Viaje al Sur de África en 4x4 (12): Maputo e Isla Inhaca

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Viaje al Sur de África en 4×4 (12): Maputo e Isla Inhaca

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18 de agosto: MAPUTO, EL MALECÓN AFRICANO

Ante todo tengo que decir que los núcleos urbanos del África negra que son relativamente grandes no me gustan demasiado. Es raro que una ciudad represente la imagen física y real de un país y de sus gentes. Generalmente, salvo excepciones, las ciudades africanas son un gran collage de lo peor de la sociedad. Allí se reúnen la contaminación, la delincuencia urbana, la inseguridad ciudadana, la corruptela policial, el caos circulatorio y la suciedad en un conglomerado de edificios de dudoso gusto estético. Es por ello que sigo quedándome con los vastos paisajes ya sea de la sabana o de un bosque, o con los pequeños poblados. Desde hace mucho tiempo en la ciudad a las almas se les han puesto vendas en los ojos y se las ha hecho sobrevivir en una jungla de hormigón y asfalto mucho más dura que aquella en que moran y reinan las bestias. Sobre Maputo había leído muchas cosas antes que decían que era «esa excepción que confirma la regla» en las anodinas y ruidosas ciudades africanas, que era diferente, que era más África que muchos otros lugares del Sur. Y ciertamente no sabría que contestar porque la capital mozambiqueña no me fue indiferente ni para lo bueno, ni para lo malo. Simplemente tenía que coger la riendas y cabalgar en esa ciudad llamada Maputo que en un minuto puede maravillarte y en el siguiente hacer que desees marcharte con la música a otra parte. Quizás eso es lo más atrayente de ella, su tremenda dualidad.

Antes de descubrir un poco todo esto nos sentamos a la mesa del comedor del Hotel África para tomar tranquilamente el buffet-desayuno más limitado que jamás he visto. De las muchas bandejas que tenían dispuestas sólo había tres con comida. Una con pan, otra con huevos revueltos y otra con apenas cinco o seis minúsculas salchichas. Sólo había un par de mesas ocupadas además de la nuestra, y por su apariencia parecía gente de negocios a tenor de sus corbatas y oscuros trajes, y los maletines apoyados sobre las patas de sus sillas. Comentamos entre nosotros lo que había sucedido con la policía la noche anterior y Ana reconoció que lo había pasado muy mal, que entró a la habitación en un galopante estado de nervios. Realmente entre todos coincidimos que pasamos menos miedo con las hienas oteándonos en el Chobe que con aquella pléyade de policías borrachos, y en que habíamos aprendido una lección muy importante: Moverte por la noche en Maputo con tu propio coche es una imprudencia.

Nos marchamos a buscar a Chema al Fatima´s Place, quien ya estaba inquieto esperándonos tras las puertas azules del hostel. Se había hecho con un mapa de la ciudad, al igual que nosotros, que marcaba que no era muy recomendable ir ni de día ni de noche a la Av. Fiedrich Engels ni a los aledaños de los edificios gubernamentales y militares (Julius Nyerere, Av. 10 de Novembro, etc.).

Nuestro plan para ese día no era tremendamente exigente, sino más bien asequible para el tiempo de que disponíamos: Lo primero, informarnos y contratar si era posible, nuestro transporte en barco a la Isla Inhaca para la mañana siguiente. En este pequeño y solitario paraíso tropical queríamos cerrar el viaje de la mejor manera, antes de tener que volver a Johannesburgo y marcharnos definitivamente a casa. Y después movernos a través de las blancas avenidas de Maputo, conocer alguno de sus interesantes mercados tradicionales, sin olvidarnos de de pegarnos un homenaje gastronómico en el Mercado do Peixe donde te cocinan a buen precio un marisco espectacular. Estos fueron a rasdes rasgos los baluartes de nuestra primera jornada mozambiqueña.

¿ALGUIEN NOS LLEVA A INHACA MAÑANA?

Los cinco nos fuimos al Puerto principal de Maputo, muy próximo al antiguo fuerte portugués y a la Estación de trenes. Aunque la ciudad cuenta con varios puertos más, este Porto do Pesca es el lugar exacto del que salen los ferries a la Isla Inhaca y donde pensábamos cerrar con rapidez la obtención de pasajes para el día siguiente. Ilusos de nosotros que teníamos que haber aprendido ya que «rapidez» y «África» son dos palabras de difícil mezcla.

La mañana en Maputo había amanecido bastante nublada y con el viento soplando con fuerza. El mar yacía sobre las rocas de la Avenida 10 de Novembro, un paseo en que largas y curvadas palmeras son las únicas acompañantes de la parte más baja de la ciudad. Desde allí uno parece no intuir que allí arriba hay un sinfín de correcalles trazadas en lineas rectas con más de un millón de habitantes. Maputo está en una colina que asoma a la Bahía, y que se organiza en la Parte Alta o Residencial y en la Baixa, comercial y portuaria.

Cuando llegamos al Puerto un guardia nos interrogó sobre nuestras intenciones en el mismo y nos pidió sufragáramos el aparcamiento con 20 metacais. Nos dijo de primeras algo que después corroboramos, que no salían ferries a Inhaca los miércoles, es decir, el día que teníamos previsto ir hasta allí. Preguntamos a varias personas que nos dijeron lo mismo, que había varios barcos de pasajeros que cubrían los 40 kilómetros de mar que hay entre Maputo e Inhaca, pero que no salían los miércoles (quarta-feira). Nosotros para lo que queríamos no teníamos otra opción, ya que el viernes teníamos que estar en Johanesburgo porque Juanra y Anita tomaban su avión exactamente un día antes que nosotros. Si queríamos disfrutar un día y medio o dos días de Inhaca, debíamos ir el miércoles sí o sí. Y se nos había metido entre ceja y ceja. Así que después de charlar con varias personas nos enteramos hablando con unos señores que había en el propio puerto, podíamos apañar una lancha privada. Nos llevaron hasta un grupo con tremenda pinta de mafiosos y ahí comenzó una ardua negociación. Por cierto, ni un solo turista en el puerto.

Según ellos tenían un amigo con lancha, un tal Giorgio, que vivía en Inhaca y que podía llevarnos a la isla tanto a la ida como a la vuelta en su lancha motora. Pero los precios que pedían se nos salían un poco de madre, cien dólares por persona. Les aseguramos que con esa oferta no había nada que hacer  y preguntamos si había alguna manera de P1090230hablar personalmente con Giorgio para decirle a lo que estábamos dispuestos a llegar. Aceptaron y nos apuntaron un teléfono móvil, que bien podía ser de dicho sujeto o de un taxista sudanés. A saber. Que fuera verdad o mentira dependía exclusivamente de que fueran en serio o nos estuviesen tomando el pelo. Justo fuera del puerto había un pequeño puesto con un teléfono en el que le pagas a un señor lo que vayas a hablar y te deja utilizarlo. Unos vendían ropa interior, otros carcasas para móviles, pero éste vendía el uso de su teléfono. En Mozambique esta figura es muy habitual y se les reconoce por llevar puesto un chaleco naranja. Aquel hombre fue bastante amable con nosotros y por unos pocos metacais puso a nuestra disposición la posibilidad de llamar al tal Giorgio. Así que marcamos el número que nos habían dado y me puse al aparato para tener una conversación de cinco minutos entremezclando castellano con el portugués de Aluche que me caracteriza (o sea, nada de nada). Realmente vocalizando y hablando despacio fue posible entendernos. Este tipo estaba dispuesto a llevarnos a Inhaca el miércoles y devolvernos a Maputo el jueves por la tarde, pero enfrascándose en los 100 dólares por barba. Cuando ya las monedillas se acababan él dijo 70 y yo 40, y finalmente la llamada se cortó, ya que no nos quedaban más meticais.

Nosotros estábamos dispuestos a llegar a los 50 dólares. Así que alguien que nos había estado escuchando nos reunió en un punto cubierto del puerto, ya que se había puesto a llover, y nos ofreció ir en su barca a Inhaca el jueves y no el miércoles como nosotros queríamos. Le explicamos las razones de porqué teníamos que ir ese día y a pesar de insistir de que «nos vamos todos en Quinta-Feira» (jueves) nos dijo que por 60 dólares nos llevaba cuando P1090231queríamos. Este señor era un lisboeta de unos sesenta años muy simpático, que se presentó en Mozambique cuando era portuguesa y que ya se quedó a vivir allí para siempre. Mientras hablábamos con él nos percatamos de que a nuestro lado estaba poniendo los oídos (literalmente) uno de los chicos negros con los que habíamos hablado antes. Cuando le descubrimos sacó un móvil del bolsillo y nos dijo «Giorgio quiere hablar con vosotros«. Me puse al teléfono nuevamente y cerramos el trato por 50 dólares, a pagar la mitad al llegar a Inhaca y la otra mitad en Maputo a la vuelta. El día siguiente, miércoles, debíamos estar en el puerto a las siete y media de la mañana. Varios de mis amigos pensaban que ni se iba a presentar y que si lo hacía, a saber dónde nos llevaba. Chema y yo confiábamos en cambio en que todo iba a seguir según lo previsto ya que en Mozambique no están para deshechar 50 dólares multiplicados por cinco, por un viaje de ida y vuelta. Así que lo de Inhaca estaba resuelto a la espera de las próximas 24 horas.

NUEVO ENCUENTRO CON LA POLICÍA CORRUPTA

Abandonamos el puerto con el Land Rover dorado en busca de alguno de los mercados de carácter tradicional que teníamos apuntados de las guías. Bastaron dos minutos para hacer un giro y que la policía nos hiciese deternernos nuevamente por haber «transgredido» las normas de circulación, siempre bajo su punto de vista. En este caso no iban en coches sino que estaban de pie junto a un edificio oficial. Está claro que van buscando blancos a los que robar, porque no es suficiente con los pocos meticais que les da la gente local al estrechar sus manos. La diferencia estaba en que en esta ocasión no estábamos tan solos. La calle estaba a rebosar, que no era lo mismo que encontrarnos en la calle estrecha, oscura y vacía de la noche anterior. Así que le dijimos a este tipo que no podíamos pagar, que no habíamos hecho nada malo, y que si podíamos arreglar este tema en la «comisaría» (en portugués, esquadrão). Ahí ya la chulería le bajó bastante porque sabía que si nos llevaba hasta allí, no veía un metical ni por asomo. Nos preguntó de dónde veníamos y al decirle que éramos españoles nos estuvo contando batallitas de un gran amigo suyo de España que le había ayudado mucho. «Entonces sé bueno y déjanos ir», le dijimos. Y funcionó, nos estrechó la mano efusivamente, no sin antes pedir alguna moneda, que no le dimos, y nos marchamos de allí con la intención clara de dejar el coche aparcado en el hotel y movernos en taxis o incluso en las chapas, que son las furgonetas que hacen las veces de autobuses urbanos.

Muy pero que muy mal tiene que estar un país cuando la policía, que es quien tiene que defenderte y asegurar tu seguridad, es la que se ocupa de hacer tu estancia mucho más difícil. Si el Cuerpo de Seguridad del Estado es así, es que no se deben estar haciendo las cosas bien. Habrá que tener paciencia con Mozambique, un país relativamente moderno que viene de una guerra civil que terminó en 1992, y pensar que la bondad está en la mayoría de la gente de a pie y no de quienes a costa de su placa, pretenden ganarse un sobresueldo de una manera totalmente ilícita.

XIPAMANINE, UN MERCADO AFRICANO DE VERDAD

Después de dos encuentros con la policía en apenas unas horas, conducir por la ciudad de Maputo se había convertido en una actividad de riesgo manifiesto. Era algo que nos puso de los nervios a todos. Desde aquí mi recomendación a todos los viajeros pasa por decirles que los coches están muy bien en los parkings y que para moverse nada mejor que utilizar el transporte público, por muy precario que sea.
El Land Rover se quedó aparcado a la puerta del Hotel, donde quedaría perfectamente vigilado. Nos habíamos hecho amigos del chico de recepción, que nos aseguró que si queríamos ver el mercado con más gente y mayor colorido de Maputo, debíamos ir a la Rua de Xipamanine. Llamó un taxi que se presentó en la puerta y negociamos una carrera hasta allí. Al ser cinco personas dudó en si llevarnos o no porque si le paraba la policía le podía poner en problemas, pero finalmente accedió. Así que apretujados durante unos quince minutos el taxista nos llevó a este mercado tradicional donde los haya, al que no acuden prácticamente turistas, y donde se puede contemplar el trasiego y la realidad de los ciudadanos de Maputo. La calle estaba totalmente colapsada entre chapas, vehículos particulares, taxis y peatones cruzando sin mirar.

Nos bajamos ante la atenta mirada de muchísima gente. Con las carteras a buen recaudo y las cámaras bien sujetas (no conviene hacer ostentaciones de objetos valiosos) comenzamos a caminar sobre la tierra mojada a causa de la ligera lluvia mañanera que habíamos tenido. A partir de ahí surgieron infinidad de escenas cotidianas de un mercado en el que se compra y se vende absolutamente todo, hasta lo más extraño y a veces lo más nimio. Y a precios reales, de Mozambique, y no a precio de turista como se hace en otros lugares. En Xipamanine no están acostumbrados a recibir demasiadas visitas de extranjeros que simplemente quieren pasear, hacer algunas compras y disfrutar de un paisaje urbano y cultural que define perfectamente cómo es Maputo, tanto para lo bueno como para lo malo.

Nos internamos a través de las laberínticas hileras de puestos que te llevaban a distintos sectores de compra-venta: Así permanecían juntos los vendedores de aparatos electrónicos que exponían productos de difícil salida en otros lugares del mundo. Radiocasettes, transistores de la abuela, despertadores ochenteros, relojes con calculadoras, videos VHS y alguna que otra minicadena. O por ejemplo, los más mayoritarios, los vendedores de ropa donde las camisetas falsas de fútbol (y falsas en general) se erigían como los productos más solicitados. Pasillos estrechos cubiertos en ocasiones con ligerísimas lonas hechas con bolsas de basura, para taponar difícilmente las gotas de lluvia que puedan caer, donde de cada puesto va saliendo alguien con una sonrisa de oreja a oreja para ofrecerte sus últimas novedades.

Había una zona en la que invertimos unos minutos y donde había lo menos diez tenderetes de cocos. Separados según la calidad del género tenían la pieza entre 2 y 3 meticais, algo que no llega ni a los diez céntimos de euro. Cientos, por no decir miles, de cocos esparcidos en el suelo sobre los cuales estaba el precio anotado con bolígrafo en un trozo de cartón. Le pedimos un coco para cada uno a un chaval, que se ocupó de partírnoslos primero para que bebíesemos su líquido, y después trocearlos pacientemente para que nos los pudiésemos comer sin dificultad. En una zona turística se venden por diez veces más del valor que pagamos. Pero afortunadamente Xipamanine aún no lo es.

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Me sorprendió ver varios puestos dedicados a vender hojas secas de palmera, con las cuales después es posible realizar cestas o incluso apuntalar chozas. Cualquier negocio está allí por algo y es que si algo se aprende en mercados tradicionales como el que nos encontrábamos es que en la mayoría de las ocasiones no se vende un producto hecho, sino que lo que interesa es la materia prima. Así vimos gente con sacos llenos de aluminio para limpiar sartenes, que vendían por trozos, o con pequeñas piezas de plástico o metal para hacer arreglos o incluso con esponjas que vendían al peso y partían de una que podía pesar casi un kilo. En Xipamanine incluso es posible ver realizar «trocos», que es como se le llama al trueque. «Tú me das esa barra de pan y yo te doy dos limones». Ni más ni menos que como se funcionaba hace cinco mil años.

Gente acudía a las aceiteras a que les derramaran en botellas vacías el aceite a través de los embudos de que disponían, señoras vendiendo tomates de distinto rango, huevos, pan y un largo etcétera de productos alimenticios. Pócimas para la impotencia, crecepelos, hevillas de cinturón, perfumes falsos del tipo Carolina Ferrera, Cantier, Dolpe&Gabanza, Diorrr y otras del mismo calado. Este hervidero de gente está compuesto eminentemente de mujeres que o bien hacen de compradoras y van acompañadas de sus bebés ajustados a la espalda en capulanas de vivos colores o bien ejercen a la perfección la actividad comercial de productos en muchas ocasiones recolectados por ellas mismas, como los procedentes de la huerta o de los árboles tropicales.

Sobre un suelo embarrado bastante sucio se agolpan improvisados puestos de pan recién hecho, lechuga, plátanos, especias, cacerolas, naranjas, ropa interior, camisetas, pañuelos, vestidos estampados, golosinas y los ya clásicos teléfonos fijos con los que llamar por unos pocos meticais. Un mercado dice tantas cosas de una ciudad que no hay nada que me guste más que recorrerlos en busca no de un producto milagroso sino de ver y disfrutar de las personas que lo transitan, de quienes te sonríen o de quienes tan sólo quieren que te pases por la tienda de un familiar. Pocos mercados he visto en mi vida tan auténticos y tradicionales como este de Maputo. El color, el ruido, la algarabía, los olores, las risas, las discusiones, los sacos y cubos sostenidos en la cabeza de expertas compradoras…

Todo con un fondo de palmeras, de un cielo que comenzaba a azulearse entre los grises y blancos predominantes, de mil miradas inocentes y de otras tantas que no lo son tanto. Creo que las muchas o pocas tensiones que pudiéramos tener se quedaron en Xipamanine porque fue un aplauso a la cotidianeidad que nos hizo pensar mucho en que debíamos sentirnos como unos auténticos afortunados que teníamos la oportunidad de ver, sentir y tocar todo aquello. En un viaje en que la protagonista destacada había sido la Naturaleza Salvaje, agradecimos mucho esa pequeña incursión a la vida diaria de las personas, a la vida de los otros. Y es que al final el sentido de los viajes pasan precisamente por eso, por conocer al otro para conocerse a uno mismo. Eso es algo que tengo muy claro desde hace tiempo.

Obviamente en Xipamanine, así como en otros mercados u otros recovecos de Maputo, no es todo tan bonito. Porque también se ve mendigar a los meninos da rua, los niños a quienes les han arrebatado la inocencia de un plumazo para convertirse en mayores antes de tiempo. O porque hay que tener mil ojos ante las ágiles manos de mago que acceden a tus objetos personales sin que te des cuenta. Cuando estábamos negociando con un señor para que nos llevara a otro lado en su coche ví durante unos instantes mi teléfono móvil en la mano de otra persona a quien pude detener a tiempo. Y todo a no más de un metro de un grupo de policías, de los que ya nos fiábamos menos que de los propios ladrones. Aquí hay que andar con mil ojos si no quieres volverte con un buen disgusto.

AL MERCADO DO PEIXE, POR FAVOR

Nos montamos los seis a un coche destartalado. A Rebeca la tuve en mis rodillas y la pobre tenía que inclinar el cuello porque se daba con el techo. Le habíamos dicho al conductor que queríamos ir al Mercado de Pescado próximo a la Avenida Marginal. Pero él quería llevarnos a otro lado y cuando ya estábamos en marcha nos dijo que el precio entonces iba a subir bastante. Era un falso taxi y sus tarifas son las que le vengan en gana en el momento en que tú le preguntes. Como no nos pusimos de acuerdo le pedimos nos dejara allí mismo, que ya encontraríamos un taxi legal que no nos quisiera estafar tanto. Así que allí mismo le dejamos sin ni siquiera intentar una rebaja. A él tampoco se le veía muy interesado porque dio la vuelta y se marchó. No es Mozambique un paraíso del regateo precisamente.

Tomamos un taxi legal en una rotonda en la que había erigida la estatua de un héroe de la Patria alzando el puño. No hay que olvidar que Mozambique es un país comunista que ya se delata en su propia bandera, la cual lleva un azadón, un libro y un fusil de asalto AK-47, el clásico kalashnikov soviético. El partido con más votos es el FRELIMO (Frente para la Liberación de Mozambique), de carácter marxista, aunque desde la caída del telón de acero sus posturas se han visto claramente aminoradas. Aún así hay rasgos muy concretos que hacen aún muy presente el comunismo en este país. Y tener dibujado un AK-47 en la bandera es uno de ellos, no me cabe ninguna duda.

detalle bandera mozambique

Para ir al Mercado do Peixe tuvimos que especificar que era el que está «Camino a Costa do Sol» casi en la propio Avenida Marginal, y es que al parecer hay otro que debe ser también conocido. Pero el que nos habían recomendado en mayor medida era este, por eso quisimos ir hasta allí y disfrutar de la mejor comida que nos dimos en las tres semanas de viaje.

ELIGE TU PROPIO MARISCO AL PESO EN EL MERCADO DO PEIXE

Fue bajarnos del taxi y comenzar el espectáculo gastronómico más delicioso de Maputo. A dos pasos del mar, en una bocacalle que se interna a la Av. Marginal, se encuentra uno de los lugares con mejor sabor de la ciudad. Es complicado identificar al Mercado do Peixe como un mero comercio en que se vende pescado. Sin duda es mucho más que eso. Y es que aquí se compra y se vende toda clase de pescados y mariscos de la mejor calidad, los cuales puedes entregárselos en mano a quien te los cocine y te los lleve a alguna de mesas que hacen de improvisado restaurante.

Sin apenas darnos cuenta ya teníamos a una chica y a un chico junto a nosotros explicándonos cómo funcionan las cosas allí. Alineadas bien en cubos o bien sobre las propias mesas de cada puesto había almejas, bueyes de mar, navajas, langostas, langostinos, lubinas, centollos, calamares, doradas, cangrejos y un larguísimo etcétera con el que formar un Paraíso del Marisco con todas las letras. El precio al peso del producto es infinitamente inferior al que se puede encontrar en los países occidentales. Y no se podía negar que el género fuera fresco y que en su mayoría estuviera vivito y coleando.

Las dos personas que nos acompañaban durante los primeros minutos eran las encargadas de guiarnos en las compras y de limpiar y cocinar lo que escogiéramos. Lo único que teníamos que hacer nosotros es ir a alguno de los stands en cuestión y decir, «póngame de esto 1 kilo, y de esto otro 2», y a quienes venían con nosotros especificarles cómo lo queríamos cocinado (a la plancha, cocido, etc…). Se puede regatear el precio de cada producto cuando no viene especificado en ningún cartelito o trozo de cartón, pero aseguro que la compra se hace rapidísima y que no es necesario embarrarse en arduas negociaciones. Hay que fijarse bien cuando pesen tu compra y que no te vendan un kilo cuando te han puesto 700 gramos, cosa que ocurre en ocasiones.

Nosotros nos hicimos con dos kilos de almejas, otros dos de langostinos, con dos grandes langostas y medio kilo de calamares, que se llevaron enseguida en bolsas a la cocina para limpiar el género, preparárnoslo y servírnoslo directamente a la mesa que nos tenían preparada. Para la espera un par de platos de patatas fritas de sartén, pan de ajo recién salido del horno, y bebida suficiente para todos. En resumen, esto es comprar y sentarse a la mesa.

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Estuvimos comiendo durante más de dos horas y doy fe que acabamos con todo lo que nos trajeron. Las almejas, deliciosas. Los calamares, soberbios. Los langostinos, abundantes pero riquísimos. Las langostas, espectaculares. Esto ya lo consideramos un desayuno-comida-merienda-cena al completo. Parecía que no hubiésemos comido en una semana. Fue uno de los momentos en que más y mejor disfrutamos de todo el viaje. Esta mariscada nos la merecíamos y creo que la recordaremos para siempre. Ah, y todo por 20 dólares cada uno.

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Durante el opulento almuerzo tuvimos a varios mozambiqueños paseándose a nuestro alrededor con distintos avalorios como pulseras, pendientes, collares y bonitas láminas con escenas cotidianas. Esperaron a que terminásemos de comer para asaltar la mesa para comprarles sus cosas. Algún que otro regalo que hice proviene de aquel lugar. Así que quien se dé por aludido o aludida que piense que lo que lleva puesto formó parte de una agradabilísima experiencia culinaria.

ATARDECE EN LA AVENIDA MARGINAL

Cuando nos marchamos del Mercado do Peixe no debían quedar más de dos horas de luz. Estábamos avisados de que cuando cae el sol salen los vampiros y demás chupasangres, por lo que calculamos a la perfección el tiempo para no llevarnos una sopresa desagradable. Caminamos durante un buen rato por el paseo marítimo, más vacío de lo que pensábamos, para ver relajadamente el mar mecerse al son de las palmeras que decoran la silueta de la que para muchos es «La Habana africana».

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Presenciamos con interés cómo unos artesanos trabajaban con maestría la madera para realizar auténticas obras de arte con las que después comerciaban en la calle. Tenían figuras tribales hermosísimas, tallas que bien podrían estar engalanando cualquier hogar y que probablemente fuera de África se vendan a unos precios disparatados. Yo tengo bastante afición al Arte africano, pero más por las máscaras y estatuillas realizadas por las propias tribus para ser utilizadas en sus ritos y fiestas. En el Norte de Mozambique se encuentra el territorio de los Makonde, famosos por tallar cabezas a las que les adhieren incluso pelo humano. Durante mi estancia en el país pregunté hasta la saciedad por ellas, pero no hubo manera de encontrarlas.

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Tomamos un autobús destartalado porque sí, por probar, sin saber ni siquiera dónde íbamos. Al final terminamos bajándonos dos paradas después para volver a la Avenida Marginal donde unos niños jugueteaban en una pequeña barca que estaba varada en la arena. El viento retorcía las palmeras en una calle solitaria en la que apenas se paseaba la gente. A la izquierda el mar, a la derecha unos jardines abandonados. Y por encima las lujosas residencias de diplomáticos, empresarios y políticos que amanecen cada mañana contemplando faenar a los pescadores.

La noche nos cayó encima bebiendo tranquilamente sobre unas hamacas del Club Naútico de Maputo, el único lugar de la ciudad donde vimos a gente blanca, que procedía mayoritariamente de las mansiones a las que acabo de hacer referencia. Un espacio pijo en una ciudad pobre en el que cuando oscurece no puedes irte de él a pie si valoras en algo tu vida. Tiene una pista de tenis, piscina, sauna y un restaurante con precios europeos que son inalcanzables para la gente local. Cuando salimos dos taxis nos esperaban a la puerta para llevarnos al hostel.

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NOCHE TRANQUILA Y DESPEJADA

La noche la compartimos con una chica muy simpática de Barcelona que acababa de llegar a Maputo para quedarse tres meses a colaborar en una ONG. Estaba volcada con los muchos niños de la calle (meninos da rua) que malviven de la mendicidad. En Mozambique son tantos que es imposible contarlos. Y afortunadamente hay mucha gente que les ayuda desinteresadamente. La actividad del voluntariado es tan importante como necesaria en este país en el que los índices de pobreza siguen siendo alarmantes. Por fortuna siempre quedarán personas que no se conformen con ver las noticias desde el sofá y cambiar la tele cuando algo no les guste.

Y así, con buen rollo y una noche agradable, clausuramos un día sin duda fue bueno. Nos fuimos a la cama con la sensación de que estábamos arañando los últimos retazos de África antes de volver irremediablemente a la rutina.

19 de agosto: ROBINSONES EN INHACA

Un taxi nos llevó hasta el puerto 15 minutos más tarde de la hora tempranera a la que habíamos quedado (07:30 h.). El hombre dio más rodeo de lo normal para no circular por zonas donde había policía, ya que está prohibido llevar a más de cuatro personas en el coche (supongo que como en la mayoría de países). Si por casualidad pasaba cerca un vehículo policial pedía que uno de nosotros se agachara para no levantar sospechas. Juanra pensaba que por llegar tarde al puerto no nos íbamos a encontrar con el hombre de la lancha con la que pensábamos ir a la Isla de Inhaca. Pero vaya, con la pasta que se iba a llevar por ser nuestro transporte, cualquiera no nos espera. Era lógico que allí iba a estar. Nos preguntábamos,» ¿y cómo será Giorgio?, ¿le reconoceremos en el puerto?»

Más bien fue él quien nos reconoció primero. No había pérdida siendo los únicos cinco blancos que había allí a esa hora.  En cuanto nos vio se dirigió hacia nosotros estrechando su mano. Era un tipo bastante alto y no con la pinta de mafioso que yo había dibujado en mi cabeza. Más bien parecía un tipo normal. Tras unas breves palabras de presentación y cortesía nos llevó a su lancha, la misma con la que pensábamos recorrer la distancia que separa Maputo de esta pequeña y solitaria isla tropical donde queríamos perdernos durante las próximas 24 ó 48 horas. Era una lancha bastante pequeña, sin asientos ni nada, sólo con una bodega donde guardar las cosas y poco más. Junto a él iban otros dos, el conductor y otro chaval que les acompañaba sin más. Seríamos ocho personas entonces las que nos marcháramos a Inhaca e hiciéramos el trayecto en 45 minutos según ellos. Pero esos 40 km que teníamos que cubrir nos llevaría más tiempo de sus optimistas previsiones. Podría decir que el doble o incluso una pizca más.

AGARRÁOS QUE VIENEN OLAS!!!

Durante nuestro viaje a la Ilha da Inhaca dudé si realmente estaba surcando el Océano Indico o si en cambio estaba en un Parque de Atracciones. Porque cuando quisieron darle un poco de marcha al motor de la embarcación ésta empezó a subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar…y ponerse a saltar en cada ola. Los cinco estábamos sentados en el centro, en una plataforma que tenía agarraderas, las cuales no soltábamos ni un segundo no fuéramos a salir volando por los aires.

La lancha no dejaba de dar botes y el agua del mar nos salpicaba de tal manera que en pocos minutos no quedó parte del cuerpo que no estuviese completamente mojada. En una riñonera interior que tenía resguardada bajo el pantalón tenía el pasaporte, las tarjetas de crédito y de la cámara, el dinero, los billetes de vuelta. No quería ni pensarlo porque si lo hacía se me llevaba una ola por delante.

«Vaya con los 45 minutos», dijimos cuando ya superábamos la hora y media de recorrido. Yo además que iba de espaldas no veía nuestros avances y sí el dejar Maputo cada vez más lejos. Confiaba en lo que dijeran Juanra y Anita, que eran los que veían aproximarnos a ese trozo de tierra que emerge del mar llamado Inhaca. Pero siempre estaba demasiado lejos para ellos y es que parecía que no íbamos a llegar nunca. Porque al principio el ir en lancha dando botes tiene incluso su gracia, pero cuando ya has pegado más de cincuenta saltos y vas empapado hasta las entrañas, lo único que quieres es llegar lo antes posible. Y todo porque los miércoles son el único día de la semana en que no salen los ferries a la isla. Tenía bemoles la historia, aunque reconozco que lo pasamos de miedo.

Poco a poco nos fuimos acercando a la isla, de la que ya adivinábamos sus palmeras dando sobra a una larga playa de arena blanca. Pero, ¿qué se sabe de Inhaca exactamente?, ¿por qué la escogimos entre otros lugares relativamente próximos a Maputo?

ILHA DA INHACA, PARAÍSO TROPICAL

Inhaca era simplemente lo que necesitábamos para cerrar un viaje frenético, de muchas horas de coche y de poco descanso. Que había sido, o mejor dicho, que estaba siendo fantástico y que pocos como éste nos han deparado tantas vivencias asombrosas y tantas experiencias inolvidables. Pero hacía falta un lugar relajado, de sosiego, de sol y de playa, de no tener exigencias, donde pudiéramos estar relajados y cuya serenidad pudiese ser la llave perfecta que cerrara este viaje estival por África austral. E Inhaca tenía todos esos ingredientes.

La Ilha da Inhaca posee una extensión de aproximadamente 50 kilómetros cuadrados. Su interés para el viajero radica sobre todo por contar con uno de los mejores fondos marino a este lado del Océano Indico. Su biodiversidad de especies marinas y el arrecife coralino estampado en sus aguas le han convertido en Patrimonio Biológico Mundial. La infraestructura turística allí aún no está muy desarrollada, lo que hace posible disfrutar a solas de largas y kilométricas playas de arena blanca. Con no más de 2000 habitantes dedicados mayoritariamente a la pesca, la agricultura y la extracción de marisco de los ricos fondos marino, Inhaca te asegura huir de toda masificación en una Isla tropical donde el tiempo y las prisas son conceptos que no gozan de ningún significado. Con todo eso, ¿cómo demonios nos íbamos a perder semejante experiencia?

EL DESEMBARCO

Cuando ya estábamos a apenas 100 metros de la orilla de la playa de Inhaca village, el pueblo principal de la isla, el oleaje dio paso a una quietud de aguas asombrosa. El mar abandonaba su bravura para asemejarse lo máximo posible a una piscina. La marea además estaba baja, por lo que la lancha era incapaz de avanzar un solo metro. Fue entonces cuando Giorgio y los demás nos emplazaron a continuar el último tramo caminando con el agua por encima de las rodillas. A esas alturas mojarnos esa lo de menos porque ya lo estábamos por completo, así que sacamos las mochilas de la bodega e hicimos a pie el camino hasta la orilla, dejando atrás nuestra embarcación.

Sin duda fue un desembarco que casó muy bien con lo que esperábamos de nuestra incursión en Inhaca como improvisados Robinsones. Me recordó, salvando las distancias, a otro desembarco en una playa desierta de la Isla de Bastimentos (Archipiélago de Bocas del Toro, Panamá) junto a mi amigo Inti en mayo de 2007 con la misión de avistar las grandiosas Tortugas Baulas que acudían a desovar allí algunas noches. Al parecer en Inhaca también hay desove de tortugas, aunque en mucha menor escala. Incluso por haber, según leí en las guías, había ballenas no muy lejos de sus costas. Son los aficionados al mar y al buceo los que más visitan este lugar, que se contrapone a una ciudad como Maputo que se perdía en el brumoso horizonte.

Varias mujeres se paseaban por la playa portando en la cabeza grandes barreños que contenían pescado en su interior. Algunas nos miraban de reojo, como si fuésemos los primeros foráneos que tocaran suelo de Inhaca aquel día. Probablemente fuera así por ser precisamente los miércoles los días en que los ferries no viajan a la isla. Las curvadas palmeras se fundían con un cielo azul deslumbrante. La frondosidad del interior contrastaba con las distintas tonalidades albinas de la arena fina. La temperatura era de unos 23 grados, que empapados como estábamos, nos parecía algo fresca. Este es el clima usual en Inhaca durante el invierno. Quien lo tuviera siempre…

Cuando dejamos atrás el agua para caminar por la playa aparecieron los guardias de la Reserva Biológica, que nos cobraron 5 dólares a cada uno por acceder a la isla. Es una ecotasa que todos los turistas tienen que pagar sin librarse de pasar por caja. Además, en la medida de lo posible, conviene llevar el papelito que te dan porque te lo pueden reclamar en cualquier parte.

NUESTRO ALOJAMIENTO EN INHACA

Unos chavales de unos 15 ó 16 años salieron al encuentro de Giorgio y al nuestro. Nos siguieron con el objetivo claro de hacerse con meticais extra. Con ellos precisamente hablé de nuestra necesidad de una cama barata porque la única posibilidad de hospedaje reservable con antelación pasaba por el Pestanha Inhaca Lodge, un capricho de algo más de 400 dólares la noche y que, por supuesto, no podíamos permitirnos. A nosotros nos bastaba tener un sitio en que caernos muertos al final del día, dándonos igual dónde y como. Pedimos por tanto algo económico, y eso fue lo que nos consiguieron. Fue un buen trato.

Anduvimos por la vía principal del pueblo, que no es más que un sendero de arena con una anchura suficiente para pasar un par de coches (que debe haber dos o tres en toda la isla) y con dos o tres bares, alguna que otra tienda y muy poco más. Nos llevaron a conocer el Restaurante Lucas, el único que sale en las guías, con objeto de vendérnoslo para cuando tuviésemos hambre. Y unos metros más adelante, tras una pronunciada curva que se internaba a los adentros de Inhaca nos metimos a una casa baja vallada por completo con hojas de palmera, al igual que las demás del improvisado y humilde vecindario.

«El hotel» que nos propusieron y que a la postre aceptaríamos se llamaba Cool Runnings. Se componía de no más de cuatro habitaciones (tres dobles y una triple con colchón en el suelo) por las que pagamos aproximadamente 6€ por persona en su correspondencia en meticais. Nos hicimos con una doble y una triple, ya que éramos cinco. Dos cabinas de madera a buen precio que tenían todo lo que necesitábamos, unas camas donde poder descansar a la noche. El servicio era una cabina de madera plantada en el jardín, al igual que una ducha al aire libre, cubierta con ligeros paneles.

Lo primero que hicimos en las habitaciones fue secarnos, cambiarnos de ropa y adecuar nuestra vestimenta para un día soleado y tranquilo en una playa desierta cualquiera a la que ya nos ocuparíamos de llegar como fuera. Yo saqué mi riñonera con pasaporte, dinero y tarjetas mojadas. Sin tocarlos, a excepción de los billetes, los puse a secar al sol, al igual que las zapatillas deportivas. Las tarjetas de la cámara, que eran en realidad las que más me preocupaban, estaban sanas y salvas, ya que las carcasas de plástico que las contenían eran del todo impermeables. Afortunadamente las fotos iban a llegar a Madrid sin ningún problema, aunque bien que sufrí en cada ola que me tragué en aquella lancha de mala muerte. Puedo decir que el Índico me lo bebí a sorbos generosos.

TIEMPO DE ASUETO EN EL PUEBLO MIENTRAS ESPERÁBAMOS EL JEEP

Antes de que a los chicos les dijéramos nada nos hablaron de una zona de la isla en la que podríamos cumplir nuestros propósitos de soledad absoluta en una playa desierta. Estaba muy próximo al Cabo de Santa María, y nos P1090346confirmaron con total seguridad que allí no iba a haber nadie. Pero al estar en un lado opuesto de donde nosotros nos econtrábamos teníamos que utilizar obligatorio algún medio de transporte para llegar hasta allí. Al parecer debía haber tan sólo uno o dos jeeps en la isla que tenían la exclusividad de los traslados por la isla. Su función era eminentemente de taxis, y se financiaban sobre todo obteniendo pingües beneficios de lo que les dan los turistas sin forma alguna de moverse muy lejos. Dijeron que teníamos también forma de ir hasta allí en barco pero por más dinero incluso que el que nos había costado llegar hasta allí. Así que preferimos el taxi-jeep y, por consiguiente, les  pedimos que fueran a buscar a su conductor para hablar con él y negociar. Mientras tanto nos quedamos paseando por el pueblo, que como antes comenté, no era más que una calle recta sin asfaltar con algún que otro bar, tiendas de souvenirs, y que llegaba hasta el portón del extralujoso y caro Pestanha Inhaca Lodge.

Junto antes de llegar hasta allí había un pequeñísimo mercado tradicional donde vendían eminentemente verdura, fruta y pescado. De cara a nuestra jornada semi-playera adquirimos un par de cocos y una piña para llevarlos con nosotros (por menos de 1€ todo). La mujer que a la que se los compramos nos partió los cocos golpeando uno con el otro hasta provocar sendos boquetes a partir de los cuales podíamos continuar nosotros. Llevábamos la navaja opinel que Chema trae a todos los viajes, por lo que nos servimos de ésta para aprovechar todo su interior. De la refrescante agua de coco me ocupé yo, aunque se me cayera un poco a la camiseta, muy normal en alguien que tiende a mancharse la ropa con extrema facilidad.

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Estuvimos un rato sentados en una pizarra que hacía las funciones de tablón de anuncios en la cual había una convocatoria para las elecciones municipales de Inhaca en la que no mucho más de mil personas tenían derecho al voto. En Inhaca barre el FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique), casi al igual que en todo este país que sigue añorando los tiempos de Samora Machel, su Primer Presidente y el cual pereció en un accidente de avión del que se rumorea se debió a un complot de sus socios soviéticos. Tras unos minutos comiéndonos uno de los cocos y charlar con una sudafricana blanca con un estilo muy Paris Hilton (le faltaba el chucho de pega) que estaba alojada en el Pestanha, apareció el señor del jeep, que estaba llevando a unos clientes al Museo de Biología Marina. Nos dijo que le esperásemos treinta minutos que necesitaba para terminar con sus clientes y ya podría llevarnos donde quisiéramos.

Como al final los treinta minutos se convirtieron en una hora nos dio tiempo a esparcirnos para contemplar simplemente cómo suceden allí las cosas en un día normal y corriente. Para ello algunos acudimos a la orilla de la playa donde se estaba desarrollando una escena cotidiana en Inhaca pero no menos llamativa. Un gran número de mujeres se estaban metiendo en el agua para dirigirse a un barco de madera que habían dejado muy cerca de nuestra lancha. Algunas de ellas caminaban con sus pequeños envueltos en las tradicionales capulanas de llamativos colores. Los bebés iban apoyados en la espalda de la madre gracias a estos pintorescos pañuelos con los que pueden moverse ágilmente en un lugar donde no se plantean los carritos. De esa forma pudieron internarse en un agua que les llegó más arriba de las rodillas para ir hasta ese barco misterioso, del que finalmente descubrimos que era una embarcación que comerciaba con variados productos procedentes de una recientísima pesca. Nuestra corresponsalía de Aluche, Chemita, se haría cargo de las pesquisas y de confirmarnos que así era, que allí lo que estaba sucediendo es una compraventa de pescado en la que sólo estaban participando las mujeres, astutas compradoras que escogían entre lo mejor del género para llevar a su casa y poner en la mesa. Si algo no se podía decir de aquel improvisado mercado ambulante es que el producto no era fresco.

De la orilla para afuera la cadencia de los acontecimientos era prácticamente inexistente. Mojándonos los pies en el agua y volviéndonos hacia atrás sólo podíamos obtener verdaderas postales de este Paraíso tropical y verde que estábamos descubriendo en Inhaca. A alguno que otro le dieron ganas de quedarse allí una temporada y olvidarse de la rutina completamente. Esa isla podría ser el retiro perfecto para una persona que desee alejarse de los excesos de la ciudad y alcanzar un nivel de stress inferior a cero. Dormir en cabañas, ir a pescar, beber agua de un cocotero, bañarse en la playa, hablar con la gente del pueblo y pensar en que con muy poco se puede ser muy feliz. Creo que todos los urbanitas deberíamos llevar una cura similar al menos durante una temporada para darnos cuenta de que en ocasiones vamos tan deprisa que nos olvidamos hasta de vivir.

Ilha da Inhaca es una pausa tropical enclavada en el Índico más occidental que corresponde fehacientemente a los estereotipos que todos tenemos de una isla perdida en medio de la nada. Con sólo mirar la silueta de sus palmeras buscando alcanzar ese cielo tan azul a uno le baja el pulso, la tensión y hasta los latidos del corazón. Pensé en los diferentes escenarios que estábamos presenciando en este viaje. Rascacielos, selva, desiertos, cataratas, playas, una mezcla difícilmente asimilable pero que nos ponía de frente las excelencias de lo que iba a coronarse como uno de los viajes más completos de nuestras vidas.

Los últimos minutos de espera del Jeep los pasamos junto a los chavales amigos de Giorgio sentados en un pozo de agua potable y enseñándonos a tirar bien el cubo para recoger la mayor cantidad de agua posible. Las chicas mientras miraban souvenirs en una de las tiendas que allí había, que no se caracterizaba precisamente por ofrecer gangas. En Mozambique, al contrario de lo que pensábamos, el regateo no es tan fuerte como en otros países africanos.

ALEGRÍA EN LA TRASERA DE UN PICK-UP

El jeep por fín llegó. Nos tocó, por tanto, negociar con el tipo que nos pedía en principio 15 dólares por persona. Era una auténtica barbaridad si lo multiplicamos por cinco para ir al otro lado de la Isla, que no era precisamente Groenlandia. Pero el hombre no se bajaba del burro y seguía erre que erre diciendo que ese era el precio fijo, sabiendo que no teníamos más opciones para ir al Cabo Santa María. El diálogo se desarrolló desde la trasera del pick up, y vaya si fue duro. Tanto que nos negamos a continuar y nos bajamos del mismo para seguir hablando con él desde fuera. Al final lo único que conseguimos es que nos lo dejara a 10 dólares a cada uno, teniéndonos que llevar de forma inmediata a esas playas desiertas que ansiábamos y quedando con él a las cinco de la tarde para que viniera a buscarnos.  

Los chavalitos vinieron con nosotros y hasta nos trajeron una pelota gigante de tenis con la que jugar un rato en la playa. El trayecto de un lado a otro de la isla atravesando su hermoso y verde interior fue realmente genial. Desde la trasera del pick-up disponíamos de una visión privilegiada de la isla en la que de vez en cuando veíamos poblados y chozas tradicionales de las que salían los niños a saludarnos e incluso en ocasiones a correr detrás nuestro durante más tiempo del que cualquiera de nosotros podría aguantar. Con las cervezas en la mano, la piña y los cocos, agarrándonos como podíamos para no caernos, disfrutamos de lo lindo de este rally lleno de baches y curvas. Nos divertimos en el coche a base de bien durante los cerca de cuarenta minutos que tardamos en atravesar la isla desde el pueblo hasta su opuesto.

 

Había ocasiones en las que nos teníamos que agachar para no darnos en la cabeza con las ramas de los árboles que ponían techumbre a un camino cada vez más abrupto y menos uniforme. Parecía que nos estuviesen llevando al fin del mundo en aquel pick up azul que se vanagloriaba por ser uno de los pocos vehículos existentes en Inhaca y por el que estábamos pagando un pico a sus dueños. De repente el sendero de arena se fue haciendo más estrecho hasta que directamente se terminó en unas zarzas, a partir de las cuales debíamos ir caminando a pie. Emplazamos al conductor a estar allí a las cinco de la tarde y éste dio media vuelta para volver al pueblo con los chicos, que simplemente nos acompañaron hasta allí. No es que nos estuviesen haciendo ningún servicio, pero estaba claro que esperaban nuestra generosidad en forma de meticais antes de marchar a Maputo.

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LA SOLEDAD Y EL MAR

Anduvimos apenas cincuenta metros por el camino de las zarzas hasta que se abrió el cielo para mostrarnos un litoral absolutamente salvaje y solitario de aguas quietas. Con la marea baja pudimos transitar por unas rocas arrugadas para ir rodeando densas paredes de vegetación y océano e irnos acercando hasta lo que parecía más una playa. El azul del agua brillaba como lo hace una piedra preciosa bien pulida estando en pura consonancia con lo que nos regalaba aquel cielo matutino en Inhaca.

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Una lengueta de arena palidecía para abrirse paso en la mar y desafiar a las Leyes de la Naturaleza. Era un tímido sendero que se internaba en el país de Neptuno para retroceder en el último momento, como si se arrepintiese de haber sobrepasado sus límites. Para nosotros era más bien la enseña de lo que comenzaba a ser una playa absolutamente desierta.

Unos metros más adelante encontramos el lugar donde desplegamos finalmente nuestras toallas, los cocos, la piña y hasta la pelota gigante. Parecíamos domingueros pero sin domingo, sin tumbonas, sin gorrito, sin tupperware y sin tortilla. Y aquella playa poco o nada tenía que ver con las que estábamos acostumbrados. Lo único medianamente humano que vimos fue un pequeño cartel de madera que recordaba a los usuarios de la playa que está terminantemente prohibido arrojar basuras y hacer fogatas, al ser ésta parte de una Reserva Natural.

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El único ruido que había es el del agua mecida por el viento. El telón de fondo de aquella playa era abundante vegetación. Ni un hotel, ni una mísera casa. Nada. Podíamos asegurar que estábamos solos en varios kilómetros a la redonda. Esa sensación de soledad se agradeció durante las horas que allí estuvimos. Ya no quedan tantos lugares en el mundo en que se puede disfutar de esa posibilidad. Las famosas construcciones «a primera línea de playa» se han cargado muchos de los hermosos litorales que había tan sólo hace décadas, y sólo ciertos rincones costeros privilegiados como una pequeña isla mozambiqueña varada en el Índico pueden recrear el origen de aquellas playas desiertas en las que Robinson Crusoe podía vivir después de un naufragio.

Nos bañamos en unas aguas que, al contrario de lo que pensábamos, estaban muy frías. La sensación al meterme en el mar me recordó a la misma cuando me doy un baño en mi Galicia querida. De todas formas me temo que soy tanto friolero como de secano por lo que mi opinión conviene cogerla con pinzas y no hacer demasiado caso de ella.

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Creo que conozco a poca gente que le guste más bañarse que a Juanra. Si fuera por él estaba toda la vida en remojo. Llevaba todo el viaje buscando un río para bañarse, pero me temo que los lugares en que habitan los cocodrilos e hipopótamos no son los más recomendables precisamente. Anita estaba igualmente feliz de estar en esa isla. Creo que fue uno de los días en que más contenta la vi. Chemita como siempre estaba inquieto, incapaz de detenerse por un momento, dedicándose incluso a pescar con la red de su bañador. Rebeca y yo no somos muy de playa pero nos gustó pasear por la arena, descansar, estar de charla, tirarnos pelotazos… En resumen, fue un gran paréntesis que ayudó a saborear los últimos retazos de nuestra estancia en el Sur de África.

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Nos comimos la piña y los cocos, e incluso nos quedamos adormilados hasta que nos dimos cuenta de que la marea estaba empezando a subir y que el agua iba a alcanzar las toallas en apenas unos minutos. Nos fuimos al único espacio de arena que aún no había engullido el mar, la lengua del principio que seguía intacta. Allí se dejó caer la tarde y la soledad de los cinco se fue pronunciando cada vez más en los confines de Inhaca donde parecía que de un momento a otro iba a arribar un barco pirata de los de antes, con una calavera y dos tibias engarzando una bandera negra. O al menos eso nos hubiera gustado.

Sabíamos que todo estaba a punto de terminarse, de que el viaje iba a ser engullido como la playa por el océano. Es posible que alguno tuviera ya ganas de volver a casa. No estoy del todo seguro de eso, aunque sí de que yo hubiese prolongado África durante mucho más tiempo. Era tan reacio a una vuelta a la normalidad que la sóla imagen de la oficina, las sillas, los ordenadores y las prisas me asustaba y me hacía agarrar con fuerza esos últimos instantes de libertad.

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Cuando el Sol quedó suficientemente bajo vimos que el pick-up debía estar esperándonos tras los arbustos por lo que volvimos por donde habíamos venido horas antes. El único recuerdo que dejamos de nuestro paso por aquella playa fueron las huellas de nuestros pies, que tardarían apenas unos minutos en esfumarse y esperar que llegara un día nuevo. Quien sabe si con otras personas que la descubrirían y se sorprenderían como nosotros cuando las contemplamos por primera vez.

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LA VUELTA, UN JUEGO DE NIÑOS

Como preveíamos el jeep azul nos estaba esperando con las tres personas con las que habíamos venido. Nos subimos a la parte trasera nuevamente para disfrutar nuevamente de los baches o de cuando el conductor le daba por ajustar las curvas al límite. Por la mañana nos había llamado la atención las solitarias chozas de madera de la que salían los niños a saludar. Durante la vuelta, ya prevenidos de lo que nos íbamos a encontrar, preparamos varias bolsas de caramelos que llevábamos en las mochilas. Y como si fuésemos Sus Majestades los Reyes de Oriente tiramos caramelos cuando veíamos a los pequeños. Estos, con caritas enternecedoras repletas de ilusión e inocencia, no se limitaban a recoger las golosinas, sino que continuaban corriendo hasta que ya no podían más. Algunos incluso jugaban a engancharse a la trasera del pick-up, el cual no disminuía su velocidad o la brusquedad en la toma de baches o curvas. Era un juego algo peligroso porque un mal frenazo podía tirarles fuertemente al suelo, pero parecía que ya estuvieran acostumbrados a hacer estas cosas con quienes traspasaban sus poblados.

Cuando quisimos llegar al Cool Runnings, donde estábamos hospedados, se había hecho de noche. La ropa aún no se había secado del todo, al igual que el pasaporte, que mantenía las hojas pegajosas. La tinta de algunos sellos se habían difuminado en el papel, aunque afortunadamente el visado mozambiqueño, que era el que más me importaba en ese momento, se había conservado intacto a pesar del agua.

La actividad en la isla por la noche era prácticamente nula. Tan sólo vimos abierto el Restaurante Lucas donde cenamos tranquilamente, a pesar de los continuos apagones de luz que, al parecer, son muy habituales. El pescado, en contra de lo que debería ser en un sitio como ese, no nos entusiasmó a ninguno de nosotros. Aunque nuestra opinión no era subjetiva habiendo comido el día anterior en el Mercado do Peixe de Maputo, probablemente lo más insuperable durante el viaje en lo que a gastronomía se refiere. En el Lucas que, por cierto, se llama como mi perro, apareció Giorgio para darnos una noticia no muy optimista. Y es que las previsiones meteorológicas para el día siguiente no eran las mejores para hacer un trayecto en lancha hasta Maputo. El oleaje iba a ser mucho mayor que el de por la mañana y podía ser peligroso volver. Nos propuso irnos muy temprano por si acaso o en cambio salir un día más tarde. Pero nosotros únicamente podíamos regresar ese jueves, ya que el viernes por la tarde Juanra y Anita tenían que estar tomando un avión en Johannesburgo. Finalmente quedamos en ver cómo estaba la mar y salir en el momento más adecuado y seguro.

Por la noche cayó una gran tormenta en la Isla de Inhaca. No era el mejor preludio para un viaje de casi dos horas en lancha motora por aguas del Índico. Nos quedaba otra aventura más que completar antes que el viaje se terminara. Mientras tanto tuve dulces sueños desde las sábanas sucias que envolvían mi cama.

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8 Respuestas a “Viaje al Sur de África en 4×4 (12): Maputo e Isla Inhaca”

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