Crónicas de un viaje a Bulgaria y Macedonia 2: El Monasterio de Rila

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Crónicas de un viaje a Bulgaria y Macedonia 2: El Monasterio de Rila

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8 de noviembre: EL MONASTERIO DE RILA Y LA ESENCIA BÚLGARA

Desde hace aproximadamente mil años el alma de Bulgaria reposa escondida en el corazón de las Montañas del Silencio. Lejos, tras los bosques herméticos que sólo la niebla conocía, una cueva sirvió de hogar a un ermitaño, Juan de Rila, quien muy cerca de ella creó una comunidad monacal que siglos después llegó a convertirse en la reserva espiritual de un Reino acosado y aplastado por los turcos, infieles a la vista de los cristianos viejos. Cuando las campanas ya no repicaban, las cruces ardían y la de los zares empezaba a ser una historia mal contada, los muros del Monasterio de San Juan de Rila se convirtieron en el cofre del tesoro, en la fortaleza física, religiosa, cultural y lingüística de una Bulgaria a la que le quedaban nada menos que cuatro siglos de resistencia a los embistes otomanos. Este es un país que nacería de nuevo a partir precisamente de estas pequeñas comunidades cristianas con las que se aupó la idea de liberación, de independencia y de Nación destinada a no caminar de la mano de nadie. El Resurgimiento de Bulgaria era imparable. Y Rila tuvo mucho que ver en todo aquello.

Actualmente el Monasterio de Rila es Patrimonio de la Humanidad y uno de los lugares de más impactantes y espectaculares que se pueden ver en Bulgaria. Sólo por sí mismo valía este viaje. Penetrar en los muros de la memoria, más allá de las montañas, te permite percibir y asumir la bien llamada esencia búlgara.

HOJA DE RUTA (TRAYECTOS DEL DÍA)

Sin duda alguna lo más destacado de aquel lunes x de noviembre fue el Monasterio de Rila al que llegamos desde Sofia en un coche con conductor que contratamos en la Estación principal de Autobuses de la ciudad por un total de 130 leva (aprox 65 €). Un viaje de ida y vuelta (120 kilómetros por trayecto) para estar aproximadamente 3 horas en el Monasterio. Ya por la tarde, a eso de las cinco, nos marchamos en autobús a Veliko Tarnovo (240 km) para iniciar otra etapa en torno a la Gran Capital de Bulgaria durante el Medievo.

VIAJE DE IDA A RILA PASADO POR AGUA

El Sol del domingo parecía haberse marchado bien lejos. Nos dejó con unas nubes gruesas que cuanto más avanzáramos hacia las montañas con mayor vehemencia descargarían su furia contra nosotros. La previsión era de lluvias fuertes a lo largo de toda la mañana y por mucho que rezáramos al mismísimo San Juan de Rila, Patrón de Bulgaria, no nos iba a faltar agua hasta que finalizara nuestra visita al Monasterio. Así estaba escrito y nada se podía hacer. Lluvia y soledad, soledad y lluvia, eran nuestras cartas, marcadas y definitivas. Y el tapete el mejor posible, porque de pleno derecho, estaríamos hablando de uno de los lugares más incuestionablemente bellos y justificadamente visitados del país balcánico. Dos ingredientes, uno meteorológico y otro más relacionado con la temporada baja en la que estábamos, que evitaría las multitudes típicas del estío asegurando así un cara a cara íntimo con el Monasterio del tiempo.

Un clásico taxi amarillo de Sofia fue metafóricamente el caballo con el que galopamos hacia las Montañas de Rila. Abandonar el caos y la humareda de tubos de escape de la hora punta del lunes en la capital fue una secuencia a cámara lenta entre suburbios, pinturas gastadas y edificios anodinos que pedían a gritos bien una buena reforma o ser directamente demolidos. Las zonas verdes se habían teñido de gris y sería hasta bien avanzado el camino cuando por fín nos encaramáramos en un paisaje más agreste sin más cemento que árboles.

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De Sofia a Dupnitsa fuimos cómodamente en una carretera recién construida con los famosos Fondos de cohesión de la Unión Europea. Unos kilómetros más hacia el sur tomamos un desvío hacia Rila en lo que ya era una vía mucho más modesta de doble sentido. La lluvia, al contrario de amainar, era cada vez más fuerte, confirmando su perturbadora asistencia a la cita. Llegamos a Rila, pasadas las nueve de la mañana, dibujado como un pueblo fantasma, de puertas cerradas y ventanas opacas sin figuras que asomarse ni rutina que mostrarnos en un tránsito  más que fugaz. Nuestro taxi parecía el único en osar internarse en unas montañas nubladas a lo largo de 25 kilómetros que había hasta el monasterio.

El macizo de Rila, maraña de montañas y bosques casi vírgenes, de alturas incuestionables y una colección de flora y fauna de lo más completo del continente europeo (en él habita un buen número de osos, lobos o incluso linces), posaba con su traje de otoño. Hayedos caducos, intercambiados en tramos con pinares infinitos, nos cercaban cada vez más en un devenir de curvas y carriles estrechos en los que había que sortear las rocas caídas durante la noche y que agrietaban el encharcado asfalto. Adentrarse kilómetro a kilómetro le hace a uno imaginarse lo inaccesible o inhóspito de este paraje en las largas jornadas de viaje de los peregrinos que alcanzaban el Monasterio en la Edad Media o simplemente en los tiempos en que no existía carretera alguna. Debía ser toda una experiencia, toda una aventura en la que hacía falta sortear un sinfín de contratiempos. Aunque estoy convencido que la recompensa en el Monasterio del santo más venerado de Bulgaria hacía olvidar todos los males.

PRIMERAS IMÁGENES, PRIMERAS IMPRESIONES DEL MONASTERIO DE RILA (Рилски Манастир)

Finalmente, tras algo más de dos horas de viaje desde Sofia, el coche nos arrimó a los muros recios y sobrios del Monasterio, capaces de resistir una y mil batallas. A todas luces no estamos hablando únicamente de un lugar de culto sino también de una fortaleza inexpugnable. Sin un alma en los alrededores, algo comprensible con la que estaba cayendo, accedimos al interior del Monasterio a través de la Puerta Oeste (Puerta Dupnitsa) como el que lo hacía a un castillo. Los techos pintados, preludio de lo que venía después, nos hicieron forzar el cuello durante unos pasos hasta que por fín, desde un arco con un cordel que sujetaba los cuernos de un ciervo, tuvimos una primera estampa de este lugar tan fascinante.

Rila es mucho más que un «mero» monasterio medieval. Trasluce unas sensaciones emocionales inenarrables que recuerdan a la que ofrecen los «Grandes lugares del mundo» inmortalizados millones de veces. Algo recorría mi cuerpo de arriba a abajo, el vello se ponía de punta y la mochila caía huérfana sobre el empedrado. A Rebeca le brillaban sus ojos azules más de lo normal y sonreía atónita ante algo que creo todos deberíamos tener la ocasión de ver al menos una vez en la vida.

La lluvia de a cuchillo era una capa de más de aislamiento al igual que las montañas o la niebla que se fundían con un paisaje escarpado. El Monasterio es, a primera vista, un cofre encajonado en el interior de un valle que en su día fue completamente inaccesible. Su compenetración con la Naturaleza es de una evidencia incontestable así como el silencio y el letargo que inducen las líneas blancas, negras y rojas de los arcos infinitos que sostienen tanto las galerías de celdas monacales como la iglesia posada en el centro del patio.

Nos decidimos entonces a aprovechar las largas galerías cubiertas para rodear por completo el Monasterio y poderlo observar pacientemente, y sin mojarnos, desde todos sus ángulos. Contábamos con al menos tres horas para hacerlo, caminar tranquilos, sentarnos simplemente a contemplar lo que teníamos a nuestro alrededor, escuchar nuestras voces y nuestros pasos rebotar desde la piedra del suelo hasta lo alto de las montañas, hasta el más escondido de los árboles. En fín, descubrir sin ninguna prisa todos los rincones de aquel espacio labrado durante un largo milenio.

BREVE HISTORIA DEL MONASTERIO DE RILA

Es mucha la Historia la que tiene el Monasterio de Rila y muchas las vueltas que ha dado hasta ser tal y como le podemos ver hoy en día. Para llegar a sus orígenes tenemos que irnos hasta principios del Siglo X después de Cristo cuando un hombre llamado Juan (en eslavo Ivan), abandona su familia aristocrática para dedicar su vida a Dios en la soledad más pura de las montañas de Rila. Su hastío ante el comportamiento de la Sociedad de aquellos tiempos le llevó a ocultarse durante muchos años en un paraje inhóspito y absolutamente aislado. En su testamento el ermitaño decía lo siguiente: «Cuando llegué a este lugar desierto de Rila no hallé alma viva, sino únicamente animales salvajes y lugares impenetrables y me establecí aquí, completamente solo (…)«.

Sus significativas reflexiones no eran más que el comienzo de una vida en solitario en el interior de una cueva. Ahuecó un árbol para convertirlo en su lecho y se alimentó durante casi toda su vida de las hierbas que el mismo recogía. Conoció a un pastor que le iba a visitar de vez en cuando y le regalaba leche así como otras cosas que podía traerle, agradecido por haberle curado milagrosamente un dolor severo que le llevaba largo tiempo atormentando. Después de algún otro caso similar se extendió como al pólvora la Leyenda del Monje de los Milagros y fueron muchas las personas quienes quisieron vivir cerca suyo. Su fama llevó incluso a recibir la visita del Zar Pedro I, con quien no quiso compartir ningún tipo de comunicación y tan sólo le dedicó un saludo con una antorcha desde lo alto de una colina.

Junto al monje, aunque no en la misma cueva, se reunió un buen número de discípulos. Se inició entonces una comunidad monacal ciertamente discreta, aunque a la muerte del ermitaño, después canonizado, el Monasterio de San Juan de Rila se fue haciendo más grande y se engalanó con las riquezas y dones que venían de otro lugares, muchos de ellos lejanos, que tenían conocimiento de lo que había surgido en un bosque cerrado del Reino de Bulgaria.

La entrada del Imperio Otomano fue un inmenso varapalo para el cristianismo en la región y el Monasterio sufrió físicamente la entrada de las tropas turcas. Comenzó entonces un «resistir desde la atalaya» de un fuerte importante que contenía tras sus muros el saber religioso, cultural e idiomático de la Bulgaria de la Edad Media. De una forma u otra el Monasterio de Rila resistió mil y una embestidas, siendo el baluarte más importante de la Bulgaria Cristiana Ortodoxa superviviente a una Islamización que fue cerrando filas durante siglos.

En 1833 un incendio devastó lo que no había conseguido la Guerra. Aún bajo el yugo otomano, los búlgaros más pudientes con una enorme Fe en poder lograr su Independencia, colaboraron económicamente en restaurar lo que para ellos era un todo un símbolo que no se podía quedar en cenizas. La reconstrucción de Rila y la colaboración de los más importantes artesanos del momento llevaron a plasmar el mejor ejemplo de lo que se vino a conocer como Resurgimiento Nacional. No sólo era una idea sino un estilo artístico del XIX con el que trataron de renacer un posible nuevo Estado Independiente  surgiendo de la cultura y de la sabiduría eslava que nunca pereció en las montañas de Rila. Los restos de San Juan volvieron a ser milagrosos una vez más y en el interior de la Iglesia de la Natividad, una de las más hermosas, sino la que más de Bulgaria, los peregrinos hacen largas colas el 19 de octubre, cuando se celebra su festividad en el calendario ortodoxo.

Patrimonio de la Humanidad desde 1983 es, probablemente, el lugar más visitado y famoso de Bulgaria, compitiendo con las aguas y la algarabía de las orillas del Mar Negro.

LINEAS DE IDENTIDAD ENTRE LAS MONTAÑAS

Las largas galerías de arcos nos permitían disfrutar a cubierto del monasterio, minimizando así los efectos de una lluvia que no cesaba de caer con fuerza ni un solo segundo. Estas arquerías, pasillos de meditación y paseo de los monjes que por allí moraban, eran nuestros mejores paraguas ante el ataque diluviano que rompía el silencio hueco y frío de un patio exterior amplio y a su vez huérfano de pisadas. La estructura del Monasterio de Rila se desnudaba lentamente ante nosotros, dejándonos ver poco a poco las rectas y las curvas de un dibujo realmente sublime.

Ni las nubes ni la niebla lograban perturbar la luminosidad de un conjunto abierto, con líneas de color artificiales dentro de una gama de blancos, negros y rojos. Unicamente las arquerías de la Iglesia de la Natividad, ocupada por murales bíblicos inmensamente coloridos, o sus cúpulas amarillas, se atrevían a abordar a la armonía reinante en todo el monasterio.

Los arcos son como cientos de ojos enfocándote en todo momento, miradas inquisitivas o meramente contemplativas que se incorporan desde la propia montaña para incurrir en un nada exagerado reproche de curvas y rectas danzantes, en una maqueta imposible, en un grueso manuscrito empañado con la tinta de un monje soñando desde su scriptorium. El movimiento de las formas compite con la quietud sensorial que se alimenta de la luz encerrada en el valle.

LA IGLESIA DE LA NATIVIDAD

El núcleo del patio pertenece al templo cristiano ortodoxo de la Natividad, levantado por entero apenas unos años después del incendio de 1833. El corazón del Monasterio de Rila reposa bajo las cúpulas hermanadas sostenidas en el espacio por los muros de líneas rojiblancas y los arcos blanquinegros que guardan interesantísimos murales del Siglo XIX realizados por la flor y nata de la pintura religiosa de aquella época. Antes de incorporarse bajo su techo es conveniente observar su dibujo en el exterior que se mimetiza increíblemente con todo lo que le rodea, ya sea una torre medieval, los pinares o las propias nubes mezclándose en los tejadillos coronados por cruces. Esta iglesia, a pesar de su posterioridad, forma un matrimonio perfecto con la totalidad del conjunto. Los riesgos tomados en pleno Resurgimiento Nacional no fueron en balde y consiguieron lo que no siempre se consigue, que la mezcla no estropeara el espíritu de algo que venía de muy antiguo.

El siguiente paso consistió ponernos bajo los arcos y sumergirnos en las explícitas escenas de la Biblia de maestros como Zahari Zograv, uno de los artistas búlgaros más importantes del XIX, que recreó el cielo y, sobre todo, el infierno con sus diablos castigadores. Ángeles y Demonios con un fondo azul tras ellos y carteles explicativos para la gran cantidad de peregrinos destinados a visitar este lugar santo y símbolo de identidad de una Nación renacida.

Las arquerías de la Natividad eran un claro ejemplo el horror vacui, el miedo a los espacios vacíos no ornamentados, en este caso, de pinturas. Hasta el último centrímetro de cada pared, de cada columna o del techo, nos permitía pasar las hojas de las Santas Escrituras y llegar a la interpretación de las mismas por parte de los artistas que a lo largo de varios años dejaron su sello en unos murales fascinantes que nos recordaban a los muchos frescos del medievo supervivientes en otros templos y monasterios cristianos, sobre todo ortodoxos, que ya se sabe son iconoclastas.

Los pictóricos soportales de la iglesia, que también dejaban espacio a un pozo esquinado, corresponderían a la penúltima fase de descubrimiento del cofre del tesoro. Llegaba así pues el momento de cruzar la puerta para acceder por fín al interior del templo.

La luminosidad bajó severamente su intensidad salvo en la pátina dorada de un iconostasio sin rival en Bulgaria que relucía como si recibiera los rayos de mil soles distintos. Esta pared que separa lo mundano de lo espiritual fue tallada entre 1839 y 1842 por artesanos de Samokov con recargadas figuras con las que ensalzaron los iconos más venerados por la Iglesia Ortodoxa. Una urna permanece tapada con una tela roja con algunos de los restos conservados de San Juan de Rila (otros permanecen en Veliko Tarnovo), los cuales han viajado más miles de kilómetros de lo que el santo hubiera podido imaginar en su humilde retiro dentro del bosque.

El resto estaba realmente oscuro, aunque las velas dejaban vislumbrar los murales más gastados por el humo y el incienso, que complementaban a los ideados por Zograf en las arcadas exteriores. El silencio era tal que hasta el aleteo de una mosca no hubiese pasado desapercibido. Sin la armonía vista desde el patio del monasterio, el interior de la Iglesia de la Natividad rescata la solemnidad y reabre toda su imaginería en la que las lágrimas de los peregrinos caen al suelo como grandes y pesadas rocas. Las ofrendas y las luces encendidas al santo nos hicieron recordar el motivo devocional que hizo de este un lugar especial, probablemente uno de los centros ortodoxos más importantes del sureste europeo, superado unicamente por el Monte Athos, en Grecia, otro de esos rincones en los que valdría la pena perderse física y psicológicamente.

EL MUSEO DEL TESORO

La Iglesia de la Natividad volvió a dar paso al lento y minucioso descubrimiento del resto de dependencias monacales. Como, por ejemplo, el llamado Museo del Tesoro, que guarda un buen número de objetos relacionados con el Monasterio de Rila y su Historia. El precio de la entrada que pagamos fue de 8 levas por persona (aprox. 4€). Allí pudimos encontrar libros manuscritos previos a la invención de la imprenta al igual que incunables y posteriores, todos ellos auténticas joyas bibliográficas. También vimos los trajes de los sacerdotes de los últimos siglos, copas de plata y oro para el vino y un largo etcétera, aunque si por algo vale la pena acceder a este museo es por ver un trabajo de esos que dejan la vista al que los lleva a cabo. De hecho, su dueño la perdió del todo…

Un monje llamado Rafael dedicó doce años de su vida, entre 1790 y 1802, a tallar minuciosamente una cruz de madera de tilo de 80 centímetros de alto por cuarenta de ancho que incluía algo más de un centenar de escenas de la Biblia con en torno a 600 figuras humanas y animales. El detallismo de dicha cruz es realmente asombroso y se entiende cómo cuando el Hermano Rafael finalizara su talla, se quedara totalmente ciego. Me parece increíble cómo los rostros, de tamaños similares o incluso inferiores a los que puede tener la cabeza de una cerilla, llegan a transmitir semejante expresividad.

Y digo que basta entrar al cuarto que custodia la cruz para hacer rentables las 8 levas del Museo.

DEAMBULANDO POR EL MONASTERIO

Otros museos permanecían cerrados, como por ejemplo las antiguas cocinas del monasterio y su gigantesco horno que tantas y tantas comidas han ofrecido durante siglos. No sólo a los monjes sino también a los peregrinos que venían desde muy lejos para besar las reliquias de San Juan de Rila y se quedaban allí a pasar uno o varios días.

Independientemente de que hubiera ciertas dependencias clausurados, continuaron perfilándose detalles del monumento ante nuestro sosegado recorrido por las galerías y el patio. Como, por ejemplo, la única estructura intacta del medievo, la Torre almenada de Hrelyo, levantada por un señor feudal llamado Hrelyo Dragoval a no más de metro y medio de donde se construiría siglos después la Iglesia de la Natividad. Este elemento de principios del Siglo XIV otorga nuevamente ese carácter de Fortaleza que se aprecia también en la fachada exterior del monasterio.

Viejas campanas con las que reunir a la gente en el patio, fuentes de agua fresca procendente de los riachuelos nacidos en las altas cumbres del macizo de Rila, monjes que salían de sus celdas para ir a rezar a la iglesia…todos acompañados por una lluvia que rasgaba el cielo y hacía más fuerte, aún si cabe, la impenetrabilidad ante lo mundano y el ruido. Porque salvo algunos peregrinos que llegaban a cuentagotas, llegamos a sentirnos absolutamente solos en muchas parcelas de esas tres horas aproximadas que anduvimos por el monasterio.

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Salimos por la Puerta Este (Puerta Samokov) porque por en ese lado nos habían dicho encontraríamos un sitio para sentarnos un rato a tomar algo. Y lo encontramos, en una taberna que estaba prácticamente a oscuras debido a que el temporal les había dejado sin luz a lo largo de toda la mañana. Casi a tientas bebimos unos refrescos y picamos el típico kebapche (кебапче), clásico búlgaro (y de todos los Balcanes) donde los haya consistente en una salchicha de carne picada a la parrilla con especias. Un buen (y fuerte) tentempié a 4 levas cada uno con el que alejar el hambre durante unas horas hasta que regresáramos a la ciudad de Sofia.

Lástima que por el tiempo no pudimos estar afuera o marchar a la cueva del ermitaño en la que Juan de Rila pasó tantos años de su vida. Aunque en el caso de la visita de aquel día no era un impedimento similar al que nos podía haber surgido recorriendo una ciudad o haciendo trekking. Es decir, llovió cuando tuvo que llover sin causarnos demasiados perjuicios.

Aquí os muestro un vídeo de cómo nos permaneció el Monasterio durante las tres horas que estuvimos en él. Se observa el diluvio pero también la belleza de un lugar sin igual:

Y así pusimos fin a esta historia en el Monasterio de San Juan de Rila, el cual aseguro disfrutamos por completo a pesar de la lluvia. Nos transmitió unas sensaciones inenarrables que justificaron por sí solas habernos decantado por hacer este viaje a esta región de bosques frondosos y una espiritualidad que recorre estos hermosos parajes en los que aún se escucha el aullido de los lobos.

DE REGRESO HACIA SOFIA. COMPRA DE BILLETES DE BUS

A eso de la una de la tarde tomamos de nuevo el coche para volver a Sofia. Y fue dejar atrás el pueblo de Rila y detenerse la lluvia por completo. ¿El destino? Quizás…

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Dos horas tardamos en llegar a la capital de Bulgaria. Fuimos a buen ritmo gracias, entre otras cosas, a el tráfico de por la mañana se había esfumado completamente. Le pedimos al conductor que nos dejara en la Estación de Autobuses, exactamente en el Trafik Market para hacernos con los billetes de bus que necesitaríamos en los días sucesivos. En la sede de Eurotours estaba la misma mujer que nos había vendido el coche con conductor al Monasterio de Rila. Allí con ella le explicamos todo lo que queríamos adquirir y en un tránsito lento (pero seguro) compramos lo siguiente:

+ Billetes de ida y vuelta a Veliko Tarnovo ( Велико Търново) por 31 leva cada uno (aprox. 15€): Son muchas las compañías que viajan cada día a la capital cultural y medieval de Bulgaria. Como mínimo cada media hora sale un autobús de la Estación. Los nuestros eran de ETAP.

+ Billetes de ida y vuelta a Skopje (Скопје) por 58 leva cada uno (aprox. 29€): La ida para la noche del miércoles al jueves a las 00:00 horas. Idéntico horario para regresar la noche del sábado al domingo. Contábamos, por tanto, con un día más de lo previsto para dedicar a Macedonia.

Sin duda un indicador claro de lo económico de estos países son los precios que se puede invertir en el transporte. Ya teníamos prácticamente todo cerrado por unos 45 euros, incluyendo un destino de otro país. Cuatro trayectos en total de más de 200 km cada uno.

Contratar estos billetes nos dejó bastante tranquilos de cara a no tener que preocuparnos de por cómo ir y a qué hora ir a un sitio determinado. Esa parte ya la teníamos totalmente controlada…o casi.

BUS SOFIA -VELIKO TARNOVO ( София – Велико Търново)

Un retraso, avería o lo que fuera hizo que no apareciera nuestro bus de ETAP a las 16:30 tal y como estaba previsto. Finalmente nos devolvieron el precio de los billetes y pudimos subirnos a otro de otra compañía que salía a las 17:00 horas, aunque sólo nos dejaron contratar la ida (7 leva, 14€). Para todo esto nos echó un cable una chica joven que se preguntaba qué se nos había perdido en Bulgaria. Le parecía realmente extraño que viajáramos en pleno mes de noviembre a su país. Y no logró comprenderlo por mucho que se lo explicáramos.

Gracias a ella reaccionamos rápidamente para viajar en otro autobús y que nos devolvieran el dinero. Cuando a uno le cuentan que hay retraso y que el bus no va a llegar en horas utilizando el búlgaro, como que se siente un tanto indefenso porque directamente no tiene ni idea de qué demonios están diciendo. Pero siempre queda gente amabilísima que se separa de la rudeza de los mayores que por miedo o timidez ni se acercan a tí. Por fortuna la tendencia está cambiando en estos países de comportamientos un tanto fríos con las personas que vienen de fuera.

El trayecto de Sofia a Vekilo Tarnovo duró en torno a las tres horas y cuarto, tiempo que empleamos en ver una película mala en que tenía grabada en el Netbook (Zombis Nazis…) porque no había luz ni para poder leer toda la información que habíamos recopilado sobre nuevo destino.

UNA NOCHE CERRADA NOS DIO LA BIENVENIDA A VELIKO TARNOVO

Lo primero que hicimos nada más bajar del autobús y recoger nuestro equipaje fue subirnos un taxi que nos llevara al Hotel Stambolov. Una de las chicas que había venido con nosotros habló con el taxista para que encendiera su taxímetro y no nos cobrara de más. Al final la carrera salió a 1´60 leva (aprox. 0´80€). Y bien que hicimos en tomar ese taxi y no hacer el camino a pie, que según el mapa no era demasiado. Veliko Tarnovo es una ciudad de cuestas, amarrada a un acantilado y hay subidas verdaderamente criminales para hacerlas llevando una carga como puede ser una maleta o una mochila.

Nuestro hotel, que encontramos después de meternos por error en un callejón lleno de escaleras y oscuridad, poblado únicamente de gatos, lo habíamos contratado por internet. La mujer que atendía el Hotel Stambolov nos estaba esperando. Era una vieja casa colgante, de las típicas de de Veliko Tarnovo, en la que se habían acondicionado unas cuantas habitaciones para uso de turistas. Esta ciudad está lleno de este tipo de alojamiento, que además conserva aún muy buenos precios. Por este hotel en el que pasaríamos dos noches pagamos aproximadamente 13 euros por persona y día.

La habitación era más que grande, con utensilios rurales de decoración, una terraza de tremendas vistas de Veliko, suficientemente confortable y adaptada a los nuevos tiempos con Conexión Wi-fi a internet de forma totalmente gratuita. No incluía desayuno puesto que no disponía de comedor, pero ese no era problema porque en esa misma calle (Stambolov = Стамболов) había bastantes cafés y restaurantes donde poder disfrutar de la primera y para muchos más importante comida del día.

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Salimos de noche a dar una vuelta por la ciudad. El tiempo no era muy apacible aunque tampoco llovía. No había gente en la calle. Después de un tiempo caminando y sin salirnos del área de Stambolov buscamos un lugar para cenar de entre los muchos que había abiertos a esas horas. Y no sé si quizás por la suerte o porque las bolas del mundo utilizadas como farolas me sugirieran entrar a un local que desde fuera tenía muy buena pinta, descubrimos el que sería a todas luces el mejor restaurante de todo el viaje y, supongo que en Veliko Tarnovo pocos o ninguno le superarían: Restaurant The Lucky Man o en búlgaro Restaurant Shtastliveca (en cirílico Ресторант ЩАСТЛИВЕЦА). Situado en el número 79 de Stambolov, contaba con una de las cartas más completas que jamás había visto. Nada menos que 58 tipos de ensaladas o 40 de pizzas, por poner dos ejemplos y, por supuesto, todas las especialidades posibles de la cocina búlgara o turca. Más que un menú, poseían un verdadero libro de delicatessens en un emplazamiento que parecía un pedacito de la Inglaterra victoriana.

Fue nuestra primera noche en el Lucky Man, pero no sería la única. Porque cuando das con algo que te gusta, es difícil cambiar. Y eso nos sucedió en este restaurante, en el que se comía de maravilla por unos precios que jamás pasarían de los 6 ó 7 euros.

Veliko Tarnovo nos ganó en primer lugar por el estómago. La ciudad de los zares búlgaros en la Edad Media, donde las luces de la noche dejan intuir la negra silueta del Río Yantra, era el siguiente escenario de un viaje formidable a un país que en pleno noviembre no parecía esperar a ningún extranjero. Pero allí estábamos…

CONTINUARÁ…

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