos kilómetros más al norte y Botswana al sur, era un paraíso transpasado por numerosas especies animales, por lo que a las cotidianas señales de prohibido circular a más de 90 km/h se unían numerosísimos carteles de «Precaución elefantes». Y es que el Caprivi es otra de esas regiones hiperpobladas de paquidermos que cruzan a su antojo la carretera, pudiendo provocar, sobre todo por las noches cuando no hay visibilidad alguna, algún que otro estropicio en forma de accidente.

Nosotros no vimos ni uno solo. Y no hablo únicamente de elefantes, sino de cualquier ser viviente atravensando la Franja. Eso, junto al espectacular estado de la carretera, nos permitió apretar el acelerador para casi volar por el asfalto y darle caña a los Land Rover. No hubo durante cientos de kilómetros nada que pudiera vulnerar nuestra marcha, salvo en algunos pueblos donde los niños salían de los colegios y regresaban a sus casas caminando bien a la derecha o bien a la izquierda. Sólo en esos tramos, que eran mínimos, redujimos la velocidad y rompimos la inercia que nos estaba llevando a superar con gran éxito la somnolienta línea recta que más de un siglo atrás habían trazado en el mapa y le habían puesto un nombre que honrara al astuto Von Caprivi.

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Tras varias horas de conducción uniforme (más de 600 km desde que habíamos salido de Kasane) nos dimos cuenta de que habíamos apurado mucho el consumo de combustible y que nuestros depósitos se quedaban a cero apenas 20 kilómetros antes de llegar a la primera ciudad importante y poblada desde la ya lejana Katima Mulilo (550 km) donde había comenzando la recta, Rundu. Afortunadamente bastó con rellenar pacientemente desde el arcén cada depósito con unos litros de las garrafas que teníamos guardadas en el maletero. Ya con lo justo llegaríamos a una de las gasolineras de Rundu para dejarlos llenos de diesel y poder quedarnos a comer y descansar un rato en la segunda ciudad más habitada de Namibia con poco más de 41.000 habitantes y que es la capital de la Región administrativa de Kavango (por el río Okavango, que la separa precisamente de Angola, con la que hace frontera).

En Rundu comimos en la hamburguesería de un centro comercial que nos surtió de una carne con bastante mala pinta que no sentó bien a más de uno y donde nos regalaron varias vuvuzelas (trompetas), llamadas a causar sensación y sordera en el próximo Mundial de Sudáfrica. Mientras nos atendieron y nos sirvieron la comida, aprovechamos para cambiar dinero y así tener la nueva moneda que necesitábamos, el Dólar Namibio, con una cotización de a 11 por cada euro, exacto al del Rand Sudafricano y muy parecido a la Pula de Botswana. (Pincha aquí para convertir euros en dólares namibios). En el banco se tomaron las cosas con calma, y mucha, ya que necesitaron de casi tres cuartos de hora para realizar el cambio. En esos casos es mucho mejor recurrir a cajero donde a pesar de las comisiones, no pierdes tanto tiempo en conseguir tu dinero local.
Al final entre las infames hamburguesas y las latosas esperas bancarias, todo el tiempo que habíamos ganado en recorrer el Caprivi a toda velocidad lo habíamos dilapidado en aquel centro comercial en que el aire acondicionado nos hacía sentir en el Polo más que en Namibia.

UN POBLADO AL AZAR

Salimos de Rundu a toda pastilla y, tras no más de media hora, en que seguíamos viendo poblados pequeños a los lados, nos decantamos por uno en concreto para detener los vehículos y comprobar qué era lo que nos depararía allí. Ya comenté que la el norte de Namibia aglutinaba varios de éstos que no se habían mezclado con las formas germanas tan visibles en las ciudades grandes, por lo que era posible gozar de una visión privilegiada de los modos de vida más tradicionales.

Lo primero que ocurrió nada más descender de los Land Rover fue la venida veloz de un numerosísimo grupo de niños a los que despertamos no sólo la curiosidad propia que tienen a los foráneos, sino las ganas de llevarse un buen dulce a la boca, ya que íbamos provistos de varias bolsas con caramelos. Era imposible organizarlos para darles golosinas uno por uno. Por cada bolsa sobresalían diez pares de manos extendidas esperando recibir un pequeñísimo detalle, que les hacía una ilusión tremenda. Cuando se viaja a determinados países está muy bien llevar caramelos, al igual que bolígrafos y cuadernos, ya que son cosas que un niño occidental puede tener hasta el hastío, pero que los chiquitines de otros lugares menos favorecidos del Planeta pueden disfrutar como el más grande de los regalos.

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Me será imposible olvidar aquellas sonrisas con que nos obsequiaron los niños del poblado. Sus ojos vidriosos y bien abiertos representaban a infancias inmensamente felices, a pesar de no disponer de las comodidades de otros niños más afortunados. Porque no se les veía tristes, sino que no paraban de jugar y de reír, de mirarnos como a extraterrestres y sentirse orgullosos del pueblo en que que viven. La frase hecha de «no es más feliz el que menos tiene sino el que menos necesita» cobraba plenamente su sentido. Tan sólo hizo falta ver esos ojos para darnos cuenta de ello.

Nos adentramos al poblado rodeados de los niños para ver los lugares en que vivían. Y eran pequeñas casas con P1080695paredes de barro y pilares hechos con delgados troncos de madera recubiertos por gruesos tejadillos de paja. Unas tenían las habitaciones y otras las cocinas. En la tierra cacareaban las gallinas y bajo la sombra de un árbol trabajaba un artesano que convertía grotescos trozos de madera en hermosos elefantes o hipopótamos, pulidos con suma delicadeza, y que después vendía a diversas tiendas que a su vez las pondrían en los escaparates para que los turistas se las llevaran a sus casas. Pero es ahí donde surje ese arte de moldear la madera que tan bien se ha llevado a cabo en el continente africano. Namibia estaba muy lejos de las máscaras y fetiches de Malí o el Congo, pero esa gente era capaz de representar el mundo que veían por medio de figuras de animales o de personas.

El poblado se agrupaba en distintas chozas, que a su vez se subdividían por familias, y que se separaban de otras bien por palos clavados en la tierra o ligeras vallas de madera que representaban las lindes entre unos terrenos u otros. La administración y decisiones relacionadas con el gobierno este tipo de vecindades suele estar a cargo por parte de un jefe tribal y un pequeño consejo de ancianos, considerados como los más sabios y aptos para discernir lo más conveniente para todos. En África a la vejez se le ha considerado una virtud más que un problema, porque es la experiencia la que convierte a las personas en más justas. Razón que explica el grandísimo respeto que se profesa a la gente anciana.

Los pequeñines vestían ropa sucia, que probablemente aprovecharan hasta prácticamente consumir el tejido. Muchos llevaban la cara manchada de polvareda y de barro. Estaban bastante delgados, aunque no parecía tampoco que fuera por malnutrición. Cierto es que parecía una aldea bastante pobre porque algunos nos pedían algo para comer, al igual que algunas personas más mayores que allí estaban con ellos.

Pero no pararon de jugar ni de reir ni un solo momento que allí estuvimos. Chema incluso fue cogiendo uno a uno P1080692para darles vueltas con sus brazos, terminando los pobres mareados, pero contentos y deseosos de poder repetir aquel juego aéreo. También les llamaba mucho la atención las cámaras de fotos y video que llevábamos encima, no dejando de mirarlas con suma curiosidad. Se partían de risa cuando les enseñábamos las fotos que les habíamos hecho. Es probable que muy pocas veces o nunca se hubieran visto inmortalizados en la pantalla de una cámara digital. Y jamás se imaginarán que la alegría que despertaban y el buen rato que nos hicieron pasar estén reflejados en un medio en que les pueden ver y rendirse a sus inocentes miradas desde cualquier parte del mundo. Alguna vez me encantaría volver y llevarles impresas sus propias fotografías, pero dudo que recordara cómo llegar a aquel lugar escogido al azar de entre los muchos poblados tanto de Caprivi como de la Región de Kavango.

Esta fue otra ocasión en que todo el grupo sonreímos y disfrutamos a la vez de quienes con muy poco nos habían regalado un momento grandioso. Rebeca, Chema, Bernon, Alberto, Juanra, Pilar, Anita y yo estuvimos de acuerdo por un instante de que aquella parada había sido lo mejor que habíamos podido hacer no sólo en el día, sino durante todo el viaje.

Cuando marchábamos, más de uno comentó que se hubiese quedado allí a dormir, pensando en una noche alegre con mucha gente alrededor de un fuego. Y como si de un sueño se tratara, despertar junto a aquellas construcciones de barro y paja con el canto de los gallos, sin olvidar el eco de las risas que aún rebotan en mi cabeza pasado el tiempo mientras escribo estas líneas que ahora podéis leer.

 NOCHE EN EL ROY´S CAMP

Después de abandonar el poblado estuvimos conduciendo en torno a dos horas, continuando por la B8 en dirección Grootfontein. La noche, que en Namibia llegaba no más tarde de las cinco y media (por cierto, al entrar a este país tuvimos que retrasar una hora nuestros relojes) en pleno agosto, era oscura y proclive a los saltos de un lado a otro de la carretera a numerosos animalillos como gamos y facoceros. Aún así avanzamos hasta llegar a una granja con sitio para camping y habitaciones, el Roy´s Rest Camp, a 55 kilómetros exactos de Grootfontein, a la que no tuvimos ni fuerza ni ganas para alcanzar.

Estábamos bastante agotados y hastiados de coche después de hacer más de 800 kilómetros, por lo que después de localizar este lugar en la guía no quisimos pensárnoslo más. Por 55 dólares namibios cada uno, que correspondían a los 5 euros, pasamos la noche en la tienda de campaña muy cerca de gacelas e impalas que correteaban por la explanada. Estuvimos a punto de coger habitaciones pero no nos parecieron demasiado económicas (casi 10 veces más por persona de lo que costaba acampar) y renunciamos a las mismas.

El Roy´s Camp tenía, al menos una buena barra de bar donde servían fríos toda clase de refrescos y cubatas, por lo que algunos ahogaron el cansancio en unos cuantos tragos de alcohol. Sentados en unas butacas hechas con troncos de madera decidimos la ruta que haríamos al día siguiente. Definitivamente, y con todo el dolor de mi corazón, tuvimos que prescindir de Etosha, el Parque Nacional bandera de Namibia, para dedicarle más tiempo al Desierto antes de reducir nuestro grupo de 8 a 5 personas. Realmente no era la opinión del 100% del grupo pero sí que fue con mucho la opción más valorada. Quizás el diseño del planning que llevábamos desde Madrid debía haberse centrado más en recorrer más ampliamente Botswana y Namibia, pero las circunstancias eran esas y para disfrutar juntos del Namib, entrar a Swazilandia y pasar los últimos días en Mozambique teníamos que ceñirnos a los trazos previstos con anterioridad y del que todos estuvimos de acuerdo. Por eso nos gustara más o menos, debíamos ir a muerte con nuestros planes.

La cabeza disecada de un Kudú que había en la barra fue la última visión que recuerdo de aquella fría noche que ponía fin a un martes en que habíamos superado el Caprivi y habíamos gozado de la sonrisa de muchos niños. Namibia nos había dado la bienvenida…

12 de agosto: RUMBO A SWAKOPMUND, RUMBO AL DESIERTO

565 kilómetros desde nuestro camping hasta Swakopmund, en la costa Atlántica, puede resumir por sí mismo un día bastante monótono de coche, coche y más coche. Nuestra transición al área desértica del Namib, cuyas arenas se vierten en el mar, no iba a pasar precisamente a la lista de mejores momentos del viaje. Por mucho que quisiéramos, aquel miércoles no fue más que un corre que te corre cuyo único interés se basó en un meteorito gigante y en apreciar un severo cambio en el paisaje, cada vez más árido hasta convertirse en un universo de arena.

Así que después de desayunar huevos revueltos con bacon en el comedor del Roy´s Camp nos marchamos sin más historias a iniciar nuestra ruta.

VISITA AL METEORITO MÁS GRANDE DEL PLANETA

Pasados 24 kilómetros de Crootfontein tomamos un desvío convenientemente señalizado a un camino de tierra para ir a uno de los pocos highlights que teníamos de paso en el tramo que íbamos a realizar, el denominado Meteorito Hoba . La idea vino de Alberto después de leer la guía y reparar en que en una vieja granja (Hoba Oeste) permanecía el considerado hasta el momento como el meteorito de mayor tamaño existente en el mundo. «Si eso es verdad, hay que verlo» – dijimos desde el otro coche a través de nuestros insustituibles walkie talkies. La siempre atrevida imaginación dibujó aquel gran meteorito incrustado en un cráter descomunal. En tan sólo unos minutos habíamos convertido un absoluto desconocido en una expectativa superlativa.

Pagamos una pequeña cantidad que ahora mismo no recuerdo (sólo era válido el efectivo, no admitían dólares americanos) y caminamos unos 20 metros hasta llegar a un círculo sobre el que habían construído unas gradas de P1080698piedra, y en el centro el famoso Meteorito. En primer lugar advertimos que la caída que se supone fue hace 80.000 años, no dejó cráter alguno. La gran masa metálica que en 1920 descubrió un granjero mientras araba la tierra tiene unas dimensiones de 2´7 metros x 2´7 metros y un grosor de un metro aproximadamente. Su forma es similar a la de un cuadrado y el peso es de nada menos que 60 toneladas. Sorprendentemente después de la fuerza con la que debió caer no se desintegró como le ha ocurrido a otros muchos meteoritos que han chocado con la Tierra, sino que se ha conservado bastante bien, sin dejar incluso un gigantesco socavón. Está compuesto en su mayor parte por hierro (84%) y níquel (15%). Fue declarado Monumento Nacional en 1955 cuando Namibia era África del Sudoeste para protegerlo de los vándalos que se subían al mismo y lo dañaban. Se estropeó más en el Siglo XX que durante los 79900 años anteriores

Quizás se aprecie mucho por los geólogos o los astrónomos, pero a la gente de a pié que no se vuelve loca con este tipo de cosas le deja frío frío. Parada, mirar, foto y marchar. No fue una de las visitas que más entusiasmo pudo despertar. Creo que lo más interestante y gracioso se encontraba a la salida, en una interesección señalizada con un cartel bastante curioso que indicaba que para ir a Grootfontein había que dirigirse a la derecha…o a la izquierda. ¿En qué quedamos?

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PERO QUÉ HARTAZGO DE COCHE!!

Los siguientes cien kilómetros, al igual que los otros cien…y así sucesivamente, nos hicieron sucumbir a la monotonía. Gran parte del grupo aprovechó para dormir durante varias horas sin moverse ni siquiera cuando nos detuvimos un rato a Otjiwarongo, la clásica ciudad namibia con clara apariencia alemana. Las iglesias luteranas, las calles rectas y pulcras, y la totalidad de los carteles en alemán convertían la ciudad en un perfecto decorado germano. Si no fuera porque en el paisaje es absolutamente árido, sin una brizna de hierba brotando del suelo, me hubiera creído que estaba en el que es uno de mis países preferidos.

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De Otjiwarongo hasta Karibib me tocó conducir con la única compañía del que duerme profundamente. Tan sólo P1080705Juanra entreabría de vez en cuando los ojos y me daba algo de conversación. El ocre uniforme de la tierra se iba tildando de amarillento a cada kilómetro que recorríamos. Lo único que conseguía romper el equilibro de colores eran los termiteros, que a estas alturas de Namibia bañaban el paisaje de un tono arcilloso casi rojo. Sin olvidarnos de los constantes carteles que pedían precaución a los conductores por la elevada presencia de los jabalís verrugosos. Y es que así era, ya que muy cerca del arcén se apelotonaban grupos de estos facoceros con afilados colmillos e intenciones suicidas de cruzar en el momento menos pensado. Detuve el coche unos segundos porque no quería irme sin hacerme una foto junto al simpático dibujo que parecía bastado en la figura de Pumba, de la película el Rey León.

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En un poblachón sacado de una película del Oeste llamado Omaruru aprovechamos para echar diesel a nuestros gastados depósitos. Perdimos un rato allí porque no aceptaban tarjetas de crédito y hubo que ir a sacar dólares namibios de un cajero. Así que mientras unos iban a buscar dinero en efectivo el resto estuvimos de brazos cruzados mientras los trabajadores de la gasolinera nos miraban extrañados como si fuese lo más extraño del mundo que quisiésemos pagar con tarjeta. Al menos no fallaron en la costumbre propia de países del Sur de África de darle un rápido y eficaz lavado a mano a los coches. Se agradece cuanto menos porque es bastante usual llevarlos llenos de barro y polvo, y siempre, sin excepción, cuando repostas le dan caña al agua y al jabón. Y en dos minutos como nuevo. No estás obligado a pagar nada a cambio aunque siempre esperan una merecida propina.

Después de efectuar el pago proseguimos nuestro camino dirección Karibib (a 59 km de Omaruru), definido con acierto por Lonely Planet como un «rústico pueblo ranchero». Con una población de 11.000 habitantes es conocido por sus canteras de mármol palisandro y por ser una de las paradas ferroviarias más importantes a medio camino entre Swakopmund y la capital, Windhoek. Turísticamente hablando el interés de este lugar es nulo, pero eso no fue impedimento para que probásemos una carne deliciosa en el Restaurante Western, comandado por un namibio blanco que sólo hablaba alemán. Entre kudus y terneros anduvo el juego para unos comensales necesitados por un buen sustento después de tanto rato conduciendo. Y en la terraza interior, sobre unas gruesas y frescas mesas de piedra, gozamos de uno de los mejores almuerzos desde que habíamos comenzado el viaje. Y la carne de kudú quedó declarada con unanimidad como una de las más ricas que habremos probado nunca.

EN SWAPKOMUND, COMO EN CASA…

175 kilómetros y casi dos horas después, siendo aún de día, superamos último tramo que nos habíamos propuesto P1080714realizar. Nuestro objetivo de Swapkomund, uno de los centros costeros más visitados por los viajeros y los propios namibios junto a la ex-británica Walvis Bay, se fue aproximando al igual que el que ya de por sí era un extraño paisaje desértico que se mezclaba con el agua del mar. Swakopmund es más que un nombre impronunciable, un Puerto de primer orden en Namibia y una base turística ideal capaz de nutrir de las actividades y experiencias más alucinantes a quienes la visitan. Porque en esta ciudad de poco más de 30.000 habitantes uno puede contratar desde un vuelo panorámico en helicóptero por Skeleton Coast (uno de los lugares más inhóspitos del mundo…desierto, viento, niebla junto al mar), lanzarse por las dunas con una tabla de snowboard (de hecho a este deporte se le conoce como Sandboarding), montar en globo o conducir un quad en las dunas, por poner varios ejemplos.

Swakopmund vive del entorno que le rodea, que es una interesante conjunción de desierto y mar, de dunas y de océano, que se entremezclan hasta formar un todo. Entre medias hay una ciudad realmente interesante de arquitectura colonial alemana. Aquella tarde una niebla bastante espesa difuminaba un paisaje urbano extraño, con arena en las calles que arrastraba el viento, y una luz ténue que alertaba de la proximidad de un nuevo atardecer.

En el final de la Carretera B2 torcimos a la derecha para tomar la C34 dirección Henties Bay. Paramos en una gasolinera Shell para comprar algo y elegir dónde íbamos a dormir esa noche, y después de varias opciones nos P1080722decantamos en probar suerte unos metros más adelante en el Mile 4 Caravan Park & Holiday Resort que contaba con espacio para acampar, habitaciones compartidas tipo albergue e incluso bungalows de madera. Estuvimos un rato hablando con el recepcionista y después de ver el aire imposible que golpeaba su vacío terreno para acampar le convencimos para que nos dejara pasar la noche en un bungalow. Estaban preparados para seis personas, pero arrejuntándonos un poco podíamos dormir los ocho. Accedió sin pensárselo mucho y nos permitió quedarnos aceptando el pago de 70 euros en su correspondiente cambio a dólares namibios. Y nosotros más felices imposible porque iba a ser nuestra primera noche durmiendo en cama. Era el adiós por un día a las tiendas de campaña y los sacos de dormir. Pero antes de ir «a casa» no quisimos perdernos otro atardecer, esta vez bajo el estruendoso oleaje del Atlántico.

El viento era muy fuerte y explicaba las grandes olas que agitaban una playa en la que sólo estábamos nosotros. Había un clarísimo contraste con los paisajes de Botswana que habíamos disfrutado durante los días que nos precedían. Poco o nada tenía que ver la arena del desierto con las aguas del Delta del Okavango o la espuma del mar con los ríos calmados donde nadaban los cocodrilos hace tan sólo dos días.

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La caída del Sol hizo brotar la penumbra y bajar notablemente la temperatura, por lo que no había nada mejor que quedarnos a pasar tanto la tarde como la noche plácidamente en nuestro bungalow. Teníamos un amplísimo salón-comedor junto a la cocina. Allí mismo ya había dos literas, que ocuparían Bernon y Alberto (antes de hacerlas venirse abajo más adelante) . Después había una habitación con cama de matrimonio que ocuparían Chema y Pilar después de echarla a suertes. El otro cuarto con otras dos camas era para Rebeca, Juanra, Ana y yo. Apretándonos un poco pudo caber cada pareja en una cama.

Chema, para no variar, nos hizo la cena. Llenó una cacerola de arroz con tomate y salchichas para todos. De beber, un poco de calimocho (vino y cola), que terminó de endulzar una noche que se caracterizó por un ambiente estuvo relajado, humorístico y dicharachero. En el fondo todos estábamos contentos por haber parado en una casa para nosotros solos, que nos proporcionaría nuestro primer descanso en cama desde hacía casi dos semanas. Y eso era algo que había que aprovechar a base de bien. Nos lo teníamos más que merecido.

13 de agosto: VIAJE A CAPE CROSS, UNA PLAYA CON MILES DE LOBOS MARINOS

Jamás pude imaginarme que en un entorno desértico como el de la Costa de los Esqueletos de Namibia, sin más vegetación que la que sobresale entre las dunas, pudiera haber lobos marinos pescando en sus aguas y concentrados en multitud en las playas. Uno los ubica como las focas y leones marinos en lugares más fríos y húmedos, incluso Polares. Pero afortunadamente los tópicos y las estampas imaginativas pueden esfumarse mediante la lectura, gracias a la cual pude enterarme de que en Namibia había un lugar ubicado entre la Skeleton Coast y Swakopmund llamado Cape Cross donde en condiciones normales podíamos observar no unos cuantos, sino decenas de miles de lobos marinos. Y eso, sin ninguna duda, había que verlo.

Aquel jueves por la mañana nos levantamos nuevos después de haber dormido como bebés a pesar de lo fría que se había quedado la casa por la noche. Estábamos tan necesitados de un colchón como de comer, por lo que habíamos aprovechado en la cama hasta el último minuto en que sonara el despertador para avisarnos que no había más tiempo que perder y que teníamos un día completo por delante. Con muchos kilómetros, eso sí, pero esta vez sí que disponíamos de un highlight como el de Cape Cross y de un apasionante trayecto hacia las Dunas de Sossusvlei, en el área central del Desierto del Namib, donde queríamos llegar a la noche. Así que después de desayunar y hacer unos apaños al coche blanco (una rueda se desinflaba con suma facilidad) fuimos a la recepción del hotel a dejar las llaves y decirles que todo estaba correcto. En realidad nos habíamos cargado la litera, sin querer, y la habíamos dejado perfectamente colocada como si nada hubiera pasado. De decírselo nos hubieran hecho pagar un pico, y eso no era cuestión.

Tomamos la carretera C-34 que señalaba Henties Bay para recorrer en línea recta y bordeando la costa los 120 kilómetros que separaban la ciudad de Swakopmund de la colonia de focas. Bueno, en realidad no es de focas, ni de leones marinos. Lo más correcto es decir «Lobos marinos del Cabo», que es la especie que se concentra en las costas del África austral, concerniendo a países como Sudáfrica y la propia Namibia. Realmente no distingo a una especie de la otra, sé que pertenecen a familias distintas pero que son muy parecidas. Sean lobos, focas o lo que fuera, queríamos verlas, y después de todo lo recorrido 120 kilómetros parecían pan comido.

Una inquebrantable línea recta nos paseó durante casi dos horas por el litoral namibio caracterizado por el manto de arena, únicamente decorado por colinas de pura roca. También vimos algunos pueblos pequeños con casas de madera y gigantescos depósitos de agua, porque es bien sabido que allí el agua potable es un bien escaso. Reparamos en la presencia de un barco que parecía estar encallado, algo muy normal en «la Costa de los esqueletos» por otra parte, pero decidimos parar a la vuelta y así cercarnos a pie hasta la orilla para poder verlo mejor. Lo primero eran las focas. Perdón, quiero decir, los lobos marinos…

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LAS VOCES DE LOS LOBOS MARINOS SE ALZAN EN CAPE CROSS

Un cartel nos mostró que desviándonos a la derecha nos dirigiríamos correctamente a Cape Cross Seals Colony. A mitad de camino tuvimos que detenernos a comprar nuestros pases (20 dólares namibios por persona y coche), para P1080781después seguir avanzando en los Land Rover hasta un aparcamiento muy próximo a la playa. El nombre de Cape Cross hace referencia a la Cruz que plantó el explorador portugués Diego Cao en 1486 en honor al Rey João, P1080760siendo el primer occidental en pisar tierras namibias. La cruz original no se conserva, aunque en su lugar hay una réplica de finales del siglo XX. Pero Cape Cross no es únicamente un vago recuerdo de los tiempos de los grandes exploradores, los navíos y las conquistas. Hoy en día mantiene un valor eminentemente ecológico, por ser el lugar elegido por los lobos marinos del Cabo que forman la mayor colonia existente en el mundo de esta especie (80.000 – 100.000). Nada más descender del coche y dar nuestros primeros pasos hacia la playa nos vimos embriagados por un apestoso olor similar al del pescado podrido. Estábamos avisados del hedor, pero tampoco hizo falta llevarse las manos a la nariz. Era soportable e incluso después de un rato te terminabas acostumbrando. Sin duda aquel era y es un espectáculo palpable con el olfato, el oído y, sobre todo, con la vista. Sólo con llegar a la pasarela de madera que rodeaba aquel pedazo de playa y asomarnos a la arena, sentimos que todos los kilómetros habidos y por haber valieron la pena con tal de observar lo que a todas luces era una maravilla de fuerza incontenible.

Era difícil saber el número de ejemplares que retozaban por la playa, y más aún los que se encontraban sorteando las P1080789olas para pescar su comida. No eran mil o dos mil a secas, sin ninguna exageración podía hablaros de decenas de miles. Estaban tan apelotonados que parecía incluso que se aplastaran los unos a los otros. No había hueco donde se viera arena. Todo era una ingente cantidad de una especie visible únicamente en las costas de Namibia y Sudáfrica, el Lobo Marino Sudafricano, también conocido como Lobo del Cabo, que se esconde bajo el nombre científico de Arctocephalus pusillus pusillus. En la época de los nacimientos (más prolífica durante los primeros días de diciembre), puede llegar a haber 150.000 de éstos en Cape Cross, lo que significa que más de un 10% de los que existen en la actualidad se encuentran únicamente en este lugar. Y es que los lobos del Cabo no son para nada migratorios, sino que se establecen por colonias permanentes, razón por la que son muy fáciles de cazar.

Lamentablemente Namibia es uno de los países que amparan la caza de éstos para aprovechar su carne, sus pieles y hasta sus penes, que son vendidos como afrodisíacos en los países asiáticos. En 2009 el Gobierno namibio aprobó la caza controlada de noventa mil lobos marinos, entre adultos y crías, aduciendo que éstos limitan las reservas pesqueras. De nada sirvieron las protestas internacionales ni que en países como Sudáfrica se estén tomando medidas para garantizar la supervivencia de esta especie endémica de la costa austral de África. Al igual que Canadá, año tras año acaban con la vida de estos pacíficos animalitos de la forma más infame, a garrotazos. Sólo de esa forma evitan dañar la piel. Cuando veo esas imágenes tan duras por televisión deseo con todas mis fuerzas que esos desalmados terminen igual que sus víctimas, a palos. Nunca he entendido cómo sus asesinos no logran rendirse ante la tierna mirada de sus víctimas. Quizás es por eso, porque son sólo unos asesinos.

Mirara donde mirara sólo veía a los adorables lobos marinos, muchos de ellos tumbados al Sol y otros dirigiéndose alegres al agua con su movimiento característico que produce caminar con aletas, irguiendo orgullosos la cabeza y avanzando con aparente torpeza. Las crías buscaban el calor de sus madres acariciándolas con el hocico. Otras en cambio iban directas beber su leche. Y las más traviesas jugaban con sus hermanos, profiriendo agudos gritos. Los lobos marinos más hambrientos estaban en el agua buscando algo que comer. A pesar de que el mar estuviese bravo aquella mañana y las olas fuesen bastante fuertes, pudimos ver a muchos de ellos comos si fuesen puntos negros moviéndose entre la espuma blanca. Era una multitud inquieta y tremendamente chillona que no cesaba ni un segundo de berrear.

Tiempo antes de ir allí leí que en la época de los nacimientos, principalmente en diciembre, la colonia puede superar los 150.000 pobladores, y como gustan de estar bastante arrimados en espacios no muy grandes, muchos mueren por aplastamiento. Esto, unido al derrame en la arena de miles y miles de placentas expulsadas en los partos, hace que depredadores con instinto carroñero como los chacales se den unos buenos festines. Nosotros no vimos a ninguno por allí. Me refiero a vivo, porque había un chacal muerto que se estaba secando al sol a base de bien. Esta vez él se había convertido en comida para otros.

El Lobo Marino Sudafricano o del Cabo es sin duda el de mayor tamaño de su familia. Los machos, bastante más grandes que las hembras (fenómeno conocido como dimorfismo sexual) suelen tener un largo de 2 metros aproximadamente. En cambio ellas miden entre 1´20 m y 1´60 m, por lo que ahí está la diferencia más reconocible entre ambos.

Sin duda los minutos que nos pasamos allí contemplando a los animales se quedaron congelados en el tiempo, que para cada uno fue distinto. Yo quise agarrar la soledad por un instante y dejarme llevar por una escena que me despertó ternura, emoción y una gran alegría de poder estar allí viéndolo con mis propios ojos y no a través de una pantalla de televisión. Antes del viaje decía que «quería Naturaleza y ver muchos animales». Y con esas imágenes, que sueño con repetir algún día, me daba más que satisfecho. Aunque aún quedaba un reto en lo que a fauna se refería, completar la lista de los Big Five, ya que nos quedaba uno, el Rinoceronte.

Cape Cross debe ser un lugar de visita imprescindible para todos aquellos que amen la Naturaleza, el Mar y la vida de un Planeta que tiene dos caras, una hermosa y otra cruel. Y los lobos marinos tiñendo de color de una playa fría como aquella, eran la clara representación de esa doble faz. En una los animalitos sonríen y en otra son apaleados a nuestras espaldas por mentecatos sin corazón. Yo me quedo con la sonrisa de los más pequeños que sólo pensaban en jugar y en dormir junto a sus mamás.

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UN ESQUELETO EN LA COSTA DE LOS ESQUELETOS

Después del show de los lobos marinos tuvimos que dar media vuelta y retornar dirección Swakopmund. Llevado ya un tiempo de conducción reparamos en el barco que habíamos visto a la ida y nos detuvimos. Así que acercamos los coches lo que pudimos y caminamos unos metros por la playa para contemplar a no más de veinte metros de la orilla el caparazón del que sin duda era un gran barco de color azul y blanco que debía llevar encallado allí desde años. Ligeramente inclinado y con el óxido empezando a comerle la pintura era una muestra evidente de porque Skeleton Coast o, lo que es lo mismo, la Costa de los Esqueletos, recibe ese macabro nombre.

La niebla, el viento incesante procedente de la Antártida, y las consecuentes olas de gran envergadura, siempre han formado un peligroso caldo de cultivo en las poco fiables orillas de la costa norte y central de Namibia. En realidad las arenas del desierto se sumergen literalmente en el Atlántico, provocando escasa estabilidad en los suelos marinos. Así muchas embarcaciones, bien inconscientes o bien atrapadas por el temporal, se han visto abocadas al desastre a lo largo de la Historia, sin necesidad de irnos muy lejos en el tiempo.  Muchos de sus ocupantes morían incluso antes de llegar a la orilla debido a la fortaleza de las olas. Los que tenían más suerte se encontraban con un desierto inhóspito que les terminaba abrazando sin remedio.

Y hoy en día muchos de esos barcos permanecen encallados, degradándose y oxidándose en el agua, sin que nadie hasta el momento se haya replanteado quitarlos de allí. A aquella embarcación blanquiazul aún le quedan muchos años, probablemente décadas, para estar allí y continuar siendo golpeada por un oleaje atroz que la consuma lentamente. Y detrás, una triste historia que probablemente se pierda en el tiempo.

EN SWAKOPMUND, UNAS PIZZAS Y UNOS BILLETES DE AVIÓN

Volvimos al lugar de partida con tres motivos: Primero arreglar la rueda que llevábamos floja en el Land Rover blanco, ir a comer y por último comprar unos billetes de avión para Pilar y Alberto. Lo primero lo conseguimos rápidamente en una gasolinera, lo segundo sentados en la terraza de una pizzería, y lo tercero conectándonos a internet en una tienda de discos. De todas las tareas quizás la que más explicación requiere es la relativa a la compra de billetes por parte de dos miembros del grupo. La razón era sencilla. Todo se debió a que ya que estábamos a jueves y tanto Pilar como Alberto tenían que estar el sábado por la tarde en Johannesburgo, conduciendo aproximadamente 1700 kilómetros y sin apenas tiempo para ver las Dunas del Namib en Sossusvlei, se informaron de un vuelo diario de British Airways entre Windhoek y la ciudad sudafricana. Si lo compraban (aprox 120€), podían ahorrarse la kilometrada de viernes y sábado, y estar más tiempo con nosotros. Bernon, que volvía el domingo, dejaría el coche de alquiler en la oficina. Nosotros iríamos con él, que debíamos pasar por allí por obligación debido a que queríamos pasar la última semana en Swazilandia y Mozambique.

Resumiendo, si querían estar todo el día en las dunas, tenían que hacerlo sí o sí. Y no hubo dudas, invirtieron. Lo más P1080835pesado fue que no les dejaron hacer la compra online, sino que debieron confirmar los billetes llamando por teléfono a la oficina sudafricana de British Airways, dar sus datos de nuevo y esperar a que éstos les enviaran un formulario de solicitud por correo electrónico. Después de hacerlo tuvieron que conectarse en un cibercafé de Walvis Bay porque ya estábamos en camino y nos habíamos marchado de Swakopmund. En el momento de la charla telefónica estábamos  atravesando una carretera con dunas gigantescas a la izquierda y el mar a la derecha. Sobre la arena había gente haciendo Sandboarding y algunos quads pasándoselo de miedo. Esa es una de las razones del atractivo turístico de Swakopmund y Walvis Bay, separadas por 33 kilómetros de asfalto y puro desierto de dunas alzándose a poca distancia del Atlántico. Se las ingenian para organizar excursiones y actividades de todo tipo para satisfacer las alocadas demandas de un turismo cada vez más exigente.

Walvis Bay fue puerto británico durante gran parte de su Historia, incluso en la época en que Namibia era África del Sudoeste alemana. Después de la Guerra Mundial estuvo bajo soberanía sudafricana, formando incluso parte de este país hasta 1994, cinco años después de la independencia namibia. Hoy en día es algo así como una pequeña Miami versión africana, con largas avenidas a las que les dan sombra las palmeras y con residencias opulentas, destinadas en su inmensa mayoría a una población blanca, que aunque es más escasa que la de color, mantiene el status más alto. Es, al igual que Swakopmund, una ciudad aparentemente extraña junto al desierto y el mar, una extraña mezcla.

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A SESRIEM CON NOCTURNIDAD DESÉRTICA…Y LAS AVESTRUCES SIN QUITAR OJO

En Sossusvlei, corazón del Desierto del Namib, hay tradición de subir a lo alto de la conocida como Duna 45 para ver el amanecer. Pero si se quiere llegar a tiempo es más que conveniente pernoctar en el pequeño pueblo de Sesriem, donde hay camping, gasolinera y algún que otro hotel. Allí,  minutos antes de la salida del Sol, se abre la barrera que permite internarse a ese lugar en concreto (hay que pagar un permiso), por lo que si se quiere llegar a tiempo de ver el alba, no queda otra que estar en Sesriem. Y ese, precisamente, era uno de nuestros objetivos del viaje, highlight de highlights. Así que desplegamos los mapas…y a rodar!

320 kilómetros de pistas de arena separan Sesriem de Walvis Bay, un recorrido que se interna más allá de las Montañas Naukluft. Hay que tomar la carretera C-14 hasta Solitaire, de allí la C-19 dirección Maltahöhe desviándose unos 65 km después a la derecha en la D-826 para cubrir un pequeño tramo de apenas 10 ó 15 km. La poca luz que nos iba quedando la aprovechamos para correr todo lo posible. Hicimos una carrera entre los dos coches como si estuviéramos disputando el Rally París-Dakar. El que le tocaba ir detrás tenía que comer polvo e incluso alguna china de esas que te hacen pedazos el cristal. Creo que en una hora tan sólo se nos cruzó uno o dos coches a lo sumo. Mientras atardecía, el vastísimo desierto nos fue atrapando paso a paso hasta su interior más lejano e inhóspito. Y qué bien lo pasamos en nuestra «competición» particular, disfrutando de un paisaje extremádamente árido pero que cambiaba de color con los últimos rayos de Sol.

Durante el ocaso nos dimos cuenta de que había una pareja de avestruces correteando. Estas gigantescas aves se perdieron en el horizonte antes de que se hiciera de noche completamente. Pero no serían las únicas que veríamos, ya que faltó el pelo de una pluma para que el coche conducido por Chema se llevara una por delante. Cuando nadie lo esperaba se puso en medio y corrió durante unos segundos junto a la puerta de un Land Rover que, como ella, se había salvado de una buena.

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Atravesar la zona más montañosa fue quizás lo más peligroso porque a falta de luz y sin quitamiedos a los lados, tuvimos que ir con mucho cuidado, bajando la velocidad y procurando no acercarnos ni a izquieda ni a derecha, no fuéramos rodar hacia abajo como una sandía. Hubo un par de momentos en que, quizás por la arena, el coche patinó, quedándonos totalmente blancos. Allí tienes un accidente y los únicos que te encuentran son los buitres. Ni que decir tiene que no había cobertura móvil, como en muchas áreas de Namibia alejadas de cualquier población.

Pasado Solitaire la carretera mejoró y pudimos avanzar con más confianza. Una de las curiosidades en este tránsito de la C-14 a la C-19 fue sobrepasar el Trópico de Capricornio, paralelo en latitud 23º 26´ en el que comienza verdaderamente el Hemisferio Sur. Un cartel blanco recordaba el dato simbólico, al igual que vimos el día que subimos de Gaborone a Maun en Botswana. Son muchos los países que recuerdan al visitante este factor que no deja de ser una marca invisible creada por el hombre.

Nos encontramos a un vehículo apostado a la izquierda y sin las luces puestas. Nos detuvimos a preguntar a sus ocupantes si necesitaban ayuda y éstos, que eran japoneses, nos dijeron que muchas gracias pero que no les ocurría nada, que tan sólo estaban mirando las estrellas. Así que marchamos con la convicción total de que vayas donde vayas siempre hay un japonés.

A partir de ahí no pude evitar el sueño y me quedé dormido con la cabeza apoyada en las piernas de Rebeca. Hasta que sentí que nos habíamos quedado parados y varios abrían las puertas para salir del coche. No quería abrir los ojos ni enterarme que sucedía, pero cuando escuché algún que otro suspiro me levanté para saber qué pasaba. Resultó que la rueda trasera derecha del coche blanco. Probablemente pisara una piedra afilada que la hizo desinflarse prácticamente en el acto. No debían quedar ni veinte minutos para llegar a nuestro destino. La verdad que era mala suerte… Pero afortunadamente fue un problema que se superó en no más de cinco minutos que bastaron para cambiar la pinchada por una en buen estado. Visto y no visto.

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Nos pasamos sin querer la salida que indicaba el desvío a Sesriem por la D-826, pero nos dimos cuenta rápidamente por lo que retrocedimos para dirigirnos hacia unas pocas luces que se distinguían a varios kilómetros. Llegamos en torno a las diez de la noche con una sola baza para alojarnos, el Sesriem Camp Site. Este era el único camping que había y, por lo que decía la guía Lonely Planet, «es necesario reservar con antelación en la oficina NWR en Windhoek«. Nosotros no llevábamos reserva alguna pero nos quisimos atener a la esperanza que ofrecía la propia guía después del punto y aparte: «No obstante, es preciso llegar antes de la puesta de sol o se corre el riesgo de perder la plaza, lotería que abre también la posibilidad de acampar a quien no haya podido efectuar la reserva en Windhoek y pruebe suerte al anochecer«. Afortunadamente así fue, sin ninguna reserva, nos dejaron pasar cobrándonos 30 dólares americanos por las ocho personas y los dos coches. Y es que, tal y como comprobamos, no estaba ni mucho menos lleno. En la parcela donde nos dijeron que podíamos plantar las tiendas de campaña había un todoterreno más con su tienda adosada al techo. Así que el riesgo finalmente obtuvo premio y además nos aseguramos estar en la casilla de salida en el momento en que abrieran las barreras, que suele suceder una hora antes del amanecer. También hacía falta haber comprado los permisos, pero eso sabíamos que no iba a ser problema.

Juanra hizo el clásico fuego antes de que nos diéramos cuenta. Nos colocamos cerca de un árbol que resultó ser casualmente la madriguera de un chacal que no dejó de aullar insistentemente a nuestro alrededor. Incluso en más de una ocasión se acercó a unos metros con gesto de verdadera indignación. Pero sus largas orejas de zorro no obtuvieron respuesta, teniendo que conformarse con sonorizar nuestra noche en Sesriem que, por cierto, fue la más gélida del viaje. No hubo ni sacos ni mantas que evitaran estar helado de frío. Nos dormimos pronto después de tomar unas sopas de sobre que calentamos en el campin-gas. Y es que antes de que saliera el Sol teníamos que estar firmes sobre las arenas de la Duna 45, que sin duda es la más famosa del tan misterioso como hermoso Desierto del Namib.

* Pincha aquí para ver una Selección de fotos de este capítulo.

10 Respuestas a “Viaje al Sur de África en 4×4 (9): Aires de Namibia”

  • […] La última fase de nuestro Entrenamiento por un día nos llevó exactamente al lugar en el cual Rebeca pronunció la frase de “Lo que daría por estar ahí dentro“. De esa forma nos encontramos rodeados de muchos de los leones marinos patagónicos que viven en el Oceanográfico de Valencia y que constituyen igualmente otro de los platos fuertes del Centro. Ruidosos, aparentemente torpes, con un agudísimo perfume de pescado… son de esos animales con muchísimo encanto que tanta gente no sabe diferenciar de las focas, pero que no tiene absolutamente que ver una especie con la otra (los leones marinos caminan ayudándose con las aletas, mientras que las focas se arrastran, por poner un ejemplo diferencial). Era algo que ya sabíamos de cuando habíamos observado a la subespecie surafricana en la costa de Namibia. […]

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