El instante viajero XXI: La sonrisa del Tíbet
Apenas llevábamos unas horas en Lhasa y estábamos literalmente enganchados a la capital del Tíbet. Por la mañana, bastante temprano, acudimos al templo Jokhang, considerado por los tibetanos como el más sagrado. El humo del incienso perfumaba un ambiente diferente al que no lograba enrarecer ni tan siquiera la gran presencia policial que habíamos visto en los alrededores. Pero lo que resultaba impactante era, sobre todo, el color de la fe de quienes hacían la kora alrededor de este edificio religioso, es decir, rodeaban caminando o incluso arrastrándose por el suelo el mismo una y otra vez en sentido de las agujas del reloj y rezando como si en ello les fuera la vida. Pronto comprendimos que en realidad así lo era. La fe de los tibetanos es la fuerza que les ayuda a resistir, a no doblarse ante la adversidad. No sólo se trata de budismo, sino de una forma de levantarse por la mañana y mirarle a la vida a la cara. En realidad cuentan con la herramienta capaz de desenredar cualquier contratiempo, de desarmar al mayor ejército y colorear cualquier página en blanco y negro. Me refiero a la sonrisa. Y no puedo evitar recordar el gesto maravilloso de un peregrino que nos encontramos cuando estábamos a punto de entrar al Jokhang. Su rostro contagiaba el corazón del emblemático barrio tibetano de Barkhor de inocencia, pureza, amabilidad y, por qué no decirlo, felicidad. Veo imposible obtener un mejor recibimiento que aquel para quienes poníamos nuestros pies en Lhasa por primera vez. El retrato de este personaje anónimo fue la carta de invitación que necesitábamos para sentir que, de forma inevitable, siempre seguiríamos viajando por el mundo pero jamás nos marcharíamos del todo de ese lugar llamado Tíbet.
Aquella sería la primera vez en Barkhor, nuestra primera kora. Pero serían muchísimas más las vueltas que daríamos alrededor del Jokhang, día y noche, para ser testigos de una sinfonía de religiosidad y tradición que sólo podría darse en el antiguo Reino del Tíbet. Llevábamos bastante tiempo poniendo en duda, algo temerosos, de si la esencia de este lugar se había perdido tras las últimas décadas en las que las cosas no habían sido demasiado fáciles en esta tierra, por decir algo, pero nos dimos cuenta de que mientras los tibetanos continúen mirando al frente con una sonrisa y aferrándose a los lazos de una cultura y unas creencias ancestrales, el Tíbet siempre estará ahí. Al fin y al cabo, el país de los Himalayas no es ni el Potala, ni sus lagos sagrados, ni una llanura repleta de yaks o un millón de banderas de oración de colores mecidas por el viento gélido e incesante. Ni tan siquiera la silueta de la cara norte del Everest o una rueda de oración en mitad de la nada. El Tíbet es su gente. Personas como aquel tipo de Barkhor con sombrero, traje bermejo, bigotillo recortado y piel curtida por el sol. La mirada más limpia que uno de pueda imaginar y, sobre todo, una sonrisa que vale más que cualquier palabra.
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Regresan los instantes viajeros
Había dejado algo aparcada esta sección de escritos cortos centrados en una sola fotografía, en un solo momento congelado en el tiempo después del clic de una cámara. El instante viajero ha vuelto para quedarse. Y son ya más de una veintena los que tocan diversas escenas que nunca se irán de mi memoria. Hoy me ha venido a la mente una de mis postales preferidas del gran viaje al Tíbet que llevé a cabo hace un par de meses. Una de las aventuras que más me han marcado en mi vida viajera.
Dedicado a Isaac de Chavetas y a Irene de Youlan Tours, partícipes de muchos momentos increíbles en el Tíbet.
+ En Twitter @elrincondesele
* Podéis ver aquí más fotografías correspondientes a la sección El Instante viajero. Y todos los artículos sobre el viaje al Tíbet.