El instante viajero XV: El camellero de Merzouga
Caminando en solitario por las dunas de Merzouga, esa alfombra ondulada que el todopoderoso Sáhara le regala a Marruecos, uno siente cómo la fuerza del desierto es capaz de empequeñecerte hasta convertirte en un minúsculo grano de arena. Allí es posible escuchar gritar al silencio, que el viento sea tu peor enemigo y perder la noción entre lo finito y lo infinito. Esa fue la enésima búsqueda que he hecho de mí mismo hasta ahora. Fue un día en el que dije «me marcho» y terminé comenzando el año a los pies de un mar de dunas persiguiendo estrellas fugaces y arrancando deseos en voz alta. Han pasado muchos años desde esa primera vez en territorio marroquí con una furgoneta alquilada convertida en mi máquina del tiempo particular. Era la primera vez en que hacía un viaje completamente solo…
Nada más amanecer después de una noche de tambores, cantares beduinos y aromas a menta regresé a las dunas. Y volví a perderme como estaba deseando hacer. El aire tardaba poco en borrar mis huellas. Y me daba exactamente igual. Me sentía como el personaje de la serie Kung-Fu vagando por un desierto inmenso, inabarcable. No me importaba el azote del sol ni no saber a ciencia cierta dónde quedaban mi cama y mi mochila. Estaba feliz, tanto, que no pude reprimir la alegría corriendo y saltando en cada duna, escribiendo nombres en la arena, recordando los motivos por los que viajar se convertía en el mejor modo de conocer quién era.
De repente una mancha en el horizonte apareció. A medida se fue acercando obtuvimos una mayor nitidez que me permitió corroborar lo que pensaba. Se trataba de un camellero solitario, alguien que vendría a saber de dónde con un par de camellos tras él. Una cuerda estrecha era su única separación. Y él raras veces miraba atrás. Tan sólo avanzaba… Su túnica color azul destacaba en la grandiosidad anaranjada de un desierto al que le golpeaban severamente los rayos del sol.
Aquella figura de tres tardó muchos minutos en desaparecer del escenario. Sentado sobre una duna, convertida en butaca de este teatro improvisado e inflexible con sus actores, fui imaginando la vida de aquel hombre, la vida del camellero de Merzouga que probablemente no conociese otro universo y otra ley que la del desierto. Todavía quedan pastores beduinos salvando las distancias con sus camellos, personajes reales que no saben ni quieren saber qué es ser Trending Topic en Twitter, de qué va la crisis económica europea ni tan siquiera cuál es el programa con mayor éxito de la televisión. El camellero de Merzouga es la metáfora de los distintos ritmos de la vida en un mundo mucho más grande de lo que imaginamos, de que la globalización aún no ha podido con todo, aunque vaya en ese camino. Mientras aquel beduino camine por los senderos invisibles del Sáhara nos quedarán aún bastantes sueños que cumplir y mucho que conocer de la vida, ese desierto de dunas que subimos y bajamos hasta darnos cuenta de que somos diminutos e insignificantes. Tanto como un grano de arena. Porque es lo único que somos, aunque es lo que nos hace grandes…
Sele
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