Crónica de un viaje a Camboya y Singapur 8: Delfines del Mekong y Koh Trong

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Crónica de un viaje a Camboya y Singapur: Capítulo octavo (Delfines del Mekong y Koh Trong)

29 de marzo: LOS ÚLTIMOS DELFINES DEL MEKONG

Unos dicen que sólo quedan ochenta y cinco mientras que otros estiman que ya se ha llegado a la setentena. Son datos nada alentadores que corroboran una triste evidencia, que los Delfines de Irrawaddy que habitan el Río Mekong se encuentran en las mismas puertas de la extinción. Estos cetáceos están al filo de una desaparición prácticamente segura, de una cuenta atrás sin remedio. Un tramo de río de 190 kilómetros entre Camboya y Laos representa el último hogar para los malogrados delfines que antaño se llegaron a contar por miles. Poder verlos en su hábitat natural es cada vez más complicado. Pero muy cerca de la ciudad de Kratie, en la localidad de Kampi, la probabilidad de estar muy cerca de ellos y ver cómo se asoman a la superficie es algo mayor. Uno de mis objetivos objetivos cuando llegué a Kratie tenía que ver con ellos. Quería surcar las aguas del Mekong, disfrutar de un pedacito de este gran río que nace en Himalaya, y si la suerte me acompañaba, poder ver aunque fuera la sombra de unas aletas que ya han empezado a despedirse.

Pero Kratie y el Mekong son mucho más que sus delfines. Representan, en relidad, una forma de vida muy particular que se nutre de estas aguas. Son las chozas de los pescadores, los niños jugando en la orilla, las canoas cortando el horizonte y la brisa dirigiendo el vuelo de los cormoranes.

El Río Mekong es otro mundo dentro de Asia. Y Camboya, por fortuna, me ayudó a indagar en algunas de sus particularidades. Kratie fue una fecha clave en el viaje, por los delfines y muchas cosas más…

MAPA DE LA RUTA REALIZADA EN KRATIE

Los planes previstos, que fue finalmente los que llevé a cabo durante la jornada se pueden ver ordenados en el plano que aparece a continuación:

Desde Kratie marcharíamos primeramente en tuk tuk a Phnom Sambok, un monasterio budista que sigue activo en lo alto de una colina. Después vendría al plato fuerte de la mañana, una barca en Kampi Pools desde la que trataríamos de encontrar los últimos delfines del Mekong. Retornaríamos a Kratie para comer, aunque antes haríamos una breve parada en una aldea cualquiera para entrar en una casa construída al filo del río. La tarde vendría marcada por una de las grandes sorpresas del viaje, Koh Trong, una isla interior del Mekong donde el tiempo y las prisas no tenían ningún sentido.

Aquel día viví una experiencia bastante gratificante que me mostró otra Camboya que no tiene nada que ver con de las piedras milenarias de Angkor, sino con su aspecto más real y cotidiano.

PHNOM SAMBOK

P1130855Me levanté como un toro. Ese amago de caer enfermo que me preocupó durante la tarde-noche anterior quedó en un simple susto. A las ocho de la mañana venía un tuk tuk a recogerme a las puertas del hotel y con puntualidad yo ya estaba preparado y expectante para iniciar el día en el que el Mekong tendría gran parte del protagonismo. Excepto la primera parada, que nos pillaba de camino, y que se salía un poco de lo que el río significa en P1130856esta región. Y es que antes de llegar a Kampi Pools, donde tomaría la barca para tratar de avistar delfines, se encontraba un monasterio budista en lo alto de una colina, que tenía interés de conocer. Si Kampi está de Kratie a quince kilómetros, Phnom Sambok (también lo he visto escrito en muchas ocasiones como Phnom Sombok), que así se llamaba dicho centro religioso,  lo está a sólo once. El conductor me dejó a los pies de unas escaleras con bastante pendiente por las que ascendí bajo un fuerte calor y mucha humedad. No parecía que hubiese nadie más visitándolo ya que el único vehículo que había a la entrada era el nuestro.

Phnom Sambok es un wat, es decir, una pagoda o monasterio budista, que se encuentra activo con sacerdotes tanto del género masculino como del femenino, aunque eso sí, convenientemente separados. Esta comunidad habita la colina desde hace mucho tiempo, aunque las instalaciones en las que viven, así como los santuarios de oración, no son realmente antiguos. Como mucho tienen un siglo.

Superados los numerosos escalones de la primera escalera, sobrevino una especie de plazoleta central de la que surgían otras dos largas escaleras tanto a izquierda como a derecha. En unos bancos charlaban tranquilamente un grupo de monjes ataviados con sus llamativas túnicas de color naranja. Uno de los monjes, el que más gesticulaba de todos, tenía la cara totalmente desfigurada. No parecieron inmutarse demasiado de mi presencia. Yo, por mi parte, no vi conveniente molestarles por lo que avancé por la escalera de la izquierda, que llevaba a lo que parecía una pequeña capilla. Alrededor de la misma había un grupo de aproximadamente diez casetas de madera que eran las habitaciones de los monjes. De una de las ventanas colgaba una túnica que estaba secándose al Sol.

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Entré a la capilla, cuyos techos y paredes estaban pintadas con trazos sencillos de colores fríos. Tenían colgados cuadros y fotografías de los que debieron ser los líderes del monasterio durante el siglo XX. Y al fondo un retablo muy humilde con varias figuras de Buda y una especie de diana de colores cuyas líneas se movían formando circunferencias que ya había visto en otros muchos templos de Camboya.

Después rodeé las casetas de madera donde pude ver tanto ancianos como ancianas, aunque me sorprendió encontrarme con dos niñas pequeñas que me saludaron con un «Hello Sir» muy efusivo y a las que regalé lapiceros y unos caramelos. Me dieron las gracias con lo mejor que podían hacer, unas cálidas sonrisas. Unas señoras que estaban con ellas se llevaron también sus caramelos, y pareció hacerle incluso más gracia que a las propias chiquillas.

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Volví por donde había venido y me quedé un rato en la plataforma central en la que había varios monjes muy jóvenes, más bien eran niños, que se estaban ayudando los unos a los otros a enroscar sus respectivas túnicas naranjas en sus delgadísimos cuerpecillos. Este color que indiscutiblemente identifica a los monjes budistas guarda una simbología especial con respecto a esta religión. Al parecer para el Budismo el naranja representa «la iluminación y perfección» y sólo quien sigue su sendero puede llevarlo puesto. El propio Siddharta Gautama, Buda, cuando renunció a sus bienes y privilegios materiales que gozaba como príncipe, decidió utilizar ropajes extremadamente sencillos que fueran siempre de este color que fusiona el rojo con el amarillo.

Decidí subir la escalinata de la izquierda, donde había otras muchas capillas al filo de la colina y desde donde se proyectaban unas preciosas vistas en las que ya eran apreciables las aguas del Río Mekong. Pero éstas no eran las últimas escaleras en absoluto. Aún quedaban otras mucho más largas que ascendían al último y definitivo nivel.

En la cúspide de la colina se alzaba un bonito templo con un tejado rematado en punta y mayor alegría arquitectónica que los demás edificios que había visto hasta el momento. Un silencio sepulcral fue la tónica en la práctica totalidad de esta visita al tranquilo wat de Phnom Sambok (o Sombok).

Su interior también me resultó bastante agradecido. Quizás por estar lleno de pinturas con colores llamativos que no permitían un solo hueco vacío. Todas ellas reflejaban escenas de la vida de Buda. Se notaba que aquel pequeño templo ubicado en la cima era el principal de este monasterio que a esas horas debía estar visitando yo unicamente. No se oía un alma alrededor.

De aquellas empinadas escaleras surgió un monje budista con el que pude hablar unos minutos en inglés, quien me contó que el templo en que estábamos no debía tener más de ochenta o noventa años y que subía a él todas las P1130883mañanas desde que entrara en el monasterio. Como muchos de los monjes, cuyo número en Camboya es realmente elevado, formaba parte de esa larga lista de chicos huérfanos que se amparan en los monasterios para tener algo a lo que poder agarrarse y así poder tener vivir bajo techo. Muchos sobreviven realmente de la mendicidad y la ayuda de su comunidad, además de los beneficios públicos que les otorga el Gobierno. Aunque en su camino no tardan en abrazan a la Fe budista e incluso se convierten en verdaderos devotos y entusiastas de esta religión que les obliga a prescindir de los bienes no espirituales, que son al fin y al cabo los que no poseen de por sí. Él estaba convencido de que había encontrado en aquel Wat lo que necesitaba, que poco o nada tenía que ver con lo que suelen necesitar otros chicos de su edad en muchos países del mundo.

Phnom Sambok fue para mí un hálito de paz y calma que siempre logro encontrar en estos sitios. Ya tenía el karma perfecto como para continuar mi camino.

¡DELFÍN A LA VISTA!

De Phnom Sambok a Kampi Pools hay tan sólo cuatro kilómetros, por lo que fue un visto y no visto aparecer directamente en el embarcadero en el cual se inician las excursiones en barca para divisar delfines. Allí mismo pagué P1130891mi ticket en una pequeña caseta. El coste por persona por un tour de una hora es de 9$, aunque a partir de tres personas la cosa baja a 7 $. Y no es negociable, es el precio fijo que cobra el Gobierno camboyano, quien  lleva la gestión directa de estos tours. Aunque dudo que estos ingresos se inviertan en proteger y preservar el entorno en el que viven los delfines. Sirve al menos para llevar un cierto control que evita que la orilla se convierta en un mercadeo y además, dicha gestión/control marca unas pautas de comportamiento razonable tanto a los que dirigen las embarcaciones como a los propios viajeros (no utilizar apenas los motores, no acercarse demasiado a los cetáceos, no arrojar objetos al agua, etc…). Y es que la situación con estos animales es tan crítica, que cualquier tipo de actividad relacionada con ellos debe estar regulada al máximo.

El Delfín de Irrawaddy es un cetáceo que habita las costas y los deltas de los ríos del Sudeste Asiático, de Nueva Guinea e incluso del Norte australiano. Aunque parezca lo contrario no es un delfín de río, sino oceánico, pero remonta las corriente fluviales desde las desembocaduras para terminar criando en los más anchos caudales que hay en tierra. En el Mekong, por ejemplo,es improbable verlos en el delta sino más bien lejos, dentro de los 190 kilómetros que hay entre Kratie y la linea fronteriza con Laos. Su mayor enemigo ha sido y es el ser humano, que ha provocado que no queden más que varias decenas surcando sus aguas. La pesca en red indiscriminada, la contaminación del agua por culpa de las emisiones de las fábricas o de los pesticidas, los motores de las embarcaciones, la utilización de sus cuerpos para obtener aceites o incluso los macabros divertimentos de los jemeres rojos, quienes jugaron en demasía al «tiro al delfín» con sus fusiles, son algunas de las muchas causas que han mermado extremadamente la población de la especie. Tanto que su supervivencia está gravemente amenazada.

A las 09:40 horas sólo estaba yo allí. No había ningún turista. Únicamente un barquero esperando clientes en la orilla que me pidió subiese a su barca con objeto de iniciar la marcha cuanto antes. Fue una buena noticia que no hubiera ningún trasiego, ya que así tendría más posibilidades de que apareciera algún delfín. Cuanto más ruido y más gente, mucho menos se dejan ver. No es de extrañar esta actitud temerosa por parte de estos animales cuando son sólo unos pocos los supervivientes. Por fortuna, cuando nosotros salimos, el río Mekong era todo quietud y silencio absoluto.

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Supuestamente este área de Kampi es uno de los más idóneos para avistar delfines porque cuenta con una serie de piscinas naturales de cierta profundidad y aguas más limpias, que es, sin duda alguna, su hábitat más favorable. Durante la época seca en la que estábamos, el caudal es mucho menor que el normal, por lo que era otro punto a favor. Pero son tan pocos en un espacio de tantos kilómetros (aproximadamente 80 en no más de 190 ó 200 km.) que, aunque sí tenía esperanzas, no pensé fuera en absoluto fácil. Más bien como buscar una aguja en un pajar.

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Pero la buena fortuna llegó muy pronto. Cantamos «¡BINGO! o, mejor dicho, «¡Delfín a la vista!» cuando no llevábamos ni dos minutos en la barca. Me alertó un chapoteo fugaz a unos veinte metros a nuestra izquierda. Entonces me fijé en las ondas que se habían formado en el agua. Mantuve la atención durante unos segundos en esa misma dirección puesto que confiaba en que el animal saliera de nuevo a la superficie. Un tímido salto hizo el resto mostrando al aire su corpachón gris y curvado con su pequeña aleta dorsal. Allí estaba uno de los últimos Delfines de Irrawaddy, dejándose ver muy cerca de nosotros, apareciendo de la nada con sutileza, como pidiendo permiso salir a escena.

Pero después de estos segundos fantásticos convertidos en secuencias a cámara lenta, volvimos a escuchar ruido. Ya no era de un solo delfín, eran dos que nadaban a la vez bajo el agua asomando sus aletas. El hombre que manejaba la barca los tenía ya muy vistos, y sabía por dónde iban a salir antes de que lo hicieran. Entonces dejaba de remar y nos deteníamos para observar en silencio a los delfines que nos hacían una mayor compañía de la que esperaba.

Después de más de quince minutos sin que volvieran a dejarse ver, uno de ellos saltó de nuevo, con poca fuerza, casi como si pidiera perdón, pero el tiempo suficiente para que me percatara de su cabezón abombado, sin pico como los clásicos delfines que todos conocemos. Esta especie es muy diferente a ellos, no sólo en su aspecto sino también en su comportamiento, para nada extrovertido ni saltarín. Muy al contrario, son bastante retraídos y no son amigos de las piruetas en público ni de acompañar a las embarcaciones. Quizás este carácter apocado tiene bastante que ver con su instinto de supervivencia. Como si estuvieran al corriente de que son sólo unos pocos los que quedan en el Gran Río Mekong.

Durante una hora tuvimos la suerte de que, sin necesidad de movernos demasiado ni tener que salir a buscarlos, pudiéramos otear unos cuantos. Según el barquero, fueron entre seis y ocho los ejemplares de Delfín de Irrawaddy que se nos presentaron gráciles, sumamente delicados y algo timoratos. En la mejor de las cuentas de aquel hombre, habíamos tenido la oportunidad de disfrutar de nada menos que el 10% de la población de una de las especies de cetáceo más amenazadas del Planeta. Es probable que si no avanzamos en dar la vuelta a las previsiones desesperanzadoras y desesperantes, nos quedemos muy pronto sin estos delfines. Ójala lleguemos a tiempo para tomar medidas y no suceda lo que a otros muchos animales que han desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.

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P1130904Nos fuimos retirando del centro del río para volver de nuevo a la orilla. Dejamos atrás a los delfines y a las garzas agazapadas en las pequeñas islas interiores que quedaban al aire por ser la temporada seca. Un último aletazo fue la despedida definitiva. Al igual que como en todo el tiempo que estuve a bordo de aquella barca de madera de color azul, su aparición fue tan repentina y minúscula, que no pude captarlo con la cámara. Tan sólo llevaba fotografías de ondas en el agua, pequeñas aletas y parte de un lomo curvado que representaba un pedacito de estos admirables supervivientes que llegan a tener más de dos metros de longitud. En realidad salvo esos retazos inmortalizados en una milésima de segundo, el resto se quedó conmigo. No pude evitar sentir cierta pena y preguntarme una y otra vez… ¿Cuánto más vamos a esperar?

UN HOGAR EN EL AGUA

Me bebí un té verde frío junto a unas señoras que vendían pequeños delfines de madera de Irrawaddy. No habían ido a dar con el mejor cliente del mundo precisamente, pero algo de compañía sí que les dí durante unos minutos. Seguía sin haber por allí ni un solo turista y me pareció realmente extraño puesto que la de otear delfines es la «actividad» de que mayor interés suscita en toda la provincia. Quizás fuera una señal de lo que empezaba a ser evidente. Todo lo que no sea Angkor no parece existir.

Después del refrigerio dimos marcha atrás para ir hacia Kratie, aunque le pedí al conductor se detuviese en algún pueblo cualquiera que diera al río. Me habían hablando de que había una aldea flotante por la zona y estaba interesado en verla. El hombre se desvió de camino para internarnos en una larga avenida de chozas de madera. El río quedaba muy abajo por lo que era ideal para poder observar desde la altura la aldea flotante, si es que de verdad existía. Se bajó del tuk tuk y habló con una señora a la puerta de una casa. En segundos me pidió bajara y entrara a la casa. Así lo hice. Allí había más mujeres y varias niñas que no se separaron de mí ni un segundo.

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El final de la casa se asomaba precisamente al Río Mekong. Me señalaron que fuera para hacia allí por lo que no tardé un segundo en asomarme. Comigo iban las niñas y un perro que no dejaba de ladrar. Abajo había una vivienda-barco, el hogar de una familia de vietnamitas que hacían su vida allí desde hacía décadas. No era la «aldea flotante» que me esperaba, pero me había gustado la intentona, haber tenido la oportunidad de compartir unos minutos con una familia y disfrutar de las las sonrisas perennes de aquellas pequeñas tan simpáticas.

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REGRESO A KRATIE

Tras aquella breve incursión casera, el tuk tuk me llevó definitivamente al hotel donde ni siquiera subí a la habitación sino que aproveché a comer en el restaurante que tenía en la planta baja. Un enorme plato de arroz con ternera más una bebida me costó dos dólares, un buen precio que representa lo asequible que son este tipo de países del Sudeste Asiático por los que se puede viajar largo tiempo con un presupuesto bastante reducido.

Cuando terminé de comer fui a bajar la comida al mercado, que aunque a esas horas andaba medio vacío, pude recorrerme de arriba a abajo prácticamente todos sus puestos. El Sol apretaba fuerte pero no tanto como lo había hecho en Siem Reap en días anteriores. Quizás tener el río Mekong tan próximo servía para refrescar lo que de lo contrario sería una caldera permanente.

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La ciudad de Kratie, con edificios puramente coloniales que recuerdan los tiempos del Protectorado francés, permaneció a salvo de los bombardeos durante las guerras antes, durante y después de la Dictadura de Pol Pot y sus secuaces los Jemeres Rojos. Eso hace que conserve aún, aunque sí con un cierto desgaste, un estilo arquitectónico alejado de las imperantes en muchas de las ciudades pequeñas de Camboya o de sus áreas rurales, donde aún prevalece la madera.

KOH TRONG, UNA ISLA EN EL MEKONG

Para la tarde reservé lo que a la postre sería una de las mayores sorpresas del viaje. Tenía curiosidad por ir esa isleta tan larga que podía ver desde el hotel. Me preguntaba cómo sería por dentro y si la vida allí era muy diferente a la de su orilla opuesta, Kratie. Tampoco había estado nunca en una isla dentro de un río. En fin, que no podía dejar de cruzar el ancho Mekong y caminar entre las palmeras de ese lugar que en los mapas viene nombrado como Koh Trong.

En el paseo de la ribera de Kratie si se va recto desde la Calle del Mercado hay una plataforma de madera desde la que se toma el barco a la isla. Sólo circula uno por lo que la mejor manera de saber cuándo va a venir es estar asomado a P1130957la barandilla, comprobar por dónde está situado el barco en ese instante y calcular lo que puede tardar. Yo personalmente tan sólo tuve que esperar diez minutos, los cuales que aproveché para beber algo en una de las muchas terracitas que había frente al río y charlar con los lugareños que andaban por allí sentados tranquilamente bajo la sombrilla. Una vez pasado el tiempo y atracada la barca en aquel rudimentario muelle inicié mi partida a Koh Trong. No iríamos subidos en ella ni cinco personas. Apretados podrían caber en torno a quince. Más gente sería difícilmente soportable para un motor más viejo que el Arca de Noé como el que llevábamos. Aunque el trayecto es tan corto (aproximadamente 5 minutos) que no había tiempo ni de hundirse. Se paga en mano al barquero una vez terminado el viaje. Mil rieles tan sólo, que no son más de veinte céntimos de euro.

Koh Trong durante la época seca, como disminuye el caudal del Mekong, aumenta su extensión, sobre todo en su P1130960flanco oriental, apareciendo entonces enormes bancos de arena. Playas creadas en marzo y finiquitadas en julio cuando el monzón se recrea con fuertes lluvias día tras día. Del lugar en que nos dejó la barca hasta la zona de palmeras y casas había un trazo interesante en el que no tardaron en salir varias mujeres que me estuvieron ofreciendo dar una vuelta en moto a la isla por un dólar. Una de ellas instió más que las otras y le dije que, aunque en principio quería moverme por la isla a pie, si necesitaba una motocicleta, montaría seguro en la suya. Pero siempre después de caminar un rato a mis anchas. También tenía la opción de alquilar una bicicleta durante el tiempo que quisiera por un dólar. Veinticuatro horas de bici por ese precio no lo había visto nunca. Una verdadera ganga.

Un solo minuto en Koh Trong fue suficiente para confirmar mis mejores sospechas. La isla se acababa de convertir en mi Paraíso camboyano. No me encontré con un solo turista. Caminando a través de un sendero rodeado de palmeras, fueron apareciendo los verdaderos protagonistas de la isla, los niños, que me recibieron con una algarabía y una simpatía tremendas. Muchos de ellos venían en bicicleta corriendo para decir «Hello Sir» y sonreir. Cada dos metros se iba uniendo a la expedición por Koh Trong un grupo diferente de chavalines.


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Las casas de la isla eran todas de madera sostenidas por pilotes. Se accedía a ellas por unas escaleras. Casi todas contaban con al menos una hamaca fuera, que era donde estaban los padres de los pequeños que me acompañaban en mi camino. Muchos levantaban la mirada y sus manos para saludar, otros mientras se asomaban tímidamente sin decir nada. Me llamó poderosamente la atención que en ninguna de las casas que vi hubiera puertas. Pero sin excepción. Ese es un signo inequívoco de la seguridad con la que viven en las áreas rurales camboyanas. No se necesita tener una puerta en casa si todos se rigen por el respeto y la confianza por y para el otro.

En Koh Trong el trabajo gira en torno a la agricultura (hay campos de cultivo interiores) y la pesca. Los ingresos que vienen de los turistas que vienen de Kratie son bastante escasos. Incomprensiblemente muchas personas que pasan por esta ciudad como parada previa a la frontera con Laos o para ir a ver a los Delfines de Irrawaddy en Kampi no reparan en que justo enfrente de ellos hay una Isla absolutamente maravillosa en la que no existen las prisas, el stress ni unas necesidades materiales extraordinarias. Una isla en la que el tiempo no parece surtir efecto alguno a los modos de vida de sus habitantes que, sin tener grandes coches, televisiones panorámicas o ropa de la última temporada, aparentaban ser más felices que muchas otras personas que he conocido en mi vida. La premisa de que no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita cobra sentido en lugares como este.

Cuando ya llevaba un buen rato caminando di media vuelta hasta ir a parar a una mesa con sillas muy cerca del camino de acceso al «embarcadero» por el que había entrado a la isla. Tomé un refresco por 1000 rieles y empezó a aparecer gente joven que se sentó a mi lado. Me preguntaron muchas cosas típicas como por ejemplo cuál era mi país, a qué me dedicaba o si tenía familia. Una de sus mayores «incomprensiones» tenía que ver con que yo tuviera veintinueve años y no estuviese casado con varios hijos en el mundo. Les recomendé entonces venir a conocer España para que creyesen que eso no es algo tan extraño en los tiempos que corren. De repente, a mitad de la conversación, me percaté de que bastante cerca nuestro estaba sentada la mujer que tanto me había insistido con darme una vuelta en moto. Me acerqué hasta ella y le dije: «Ok, come on». Sonrió  y sin más dilación me pidió me agarrase fuerte que allá íbamos…

Rodear la isla por completo son 14 kilómetros. Y eso fue lo que nosotros hicimos, recorrer Koh Trong haciendo un círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj. De las casas fue saliendo gente siempre para saludar como si no estuviesen acostumbrados a ver forasteros por allí. Además de palmerales y casas tradicionales de madera también había templos, algunos de ellos de cierta antigüedad. Los únicos medios de transporte con los que nos cruzábamos eran las bicicletas, alguna que otra motocicleta y un buen número de carros tirados por bueyes. Lógico para un lugar en el que no existen los coches. Más ecológico imposible.

Cuando estábamos justo en la orilla oeste de la isla me pareció ver algo en el río. No me lo podía creer. Era ahí donde P1130981estaba lo que había buscado precisamente por la mañana. Ante nosotros se desplegó en medio del agua una hermosísima aldea flotante de población vietnamita (lo usual en este país) compuesta por una hilera de casas-palafito. Fue una sorpresa de lo más inesperada por mi parte. Y desde nuestra posición relativamente elevada, pude tomar un buen número de fotografías de la tercera aldea construida sobre el agua que había tenido ocasión de ver en Camboya. Las otras dos fueron en Phnom Penh y en el Lago Tonlé Sap respectivamente. Es realmente admirable la adaptación al entorno acuático de los vietnamitas. Tuvieron que acostumbrarse a ello irremediablemente al no tener durante décadas posibilidad alguna de adquirir «suelo» que habitar por una extraña e injusta Ley ya derogada.

Fue el mejor adiós posible a Koh Trong antes de tomar la barca de vuelta a Kratie (1000 Riels). Si lo hubiera sabido antes es probable que hubiese tratado de quedarme a dormir allí y pasar un día en ese lugar tan increíble. Estoy convencido de que allí la palabra «aburrimiento» no tiene cabida en el diccionario y que me lo hubiera pasado fenomenal. Un guiri español en una isla ubicada en medio de la cuenca del Mekong podía dar para una historia interesante. Si vuelvo a Kratie, allí que me quedo.

ÚLTIMAS HORAS EN KRATIE

Después del anochecer me dejé caer de nuevo por el You Hong Guesthouse donde además de conectarme a internet aproveché para cenar algo rápido. Para volver al hotel caminé a tientas por unas calles sin iluminar en absoluto. Kratie no es como Phnom Penh, en la que siempre hay gente y tráfico por todas partes. En esta ciudad cuando cae el Sol la gente parece huir de inmediato a sus casas. Siempre que las tengan, claro, ya que me encontré a muchas personas durmiendo en la misma calle. Quienes tampoco se iban fuera la hora que fuera eran los de las terracitas en el paseo de la ribera que tenía enfrente del hotel. Y es que estas eran absolutamente ideales para sentarse a beber tranquilo y barato.

Lo que cerré definitivamente en el Hotel fue el alojamiento en Sen Monorom para la siguiente y última etapa del viaje. Por la mañana le había dicho al recepcionista que estaba interesado en alojarme en una de las cabañas del Nature Lodge y una llamada telefónica suya en un minuto sirvió como reserva.

Y cuando ya  estaba a punto de quedarme dormido, llamaron a la puerta de mi habitación. Abrí y allí estaban Gianluca y Claudio, los italianos con los que había venido desde Siem Reap. Sus gestiones en Kompong Cham habían solucionado su problema «de efectivo», por lo que me devolvieron el préstamo que les había hecho el día anterior, no sin antes darme las gracias lo menos diez veces. Los insignes «gastrónomos» de Milán además me dieron una noticia. Se iban también a la Provincia de Mondulkiri, al Natural Lodge del que ya les había hablado. Y en la misma minivan que yo. Continuaríamos, por tanto, compartiendo una parte importante del viaje.

Nos quedamos charlando hasta que sobrevinieron los bostezos y cada mochuelo volvió a su olivo. Que ya había tiempo de «parlare più» de camino a Sen Monorom.

30 de marzo: LA CASITA DEL ÁRBOL

A las ocho venía a recogernos la minivan, pero a esa hora abajo solo estaba yo. ¿Y los italianos? le pregunté al recepcionista. No lo sé – contestó. Subí rápidamente a su habitación porque me temía que se hubieran quedado dormidos. Cuando llamé a la puerta estaban aún vistiéndose con mucha pasimonia y la cuestión es que los dos estaban convencidos de que la hora de salida era a las ocho y media en vez de las ocho. Entonces se dieron toda la prisa posible aunque no la suficiente porque la minivan se marchó… a buscar a otros ocupantes. Vendrían treinta minutos más tarde a por nosotros, afortunadamente. De lo contrario, si llegamos a perder nuestro transporte a Sen Monorom, les hubiera arrojado al Mekong con una piedra atada a los pies.

DONDE CABEN CATORCE…CABEN VEINTITRÉS

La minivan apareció finalmente. Nos subimos a la misma, copando parte de la segunda fila. En realidad aunque contaba con 14 plazas, éramos más los ocupantes. El equipaje no se dejaba en el maletero, puesto que no lo tenía, sino que lo llevábamos con nosotros. El apelotonamiento era importante. Estaba destinado a ser un viaje de 215 kilómetros de Kratie a Mondulkiri que prometía apreturas importantes y situaciones un tanto cómicas. Porque el conductor no se conformaba con los que estábamos e iba dejando entrar a más viajeros donde parecía que no podía haber más espacio. El lema ya no era «Donde caben dos caben tres«. Se había cambiado por un «Donde caben catorce, caben veintitrés» (equipajes incluidos).

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La situación más surrealista llegó cuando por subirse otra persona más, un pobre chaval que tenía su moto sujeta por fuera en la puerta trasera se colocó encima de ella para soportar un trayecto lleno de caminos de tierra y fuertes baches. El casco se lo puso. La seguridad que no falte ante todo. Pero como creo que mis palabras no son suficientes, lo mejor es que veáis esta locura en un vídeo:

De Kratie a Mondulkiri requerimos de cuatro horas y media de viaje, que aunque pueda parecer lo contrario, se me pasaron cortas. A pesar de los apretujones, la música karaoke, el calor, los baches que movieron la minivan como si fuese una batidora y el olor a vómito procedente de los asientos de atrás. Una mezcla ciertamente interesante que tratamos de neutralizar escuchando nuestras propias canciones de los iPods, mostrándonos fotografías de otros viajes o contándonos anécdotas curiosas surgidas como mochileros. Unos tipos bastante simpáticos estos italianos de culo inquieto a los que, me temo, no se les caería la casa encima si hubiera un fuerte terremoto. Les pillaría siempre fuera.

 En este coche también supieron ajustar el espacio

BIENVENIDOS A LA LEJANA MONDULKIRI

Llegamos a la una de la tarde a Sen Monorom, la capital de la provincia de Mondulkiri. Digamos que se iniciaba una fase en la que tenía puestas muchas esperanzas pero que no sabía cómo se me iba a dar. Para mí llegar hasta aquí fue muy especial. En Camboya esta región es siempre sinónimo de remoto, alejado e incluso salvaje. Quizás su ubicación en el extremo oriental próxima a la frontera vietnamita, que sea la menos poblada y la más arbolada, y que haya etnias con mayor presencia que la jemer, sean condicionantes que tengan algo que ver al respecto. Las selvas de Mondulkiri, ubicadas entre colinas, a una altura mucho mayor que el resto del país, aún cuentan con tigres, osos, leopardos y elefantes salvajes, entre otras especies. Aunque hay que decir que actualmente su presencia se ha minimizado tanto que tan sólo las cámaras-trampa de los naturalistas han sido los únicos testigos de que aún corra sangre salvaje detrás de los árboles. La extensión de la provincia es de 16.000 kilómetros cuadrados para 30.000 personas, de las cuales 7.000 viven en la capital. De todas ellas cerca del 80% pertenecen a la etnia Pnong (también se verá escrito como Phnong), las cuales aún conservan sus tradiciones animistas. Son algunos datos que nos hacen comprender que Mondulkiri sea otra Camboya bien distinta.

El turismo no ha desembarcado con fuerza en la provincia. Aún así hay muchas razones para incluir Mondulkiri en un itinerario por Camboya, siempre que se cuente con tiempo para ello. Aquí van unas cuantas:

– Razones antropológicas: Conocer las formas de vida de una etnia minoritaria como la Pnong cuya simbiosis con la Naturaleza es asombrosa. Son animistas y muchas de las familias tienen al menos un elefante. ¿Quién da más?

– Razones «naturales»: En un lugar con tanta extensión de bosques es muy fácil que le saquen partido los amantes de la naturaleza. Sólo hay pensar que algún tigre puede oir lo que dices. Además hay unas cuantas cascadas donde bañarse puede ser el mayor de los placeres.

– Razones «bestiales»: Es posible hacer trekking en elefante durante uno o varios días. Y si le caes bien, ayudarle a darse un buen baño.

– Razones «meteorológicas»: Cuando el calor aprieta sin descanso y uno ya no puede soportarlo más, en las tierras altas de Mondulkiri se duerme muy fresquito por las noches. Un puñadito de grados de diferencia siempre está garantizado.

– Razones económicas: Su oferta de alojamiento no es demasiado grande, pero sí barata.

– Razones de ocio: Montar a caballo, en elefante, en bicicleta, en moto, darse buenos baños…

– Razones «escapistas»: Si se huye de algo o de alguien, si se desea pasar desapercibido o simplemente descansar sin que nadie pueda perturbar toda calma y quietud, Mondulkiri es una región idónea para ello. Será imposible ver un grupo de japoneses sacando fotos sin parar mientras siguen a un guía dirigiéndose a ellos con un altavoz y un parasol amarillo.

Creo que entonces no hace falta que explique detalladamente cuáles fueron los motivos que me hicieron incluir a Mondulkiri en mi recorrido. Lo consideré un lugar «muy poco transitado» y del que había muy poca información. Y eso me llamó mucho la atención. Aunque reconozco que tenía otra razón muy de peso. Tanto como cinco toneladas. Quería montar en elefante. Hacer un buen trekking por la selva a lomos de un paquidermo formaba parte de mi lista de «quehaceres en la vida». Y pensaba cumplirlo. O al menos no marcharme sin intentarlo.

RETIRADOS EN EL NATURE LODGE

Si tuviera que definir Sen Monorom en pocas palabras diría que «se parece a un pueblo del oeste americano dentro del sudeste asiático». Senderos de arena roja con casas bajas a los lados, algunas de madera, ranchos en los aledaños con sus vacas y sus caballos. Si no fuera por los ojos rasgados y los carteles escritos en jemer hubiera esperado encontrarme a un cowboy, al sheriff del pueblo y hasta al mismísimo Lucky Luke. Nada podía hacerme pensar que muy cerca hubiera elefantes campando a sus anchas por el bosque.

La minivan dejó a todos los ocupantes en el centro del pueblo. Cuando todos bajaron se unió a nosotros un chico portugués llamado André, que también andaba de viaje por el Sudeste Asiático. Éramos los únicos no camboyanos que habíamos venido de Kratie. El chico andaba buscando alojamiento y nosotros le recomendamos el nuestro, sin ocultarle que realmente se encontraba a 800 metros del pueblo, en pleno campo, por si sus expectativas eran otras. A él le pareció bien la idea. Todo lo era mientras el precio no mermara un presupuesto de chiste para dos meses de viaje. André es de esa clase de viajeros solitarios que van «ligeros de equipaje» (emulando a Machado), con poco dinero y cuyos planes no van más lejos que sus próximos cinco minutos.

Aunque nos ofertaron alojamiento y toda clase de actividades (trekking en elefante incluido) a precios increíblemente baratos, ya teníamos tomada la decisión de ir al «retiro» del Nature Lodge. Le dimos una propina extra al conductor de la minivan para que nos acercara hasta allí. Las ganas de hacer el trayecto caminando eran cero en esos momentos.

P1140004Nature Lodge resultó ser lo más parecido a un rancho. Por tener tenía hasta ganado, incluso caballos pastando plácidamente por la finca. En un edificio de madera con estética muy «western», que servía a la vez de recepción, bar-restaurante y salón social con billar y todo, nos atendieron para surtirnos de cabañitas. Nos dieron dos pequeñas casetas pagando 5 dólares por noche cada uno. Los italianos se quedaban juntos como era lógico y yo la compartíría con André el portugués. Tenían dos clases de casetas, las de 5$ con baño exterior y compartido, y las de 10$, mucho más grandes y con baño privado. Con las primeras nos bastaba y nos sobraba. Y además eran realmente baratas. Se accedía a ellas por medio de unas escaleras, ya que todas estaban adosadas a media altura a los troncos de los árboles.

Aquel alojamiento que tenía contratado para tres noches resultó ser la casita del árbol que nunca tuve, así que yo tan contento. Además al estar en pleno campo, con la temperatura más agradable en mucho tiempo y con estos tres inesperados compañeros de viaje, sólo podía estar mejor que bien.

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La tarde e incluso la noche fue tranquila a más no poder, que era precisamente lo que me apetecía. La pasé junto a los chicos tirados en las hamacas, comiendo buena parte de la carta (que tenía de todo), y contándonos mil andanzas. El bueno de André resultó ser todo un personaje. Era portugués de madre danesa y había vivido en un pueblo perdido de la Península de Jutlandia. Había sido músico durante más de un año en un Casino de Bamako (Malí) donde tocaba la batería, lugar en el que conoció a su mujer, senegalesa, con la que acababa de tener un bebé. Cogió la malaria en Ghana y se unió a una banda en Cuba… Realmente era un tipo con mucho pero que mucho mundo. Y pensando tiempo después de haber vuelto del viaje, ¿cómo demonios será un casino en el África profunda? Bizarrismo puro, supongo.

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Los dueños del lodge eran occidentales. Conocí a la hija de la dueña, la típica inglesa con la cara más blanca que la nieve, rubia y con ojos azules. Ella me gestionó lo que yo andaba buscando, el trekking con elefante. En el propio lodge, tal y como había visto en su web, ofrecían toda clase de actividades, entre ellas esta. El único impedimento era que se hacían siempre con un mínimo de dos personas. Así que si quería hacer el trekking solo debía pagar por dos, a no ser que me buscara a alguien más. Pero ni los italianos ni el portugués estaban por la labor puesto que tenían menos fondos que un jubilado a fin de mes. Así que no me quedó otra elección. Contraté, por tanto, un trekking por la selva en elefante pasando una noche Dios sabe dónde. Creo que estaba tan ilusionado que ni me molesté en preguntarlo. El precio:  80$ (40$ por día) incluyendo dos comidas, una cena y un desayuno. Si hubiera ido con alguien más tan sólo habría tenido que pagar la mitad.

Estuve realmente a gusto en «mi ranchito» de Sen Monorom. De noche nos pasamos las horas hablando de fútbol y de viajes con los chavales, y comiendo una pizza a la camboyana mientras escuchábamos muy buen Rock del que el dueño del lodge era gran aficionado a poner mientras jugaba al billar o aprendía a leer en jemer. Todo en un lugar perdido del lejano oeste este en el que las estrellas te fulminaban con mirarlas. Apoyado sobre unos cojines pensaba que sólo unas horas más y estaría en el interior de la selva de Mondulkiri, de la cual dicen que aún hacen eco lejanos rugidos…

ÚLTIMO CAPÍTULO ESTE MIÉRCOLES…

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* Hoy podéis leer una entrevista que he realizado para el blog Ida y Vuelta. Creo que ha quedado muy chula. Si queréis verla haced clic aquí.

11 Respuestas a “Crónica de un viaje a Camboya y Singapur: Capítulo octavo (Delfines del Mekong y Koh Trong)”

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