Viaje al Sur de África en 4x4 (10): El desierto del Namib

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Viaje al Sur de África en 4×4 (10): El desierto del Namib

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14 de agosto: EL NAMIB, ALGO MÁS QUE UN DESIERTO…

Sonó el despertador en una de las noches en que más frío tuve en la tienda de campaña. El móvil de Bernon resonó como un cuchillo afilado a un centímetro de nuestros oídos. Y afuera, sólo oscuridad y estrellas, ni el más mínimo atisbo de luz del nuevo día. Y así tenía que ser, porque si queríamos ver el amanecer a lomos de la Duna más célebre del inmenso Desierto del Namib, la número 45, debíamos ser de los primeros en estar en la barrera cuando la abrieran. La verdad es que tanto yo como los demás del grupo estábamos que no nos teníamos en pie. Teníamos un sueño aterrador acompasado con el aire frío que resoplaba en nuestras despeinadas cabezas. Nos dirigimos hacia la puerta con los coches, sin apenas mascullar o rozar una mísera palabra con nuestros labios. Hasta que un vigilante bien abrigado nos dijo que no levantarían la barrera hacia las Dunas de Sossusvlei en menos de una hora, a las cinco y media de la mañana. Entonces surgió la pregunta del común a Bernon, ¿Pero a qué hora has puesto el despertador?. Y es que, al parecer, nuestro amigo se había olvidado de atrasar la hora cuando entramos a Namibia (es una hora menos que en Sudáfrica y Botswana), por lo que en realidad nos habíamos despertado a las cuatro de la mañana. Así que ya sin querer ni siquiera entrar a las tiendas de campaña, Rebeca y yo abatimos los asientos del Land Rover, encendimos la calefacción y nos quedamos durmiendo allí una hora más.

Hasta que llegaron las cinco y veinte en que sin más dilación nos colocamos en una fila de coches que parecía la parrilla de salida de una competición automovilística. A las 5:30, si un segundo más, ni un segundo menos, el vigilante fue dejando pasar uno a uno mientras revisaba los permisos de entrada, cosa de la que nosotros carecíamos por haber llegado tan tarde. Y no podíamos permitirnos esperar varias horas a que abriera la oficina de venta de tickets porque nos haría perder mucho tiempo, así que se lo explicamos a la persona de la barrera y accedió a que pudiéramos pasar y pagar después (3,50 dólares americanos por persona y 2,50 por vehículo), aunque debía quedarse con al menos un pasaporte de cada Land Rover. Trato hecho…adelante!

AMANECE (QUE NO ES POCO) EN LA DUNA 45

En ese instante el máximo objetivo era llegar a la Duna 45 antes de que lo hiciera el Sol por el horizonte. La carretera de Sossusvlei, en perfecto estado, se convirtió en un improvisado circuito de automovilismo en el cual se celebraba cada adelantamiento como si de un avance de posiciones se tratara. Al final acabamos siendo los primeros, tanto el Land Rover dorado como el blanco, en comandar la ruta rumbo a un amanecer inolvidable. La carretera se abría paso entre gigantescas dunas a izquierda y derecha, que apenas atisbábamos con un mínimo fulgor que anunciaba un más que próximo amanecer. A esas horas de la mañana era difícil comprender y contextualizar aquellos kilómetros que nos hacían internarnos más en el Parque Namib-Naukluft, que viene a decir algo así como «Mar de Arena del Namib».

De esta historia pueden surgir varias preguntas como, ¿A qué se debe el nombre de Duna 45?  y ¿Por qué ir a la Duna 45 al amanecer y no a otra?. Las respuestas tan sólo esclarecerán una significación más mística que razonable. Se le P1080883llama Duna 45 porque casualmente está a 45 kilómetros de Sesriem y es la número 45 si se va desde Sossusvlei, simplemente. Y el porqué se explica por una tradición viajera de años de ser esa en concreto la escogida para contemplar la salida del Sol. Ya lo dije, todo sigue razones tan extrañas como puramente sentimentales.
De pronto todas las conjeturas y cuestiones tuvieron su punto y final. Definitivamente, habíamos llegado. A nuestra izquierda se alzaba orgullosa la gran Duna 45. Dejamos el coche aparcado en una explanada y durante unos segundos nos quedamos contemplando la montaña de arena, que en ese momento era prácticamente roja. Por el fino sendero de su lomo comenzaban a subir otros viajeros que se habían citado también a la misma hora que nosotros para cumplir la tradición.

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Pero ese ascenso no iba a ser tan fácil como presumía. La Duna tiene una altura de 180 metros aproximadamente y una pendiente que a la postre resulta agotadora. Si caminar por la arena es cansado, hacerlo en sentido subida era algo así como un duplicador de esfuerzos. Los pies se iban hundiendo hasta los tobillos y el objetivo equivocado de querer subir a toda prisa se convirtió en el peor enemigo. Hubiera sido mucho mejor hacerlo con más calma y estando más en forma para no sentir tan pronto el dichoso flato. Y excepto para los «más deportistas», fue la misma canción para todos, que a priori pensábamos que nos íbamos a plantar en la cúspide de la duna en un santiamén, y que cada vez se nos iba haciendo mucho más grande. Los que nos adelantaban parecían pequeños insectos en una gran montaña, caminando en hilera sin presumible esfuerzo. Y estaba tan lejos el final…

Tan lejos que no tuve más remedio que buscarme un improvisado asiento de arena en el filo este de la duna y sentarme a presenciar la paulatina salida del Astro Solar por el horizonte. Amanecer, que por otra parte, se ve de la misma forma estando más arriba o más abajo. Porque la visión de las lejanas montañas rocosas del fondo es similar cuando ya se está a una altura determinada. El cielo se tintó de naranja fuego, color que traspasaría más pronto que tarde a la gran montaña de arena a la que todos estábamos subidos.

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Porque las Dunas del Namib son un el capricho de un artista que juega con su paleta de colores, un intercambio de golpes cromáticos que se refleja a cada instante en la finísima arena. Cada centímetro que subía el Sol parecía definitivo para romper una uniformidad que se antojaba imposible. Cada segundo el escenario variaba como el de un teatro, pero sin telón y sin actores. Lo hacía sólo para igualarnos con los insignificantes granos de arena y terminar formando parte de la inmensidad del desierto.

Continué el lento ascenso por la duna, ya desperdigado el grupo, con un pequeño pero importante problema sobre mis manos. La cámara de fotos no parecía funcionar bien. Y es que viento y arena son una conjunción poco favorable para los aparatos electrónicos. Tan sólo conseguía disparar alguna fotografía después de mucho insistir y dar leves golpecitos para expulsar esos granos que habían logrado colarse hasta los rincones más insospechados de mi gran compañera de viaje, la Señora Panasonic Lumix FZ-18 que había comprado el verano anterior en la ciudad japonesa de Hiroshima. Temía que se me terminara estropeando por lo que la resguardaba del aire y la arena cubriéndola con el cortavientos y protegiéndola como si del tesoro de Gollum se tratara. Aunque de vez en cuando seguía intentando tomar fotos con las que contener de una forma u otra ese instante.

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Y ya en la cúspide el todo y la nada, el infinito mar de dunas afiladas jugando a tocar el cielo con la punta de los dedos. El viento moldeando siluetas que se pierden en el horizonte y que retan al ser humano a traspasarlas y desaparecer con ellas. Ni el paisaje más frondoso teñido de color verde es capaz de llenarme tanto el alma como lo hace el Desierto. Lugar inhóspito y solitario que logra trasportarme a altas cotas de subjetividad pura, que me hace ver la vida con otra trascendencia e incluso con otro fin. Por eso siempre tendré que rendir cuentas de admiración al Sáhara, el Gobi, el Mojave, Wadi Rum y el Namib, los que hasta el momento han sido «mis desiertos» y mis pasiones.

Unos bajaron por donde vinieron, y otros rodando como croquetas, sin importar que la arena se resguardara en impertinentes escondrijos bajo la ropa. Aunque total, sin darse ni cuenta ya la teníamos con nosotros. Y había venido para quedarse. Sonará raro, pero días después de terminarse el viaje, ya en Madrid, seguí sacando arena de los bolsillos y de las zapatillas con que caminé aquel día. El Namib se quedó conmigo tanto física como mentalmente.

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Coches y furgonetas de agencias turísticas ofrecían el «descanso del guerrero» a sus ocupantes en forma de caliente desayuno. Para nosotros sólo había unas cuantas galletas que llevarnos a la boca. Estuvimos maquinando «tomar prestado» desayuno y alguna que otra botella de agua, pero al final como era previsible no hicimos nada. Nos conformamos con mordisquear alguna que otra galleta mientras nos sacudíamos la ropa con esmero y golpeábamos la suela de las zapatillas con algo duro para quitar arena. Cada uno relatamos cómo había sido nuestro amanecer mientras el aire fresco trataba de limpiar nuestras ojeras por la fuerza. Estábamos cansados pero realmente contentos de estar allí. Sabíamos que nos encontrábamos en un lugar de esos que nunca se olvidan. Y es que en aquella planicie era difícil no admirar la desolación de los troncos muertos de las que tiempo atrás fueron acacias que contrastaban con las altas dunas.

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A los pies de la 45 la luz fue haciendo su trabajo para iluminar aquellos áridos apartados que parecían haber sido diseñados para una película de ciencia ficción. La explanada parecía el curso seco de un gigantesco río cuyas aguas algún día corrieron por allí. Si fuera el caso, debió ser hace muchísimo tiempo, porque el Namib está considerado como el Desierto más antiguo del mundo, incluso de antes de la extinción de los Dinosaurios que reinaban la Tierra decenas de millones de años atrás.

EN BUSCA DE LA LAGUNA MUERTA

Retomamos nuestro camino para continuar avanzando por aquel corredor al que le daban sombra gigantescas dunas que retan al cielo superando en múltiples ocasiones los 300 metros. Sin duda las del Namib pueden presumir no sólo de ser las más antiguas, sino las más altas de nuestro Planeta. La carretera asfaltada tiene su final a unos catorce kilómetros del lugar en que habíamos visto el amanecer. Pasada esa distancia hay un parking para vehículos de 2×4 cuyo avance por el grueso sendero de arena se antoja imposible de cruzar. Nosotros queríamos ir a Dead Vlei, la Laguna Muerta, que habíamos conocido por fantásticas fotos que habíamos visto tanto en internet como en los libros. Si la realidad era tan sólo la décima parte que aquellas fotografías, cualquier esfuerzo valdría la pena.

Le calculamos no más de cuatro kilómetros hasta el Parking de los todoterreno, desde donde ya habría que ir P1080932caminando a la Laguna Muerta. Los que no disponían de coches 4×4 y querían acudir hasta allí debían utilizar unos servicios de lanzaderas todoterreno a 6 dólares americanos ida y vuelta. Después de tantos días ya se le había cogido el truco a la conducción por la arena, y los leves vaivenes del volante junto a P1080940la ausencia de frenados fuertes se habían convertido en armas con las que superar cualquier escollo. Digamos que para que eso ocurriera hubo que quedarse tirados en arena, barro, agua y tener algún que otro pinchazo de ruedas. La experiencia es siempre un grado y nosotros llevábamos a los mejores conductores posibles, que no quiere decir que fueran los más prudentes. Juanra, Chema y Bernon se manejaban en la arena como si estuviesen circulando por el salón de su casa, y eso fue una aportación que resultó vital para el devenir del viaje. Para mí fue como asistir a un curso acelerado de conducción de riesgo. Aún recuerdo mi experiencia con una Renault Kangoo en el Sur de Marruecos y lo bien que me hubiera venido tener un 4×4 y los conocimientos que estaba adquiriendo en este mes loco por África.
Los cuatro kilómetros fueron pan comido por lo que cuando dejamos los coches en el al aparcamiento para todoterrenos, supusimos que habíamos llegado a la Laguna Muerta. Pero no estábamos del todo seguros, ya que aunque el paisaje desértico era abrumadoramente hermoso, carecía de los característicos suelos blancos, sedimentos salinos de donde tiempo atrás había agua abundante.

Vegetación seca trataba de hacerse hueco en la arena que ondulaba bajo las órdenes de un viento irreductible. Pero en realidad eran esos amagos de vida que en ocasiones se asoman a las Dunas de Sossusvlei, donde incluso puede llegar a llover algunos días del año. De hecho fotógrafos especializados en retratar la Naturaleza han llegado a captar incluso a leopardos caminando por las dunas, y es que es sabido que éstos son los depredadores que mejor se adaptan al cualquier tipo de entorno. Por una foto como esa hubiera dado cualquier cosa, pero es tan difícil, tan poco probable que ni los deseos son suficientes. Pero realmente el desierto del Namib basta por sí mismo para dibujarse como uno de los más espectaculares mares de dunas que se pueden visitar en el mundo.

A los lomos de otra gran duna que trataba de escalar un cielo cada vez más azul pudimos gozar de aquel paisaje que aún continúa sobrecogiéndome. Las lagartijas y los escarabajos de lapislázuli representados en el Antiguo Egipto nos acompañaron en este viaje a las entrañas de un desierto cincelado por las corrientes del Benguela procedentes de confines antárticos y que explican las humedades y las nieblas de la Costa de los Esqueletos donde viene a morir el Namib.

Más abajo atisbábamos restos blancos de lo que un día fueron charcas. Todas secas, son reductos de la Naturaleza perecedera, de las lágrimas del tiempo que se sumergieron bajo tierra quebrando cualquier oportunidad de hacer rebrotar la vida en aquellos lugares perdidos del sudoeste africano. Eran pequeñas lagunas muertas hechas en escala, pero nada comparables a su hermana mayor, la gran Dead Vlei con la que ansiábamos encontrarnos.

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DEAD VLEI: LA MUERTE TE SIENTA TAN BIEN

Desde arriba de aquella duna que habíamos comenzado a sondear se veía una mancha blanca en elipse mucho más grande que las otras. Indiscutiblemente se trataba de la Laguna Muerta a la que llevábamos un rato buscando. Unos subieron mucho más para tener una increíble visión panorámica en altura. Otros directamente caminamos hacia ella para poder disfrutar cuanto antes del que probablemente sea el paisaje más inhóspito y que más me ha impresionado en mi vida. Antes de que el cauce del río Tsauchab se secara aquí había una grandiosa piscina natural que se llenaba con lluvias más que opulentas. Pero la desertización y las dunas taponaron toda provisión de agua convirtiendo a un lugar en que debían morar animales placidamente  junto a las características acacias africanas en una planicie seca de sal, receptora de elevadas temperaturas y de nada más.

Alrededor de esta planicie de firme albino permanecen abrazadas poderosas dunas que mezclan el color naranja con el rojo cobrizo en función de la intensidad con las que les golpee el Sol. Del suelo sobresalen los troncos oscuros de legendarias acacias muertas de las que se dice que pueden tener hasta novecientos años. Oscuros y quemados por los incisivos rayos solares, estos troncos son vagas alusiones al pasado de la laguna. Sobre ellos se alza el cielo más azul que se pueda imaginar, llenando de luz un espacio de pigmentación única de la que ni el más avezado pintor puede plantearse en un lienzo sin haberlo visto antes.

Y es que la Naturaleza combina a capricho cinco colores como el azul, el Naranja, el Blanco, el Castaño oscuro y el negro, iluminados por las horas de Sol, confiriendo a la Laguna un toque sublime de Arte cincelado a base de azar y tiempo. Hasta las sombras negras que se proyectan sobre la tierra pulida vestida de blanco participan en este juego de contrastes cromáticos.

Aunque quizás sea la mezcla del naranja con el azul la más pura de todas, la que engrandece el alma de esta composición superlativa escondida en las entrañas de Namibia. Representación de la hermosura remota, la Laguna Muerta permanece oculta bajo las este baile de máscaras protagonizado por las Dunas del Desierto más antiguo del mundo. Nosotros no sólo logramos llegar hasta ella , esquivando todos los baches e impedimentos que surgieron en en nuestro sendero austral, sino que también conseguimos descubrir y diseccionar lentamente todas sus capas. Cada cual lo vio para sí mismo como algo diferente, pero creo que coincidimos plenamente en que la indiferencia no se había dejado ver por allí.

Le comenté a Chema y a Rebeca más de una vez que jamás en la vida había visto un paisaje tan perfecto para la Fotografía. Y sigo pensando ciegamente que así es. En Dead Vlei, la Laguna Muerta del Desierto del Namib, tanto un profesional como un simple aficionado a la fotografía podría quedarse allí durante horas obteniendo estampas a cada cual mejor, calculando ángulos y sombras, buscando objetivos, en fín, gozando del noble arte de atrapar las imágenes y las sensaciones en el tiempo. Hubo un entrenador de fútbol, creo que fue Johan Cruyff, que antes de una gran Final dijo a sus judadores, «Salgan y diviértanse». Esas palabras precisamente son con las que personalmente animaría a cualquier persona que fuera hasta allí con su cámara de fotos. El lugar es perfecto, sólo hay que disfrutar de él y sacarle el mejor partido.

La Laguna Muerta fue uno de los pocos sitios que recuerdo entre otros dos o tres en que nos hicimos una foto de todos juntos. En las grupales siempre faltaba alguno que se ocupaba de tomarla, pero en este caso tiramos de trípode para que nadie se quedara sin aparecer en el que a la postre será un resumen iconográfico de hasta dónde ocho amigos pudieron llegar un caluroso agosto de 2009. Y no iba a quedar mucho más tiempo para tener más fotos de todos porque Alberto y Pilar volarían al día siguiente de Windhoek a Johannesburgo, abandonando la expedición y perdiéndose la última semana de aventuras por África.

Hay determinados rincones en el mundo que parecen el decorado imaginado de otro Planeta en otra Galaxia. Y vaya si éste cumplía dicha premisa. Generalmente los desiertos han inspirado a directores de cine para grabar películas de ciencia ficción que se desarrollan en lejanos territorios extraterrestres. De hecho la Guerra de las Galaxias tiene muchísimas escenas en el Desierto de Túnez, conservándose incluso los decorados en mitad de las dunas.

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Sea como fuere Dead Vlei se convirtió personalmente en uno de esos espacios sugerentes que son difíciles quitar de la cabeza. La verdad que pocas veces la palabra muerte había acompasado tan bien a la belleza.
No sé hasta cuánto estuvimos allí, pero entre la laguna, recorrer las dunas, tirarse por la arena y mil cosas más se nos hizo casi la hora de comer sin darnos cuenta. Y habíamos entrado a Sossusvlei a las cinco y media de la mañana. El tiempo voló igual de rápido que nuestros hambrientos estómagos que apenas habían catado cuatro maltrechas galletas. Así que después de beber el poco agua que nos quedaba, que era menos de la que deberíamos haber llevado, montamos en los coches para retornar a Sesriem y comer algo.

ABANDONAMOS EL DESIERTO PARA DIRIGIRNOS A LA CAPITAL DE NAMIBIA

Durante el camino nos sorprendieron un par de avestruces, verdaderos plumeros negros en aquel desierto que P1090069apróximo a Sesriem fue perdiendo la arena para ser simplemente un secarral rodeado de montes rocosos y no ya de dunas. Y por fín llegamos a la cafetería del camping donde pudimos refrescarnos a base de bien y llevarnos algo que comer a la boca. Lo gracioso fue que no aceptaron que les pagáramos en dólares americanos y nos faltaban apenas unos céntimos para podérselo dar en la moneda namibia. Rebuscamos en los coches por si habíamos dejado algo de dinerno namibio, le dimos la vuelta a los bolsillos y no hubo manera. Recuerdo que Rebeca y yo nos quedamos en la mesa mientras los demás trataban de conseguir esos dólares namibios. Tanto las camareras como los turistas nos miraban como si no tuviésemos para caernos muertos. Y ya digo que la cantidad que debía faltar no era más de veinte o treinta céntimos. Finalmente alguien del grupo, creo que Bernon, se fue a compar algún souvenir a la tienda y le devolvieron monedas con las que por fín pudimos saldar nuestra ínfima cuenta con aquella cafetería.

Mientras tanto cundió, porque nos arreglaron la rueda que habíamos pinchado el día anterior, dejamos los coches repletos de gasolina y recogimos las tiendas con los sacos y mochilas a los que les estaba dando un Sol bastante intenso. Nuestro próximo destino iba a ser Windhoek, ya que considerábamos le habíamos dado demasiada tralla a Sossusvlei y si viajábamos tranquilamente hacia la capital namibia llegaríamos por la noche. No teníamos nada reservado, como siempre, pero la oferta de hostels o albergues, según se mire, era más que interesante. Podíamos permitirnos una cenita guapa y descansar lo suficiente porque, de verdad, que el madrugón de las cuatro no nos había sentado demasiado bien.

Para ir a Wiindhoek desde Sesriem teníamos varias alternativas. Una pasaba por volver a la población de Solitaire y atravesar las montañas por un camino de firme dudoso, que era la más corta, y otra consistía en ir dirección Maltahöhe, de ahí a Mariental y subir por autopista (B1) hasta la capital namibia, que era más larga pero con mejores caminos. Finalmente nos decantamos por la segunda opción, aunque verdaderamente sí que fue mucho más larga. Pero creo que solventamos la tardanza porque excepto el tramo Sesriem-Maltahöhe, los demás fueron de una calidad inmejorable, pudiéndonos permitir apretar el acelerador más de la cuenta. De fondo tuvimos el telón de los asombrosos y rocosos Montes Naukluft, pertenecientes también al área natural Namib-Naukluft, y transitados también por los viajeros.

Las carreteras eran rectas y salvo raras excepciones, no pasaba nadie por ellas. En una ocasión nos separamos tanto que perdimos al otro grupo, teniendo que dar la vuelta por si había ocurrido algo. La cobertura de los walkie-talkies, porque la móvil era una quimera, no podía llegar tan lejos. Lo normal es que fuéramos más juntos, pero a veces nos poníamos a hablar y nos olvidábamos de que llevábamos a otro coche bien delante o bien detrás.

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GUTEN NACHT, WINDHOEK!

Finalmente alcanzamos Windhoek pasadas las ocho. Aunque era de noche nos fijamos en que más que una ciudad africana parecía que nos encontrásemos también en una coqueta metrópoli alemana, y es que aquí también hay un claro reflejo del pasado colonial germano. Parecía que esta capital de poco más de 250.000 habitantes hubiese sido cortada y pegada de Alemania con photoshop para ponerla ahí, en medio de la nada. Si no hubiese sido porque en la gasolinera apareció una pandilla de jóvenes negros con grandes piedras en las manos amenazando a otra que estaba al otro lado de la calle, nos lo hubiésemos creído por completo.

Y es que Windhoek, aunque con menor intensidad que en otras ciudades relativamente grandes de África, es también peligrosa por la noche. No quisimos estar dando demasiadas vueltas con el coche, por lo que nos centramos en buscar alojamiento. La guía Lonely Planet recomendaba el Cardboard Box Backpackers, un hostel bastante popular allí que cuenta con un amplio número de habitaciones, restaurante, piscina, internet e incluso una agencia de viajes que organiza tours por Namibia. Así que dándole buen uso a los mapas invertimos no más de quince o diez minutos para encontrarlo.

Conseguimos una habitación con baño para los ocho por aproximadamente 6 dólares USA por persona que estaba bastante bien. Pudimos dejar incluso el coche dentro de un minúsculo parking que estaba a la salida de nuestro cuarto y así olvidarnos de ellos hasta el día siguiente. La verdad es que el hostel me gustó mucho. No sólo porque el ambiente era bueno sino porque estaba limpio, tenía un bar en la piscina con muy buena pinta, muchísimas guías del Sur de África en la estantería de recepción y, sobre todo, la servicialidad y ayuda constante de la gente que allí trabaja. De hecho nos recomendaron un restaurante con comida exótica cuando les preguntamos al respecto y nos pidieron un taxi que nos llevara hasta la puerta.

Fuimos todos excepto Anita, que se encontraba mal de la tripa, y Juanra, que se quedó con ella para que no estuviera sola. El taxi nos dejó en un restaurante muy del tipo Foster´s Hollywood, pero que además de hamburguesas de ternera o pollo, tenían otras carnes procedentes de la caza. Le estoy dando muchas vueltas y por mucho que lo piense no recuerdo el nombre. Allí nos sirvieron unos pinchos con carne de cebra, avestruz, kudú, orix y springbok. La que más me gustó fue la de cebra, muy jugosa, y la que menos la de springbok, demasiado seca para mi gusto. La verdad es que teníamos hambre pero estábamos tan cansados que más que comer lo que teníamos ganas es de irnos a dormir. Creo que fue el día que más ojeras y bostezos vi en el grupo.

Chema y Bernon insistieron en conocer algún lugar de marcha de Windhoek, para ver cómo eran. Una cerveza y listos. Así que le pedimos al taxista que nos dejara en un local muy de moda allí que se llamaba Funky Lab. El nombre lo decía todo respecto a la música que ponían. Yo me limité a asomarme un rato por allí, siendo cacheado por los de seguridad, porque al parecer no es tan raro que alguien vaya armado durante la noche. Era un lugar chulo con todo tipo de gente, pero no dejaba de ser lo que aquí en España diríamos un pub normal y corriente. Se me cayó el teléfono móvil al suelo y alguien se apresuró a correr hasta mí para devolvérmelo, algo significativo con la mala fama que tiene Windhoek. Estos dos se quedaron un rato más allí, lo justo para una o dos cervezas y volver al hostel. El resto nos marchamos en el taxi-furgoneta directos al «Cardboax» donde nos esperaba la tan ansiada cama. Y por primera vez sin durante el viaje no íbamos a poner el despertador, ya que a mediodía íbamos a llevar a Pilar y Alberto al aeropuerto.

Más que dormir, lo que hicimos fue destrozar la cama. Bien lo íbamos a necesitar ya que nos esperaban dos largos y duros días de transición antes de comenzar una nueva etapa del viaje. Tantos cientos de kilómetros que íbamos a hacer que me dan ganas de bostezar y dar otra vueltecita a la almohada.

15 de agosto: PISANDO FUERTE EL ACELERADOR EN LA TRANS -KALAHARI HIGHWAY

¡Qué bueno es levantarse sin tener prisa! Creo que en aquella noche descansé más y mejor que las dos semanas precedentes. Tiempo suficiente para darse una buena ducha, desayunar tranquilísimamente, ojear algún que otro P1090082libro y, sobre todo, charlar. Porque casualmente en aquel hostel de Windhoek estaba alojado «el profesor loco», el californiano con el que compartimos la experiencia del barco por el Río Chobe. En un castellano tan estropajoso y enredado como descolocado pelo rizado me contó que durante todas sus vacaciones de maestro, de 3 meses, había viajado por todo el mundo sin planificación alguna. Llevaba varios días en Namibia y aún no había visto nada. Se iba a acoplar a un grupo de veinteañeros que habían alquilado un coche con el que ir hasta el desierto. Pero a él lo que le iba era conocer gente, hablar sin parar con un cierto aire de trascendencia. La metafísica del ser humano, la literatura, alguna anécdota de sus viajes…. todo acompasado con un espeluznante café de los que preparaban en la barra de bar junto a unas crepes que si las vieran los franceses se echarían las manos a la cabeza.

Después fue preparar nuestra marcha volviendo a dejar todo el equipaje en los coches, además de enviar un correo electrónico a nuestra compañía de alquiler avisándoles que íbamos a llevar el Land Rover blanco un día más tarde de lo previsto y que nos esperaran para el día siguiente (sábado) a eso de las tres o las cuatro como mucho.

Nuestro viernes se iba a resumir en llevar a Pilar y Alberto al aeropuerto y en avanzar todo lo posible dirección Johannesburgo por la célebre Trans-Kalahari Highway, una larguísima carretera que parte de la costa namibia, atraviesa tanto este país como Botswana por su área sudoeste, deslizándose por otro de esos desiertos que todos hemos escuchado alguna vez.

No iba a ser un «día de aventura» como los que estábamos acostumbrados. Más bien teníamos coche para aburrir y no demasiadas anécdotas que recalcar. Escasa tinta en mi cuaderno de notas.

YA SOMOS DOS MENOS

El diminuto aeropuerto de Windhoek estaba marcado como la casilla de salida de dos grandes participantes de este viaje africano. A 46 kilómetros al este de la capital namibia, nos pillaba de paso, ya que se encuentra en la propia Autopista B6, parte plena de la Trans – Kalahari Highway. Así que tras echar gasolina y hacer algunas compras en la ciudad, nos marchamos a dejar a Pili y Alberto a las puertas del Aeropuerto Internacional Hosea Kutako.

Con ellos se cerraba un pedacito del telón de nuestra aventura. Cierto que aún quedaban muchas aventuras por vivir, pero por primera vez pude atisbar un final que no deseaba en absoluto. La simple idea de la vuelta a la rutina me creaba un desasosiego incómodo. Cuando me venía la borrosa imagen de la oficina me decía a mí mismo: «Kalahari, Swazilandia, Misión Big Five, Mozambique, Maputo, Playas tropicales…»,  términos y lugares que aún iban a protagonizar el resto de un viaje inmenso.

Una foto de todos juntos diciendo adiós con la mano simbolizó la despedida de dos amigos con los que habíamos vivido grandes momentos. Pilar, la chica todoterreno acostumbrada y requeteadaptada a las locuras del grupo. Alberto, un nuevo fichaje que colaboró al máximo en que todo siguiera adelante. Y a Bernon le quedaba poco más de 24 horas, suficientes para recorrer casi 1500 kilómetros por carretera y para quedarnos en tierras africanas las cinco últimas personas de la expedición. Adiós amigos…adiós!

UNA ABURRIDA JORNADA DE CONDUCCIÓN EN LA TRANS-KALAHARI HIGHWAY

En el coche dorado iban Chema y Bernon. En el blanco Rebeca, Ana, Juanra y yo. De por medio cientos y cientos de kilómetros y ninguna visita programada. Durante las primeras horas no teníamos marcado un objetivo concreto como destino, pero sería finalmente Kang, en Botswana, donde probaríamos suerte para dormir. Así haríamos en torno a los 700 kilómetros, que no parece mucho pero sí lo es teniendo en cuenta que a mediodía apenas habíamos avanzado y que la noche se arrimaba aproximadamente a las seis de la tarde.

Kalahari significa «gran sed» y no cabe duda que quienes le pusieron dicho nombre eran personas sabias y conscientes del que sin duda es uno de los desiertos más grandes del mundo. Son 700.000 kilómetros cuadrados que abarcan cuatro países como Namibia, Sudáfrica y Botswana. Aunque sin duda es este último el que posee un mayor porcentaje de terreno seco. Con esas dimensiones y esa Leyenda que siempre ha tenido este gran desierto del África Austral, resulta sorprendente encontrarse con una carretera asfaltada en tan buenas condiciones. La Trans-Kalahari Highway rompe todos los esquemas y permite comunicar ágilmente a numerosas poblaciones de dos países como Namibia y Botswana que han permanecido aisladas durante gran parte de su Historia. Ni el primer explorador europeo que atravesó dicho desierto, el Doctor Livingstone, podría imaginar la creación futura de esta vía de comunicación que apenas usan los viajeros.

Antes de abandonar territorio namibio comimos sentados en la acera de la última gasolinera del país. Juanra no pudo hacerse con su ansíada cerveza fresca porque a partir de las dos de la tarde impera la Ley Seca que no permite vender P1090092bebidas alcohólicas en las gasolineras. Así que con refrescos y carne recalentada saciamos nuestra sed y nuestro hambre, resguardándonos de unas ráfagas de viento ocasionales que removían la arena dejando todo perdido. Los dueños de la gasolinera eran propietarios de un amplio terreno justro detrás de la Estación de Servicio en el cual tenían a un Kudú macho. El más grande antílope de África estaba tan cerca de la verja que incluso pudimos acariciarle después de llevarle algo de comida. Nunca pensé que tocaría la enrevesada y dura cornamenta de un Kudú, los cuales tienen fama de huidizos por razón de ser un objetivo prioritario de los cazadores. De hecho su carne, que ya habíamos probado, se degusta en numerosos restaurantes de Namibia. Sería el equivalente del venado en España, del que se elaboran infinidad de platos en tiempo de caza.

La salida de Namibia nos comió más tiempo del previsto porque, al parecer, no habíamos efectuado el pago de la tasa de automóviles a la entrada. Se nos debió olvidar, pero no a ellos, que nos hicieron soltar nuestros últimos dólares namibios y rellenar un formulario de entrada más. Entre sellar la salida en nuestros pasaportes, pagar lo de los coches y hacer lo propio en el puesto fronterizo de Botswana invertimos una hora larga. Y mientras tanto el sol se fue haciendo mucho más débil en las bajas tierras del Kalahari.

En Botswana apenas nos cruzamos con uno o dos vehículos por lo que pudimos apretar el acelerador con más afán del normal porque no queríamos conducir mucho tiempo de noche. Había que aprovechar al máximo la escasa luz que restaba al día y así circular por la rectísima carretera con mayor seguridad. Porque con la oscuridad es muy difícil prever las idas y venidas de los animales, que no saben de mirar antes de cruzar sino que saltan a la calzada cuando menos te lo esperas.

Y es que el Kalahari no es un desierto de Dunas como lo es el del Namib. Más que de arena diría que es de tierra, y no exento de vegetación. De hecho es otro importante reducto de fauna del continente. Copando la totalidad del centro de Botswana se encuentra la Mayor Reserva Natural Protegida de África, el Central Kalahari Game Reserve, donde a pesar de las durísimas condiciones climáticas sobreviven numerosas especies animales. Este Parque Nacional es visitable, aunque requiere más esfuerzos que los demás debido a la magnitud de sus dimensiones y la inaccesibilidad de un territorio que apenas ha cambiado un ápice en toda su historia, siendo incluso necesarios los teléfonos satelitales con los que poder estar comunicado.
En resumen, la imagen del clásico desierto de arena fina y de infinitos mares de dunas es más bien un tópico que la realidad. Aridez que no arena…

Desde que entramos a Botswana no habíamos visto ni un mísero pueblo. Nada, absolutamente nada más que carretera y tierra seca. Y no veríamos señales de vida humana hasta Kang, donde según las indicaciones había gasolinera, camping e incluso cabañas. Faltando 200 kilómetros para llegar se nos hizo completamente de noche, forzándonos a reducir considerablemente la velocidad. Fueron muchas las veces en que tuvimos que detener completamente los coches, incluso con brusquedad en más de una ocasión, debido a la afición de vacas, burros y gacelas de quedarse en medio de la carretera o tomar la decisión de cruzar en el momento exacto en que nosotros pasábamos. Como por allí no pasa ni Pedro, parecen no tomarse demasiado en serio el tránsito de vehículos, considerando el asfalto una mera extensión de la tierra del Kalahari.

NOCHE DE CABAÑAS EN KANG

Serían casi las nueve de la noche cuando cubrimos los 700 kilómetros desde que salimos de Windhoek por la mañana. Estábamos realmente hartos de conducir, por no decir hasta las narices. Y quienes no conducían, Ana y Rebeca, más aún. Porque al menos cuando era yo el que llevaba el coche no me aburría tanto por eso de estar pendiente de la carretera. Las conversaciones en ambos coches fueron de lo más variopintas, coincidiendo en la cuestión de la existencia o no de vida extraterrestre. Pocos temas recurrentes nos quedaban ya.

Por fín después de llegar a Kang, y pasados unos metros una Estación de Servicio BP, pusimos fin a nuestra jornada dedicada por entero a cubrir la primera fase del Windhoek-Johannesburgo. Y es que es allí donde se ubica el Kang Ultra Stop, una vía de servicio con gasolinera, restaurante, piscina, supermercado, tienda y un amplio abanico de alojamientos. Por 180 pulas (18€ aprox.), es decir, 9 euros por persona, pudimos alquilar tres Wood cabins, pequeñísimas cabañas de madera con dos camas cada una. Muy acogedoras pero muy frías. Menos mal que nos proporcinaron suficientes mantas para podernos tapar a base de bien bien porque de lo contrario hubiésemos despertado congelados por la mañana.

A pesar de que el restaurante cerraba a las nueve, hora que ya se había pasado hacía un rato, nos atendieron muy amablemente permitiéndonos tener una cena agradable en la que algunos tomamos pizza y otros carne guisada. Después nos fuimos a la cabañita de Juanra y Ana donde desplegamos los mapas, enfocamos Johannesburgo como primer objetivo y preparamos lo que íbamos a decir a los de la compañía de alquiler para que compensasen el golpe que llevábamos en el maletero con los dos días perdidos del Chobe en forma de reservas, comida, gasolina y tiempo. Chema, Bernon y Juanra tenían más esperanzas en que al final no nos quitasen mucho del depósito que disponían desde el momento del alquiler. Rebeca, Anita y yo éramos más bien pesimistas al respecto, pero por supuesto, no había que dejar de intentarlo.

Después de la charla cada mochuelo se fue a su olivo. Debíamos madrugar mucho por la mañana para que nos diera tiempo a todo lo que teníamos previsto hacer, que era mucho. Viajar a Joburg, limpiar el coche que íbamos a devolver, charlar con los de la oficina de alquiler, dejar a Bernon en el Aeropuerto Internacional O.R Tambo y, si era posible, avanzar más kilómetros para estar más próximos a la fase definitiva del viaje. Pero para ello quedaban tantos kilómetros…

16 de agosto: CASI MIL KILÓMETROS DE SOPOR PARA CERRAR OTRA ETAPA

Más de una vez durante la noche Rebeca y yo nos habíamos despertado con el estruendo sonido que hacían los burros que teníamos pastando a un palmo de las paredes de la cabaña que más que de madera parecían de papel. A pesar de varios sustos conseguimos dormir bien y descansar, que era lo más importante. Los demás, tapias durmientes, no se habían enterado en absoluto de ruido alguno. A la hora prevista nos dejamos asomar por la balconada de nuestra cabañita y nos despejamos a base del aire frío que soplaba por la mañana. Ya nos habíamos acostumbrado a los contrastes radicales de temperatura. Probablemente a mediodía tendríamos fácil cerca de 20 grados más.

Pagamos la habitación, desayunamos cuatro porquerías de gasolinera, rellenamos el depósito como siempre y guardamos las  mochilas en el maletero, esta vez con más sitio por ser dos personas menos. Ya era un rito cotidiano la organización mañanera antes de partir. Después de mucho tiempo nos habíamos logrado adaptar todos a un ritmo mucho más rápido que el de los primeros días. Era lógico cuanto menos.

Si el día anterior había sido de coche + coche igual a coche, este iba a ser coche multiplicado a la enésima potencia. Realmente íbamos a dejar nuestro culo marcado en el asiento porque estaríamos en carretera hasta bien entrada la noche. No sabíamos dónde íbamos a terminar, pero si era posible queríamos acercarnos aunque fuera un poco a Swazilandia. Pero antes había que cubrir Botswana, entrar a Sudáfrica y arreglar algunos asuntos en Johannesburgo que no sabíamos cuánto nos iban a llevar. El tema de dónde dormir era secundario más bien por desonocimiento y porque para eso había muchas horas por delante. Finalmente el recorrido que realizamos es el que podéis ver en el mapa que aparece a continuación.

SE ABRIERON LAS APUESTAS EN EL TRAYECTO A LA FRONTERA

Con el Kalahari como fondo, en un carretera tan monótona y poco transitada como era aquella, nuestro único entretenimiento fue darle a la sin hueso. Nuevamente repetimos la distribución, Chema y Bernon en el Land Rover dorado y los otros cuatro en el blanco. No sé de dónde pero aún continuaban saliendo diversos temas a tratar. Yo que pensaba que habíamos tocado ya todos los palos, pero no, siempre había algo de lo que hablar. Primero los cuatro, pero luego pasamos a una conversación tan absurda como graciosa entre ambos vehículos utilizando los walkie-talkies. Los 100 kilómetros antes de llegar a Lobatse fueron iniciados con una cuestión de Chema, «Nos hemos llevado un chinazo que ha dejado un pequeño agujero en la luna delantera. ¿Os lo creéis?, ¿Apostáis que es verdad o que es falso?»

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Una cosa así estando en otro lugar podía ser una tontería de medio segundo pero con tanta carretera de por medio se terminó convirtiendo en un juego en el que los que sabían la verdad trataban de hacernos dudar y, sobre todo, que apostáramos la pasta. El tono utilizado por ellos hacía cambiar nuestro criterio en segundos. Realmente desde el coche de atrás no les creíamos pero tampoco podíamos estar completamente seguros. Intentamos, entonces, utilizar estratagemas varias para poder verlo mejor y apostar con certeza total. Mientras les hacíamos preguntas yo utilizaba la cámara de fotos para sacarle todo el partido al zoom, pero no hubo manera.

O sea que durante dos semanas no había habido un solo chinazo en el coche y en una carretera tan buena como esa sí que había sucedido???  Nos daba que pensar. Y más aún cuando nos dijeron que no era una, sino dos las que se habían clavado en la luna delantera. «No va más, hagan sus apuestas…»  repetía Bernon a través del walkie.

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Apostamos al principio 10 euros a que no, a que era mentira lo que nos estaban contando. Hubo incluso quien se jugó hasta unos peluches que había comprado en la tienda de Kang. Pero finalmente dimos marcha atrás porque ya estábamos muy próximos al puesto fronterizo de Lobaste cuando me di cuenta por un reflejo en un cambio de sentido que era verdad. Fue ahí cuando tratamos de hacer la apuesta inversa. «Veinte euros a que sí es verdad lo que nos estáis contando».

Está claro que el que se aburre es porque no quiere. Con la tontería cubrimos la distancia que nos separaba de Sudáfrica y tras los papeleos respectivos, entramos al país pasadas las diez de la mañana.

INVALID CAAAAAAAAAARD!

Después de cruzar la frontera tomamos la N-4, una de las más largas e importantes autovías sudafricanas, cuyo fin es la frontera de Mozambique (por Ressano García) ya muy en el este. Atraviesa como una radial medio país, siendo además una de las que más peajes cuentan. Sudáfrica está lleno de ellos y no es complicado encontrarse tres en cien kilómetros. Precisamente en un peaje, el primero kilómetros después de nuestra salida de Botswana, tuvimos una anécdota que ahora recuerdo con menos trascendencia pero que en su momento nos hizo sulfurar a más de uno. En P1090104ese tramo noroeste que va de Lobatse a Rustenburg no pasamos prácticamente por ningún pueblo. Había poco más que carretera y más carretera. Cuando alcanzamos el peaje nos dimos cuenta de que no teníamos ni un solo Rand, la moneda sudafricana, por lo que a la señorita que cubría su puesto le entregamos una tarjeta de crédito. Entonces la pasó por el lector y nos la devolvió diciendo con un tono bastante malhumorado, «Invalid card». Nosotros no entendíamos cómo era una tarjeta visa que había funcionado en todo el viaje, incluída en la ida de Sudáfrica y que no fuera válida. Le pedimos volviera a intentarlo y después de hacerlo repitió lo mismo, «Invalid card». Pero no lo decía normal, alargaba la última «a» hasta límites insospechados. Era algo así como «Invalid caaaaaaaaard». Entonces le entregamos otra tarjeta, otra Visa de una persona diferente, y tras pasarla por el lector repitió las mismas dos palabras remarcando nuevamente la «a» final. No era posible. Ella empezó a enfadarse y a elevar su voz. Nosotros empezamos a no entender qué demonios sucedía. Así que le pasamos una Mastercard, una Visa Electron y hasta la tarjeta del videoclub y terminamos dándonos la vuelta y probando en otro puesto, no fuera que nos había tocado la más estúpida de las estúpidas.

Pero nos habíamos equivocado, había otra tipa más estúpida que aquella. En este caso la dichosa frase «invalid card» nos la dijo apoyada en el ventanuco, medio dormida y entre bostezos. Era soporífero tener una conversación con ella e igualmente todas nuestras tarjetas no funcionaban. Después de mucho decirle que despertara y nos atendiera correctamente, con la inevitable fila de coches detrás nuestro, conseguimos comprender que en la Red de Peajes de Sudáfrica no aceptaban Tarjetas de crédito extranjeras, ya fueran Visas o de la banca vaticana. Daba igual. Así que ojito a los viajeros que visiten Sudáfrica y se muevan en coche de alquiler, llevad Rands en metálico, que los peajes te juegan una mala pasada. No sé si este es un tema que arreglarán en el Mundial de fútbol de 2010, espero que lo hagan, porque de lo contrario se van a pronuciar decenas de miles de frases del tipo: «Invalid caaaaaaard».

Esto nos hizo perder bastante el tiempo ya que tuvimos que dar la vuelta y hacer aproximadamente treinta kilómetros hasta que encontramos un cajero en una gasolinera en cuyos muros estaban pintados los más importantes personajes Disney. Toda la rapidez con que habíamos ido en Botswana se nos había ido al garete en Sudáfrica. Discusiones en el peaje con la malhumorada, después con la somnolienta, treinta kilómetros atrás y otros treinta adelante. Fácil una hora perdida. Eso sí, cuando volvimos al peaje maldito fuimos al puesto de la chica que parecía ausente, y le pagamos todo en monedas pequeñas, para que así espabilara un poco y dejara de dormir en su puesto de trabajo.

WELCOME TO JOBURG!

Sobre las dos de la tarde logramos entrar a Johannesburgo, aunque tardamos un rato más en llegar a Edenvale, el barrio donde se situaba la oficina en que habíamos alquilado los vehículos. Y es que las tres cuartas partes de las autovías y radiales de la ciudad estaban en obras de cara al Mundial del año siguiente, lo que nos hizo aguantar un tráfico atroz. Y además no fuimos directamente a las oficinas sino que como niños buenos llevamos el coche que teníamos que entregarles (el blanco) a que nos lo lavaran a base de bien tanto por fuera como por dentro. No se está obligado hacerlo pero siempre la presentación influye a la hora de tasar los posibles daños, que en ese coche eran nulos. O al menos eso pensábamos porque SMH Car Hire, alias «Estafadores sin fronteras» sabrían arrancar de nuestros depósitos gastos injustificables. En un centro comercial muy próximo nos hicieron el trabajo por aproximadamente 100 rands, algo así como 10 euros. Mientras tanto nosotros aprovechamos a comer en una conocida cadena de comida americana donde servían costillares, aros de cebolla, hamburguesas y más alimentos de su clase, todo con aroma barbacoa.

Fue allí cuando nos enteramos a ciencia cierta otra cosa que Chema sabía desde hacía unas horas. Pilar y Alberto no habían salido de África. Claro, nosotros pensábamos que era una nueva broma. Pero no era así ya que al parecer el vuelo Johannesburgo-Dubai no pudo salir debido a que el avión de Emirates tenía estropeado uno de los motores. Por lo tanto tuvieron que pasar la noche en un hotel, les agasajaron a base de bien y les buscaron un vuelo que se adecuara mejor a sus necesidades ya para el domingo. Así que en el momento en que nosotros estábamos comiéndonos unas hamburguesas ellos se encontraban aún en el Aeropuerto Internacional de Johannesburgo. Pero eso no era lo mejor, les habían dado el vuelo directo de Iberia de por la tarde, el mismo que iba a tomar Bernon. Así que gracias al fallo del motor se tuvieron que olvidar de las escalas en Dubai, Dusseldorf y demás historias. Eso sí que fue un golpe de suerte. Vuelo directo a casa…

NADIE EN LA OFICINA

Con el coche blanco más limpio que si hubiera salido de fábrica nos marchamos pues a la oficina de alquiler. Estaba en una especie de polígono industrial donde había más naves de otras empresas, todas con vigilantes armados, coches patrullando y las verjas electrificadas que son santo y seña de Johannesburgo. Pero la sede de SMH Car Hire (Estafadores) estaba cerrada a cal y canto, sin un alma en sus instalaciones. Y eso que les habíamos escrito un día antes por e-mail que llegaríamos a por la tarde a devolverles uno de los Land Rovers. Otro contratiempo que no nos esperábamos en absoluto.

Fuimos, por tanto, a buscar una cabina telefónica y a marcar el número de una de las tarjetas que llevábamos. Logramos hablar con uno de ellos que nos dijo que aunque ya estaba en casa, vendría a donde nosotros estábamos para guardar el coche. Nos dijo que mínimo necesitaba media hora. Ya eran cerca de las cuatro de la tarde y a las siete salía el avión de Bernon, Pilar y Alberto, por lo que se marcharon a llevarle al Aeropuerto mientras Rebeca y yo esperamos pacientemente a que alguien viniera a llevarse el coche. Dada la escasa distancia que había con el O.R Tambo International Airport, nos prometieron que en media hora estaban de vuelta.

Nada más lejos de la realidad, porque le dio tiempo a venir a aquel señor y a tener que estarnos con él esperándolos hasta prácticamente hacerse de noche. Nos dio tiempo a contarle nuestros avatares en el Chobe para que lo tuvieran P1090107en cuenta a la hora de tasar los daños de los coches. Él aseguró que el negro, el del alterador roto, seguía en un taller de Botswana, pero que no nos preocupáramos para nada porque de ese no nos iban a quitar un solo rand del depósito. Le enseñé el coche más dañado, el dorado, cuyos desperfectos eran los dos chinazos en la luna delantera y el golpe del maletero que Chema le había dado en el camping de Maun. Él nos dijo que no eran cosas importantes y que no debíamos temer. Más después de confirmar que el aspecto del Land Rover blanco que entregábamos era más que perfecto, que se lo habíamos entregado absolutamente limpio. Su simpatía y su sonrisa era más falsa que Judas. Simplemente esperaban que nos marcháramos todos a España para darnos el palo y cobrarnos hasta por haber respirado dentro de los coches.

Finalmente y tras mucho tardar, tres veces más de lo que nos habían dicho, llegaron los demás, ya sin Bernon. El hombre de SMH se pudo marchar por fín a su casa. Ya sólo quedábamos cinco.

¿Y DÓNDE VAMOS?

Dónde íbamos, esa era la cuestión. Se nos había hecho más tarde de lo previsto. Era ya noche cerrada y no teníamos ni idea de dónde ir a dormir. Chema y yo seguíamos con la idea fija de sino llegar a Swazilandia, hacerlo lo más próximo a su frontera, de cara a que el día siguiente pudiésemos aprovecharlo bien en este pequeño Reino cuya existencia sigue pareciendo un milagro. El resto opinaba que ya habíamos tenido demasiado coche y que lo mejor era que buscásemos algo para dormir lo más pronto posible. No querían volver a la carretera siendo de noche porque así llevábamos desde bien temprano.

Ambas posturas eran absolutamente comprensibles y fue normal que tuviésemos una importante discusión para lograr finalmente tener un término medio, hacer una buena parte del camino, que no todo. Quitarnos de encima tanta carretera y centrarnos los últimos días en un área pequeña que no requería tantos desplazamientos en coche. Estas dos jornadas de transición a esta etapa de cinco personas había hecho más mella de la prevista. Y después de tantos días juntos eran más normales los chispazos entre unos y otros. Algo que es absolutamente normal en los viajes largos en grupos de personas muy diferentes las unas de las otras. Lo que a uno le parecía blanco, al otro le parecía negro, y así con muchas cosas. No le quito la razón a nadie porque cada uno tenía las suyas siendo muy respetables.

ERMELO, KILÓMETRO 919

Después de dos horas conduciendo estábamos realmente agotados. No hubo manera de continuar más por lo que ya nos pusimos a buscar hoteles pero no tuvimos tanta suerte como pensábamos. Hubo que hacerlo en varias poblaciones perdidas de Sudáfrica donde la poca gente que había en las calles nos miraba como a extraños. En cierto modo lo éramos. Finalmente en Ermelo, una ciudad de mediano tamaño de la provincia de Mpumalanga, establecimos nuestra base. Después de un día en el que habíamos hecho 919 kilómetros necesitábamos descansar como fuera. Había un hotel bastante aceptable, el Ermelo Inn en el que nos pedían bastante dinero por dos habitaciones de 3 y 2 personas. Después de decirle al recepcionista que andábamos pelados de pasta conseguimos pagar menos de 10 € por persona y dormir todos en una habitación de dos grandes camas. Lo único, que teníamos que marcharnos temprano antes de que llegara su jefe, a eso de las siete de la mañana. Por nosotros ningún problema. De lo contrario nos hubiera tocado pagar 30 euros por persona. Eso de poner caritas de muertos de hambre con lo justo en el bolsillo funcionó. Y el chaval se sacó una pasta porque nadie se enteró que utilizamos esa habitación.

Dormimos las cinco personas en dos camas que juntamos. La habitación era buena, pero hacía un frío terrible. Había sido un día de difícil cohesión, pero realmente en un viaje largo es muy normal alternar los valles y los picos emocionales. De esa forma después se aprecian las cosas buenas. Los viajes son de cal y arena, y de nosotros depende agarrar con fuerza lo que mejor nos convenga.

Sin duda el magnífico día que pasaríamos en Swazilandia compensaría tantas horas en carretera. Y es que en este pequeñísimo país cumplimos uno de nuestros mayores objetivos. Lo dicho, una de cal y otra de arena…

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7 Respuestas a “Viaje al Sur de África en 4×4 (10): El desierto del Namib”

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