Ruta en Madagascar, lugares y claves de una gran aventura
Afirman de Madagascar que resulta demasiado asiática para ser africana y demasiado africana para ser asiática. Pero en realidad, si soy sincero, esta gran isla anclada en el Océano Índico no se le parece a nada en absoluto, gozando de una singularidad basada en los extremos, los endemismos y una diversidad abrumadora en cuanto a flora, fauna, paisajes y gentes que hace imposible incluirla en cualquier clasificación. De las Tierras altas y los arrozales betsileo bajo la niebla, se pasa a una línea menguante de selva virgen bajo en el reino de los lémures y otras especies animales alimentando nuevas taxonomías. Del turquesa del mar y las frágiles barreras de coral hasta un profundo laberinto de desfiladeros rocosos propio de un Western americano. De esos bosques de calizas afiladas llamados tsingys a las largas avenidas flanqueadas por baobabs milenarios. Hablamos de casi un continente en sí mismo con etnias que llegaron miles de años atrás por barco en oleadas desde lejanas islas de Indonesia y Malasia. Pero a la que habría que sumar una clara influencia francesa de un intenso siglo de colonialismo, la paulatina llegada de los pescadores del Canal de Mozambique o la Costa Swahili y el fuerte legado de los árabes del mar, quienes arribaron a estas tierras hace ya mucho tiempo dejando también su impronta. Viajar a Madagascar tiende a ser un sueño recurrente, una aspiración viajera basada en el propio desconocimiento más allá de algunos tópicos o imágenes que recreamos en la mente y que, con frecuencia, se oponen a la realidad de un país capaz de fascinarte y desconcertarte al mismo tiempo, que no se deja transitar tan fácil como uno creería pero, que a su vez, te ofrece todo lo que tiene. Una tierra tan de verdad en la cual enseguida te das cuenta de que, en efecto, no existe nada comparable.

Tras pasar tres semanas haciendo un intenso y vibrante viaje a Madagascar en 4×4 y tragar mucho, pero que mucho polvo, en las que posiblemente hayan sido las carreteras más destartaladas y desastrosas que mi memoria alcanza, he tomado buena nota de los lugares del recorrido, de los momentos más apasionantes que aguarda el país africano, así como las dificultades o posibles contratiempos y un montón de consejos que quizás le puedan resultarles útiles a quienes pasen por aquí porque se planteen hacer la isla o, simplemente, conocerla mejor. ¿Qué ver en Madagascar en una primera vez? ¿Y si se regresa? ¿Qué recomendaciones me hubiera gustado recibir antes de marchar a recorrer este imponente destino? Allá van una serie de notas, comentarios, certezas e incertidumbres de un viaje cargado de sorpresas y complejidades propias de un lugar extremadamente singular capaz de marcarte para siempre
“Separada del mundo, como su geología, Madagascar aprendió a forjarse en el mestizaje y el orgullo. Hoy se muestra a quienes viajan por ella como un planeta extraño y hermoso, con paisajes deslumbrantes y una riqueza humana y natural imposible de encontrar en otro lugar.”
MADAGASCAR, LA ISLA SINGULAR
Si has llegado hasta aquí y decides seguir leyendo, te advierto que con este destino me veo por completo incapaz de crear una guía al uso. Pero quizás sí te sea útil lo que escriba a continuación de cara a plantearte este viaje, a diseñar una posible ruta así como tener en cuenta algunas sugerencias de quien ha estado en Madagascar con anterioridad. No pretendo, en absoluto, establecer un dogma ni ponerme el traje de experto en territorio malgache sino desparramar vivencias, comentarios completamente subjetivos, rincones, aventuras y desventuras de un destino que, repito, es capaz de aportarte lo mejor y lo peor, que no es, en absoluto, para todo el mundo, independientemente del bagaje viajero que se posea y donde nada se puede dar por sentado. Esta isla confiere al viaje una entidad casi iniciática la cual, para aprovecharla en toda su magnitud, conviene acudir plenamente concienciado. Vaya, no pretendo asustarte, ni mucho menos, simplemente te pido que para Madagascar no establezcas paralelismos con otro destino africano (y mucho menos con los Kenia, Tanzania, Uganda, Sudáfrica, Botswana y compañía, con los que nada tiene que ver), resetees tu mente por completo como si iniciaras tu contador de viajes a cero y te dejes llevar ante sus muchas (muchísimas) maravillas. Ahí está la clave precisamente, en dejarse llevar, sin prejuicios o expectativas que puedan enturbiar una experiencia memorable la cual seguirá creciendo en tu mente incluso mucho tiempo después de regresar.

Cuando viajas a Madagascar con la mirada limpia, hallarás a través de su verdad un destino auténtico como pocos, plagado de rincones naturales extraordinarios, con una fauna única, una diversidad étnica y cultural innegable, una gastronomía realmente interesante y, sobre todo, una gente que jamás escatima una sonrisa.

Madagascar, un fragmento a la deriva de la vieja Gondwana
Madagascar nació para formar parte del mar. Hace unos ciento sesenta millones de años, una inmensa porción de tierra se separó primero del continente africano para después, en torno a noventa millones de años más tarde, hacer lo propio con lo que terminaría siendo la India. Ese lento pero constante desgajamiento del supercontinente Gondwana la convirtió en un fragmento aislado en medio del gran océano Índico. La inexorable soledad geológica de Madagascar explica por qué aquí prosperó un número ingente de de especies endémicas. De ahí que haya lémures, baobabs de formas inverosímiles, camaleones que parecen joyas vivas de un tiempo que parece no existir y un largo etcétera de rarezas. La isla constituye, en sí misma, un auténtico laboratorio de la evolución, donde el tiempo geológico y el aislamiento han forjado una biodiversidad única.

Los primeros humanos llegaron a Madagascar relativamente tarde, hace apenas unos dos mil años, aunque hay quien sostiene que pudo ser con anterioridad. En realidad, lo más sorprendente no está en los tiempos sino desde dónde lo hicieron. Pues no accedieron a este territorio desde el cercano continente africano como podría considerarse lógico, sino del Sudeste Asiático. Se trataba de navegantes austronesios, mayoritariamente de Borneo y otras islas aledañas pertenecientes a las actuales Indonesia y Malasia, quienes osaron recorrer miles de kilómetros de océano para asentarse en estas costas. Su lengua, costumbres agrícolas y hasta las embarcaciones que viajaron con ellos, dejaron una huella indeleble en la identidad malgache aún visible. Más tarde, comerciantes y pescadores de pueblos tanto africanos como árabes se sumaron como nuevos habitantes, dando lugar a una de las sociedades con mayor mestizaje del Índico.

Durante siglos, Madagascar fue tierra de reinos fragmentados, con linajes diferentes que controlaban distintos valles y regiones. Cada uno con sus tradiciones, ricas creencias que se transformaron y evolucionaron con el tiempo y, en algunos casos, un afán guerrero que les mantuvo entretenidos a base de batallas y conquistas de territorio. Entre todos, destacó el reino merina, que desde las tierras altas logró expandir su influencia y unificar gran parte de la isla en el siglo XIX. Reinas como Ranavalona II, enemiga de toda influencia extranjera (salvo en su lecho, vestimenta y la decoración de sus palacios), sobre todo religiosa, mantuvieron a raya a sus muchos enemigos. Pero todo terminó a finales del siglo XIX cuando Francia le echó el guante a Madagascar de manera definitiva. La colonización, que llegó tarde a estas tierras en comparación con otras zonas del continente africano, convirtió a la isla en un enclave estratégico dirigido desde París. Los franceses explotaron al máximo los recursos naturales, al tiempo que introdujo infraestructuras y una administración colonial que reconfiguró para siempre la vida política y social. El daño a los prístinos enclaves naturales fue máximo y, desde entonces, la deforestación pasó a ser uno de los mayores problemas del territorio, incluso antes de consagrar su independencia en 1960. Y, con ella, los desafíos de construir un país marcado por la diversidad étnica y una economía caracterizada por una tremenda fragilidad. No se puede decir que su situación sea ahora la mejor, situándose entre los países más pobres del mundo, una población creciente y dependiente de la agricultura, con un último Jefe de Estado que ha basado su mandato en los últimos años en la autocracia, la dejadez y la corrupción. De ahí que el 12 de octubre de 2025, tras una revuelta popular en Antananarivo y las ciudades más importantes, las Fuerzas Armadas derrocaran tanto al presidente como todo su Gobierno, por lo que la Historia de Madagascar sigue escribiéndose día a día.


Carreteras y distancias, un gran hándicap de todo viaje a Madagascar
Madagascar, la gran isla del Índico, es la mayor de África y la cuarta más grande del mundo en cuanto a superficie. Sus dimensiones son sólo algo inferiores a las de Francia. De hecho, para ser más exactos, cabría decir que en torno a mil seiscientos kilómetros separan el norte del sur y cerca de quinientos setenta kilómetros lo hacen entre el este y el oeste. Sin embargo, puedo asegurar que recorrerla es otra historia. Aunque dispone de algo más de treinta mil kilómetros de carreteras, sólo una mínima parte se encuentra asfaltada. Pero en condiciones lamentables de mantenimiento. El resto son pistas de tierra que, durante la estación de lluvias, se convierten en auténticos barrizales.

Eso provoca que trayectos de apenas doscientos o trescientos kilómetros puedan traducirse en jornadas enteras de viaje en todoterreno (hay que olvidarse de los utilitarios u otros medios, salvo para algunos tramos). A veces seis, fácilmente ocho y otras veces diez horas. Transitar en la bacheada Madagascar puede considerarse una lección de paciencia, con unas velocidades medias que, salvo excepciones, rara vez supera los cuarenta kilómetros por hora. Pero, una vez se es consciente de semejante aislamiento vial, sin embargo, se llega a comprender y disfrutar de su propia singularidad. La isla, de ese modo, permite experimentar y saborear con cierta calma los paisajes y aldeas que se atraviesan son un viaje en sí mismo. Muy posiblemente el mayor hándicap que los visitantes se encuentran en este destino, las carreteras y las distancias, tienen su lado positivo de cara al viaje. A ver si soy capaz de explicarlo con un caso particular.

Un ejemplo evidente es el Gran Tsingy de Bemaraha, una maravilla natural Patrimonio de la Humanidad y entre los sitios más deslumbrantes que visitar en este viaje. Llegar hasta aquí lleva un día entero de trayecto por pistas que, quedándome corto, podría tildar de horripilantes. De ahí que cuando uno lo visita y hace esta espectacular vía ferrata (puede ser la más bonita del mundo) se encuentra apenas a unas pocas personas en la misma tesitura (a veces nadie). ¿Qué sucedería entonces si existiese una carretera en perfectas condiciones que redujese el trayecto desde Morondava hasta aquí a dos o tres horas? Tengo muy clara la respuesta. ¡Habría incluso autobuses!. Y en el propio parque, filas interminables de personas aguardando posiciones para poder avanzar en este enjambre de roca caliza, lo cual sería una locura. Por no hablar del desgaste que impactaría notablemente en la zona y restaría lo que muchos vienen a buscar en un destino como este: LA AUTENTICIDAD.

Las carreteras son, por un lado, una trampa y un imán de puro desasosiego para quien no tiene paciencia y no está acostumbrado en absoluto a las distancias e incertidumbres del África profunda. Pero, por el otro, son la razón por la que se pueden visitar lugares y poblados donde apenas te encontrarás con turistas extranjeros y se hace posible conectar de manera más profunda con el entorno y con la gente. Si esto eres capaz de asumirlo y deja de ser un problema en tu cabeza, ahora sí que te digo que puedes enfocarte por completo a un viaje alucinante como pocos.

¿Qué ver en Madagascar? Hoja de ruta de nuestro viaje a la isla más grande de África
De cara a preparar una ruta por la gran isla hay que tener muy en cuenta lo expuesto anteriormente sobre las carreteras. Lo que en otro destino necesitaríamos x días, aquí requeriríamos de x2. No conviene, por otro lado, pecar de ambiciosos y, por ello, se deben optimizar los traslados sin convertirlos en imposibles (aunque, en ocasiones, no queda otra opción). Lo que sí parece seguro es que no podemos, en ningún modo, fiarnos del mapa o de los kilómetros y ponernos a colocar chinchetas como si estuviésemos recorriendo Italia. Aquí las distancias entre puntos se miden en horas. No queda otra.

Mi intención, por tanto, es poder mostrar la ruta que pude realizar en un viaje a Madagascar de 21 días de duración (contando salida y llegada a destino) en un itinerario que, por supuesto podría ser mejorable pero que a mi juicio era el más adecuado para abarcar lo máximo posible en el tiempo con el que contábamos. Tratando de aportar diversidad en cuanto a los lugares que ver, así como priorizando los mejores escenarios tanto paisajísticos como de fauna con los que cuenta el país. Y con un solo vuelo interno, colocado de una manera estratégica, para ahorrarnos unas cuantas horas de un trayecto concreto (y correr menos riesgo con las cancelaciones y retrasos aéreos que son norma en este país).

He creado un mapa en Google Maps para que podáis asomaros a todos los lugares que hicimos en Madagascar, los cuales explicaré ahora brevemente uno por uno en el estricto orden de visita:
Lugares visitados en Madagascar (por orden): ANTANANARIVO – Ambatolampy – Antsirabe – Ambositra – Parque Nacional Ranomafana – Fianarantsoa – Valle de Tsaranoro – Parque Nacional Isalo – Ifaty – Reserva de Reniala – Baobabs y cruce del río Mangoky – Manja – La Gran Avenida de los Baobabs – Morondava – Bekopaka – Parque Nacional Tsingy de Bemaraha – Morondava – Antananarivo (vuelo desde Morondava) – Reserva Peyrieras – Reserva Analamazoatra (Parque Nacional Andasibe Mantadia) – Antananarivo (Fin del viaje).

Ese fue, a grandes rasgos, el recorrido que pudimos realizar. Pero, como comenté anteriormente, una parte vital del viaje no se ve. Consiste en los recorridos entre puntos, los bucólicos paisajes que se advierten desde la ventanilla, las anónimas aldeas por las que se transita y tantos y tantos escenarios que dan para bajarse del vehículo una y otra vez con la cámara fotográfica plena de batería.

Tengo el convencimiento de que se trata de un itinerario bastante completo (aunque no dudo que seguramente mejorable). Pero, como se puede observar, ni se hizo el norte (con las mejores playas), ni el sur (un absoluto desconocido pero fatal comunicado) ni el canal de Pangalanes en el oeste. Madagascar posee buen contenido para varios viajes si se desea pero, para una primera vez en el país, el propuesto y realizado quizás atesore un mayor número de lugares de esos llamados, imprescindibles, que conectar de la mejor manera posible y poder marcharse con un buen sabor de boca (y quién sabe, con ganas de regresar).

A continuación, vamos a ir desgranando uno por uno todos estos sitios, aportando algunas notas, comentarios y consejos:
Antananarivo, bullicio y color en la ciudad de las doce colinas
Punto de entrada y de salida del país. Caótica e inevitable, pero con ciertos condimentos que invitan a dedicarle alguna que otra buena visita. Antananarivo, conocida popularmente como “Tana” (todo con tal de ahorrarse un reguero de sílabas), se sitúa en el el corazón de las tierras altas de Madagascar, a casi mil trescientos metros de altitud. El trono del antiguo Reino Merina, quien había ejercido su poder en buena parte del territorio durante los siglos precedentes al desembarco del ejército francés, se despliega sobre una docena de colinas coronadas por iglesias, palacios y barrios de casas de ladrillo rojizo (de finales del siglo XIX y primeros del XX).

La primera impresión suele ser la de un caos vibrante, con calles desordenadas y atestadas de tráfico, carros de cebúes, vendedores ambulantes trabajando las veinticuatro horas del día y una desigualdad brutal que recuerda que Madagascar se ha quedado anclada en el fondo como uno de los países del mundo con menor PIB per cápita. Y, por supuesto (opinión personal), que las ciudades grandes, sobre todo en África, son y serán siempre un sumidero inmisericorde con los más necesitados. Así como en el resto del país pudimos ver que, si bien no hay riqueza pero a la gente no le falta ni un techo ni comida, en Antananarivo pudimos vislumbrar, muy a nuestro pesar, un número importante de personas viviendo en la más pura miseria.

No nos engañemos, nadie viaja a Madagascar por Antananarivo. De hecho, sería ridículo. Cabe tomárselo como un daño colateral de ida y la vuelta con infraestructuras hoteleras y gastronómicas para todos los bolsillos y, aunque no lo parezca en el inicio, detrás de su aparente desorden late una ciudad con cierto carácter, marcada por las huellas de la época merina y la influencia colonial francesa con algunos rincones interesantes. El casco histórico se concentra en la parte alta (Haute Ville), donde se alzan el Palacio de la Reina (Rova) y el Palacio de Andafiavaratra, testigos de la grandeza y las convulsiones de la historia malgache. El primero, que domina la ciudad y donde todavía la mirada inclemente de la Reina Ranavalona II, una monarca despiadada con los diferentes digna de estudio, se plasma como el mayor imprescindible de cuantos cuenta la vieja Tana. La mezcolanza de las chozas y casonas de madera propias de un lugar aislado en el Índico con un palacio de aspecto inglés dentro de un barrio más francés imposible, hace perder la noción del espacio tiempo. El Rova, visible desde cualquier punto de la ciudad y el cual fuera arrasado por las llamas en 1995, ha sido minuciosamente reconstruido ofreciendo un museo realmente interesante para conocer la historia de la nación malgache, el final de la monarquía merina y un lugar idóneo desde donde aprovechar a disfrutar un atardecer arrebatador desde las galerías del edificio principal o los jardines aledaños.

Laberinto de callejuelas empedradas en cuesta, con balcones de madera, casas desvencijadas pero con color y miradores hacia colinas y llanuras, permite asomarse a una ciudad que todavía conserva su espíritu tradicional. En contraste, la parte baja es un hervidero comercial, con la siempre despierta Avenida de la Independencia, o con mercados como Analakely o La Digue, donde se vende absolutamente de todo, desde frutas tropicales hasta telas, objetos artesanales o piezas mecánicas imposibles.

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- Una visita fundamental a nivel patrimonio histórico, el Rova y su entorno en la Haute Ville. Se recomienda hacerlo a primera hora de la tarde y coincidir con la puesta de sol. Y, ojo, que cierra los martes.

- El mercado de La Digue se extiende durante kilómetros en línea al ras de una carretera y es el mejor y más auténtico para adquirir artesanía local a buenos precios. Por supuesto, aquí, como en prácticamente todo el país, hay que negociar a tope (y hablamos de bajarle más de la mitad de lo que suelen pedir en un inicio). Para quienes no les guste el regateo hay varios comercios con precios fijos en ambos lados de la Rue Antanimora, destacando Lisy Art Gallery con artesanías, especies, perfumes y toda case de souvenirs.

- El tráfico es feroz a todas horas, por lo que tenlo en cuanta a la hora de planificar cualquier cosa, sobre todo cuando toque regresar al aeropuerto.
- Una visita fundamental a nivel patrimonio histórico, el Rova y su entorno en la Haute Ville. Se recomienda hacerlo a primera hora de la tarde y coincidir con la puesta de sol. Y, ojo, que cierra los martes.
Antananarivo no se trata de una ciudad fácil ni inmediata. Sus contrastes son duros y las desigualdades muy visibles, pero resulta aconsejable tomarse al menos un día para explorarla, dejarse llevar por su ritmo y apreciar su mezcla de tradición, modernidad y caos.

* Nosotros dormimos en ella nada más aterrizar y la visitamos al final del viaje (haciendo dos noches), combinándola con la Colina Real de Ambohimanga, lugar Patrimonio de la Humanidad UNESCO, a escasos veinticinco kilómetros al norte de la capital.
Colina real de Ambohimanga
La Colina Real de Ambohimanga, a poco más de una hora de Antananarivo, se integra como uno de los lugares más sagrados de Madagascar y un icono de la identidad del pueblo malgache, sobre todo al grupo predominante. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, esta colina fue durante siglos el centro espiritual y político del reino merina. Allí se encuentran las antiguas residencias de los soberanos, rodeadas de murallas de piedra y portones monumentales, además de una serie de espacios rituales en el entorno del propio Rova, en el cual aún hoy se conserva un profundo valor simbólico para la población local.

Ambohimanga no se explica únicamente como un vestigio histórico, sino también un lugar vivo de peregrinación. Malgaches de todo el país acuden a dejar ofrendas, rezar o participar en ceremonias tradicionales que reafirman el vínculo entre el presente y sus ancestros. De hecho, cuando lo visitamos, aún olía a sangre fresca de cebú y varias cornamentas de reses permanecían en muros o clavadas a un árbol, como muestra de una ceremonia de sacrificio que nos recuerdan a los de la cultura Toraja de Sulawesi en Indonesia. De ahí que visitar esta colina sea lo más parecido a asomarse a la raíz espiritual de Madagascar: un enclave donde la historia, la cultura y la fe se entrelazan con unas vistas magníficas sobre las colinas que rodean la capital.

Aquí se recomienda que la visita sea con guía local, una persona capaz de desenredar y transmitir los avatares históricos de este hito casi fundacional de un reino muy poderoso que situó en las Tierras Altas el corazón de todo un país. Con la casa original de los monarcas, similar a otras que se pueden ver en Borneo o en las Célebes, mientras que a su lado un palacio colonial francés muestra la dualidad de una nación con un vibrante pasado y costumbres funerarias muy particulares como el famoso famadihana.

El famadihana, conocido como el “retorno de los muertos” o “vuelta de los huesos”, es uno de los rituales más singulares y emotivos de Madagascar. Se trata de una ceremonia funeraria practicada principalmente por las comunidades de las tierras altas, en la que las familias exhuman los restos de sus antepasados para envolverlos en nuevas mortajas de seda, y celebrar junto a ellos con música, bailes y festines. Lejos de ser un acto lúgubre, se instaura en aldeas y alrededor de los túmulos una gran fiesta en la que se honra la memoria de los difuntos, mientras se refuerzan los lazos familiares y se pide la bendición de los ancestros para la prosperidad de los vivos.
Este rito, que suele celebrarse cada siete años aproximadamente, es también un importante acontecimiento social. Reúne a parientes de distintos lugares y refuerza la identidad colectiva de los clanes. Para los malgaches que lo practican, el famadihana simboliza el tránsito de los muertos hacia el mundo de los ancestros y la conexión permanente entre los vivos y los que ya partieron. Para el viajero que tiene la fortuna de presenciarlo, supone una ventana privilegiada a la cosmovisión malgache, donde la muerte no se percibe como un mero final, sino como un punto de encuentro y de conmemoración de la propia vida.

Ambatolampy, la ciudad de las marmitas de aluminio
Desde Antananarivo iniciamos nuestro viaje por la mítica Route National 7, más conocida como RN7, una especie de “Ruta 66” estilo malgache la cual, a lo largo de 980 kilómetros, te hace transitar por las Tierras Altas, aproximarte a uno de los mejores parques naturales de selva como Ranomafana, a las paredes calizas del Parque Nacional de Isalo y terminar en la costera Tulear (Toliara) donde el turquesa se apodera de los colores del mar en el conocido como Canal de Mozambique. Una vía imprescindible para todo gran viaje a Madagascar que se precie y que permite adentrarse en el gran collage de paisajes y escenarios de la gran isla roja.

Lo normal en un día es hacerse el tramo entre Antananarivo y Antsirabé (entre cinco y seis horas). Y, algo antes de la mitad de camino, detenerse a visitar la pequeña ciudad de Ambatolampy (a 70 km, aproximadamente dos horas de viaje). Un municipio que une a todo un país a través de sus marmitas (y otros muchos objetos) elaborados con aluminio. Pues su actividad, más allá de la agricultura de arrozales y la ganadería, tiene que ver con un oficio artesanal profundamente arraigado en esta parte de las Tierras Altas como es la fundición de aluminio en Madagascar. Aquí se dan múltiples talleres familiares en los cuales se transforma la chatarra reciclada, como latas y resto de vehículos y todo lo que quepa imaginar, como utensilios de cocina tipo marmitas, sartenes y cucharas, esenciales en casi todos los hogares del país. Este tipo de artesanía de carácter práctico combina técnicas tradicionales de fundición con moldes de arena negra local, manejados sin protección alguna por habilísimos artesanos capaces de producir numerosas piezas al día, preservando un legado que resiste la industrialización moderna, pues se atreve con algo más que las ollas. Y es que allí, además de observar in situ los trabajos de fundición, es posible adquirir lémures o múltiples de objetos y figuras de aluminio. Un souvenir bonito y económico. Y muy arraigado con la cultura local, pues no hay malgache que no tenga en su casa una marmita o, al menos, un utensilio procedente de Ambatolampy.


Antsirabé, la esencia colonial en las Tierras Altas
Hasta el último tercio del siglo XIX en este lugar ubicado a 160 km al sur de Antananarivo sólo existía una pequeña aldea que vivía de la venta de sal. Pero un grupo de misioneros noruegos en 1872 descubrió los beneficios de las aguas termales que manaban en este territorio de montaña situado a 1500 metros de altitud, por lo que terminó convirtiéndose en una especie de “Vichy malgache” a la que acudían los extranjeros, sobre todo franceses, a disfrutar de un reconfortante retiro termal. Se sucedió la construcción de segundas residencias para los blancos, así como el nacimiento de balnearios donde destaca incluso hoy día el Hotel des Thermes, edificio bellísimo de madera con más de un siglo de antigüedad y que, de seguro, ya vio pasar sus mejores días (continúa funcionando aunque las instalaciones actuales dejan mucho que desear).

La arquitectura colonial, por tanto, dibuja uno de los grandes atractivos de una visita a Antsirabé, con un clima fresco y apacible, mucho más ordenada y amable que la capital y donde uno puede unirse al furor local por el pousse-pousse. Un pequeño ciclo rickshaw o carruaje enganchado a una bicicleta donde la energía se mide tan sólo con la fuerza e ímpetu del conductor quien, dando pedales, lidera los traslados de los ocupantes. Una tradición que, si bien se está perdiendo en Madagascar, en Antsirabé es religión.

Entre la iglesia de Notre Dame de la Salette, pasear por los espléndidos jardines del Hotel des Thermes, transitar a la vieja estación de ferrocarril de la época francesa o detenerse en algo de sus animados mercados locales, se puede dar un bonito paseo por Antsirabé. La tercera ciudad de Madagascar supone un paso necesario para proseguir por la RN7 hacia el Parque Nacional de Ranomafana o dirigirse hacia el oeste, por lo que supone otra de esas paradas ineludibles para conocer algo más de cultura e historia malgache, descansar en un buen hotel o, incluso, proponer excursiones cercanas como las de los lagos Tritriva y Andraikiba, con masas de agua regando antiguos cráteres volcánicos y donde se suceden múltiples rutas de senderismo. O las cataratas de Betafo, con tumbas muy interesantes y poco o nada visitadas por los extranjeros.

Ambositra y el colorido de los Betsileo
Continuando por la RN7 nos adentramos en territorio de la etnia Betsileo, una de las más llamativas del país en cuanto al colorido de su vestimenta, su alegría y la tradición de construir casas de adobe rojo con varias alturas y muy fuertes, siempre rodeados de arrozales. Las terrazas de arroz, el barro y los sombreros betsileo marcan un trayecto de unos noventa kilómetros que se realizan en torno a dos horas. Al igual que sucedía con Ambatolampy, la ciudad del aluminio, detenerse en este municipio se explica como un entretenido paréntesis mientras uno se dirige hacia el aún lejano Parque Natural de Ranomafana (mínimo cuatro horas, pero pueden terminar siendo más). ¿Pero qué tiene de interés Ambositra? La conocida como “capital de la artesanía malgache”, y donde se asientan los Zafimaniri, considerados un subgrupo de los Betsileo, destaca por los muchos talleres donde se desarrolla el “arte Zafimaniry”, una técnica de tallado de madera reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. La puesta en valor de este pueblo se observa en su rica marquetería, donde se encajan piezas de distintos colores que los obtienen sumergiendo dichos pedazos en el agua que inunda las terrazas de arroz, aunque elaboran también estatuillas y objetos de todo tipo. Por tanto, hacer una pausa en Ambositra conlleva observar en directo a los artesanos Zafimaniri y, cómo no, dedicar un tiempo a las compras. Porque, además de interesante, los objetos a la venta tienen unos precios bastante razonables si los comparamos con otras regiones del mundo donde para comprar artesanía hay que rascarse verdaderamente el bolsillo.

Desde aquí hasta Ranomafana que, como digo, aguarda un largo trayecto, no hay nada medio decente para comer, por lo que conviene llevarse consigo un picnic desde Antsirabé. Los paisajes de arrozales, cómo no, son radiantes y nos tuvieron enganchados a la ventanilla. Las paradas para foto son inevitables, aunque si la noche te alcanza en la maltrecha carretera a Ranomafana, el tiempo requerido para llegar será mayor porque entre los baches y la nula luminosidad, la paciencia se convierte, nuevamente, en una exigencia.

Parque Nacional Ranomafana, paseos por la selva en busca de fauna
En Madagascar existe una delgada e intensa línea verde entre el litoral oriental y las montañas de las Tierras Altas, representada una porción de selva primaria y secundaria con un valor ecológico colosal. Cebados por las lluvias, estos santuarios de naturaleza salvaje capaces de representar a la perfección la idea que muchos tienen o tenemos de la gran isla. Y, en muchas ocasiones, Ranomafana, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por su biodiversidad dentro de las conocidas como Pluviselvas de Atsinanana, supone, como fue nuestro caso, la entrada a ese universo prácticamente virgen y la primera vez en observar lémures pues, en torno a una docena de especies diferentes de estos singulares primates habitan esta jungla. En un país donde la deforestación se ha convertido en un verdadero lastre, estos pulmones verdes ven cada vez más cercenado su territorio, y el propio organismo de las Naciones Unidas los considera en peligro crítico y donde existe la responsabilidad y el deber de proteger semejantes tesoros de la naturaleza.

Despertar en la aldea de Ranomafana, donde se dan unos pocos alojamientos, rodeados de bosque tropical húmedo bajo el sonido ensordecedor de las aves y densas capa de niebla deslizándose por las montañas, se convirtió en el mayor de los presentes. Por una vez, éramos una burbuja minúscula de civilización en medio de la inmensidad de uno de los grandes santuarios naturales del país (con más de cuarenta mil hectáreas de selva húmeda y montañosa) y, probablemente, junto Andasibe, la mejor puerta de entrada al mundo de los bosques tropicales malgaches. Su nombre en lengua local quiere decir “agua caliente”, una clara evidencia referencia a los manantiales y fuentes termales que brotan en el área. Pero, si algo destaca de este parque es su biodiversidad, conformando un verdadero laboratorio viviente de especies endémicas, algunas de ellas descubiertas recientemente. Sería en este lugar donde, en 1986, se identificó por primera vez el lémur dorado de bambú, convertido en emblema del parque e icono de la riqueza biológica de Madagascar. Pero son, en realidad, varios los tipos de lémures que se pueden observar en la selva de Ranomafana, tanto de hábitos diurnos como nocturnos, por no hablar de los camaleones, reptiles y algo más de un centenar de especies de aves, muchas de ellas nativas de Madagascar como la pintoresca cúa azul.

Asimismo la vegetación se explica a través de los endemismos. Sólo el dato de que se pueden encontrar ciento treinta especies de orquídeas dice mucho de Ranomafana, una selva donde los betsileo se hicieran enterrar en la espesura de senderos que un día atravesaron y que hoy sirven para que los visitantes, más escasos de lo que un destino así sugeriría, puedan transitar (siempre de forma organizada) en busca de la esencia de la selva malgache y, cómo no, de los primeros lémures que admirar con sus propios ojos y retratar, si se dejan, con las cámaras fotográficas.

Recorrer Ranomafana o, lo que es lo mismo, adentrarse en este mundo verde y exuberante, donde los ríos establecen su propio camino, las cascadas se desparraman con ímpetu y laderas cubiertas por un dosel interminable de vegetación, se convierte en un honroso deber. Los senderos se internan en la selva ofreciendo distintas rutas, desde paseos cortos hasta caminatas de varias horas, siempre acompañados por guías locales, quienes de verdad conocen cada rincón y cada sonido del bosque.

Gracias a ellos precisamente, pudimos contemplar un grupo de lémures marrones de frente roja (Eulemur rufifrons), algunos de ellos en tierra, el ágil sifaca de Milne-Edwards (Propithecus edwardsi) dando saltos imponentes para desplazarse así como el esquivo y solitario lémur grande del bambú (Prolemur simus), especie de la que se estima no deben quedar más de doscientos individuos.



Pero este parque aguarda mucho más en su espesura. La avidez de quienes transitan este bosque húmedo permiten mirar animales que, de otro modo, parecería imposible. Como el famoso gecko de cola de hoja, auténtico emperador del camuflaje más extremo.

Ya de noche, caminando al borde de la carretera que lleva al pueblo, con las linternas como instrumento fundamental, rastreamos junto a los locales para ir en busca de especies nocturnas como el pequeño lémur ratón rojo (Microcebus rufus), adorable y solitario, con unos llamativos ojos redondos y capaz de aparecer y desaparecer en un microsegundo. Los lémures ratón están considerados como los primates más pequeños del planeta (pesan entre treinta y ochenta gramos). Rápidos, saltarines, asustadizos y extremadamente vulnerables, son auténticos supervivientes de un mundo cada vez más frágil y una de las muchas sorpresas que las noches de Ranomafana y otros bosques de Madagascar aguardan a los amantes del mundo animal.

Los otros protagonistas de las visitas nocturnas, en Ranomafana o en otros parajes malgaches, son los camaleones, de distintas formas y colores hasta albergar numerosísimas especies diferentes, más que en ningún otro lugar del mundo. Sin apenas dificultad, pudimos hallarlos en diversas poses de camuflaje. Desde los más grandes hasta algunos tan diminutos que un dedo meñique la considerarían una rama grande para ellos.


Fianarantsoa, la bella y colonial capital de las Tierras Altas del sur
Abandonamos Ranomafana por una ruta cargada de socavones que se asemejaban, más bien, a cráteres volcánicos inundados de agua, para regresar a la RN7 y tener de nuevo a la vista las terrazas de arroz así como una nueva colección de baches indomables hasta alcanzar Fianarantsoa (a 63 km en aproximadamente dos horas), capital de las Tierras Altas del sur y probablemente la ciudad colonial más agradable e inspiradora de cuantas se conservan en el país malgache.

Fianarantsoa, una vibrante y colorida urbe de mayoría betsileo situada en las tierras altas centrales, atesora un rico patrimonio cultural enclavado en el casco antiguo, la Haute-Ville, pues se eleva sobre una colina. Representa lo mejor de la arquitectura colonial francesa de últimos del siglo XIX y comienzos del XX, con una densidad tremenda de iglesias, casonas de tejados rojos a dos aguas y un reguero de calles empinadas por donde se pasean las gallinas, se establecen improvisados mercados callejeros y existen estupendas vistas panorámicas. Se enmarca como el centro de la comunidad betsileo, así como de miles de estudiantes que acuden a su Universidad desde todas partes de Madagascar. Un hervidero de tradiciones que no deja mirar al futuro.

Además de asomarnos a los muchos miradores de las colinas aledañas, nada mejor que explorar a pie el centro histórico desde la Catedral católica de Ambozontany, dominadora del escenario y subir por la calle Rova hacia un coqueto mercado en compañía de los lugareños, quienes no dudarán en preguntarte tu lugar de procedencia o, como fue nuestro caso, practicar el castellano pues en muchas escuelas malgaches se enseña como segunda lengua extranjera.

La ciudad es un lugar de paso o, quién sabe, de partida ideal para múltiples aventuras y experiencias culturales inmersivas dentro de Madagascar. Como ejemplo, el llamado tren de la selva, un antiguo ferrocarril de la época colonial que une Fianarantsoa con Manakara, en la Costa Este y considerado uno trayectos en tren más pintorescos del mundo, atravesando selvas tropicales, arrozales, acantilados y medio centenar de túneles en un viaje inolvidable donde se cubren 160 kilómetros en alrededor de doce horas. Nada confortable pero extremadamente auténtico e ideal para quienes buscan conectar de lleno con lo local. Para los amantes de la naturaleza, los parques nacionales cercanos, como Ranomafana, del que acabábamos de venir o el macizo de Andringitra, con sus espectaculares rutas de senderismo por el valle de Tsaranoro (hacia donde nos dirigíamos), ofrecen oportunidades para descubrir la biodiversidad natural tan única como es la Madagascar.

Ambalavao, la puerta de papel de Antemoro hacia el valle de Tsaranoro
Aproximadamente 55 km desde Fianarantsoa nos separaban de Ambalavao. Tardaríamos aproximadamente hora y media en cubrir este trayecto por la RN7 mientras íbamos rumbo al espectacular Valle de Tsaranoro, uno de los tesoros de las Tierras Altas. A mitad de camino de nuestro destino, Ambalavao no sólo sirvió para estirar las piernas sino para permitirnos admirar un gran legado cultural malgache como es la fabricación artesanal del conocido como “papel de Antemoro”. Muchos siglos atrás, cuando los comerciantes árabes, mayoritariamente de Omán, llegaron a las costas orientales de Madagascar, trajeron consigo numerosos ejemplares del Corán. Pero con la fuerte humedad de este territorio, éstos escritos se deterioraban con gran celeridad. De ahí que demandaran un material con mayor perdurabilidad con el objeto de poder elaborar nuevos libros y manuscritos. Hallaron, entonces, la manera de elaborar un papel aún más resistente utilizando la corteza del conocido como “Avoha” (nombre científico: Bosqueia danguyana), un arbusto familia de las higueras presente en esta parte del país. Pero esta tradición quedó relegada hasta prácticamente el olvido hasta que allá por 1936 un ciudadano francés, P. Mathieu, se empeñó en recuperar y desarrollar diseños atractivos en este papel convertido para siempre en un emblema de la rica artesanía malgache. Ambalavao, al igual que para las tallas y la marquetería de madera Ambositra o para el aluminio Ambatolampy, vive hoy día del diseño y producción, con ricas incrustaciones de flores frescas, del famoso papel de Antemoro, vendido tanto en Madagascar como fuera de sus fronteras. Existen en la localidad diversos talleres artesanales donde admirar todo el proceso creativo y, cómo no, llevarse alguno de los souvenirs más típicos de cuantos se producen en la gran isla roja.

Tsaranoro, el desconocido e increíble “Yosemite africano”
Poco después de abandonar Ambalavao se puede proseguir por la asfaltada RN7 o, como fue nuestro caso, proseguir con una pista accesible únicamente para vehículos todoterreno donde los macizos graníticos del Parc national de Andringitra, con el valle de Tsaranoro al oeste, nos aguardaban para vivir una de las mejores etapas del viaje a Madagascar. Este trayecto, relativamente corto para lo que estamos acostumbrados, ofrece pura emoción. Atraviesa unos parajes deslumbrantes donde auténticas moles de granito se yerguen vestidos con una fina capa de líquenes, vislumbrándose como grandes monarcas entre la inmensidad de la tierra roja y un tapiz de bosques secos habitados por extraordinarias criaturas como son los lémures de cola anillada (lemur catta) entre un sinfín de especies de aves, reptiles, insectos u otros mamíferos donde el endemismo vuelve a imponer su ley.

Llegar a Tsaranoro dejando pasar los carros tirados por cebúes o un sinfín de niños saludando a los viajantes tiene algo de poesía, os lo aseguro. Hablamos de un rincón que parece evocar épocas pasadas. Allí la vida se mide con otros tiempos, los dirimidos con la presencia imperial de enormes montañas y los senderos rojizos que aportan colorido al escenario. De la nada surgen poblados con casas de adobe y tejados a dos aguas cubiertos de paja, dependencias utilizadas exclusivamente como cocina, otros como cuadra donde dejar reposar las reses (el cebú constituye la medida exacta del poder de una familia), solitarios graneros y mujeres cargando en la cabeza pesados cántaros de agua, cuando no son kilos de arroz, cacahuetes u hortalizas. Por lo que no cabe hablar del valle únicamente de un anfiteatro natural grandioso sino, como no podía ser menos, de un lugar de encuentro con las comunidades locales, conservadoras un modo de vida agrícola tradicional las cuales se muestran tal como son ante los escasos visitantes que aquí llegan. Aquí se aprecia el valor de lo cotidiano, de la hospitalidad malgache, en este caso de los betsileo, si bien también se encuentra en la zona la etnia bara, cuyos miembros son célebres y odiados a partes iguales por una supuesta tendencia a robar ganado a sus vecinos.

Hasta el momento sólo existen dos alojamientos destacables en el valle de Tsaranoro, el Camp Catta y el Tsarasoa Lodge, ambos separados por apenas diez minutos pero con unas vistas extraordinarias de las montañas de granito. Si hubiera que recomendar uno, lo haría sin duda con el Camp Catta, poseedor de habitaciones más adecuadas y limpias, un buen restaurante e incluso piscina para refrescarse en las jornadas más calurosas de la estadía. Por no hablar de que casi cada mañana, muy temprano, aunque también por la tarde, se deja caer por allí un grupo numeroso de lémures de cola anillada (quizás el emblema no sólo del parque sino de todo Madagascar, pues se trata del lémur más reconocible) procedentes del bosque aledaño en busca de comida y de reconfortantes baños de sol sobre las rocas. Motivo más que suficiente como para decantarse por este campamento. Tsarasoa Lodge, el cual, al parecer, vivió tiempos mejores cuando lo regentaba el ya desaparecido Gilles, toda una institución en el valle, pues se encuentra hoy día en plena decadencia y comido por la soledad, el abandono y las telarañas. Las comparaciones siempre resultan odiosas pero, después de conocer ambos, no hay color entre uno y otro, por lo que si se acude a pernoctar en el área, más vale reservar con antelación y asegurarse un más que apetecible “desayuno con lémures”.

Probablemente este bosque seco, junto al Camp Catta y, por supuesto, la no muy lejana Reserva de Anja, sean los mejores lugares de todo el país para poder avistar y fotografiar, además a corta distancia, a este primate saltarín de hábitos diurnos con tendencia a caminar por el suelo y a tomar el sol en postura zen. Animal que para los niños y para siempre será el Rey Julien, uno de los personajes más peculiares y queridos de la película de animación “Madagascar”.

Además, el valle es un paraíso para senderistas y escaladores. Existen rutas que llevan a miradores naturales desde donde se domina todo el conjunto, así como itinerarios más exigentes para quienes se atreven a acercarse a las paredes verticales que tanto atraen a los amantes de la escalada. Una ruta clásica en busca de panorámicas formidables es la subida a la roca del camaleón, una pareidolia en la que todos coinciden. Otra opción más tranquila pero igual de vibrante pasa por recorrer el bosque, las aldeas y buscar algunos puntos panorámicos donde darse un buen baño de vistas formidables, presentes en 360 grados. Por lo que recomiendo hacer un mínimo de dos noches en Tsaranoro para disfrutar de una de las regiones que, particularmente, más me marcaron en este viaje (algo que, seguro, después de leer los últimos párrafos, se nota bastante).


Parque Nacional Isalo, cuando la geología se vuelve arte
Muy temprano abandonamos el valle de Tsaranoro para volver a reencontrarnos con la carretera RN7. Sin haber salido aún de los límites de los límites del Parque nacional de Andringitra, tuvimos que hacer alguna parada fotográfica, una de ellas obligada ante la presencia de una boa, la reina de las serpientes constrictoras, en la pista por la que transitábamos. Madagascar es el reino de los lémures, los camaleones, los baobabs y, sin lugar a dudas, las serpientes. Pero recalcar decir, como amante de los ofidios, que ninguna de las numerosas especies presentes en territorio malgache poseen un veneno mortal y que nos tienen bastante más miedo ellas a nosotros que nosotros a ellas.

Dejamos atrás el aislamiento impuesto para volver a ver una carretera asfaltada. Debimos frotarnos los ojos varias veces porque durante más de 150 km hasta nuestro destino, el Parque Nacional Isalo, en el sur-centro del país, a medio camino entre las Tierras Altas y el océano, no nos encontramos un solo bache en la ruta. Lo que, en otros puntos, hubiese requerido una colección de horas de viaje, en esta ocasión, desde que nos volvimos a incorporar a la RN7, requerimos únicamente de dos horas de trayecto en el que quizás se tratara del tramo por carretera mejor conservado de todo Madagascar. ¡Si nos dio tiempo a llegar a comer al hotel! Que, por cierto, menudo hotel. Y lo digo también para bien. Porque en un país donde la infraestructura hotelera no es la mejor, aunque sí supera lo esperado, alojamientos como “Le jardin du Roy”, en mitad de aquel territorio de desfiladeros y cañones de roca arenisca, te cargan por completo de energía. Instalaciones soberbias, conectadas con el paisaje circundante, con buena cocina, piscina, masajes a un precio asequible para recuperarse de varias jornadas traspasando un sinfín de obstáculos en las carreteras malgaches… Matrícula de Honor para este hospedaje en el cual pasamos dos noches, ideales antes de iniciar una nueva etapa dentro del viaje, pues nos aguardaba la costa oeste y una larguísima ruta de varios días hacia Morondava.

Así que se puede decir que disfrutamos a tope del Parque Nacional de Isalo. Más allá, por supuesto, de contar con un regio hotel para la ocasión. Para hacernos una idea, Isalo es a Madagascar una especie de Far West americano en versión malgache. Se quebrantan los paisajes vistos anteriormente en el viaje para encaramarnos a un universo árido de increíbles formaciones de roca arenisca, talladas a base de millones de años, viento y agua. De la nada surgen cañones, mesetas y paredes de roca a las que sacar infinidad de parecidos, con colores ocres, anaranjados e incluso dorados. Sumado a esto, una caminata cualquiera es capaz de llevar al visitante a delicados oasis con piscinas naturales, admirar árboles de botella emergiendo de las rocas (los cuales me recordaron a la isla más extraterrestre que conozco, la yemení Socotra) o antiguas tumbas de la etnia bara en rincones a priori inaccesibles a cualquiera (o casi).

La erosión ha dado lugar a figuras caprichosas y valles profundos que invitan a ser explorados con calma, mientras la luz del amanecer y del atardecer multiplica la fuerza cromática del lugar como sucede en “La ventana de Isalo”. Aquí las puestas de sol se pueden admirar desde una cavidad sin cristal ni filtros, en un entorno arrebatador (más allá de la típica foto) donde empaparse de un magnífico espectáculo geológico.

Entre las rocas áridas y praderas secas de Isalo emergen sorpresas verdes: piscinas naturales de agua cristalina rodeadas de palmeras, pequeños riachuelos que alimentan la vegetación y rincones sagrados para los bara, el pueblo que considera estas tierras como su cementerio ancestral. Caminar por el parque es adentrarse en un universo donde la vida persiste contra toda adversidad, con plantas endémicas adaptadas al clima extremo y la posibilidad de encontrar lémures saltando en los bosquecillos. Entre los que se encuentran los de cola anillada, los lémures marrones o incluso el esquivo y saltarín Sifaca de Verreux (este último se nos resistió durante todo el viaje).

Parque Nacional Zombitse-Vohibasia, un paseo por un bosque de transición
Nuestro punto de partida había sido el Parque Nacional de Isalo. Debíamos llegar antes del atardecer al litoral suroccidental malgache, concretamente a Ifaty, localidad costera asomada al Canal de Mozambique y conocida por sus ricos arrecifes de coral. Para ello debíamos realizar 265 kilómetros en algo más de seis horas, por lo que incluimos en el camino una visita más que recomendable, el Parque Nacional Zombitse-Vohibasia (a 90 km, aprox hora y media de viaje), para hacer más llevadera la ruta y, no sólo eso, internarnos en un paraje de gran importancia para la vida salvaje, repleto de especies de avifauna y sumamente accesible.
Mucho antes, apenas a 14 km de nuestro hotel de Ranohira (en Isalo), atravesamos la localidad de Ilakaka, más conocida como “la ciudad de los zafiros” o “la capital mundial del zafiro”. En la zona fue hallado un gran yacimiento hace pocas décadas y, como suele suceder en los sitios donde se esconden gemas o piedras preciosas, una región a priori apacible y anodina se transformó en un sumidero de codicia y explotación. Los lugareños abandonaron la agricultura y la ganadería para cambiar radicalmente de oficio y malvender lo que encontraban a los mejores postores, casi todos de países asiáticos como Tailandia o Sri Lanka. Hoy día parece un lugar sin ley que recuerda a las ciudades nacidas de la Gran Fiebre del oro en países como Estados Unidos, donde los propios malgaches piden a los visitantes extremar precauciones y pasar de largo. La avenida central está inundada de comercios donde se venden los zafiros (lo peor es que muchos son falsos). En el puente por el que pasa la carretera fue posible observar cómo hombres, mujeres e incluso niños se afanaban por buscar oro utilizando bateas en un río horadado para obtener pepitas y sobrevivir a duras penas en esta especie de Lejano Oeste, nunca mejor dicho, dentro de una isla donde la desigualdad siempre cae por el mismo lado de la mesa.


Dejamos atrás la hostil Ilakaka para continuar por una árida e interminable llanura hasta que llamó nuestra atención una enorme mancha verde provocando un gran cambio de coloración en el horizonte. Estábamos a punto de acceder al parque nacional más pequeño de Madagascar, el Zombitse-Vohibasia, un paraje de pura transición entre los exuberantes bosques del oeste y los matorrales espinosos del extremo suroccidental hacia donde nos dirigíamos.

Nos detuvimos en mitad de la espesura por la sorprendente carretera recién arreglada, pues ahí es donde nos esperaban los guías locales. Ya antes de partir pudimos observar un camaleón subir por una rama. A diferencia de otros parques visitados, Zombitse es bastante llano, por lo que transitar por él era tarea fácil incluso para quienes no gozaran de una gran forma física. Debo decir que la travesía que realizamos por él, de casi dos horas, fue realmente productiva. Sus árboles altos y frondosos, una burbuja de oxígeno comparada con los parajes de donde veníamos, son creadores de un microclima especial capaz de atraer a atrae a numerosas especies que no se encuentran en otros puntos de la isla, albergando un alto grado de endemismo.

Una de las especies más carismáticas y que únicamente existen en este parque es el Lémur saltador de Hubbard (Lepilemur hubbardorum), una auténtica belleza de de ojos grandes y redondos en situación vulnerable de conservación, dado que la superficie del hábitat de este animal es extremadamente reducida. Sus hábitos nocturnos lo convierten casi en un fantasma en aquel parque pero tuvimos la enorme suerte de poder contemplarlo sobre un tronco mientras nos clavaba una profunda y frágil mirada de puro ámbar.

Pero nuestro paseo por Zombitse no sólo tuvo a este lémur como protagonista (aunque el Sifaca de Verreux se nos escapó) sino que nos permitió presenciar y fotografiar al camaleón gigante de Madagascar (Camaleón de Oustalet), lagartos de llamativos colores e incluso un búho resguardándose con suma delicadeza en el hueco de un árbol. También nos topamos con nuestros primeros baobabs del viaje y con múltiples aves, puesto que el parque destaca por su riqueza a nivel ornitológico. Hay un dato realmente asombroso. Zombitse representa el hogar del 47% de las aves endémicas de Madagascar, es decir, cerca de la mitad de las especies de aves exclusivas de la isla viven aquí. Por lo que no es de extrañar que aquí los amantes de los pájaros tengan en este pequeño bosque uno de los mejores recursos de toda la isla para desarrollar su actividad fotográfica o meramente contemplativa.

Normalmente Zombitse queda como un lugar de paso y escasamente visitado, pero su corta extensión, su accesibilidad y la cantidad de especies endémicas tanto de Madagascar como del propio parque, lo convierten en un espacio natural de primerísimo orden.

Ifaty, pirogas sobre el océano turquesa
Poco después de abandonar Zombitse, el estado de la carretera volvió al estado en el que andábamos acostumbrados, un completo desastre. Posiblemente Islandia posea menos volcanes en su superficie que socavones en el tramo maldito de 150 kilómetros que hay desde aquí hasta Tulear (Toliara), el final de la RN7. Una vez tocáramos esta ciudad costera nos enfrentaríamos a la RN9, la ruta del oeste, aunque hasta Ifaty, de la que le separan tan sólo 25 kilómetros que se cubren en apenas media hora, no nos fue demasiado mal. Nos situamos en el territorio de los conocidos como bosques espinosos, con distintas especies de baobabs y, por otro lado, una ventana impagable al Canal de Mozambique y sus aguas transparentes.

Ifaty puede calificarse como un pedacito del paraíso en la costa suroccidental de Madagascar. A espaldas del bosque espinoso, esta pequeña localidad habitada por los bara permanece asomada a un escogido fragmento marítimo con una de las barreras de coral más extensas y mejor conservadas del Índico. Sus playas son de postal, largas y de arena fina. Y tremendamente solitarias. Allí la multitud únicamente se mide en la cantidad de barcas o pirogas de pesca que surcan unas aguas poco profundas teñidas de turquesa. No existen en este lugar grandes complejos hoteleros ni edificios que rompan el horizonte. Lo típico allí son los resorts con bungalows bien integrados en el paisaje. Nosotros nos quedamos en Le Paradisier, aislado por completo de cualquier zona de población, por lo que se trataba de lugar que invitaba al descanso y a la mera contemplación del océano.

Pero nosotros no habíamos hecho tantas horas de carretera para descansar en Ifaty sino también para subirnos a una piroga clásica con los bara, disfrutar de la práctica del snorkel en el arrecife de coral, visitar el pueblo de pescadores y terminar degustando una deliciosa langosta frente al mar. Por no hablar de unas poéticas puestas de sol con las que reconciliarse con la vida por todas esas veces que no se ha puesto de tu lado.


Para completar el cuadro, está el bosque espinoso, uno de los ecosistemas más singulares de Madagascar y que, a pesar de no parecer el mejor refugio de fauna posible, esconde igualmente numerosas especies. Próximo a las cabañas de nuestro hotel tuvimos la inmensa fortuna de observar un lémur ratón ayudado, eso sí, por el personal del alojamiento, muy acostumbrado a ver pulular por allí al primate más pequeño del mundo. Cuando lo encontramos le alumbraron con una luz blanca, muy molesta para ellos, pero les pedimos utilizaran la luz roja que llevábamos con nosotros (las mismas para ir a ver el desove de las tortugas) y el pequeño animal volvió a salir y se puso a comer a centímetros de donde nos encontrábamos, sin inmutarse para nada de nuestra presencia. La mirada tierna e inocente de este animal vulnerable a tantas cosas supuso una gran emoción para quienes nos convertimos en testigos privilegiados de su existencia.


Reserva de Reniala
En Ifaty, a unos centenares de metros alejado de la costa, existe una reserva protegida del ecosistema típico de la zona, el bosque espinoso, que atesora distintos tipos de baobabs y otras especies de árboles endémicas de Madagascar. Su nombre es Reniala y cuenta con algo más de cuarenta hectáreas de bosque, que se suele recorrer con guía y que puede considerarse algo así como un jardín botánico con lo mejor de la flora del oeste malgache. También a nivel aves es potente y cuenta con varios lémures de cola anillada que, tras rescatarlos de la trata de mascotas, son devueltos al entorno silvestre en un largo proceso de recuperación y habituación, pero que parece estar dando sus frutos.

Un paseo con guía por Reniala que explique sobre los baobabs y otros árboles, el uso que se le da a la madera como hacer pirogas de los pescadores bara o incluso el valor medicinal de algunas de las plantas allí presentes, puede ser una buena manera de emplear un par de horas en llevar a cabo algo diferente y ampliar conocimientos de los conocidos como bosques espinosos que visten el área más occidental de la gran isla roja. El precio de la entrada con un guía para un paseo de hora y media es de 40.000 ariarys (aunque puede variar según actividad, si se va en grupo, etc.), lo que viene siendo unos 8 euros.

La ruta Ifaty – Manja – Morondava, la aventura de adentrarse por el lejano oeste malgache
Lo normal para quienes viajan, sobre todo la primera vez, a Madagascar, es que, si se llega a Ifaty, se tome un vuelo de vuelta a Antananarivo para evitar volver de nuevo por el mismo camino. Y, de ahí, quizás después a Morondava, con la conocida Avenida de los Baobabs y la puerta de salida a los Tsingys de Bemaraha. Basta, de hecho, introducir como búsqueda en Google Maps los municipios de Ifaty – Morondava para ver cómo recomienda hacer más de 1100 kilómetros de carretera dando un rodeo increíble que te lleva de nuevo al este para después volver al oeste. Cuando, en realidad, son poco más de 400 km los que separan Ifaty de Morondava. Pero la explicación es sencilla, las carreteras en muchos de los tramos resultan inexistentes. De ahí que, si se quiere hacer este trayecto por tierra, sea imprescindible más que nunca un buen 4×4, avezados conductores y una suma de paciencia así como de ganas de perderse por rutas salvajes. Nadie dijo que Madagascar fuera fácil, pero poder atravesar bosques de baobabs, aldeas tradicionales y no toparte con turistas durante días, lo hace especialmente atractivo. Así que, para nuestro viaje, decidimos embarcarnos en esta ruta atípica por la Madagascar profunda en el área suroccidental y aderezar con una buena dosis de aventura lo que nos quedaba por delante.

Ante todo resultaría un error pensar que Ifaty – Morondava se pueda realizar en un solo día. Son necesarias, al menos, dos jornadas de viaje y contar con otro hándicap importante. A mitad de camino existe un solo hotel. Por lo que, salvo que uno se eche a dormir en el coche, se debe pernoctar en el único hospedaje en más de cien kilómetros a la redonda, el Hotel Kanto de Manja. Un lugar aborrecible e infame sin apenas mantenimiento donde ir con plena consciencia de que “es lo que hay”. De la dueña del Kanto se dicen muchas cosas, que se deshace fácilmente de cualquier amago de competencia, que la última vez que mandó arreglar el váter de una habitación aún reinaba Ranavalona II y que le importan un bledo las críticas en TripAdvisor o las reseñas en Google que califican su establecimiento como “el peor hotel posible en Madagascar”. Debe tomarse la noche aquí como un daño colateral dentro de una ruta extraordinaria y pensar (no queda otra) que un día más tarde se llega por todo lo alto a la Avenida de los Baobabs. Para los más aprensivos llevar un saco sábana, rociarse de antimosquitos y ajustar bien la mosquitera, bastará para dejar pasar la noche. Y cuanto más se madrugue a la mañana siguiente, antes se dejará atrás ese cuchitril al que osan valientemente llamar hotel.

La ruta del primer día entre Ifaty y Manja la encontramos en un relativo buen estado, sobre todo al principio. La carretera está bien mantenida por parte de trabajadores chinos, ya que es sabido que obtienen a cambio recursos de esa zona y les interesa contar con las vías terrestres despejadas. Lo más interesante pasa por el cruce del río Magoky a través de un paupérrimo transbordador donde debe subirse el vehículo y rezarle al santoral para que no se quede atascado durante la corta travesía. Resulta una experiencia divertida, por otra parte, que te hace poner los pies en el suelo y darte cuenta de la posición remota y vulnerable en la que te encuentras. Al parecer se está iniciando la construcción de un puente, por lo que de aquí a unos años no será lo mismo. Aún así, lo más destacable es que pocos kilómetros antes de alcanzar dicho cruce del Mangoky se da una concentración de baobabs similar o superior a la famosa “avenida”, por lo que si se tiene tiempo, cabe dar un paseo por esta zona de arrozales donde se asoman los gruesos troncos y ramas de los grandes árboles dinosaurio sin los cuales no se comprendería África.

De Manja a Morondava ya es otra cosa. Directamente no se puede hablar de carretera sino de una red de senderos y barrizales que se internan en el bosque espinoso, en ocasiones flanqueados por los propios baobabs y donde surgen numerosos poblados donde los años, o más bien los siglos, parecen no haber pasado por allí. Madagascar y la vida rural acuden siempre de la mano, pero en esta región lo hace especialmente.

Son pocos quienes osan internarse por estas pistas, de ahí que uno de los atractivos de pasar por aquí sea precisamente admirar la cotidianeidad de quienes mantienen un profundo aislamiento así como un fortísimo arraigo a sus tradiciones. Nosotros madrugando desde Manja, llegaríamos al final del trayecto aproximadamente para la hora de comer. Mejor de lo esperado y atravesando unos paisajes memorables que te hacen sentir en un territorio poco explorado y sólo apto para verdaderos apasionados de las aventuras.

Morondava, la puerta marinera del oeste malgache
Con alrededor de cincuenta mil habitantes y su propio aeropuerto, la ciudad portuaria de Morondava, en la costa oeste de Madagascar, se asoma al océano con cierta calma, aunque a sabiendas de que es una de las bases turísticas necesarias para salir a explorar la región. Su proximidad, apenas a veinte minutos, de uno de los paisajes más icónicos de la isla, que no es otro que la famosa Avenida de los Baobabs, la convierte en un lugar de paso ineludible. Al igual que para ir rumbo norte hacia los Tsingys o el no muy lejano Parque Nacional de Kirindy, lugar conocido por los lémures que lo habitan y, sobre todo, por ser quizás el lugar donde mayor facilidad exista para ver al fosa, el depredador por antonomasia de la isla roja.

Abundan los establecimientos hoteleros a pie de playa. En ella se da una mezcla de turismo y la tradición de los pescadores vezo con una puesta de sol de película sobre el canal de Mozambique. Conectada por carretera con Antananarivo (un par de días fácilmente) y también por aire (menos de una hora de vuelo, aunque ojo, que los retrasos y cancelaciones no resultan extraños), posee unas infraestructuras bastante aceptables para todos los presupuestos. Y, si bien no cuenta con las mejores playas de Madagascar, para un primer viaje a la gran isla es uno de esos sitios necesarios.

La Avenida de los Baobabs, un sendero entre gigantes
Además del lémur de cola anillada, no existe en Madagascar mejor reclamo como destino, y con razón, que la asombrosa Avenida de los Baobabs. A poco más de un cuarto de hora de Morondava, una vez dejado atrás cualquier mínimo atisbo de urbanidad, una carretera de tierra rojiza se inmiscuye con cierta indiscreción entre arrozales y chozas de barro por la cual transitan campesinos, niños con uniforme colegial y el traqueteo de humildes carromatos tirados por cebúes. De pronto, el paisaje agrícola se detiene hasta procurar hacerte sentir la compañía solemne y perceptible de gigantes a ambos lados de un camino que tiende a infinito. La mística de esta polvorienta y bacheada ruta se siente bajo la sombra y calidez aportada por enormes baobabs, recios guardianes de troncos hinchados y ramas semejantes a raíces pero que ansían cielo en vez de tierra. Erguidos sobre una llanura inabarcable ejercen custodia sobre todo lo que tienen a su paso, como si se tratase de la sala hipóstila del templo egipcio de Karnak pero con elementos vegetales vivos donde, esta vez, el ser humano no ha tenido nada que ver. Sólo ser testigo de una de las grandes creaciones de la naturaleza en nuestro planeta.

La avenida de los baobabs, las madres del bosque, debe su popularidad al tramo donde mayor densidad de árboles existe a uno y otro lado de la carretera. El trecho más famoso, donde existe a la entrada un pequeño aparcamiento, un restaurante al aire libre, así como alguna que otra tienda tiendas de souvenirs, no llega a los dos kilómetros. Pero no significa en absoluto que más adelante ya no haya baobabs. Por supuesto que los hay. Bsta continuar esta carretera hacia el norte en la conocida excursión a los Tsingys, para darse cuenta de que estos árboles milenarios forman parte del paisaje de esta región occidental malgache. Si bien es cierto que la porción nacida de Morondava da para tomarse su tiempo, resulta un plan magnífico pasearla plácidamente a pie y aguardar a la caída del sol, cuando las últimas luces del día se cuelan entre las siluetas de estos monumentos naturales.

A un costado, apenas a unos metros del restaurante, durante la época de lluvias y el comienzo de la temporada seca, surge una pequeña y hermosa laguna con nenúfares. Sin duda, se trata del escenario predilecto para contemplar y fotografiar el atardecer. Idea recurrente para terminar la visita de la Avenida de los Baobabs, pues es donde termina juntándose la gente.


Mi consejo, por otro lado, también incluiría acudir a la zona instantes antes del amanecer, cuando apenas se ven turistas visitando la Avenida, y disfrutar casi a solas de estas esculturas vivientes que no sólo nos acompañan a lo largo de un país remoto sino a un viaje a través de las emociones que nos recuerdan por qué conocer a Madagascar representa una de las mayores aspiraciones viajeras de nuestra vida.

De Morondava a los Tsingys, probablemente la peor carretera del mundo
El Tsingy de Bemaraha, ese bosque de rocas afiladas que saca a la luz un paisaje extraterrestre basado en la verticalidad, para muchos, entre los que me incluyo, se encuentra entre uno de los mayores atractivos de Madagascar. Y, a pesar de que en un mapa las distancias no parecen excesivamente largas, con aproximadamente 160 km en línea recta desde Morondava a la entrada del Parque Nacional, la ruta para alcanzar este inigualable hito geológico se puede calificar de drama. O, para ser justos, una tragicomedia hilarante. Probablemente la peor carretera del mundo. A ver cómo se explica si no que lo normal es que se requiera un mínimo de diez horas para hacer este trayecto en pistas embarradas con más cráteres que la luna. Pero existen dos opciones, declinar esta parte del viaje y no hacerla o tomárselo con calma, divertirse y sentir uno de esos recorridos que no se olvidan mientras se atraviesan bosques de baobabs, aldeas con chozas de barro aisladas del mundo donde siempre se es bienvenido, extensos arrozales y, en definitiva, la vida misma de un Madagascar rural y auténtico.

Si eres de los segundos, bienvenido a mi equipo. En un solo día dará tiempo a quedarse atrapado con el 4×4, a salir por milímetros, que se quede el coche que te ha remolcado también atrapado, buscar ayuda y así tendiendo al infinito en una sucesión de eventos digno del mejor Rally París-Dakar. Carlos Sáinz o Nani Roma serían meros aprendices en la carretera a los Tsingys. Pero para eso están los conductores malgaches, capaces de superar obstáculos imposibles y dando todo de sí mismos para ir superando el más difícil todavía. De hecho hay un tramo tan malo y difícil que los locales montan tenderetes con refrescos y chucherías para sacar rédito a quienes pasan por allí y se quedan tirados sí o sí.

Pero existen dosis de oxígeno en este apasionante viaje. Además del consabido traqueteo y el hecho de surcar la Madagascar profunda, se cruzan dos ríos subiendo los vehículos a un transbordador y se hace una parada para comer en la localidad de Belo-sur-Tsiribihina. Se trata del único municipio de cierta importancia hasta que se llega a Bekopaka. Desde Morondava hay en torno a cuatro/cinco horas de viaje y, al ser mitad de camino, se utiliza como parada, comida y, en ocasiones, fonda. Y aquí es donde resurge uno de esos regalos que intentan aliviar una jornada de traqueteo entre baches. El restaurante Mad Zebu refulge donde nadie lo espera como uno de los centros gastronómicos más exquisitos en todo el país. Con platos bien elaborados utilizando un producto riquísimo y cuidado bajo los mandos de un chef que estudió cocina en París. Las gambas de río o la carne de cebú son las estrellas destacadas dentro de un completo y variado menú con un precio más que asequible. Eso sí, no se puede llegar sin haber reservado previamente, ya que se trata de un rara avis digno de ser aprovechado en una de las etapas más difíciles de todo viaje a Madagascar.

Belo-sur-Tsribihina se encuentra justo al otro lado del río Tsribihina, el primero que se cruza con el transbordador. Desde ahí hasta Bekopaka, donde se pernocta de cara a hacer el Parque Nacional Tsingy de Bemaraha, hay cerca de cien kilómetros para los cuales conviene mostrar entereza, resignación y la mejor de las actitudes posibles. No queda otra. O ser Tom Cruise en Misión Imposible y fletar un helicóptero que te arroje directamente sobre el Parque Nacional.

Una vez se llega a Bekopaka existen diversas opciones hoteleras de cierto nivel. Todas ellas con unas vistas formidables de los bosques circundantes y el valle del río Manambolo. Desde aquí salen todas las excursiones al Gran Tsingy (que requiere un trayecto por pista en mal estado durante hora y media aproximadamente).

Las gargantas de Manambolo en Bekopaka
El río Manambolo se cubre de neblinas cada amanecer. Antes incluso de disiparse, las canoas discurren por un curso suave y plácido, sin apreciarse casi vaivén mientras se deslizan entre ambas orillas. Recuerdan a los mokoros utilizados en el Delta del Okavango de Botswana, pues su escasa profundidad exige que los encargados de gobernar la nave se impulsen con un palo largo, casi siempre de bambú, con la misión de poder avanzar. Pero lo mejor no está en admirar cómo se desplazan sin más sino en subirse con ellos a una de estas embarcaciones y adentrarse por esta hermosísima carretera fluvial donde la piedra caliza afilada que más tarde se aprecia en su conjunto en el Gran Tsingy (o en el Petit Tsingy), se transforma paulatinamente en una pared vertical que da origen a una travesía entre gargantas.

Con cada impulso de la pala sobre el fondo, el reflejo del verde de la selva circundante se mezcla con el anaranjado de unos muros cuya erosión fue sabiamente aprovechada para que los primeros moradores de estas tierras, los vazimba, así como sus sucesores sakalava, depositaran los sarcófagos de sus ancestros. Utilizaron las distintas grietas y oquedades para crear una especie de cementerio sagrado y hacer recordar que mientras se navega se está recorriendo un santuario habitado por los espíritus de los antepasados, capaces de influir en las vidas de las personas que habitan las aldeas próximas al río.

A medida que el sol se alza y un martín pescador vigila con tesón desde su ramita, los acantilados con las osamentas al descubierto revelan nuevas cuevas, nuevos secretos. Un corredor de la memoria en plena naturaleza que nos trae a la mente que en Madagascar el río, la espiritualidad y la Historia fluyen en la misma dirección.

Pudimos acceder a una profunda cueva, razón por la que siempre conviene llevar una linterna en la mochila, antes de regresar al embarcadero y salir cuanto antes hacia el Gran Tsingy de Bemaraha, la verdadera razón por la que habíamos venido a Bekopaka.

Parque Nacional Tsingy de Bemaraha, el bosque petrificado
Hasta hace doscientos millones de años, esta parte del oeste de Madagascar se hallaba sumergida bajo el mar. A lo largo de un largo e imparable proceso fueron acumulándose capas de sedimentos, tanto orgánicos como inorgánicos, los cuales se compactaron hasta formar una gruesa masa de caliza. En el momento en que las aguas se retiraron, la roca quedó expuesta a las lluvias torrenciales y a los rigores de una erosión continuada. Lenta e inexorablemente, la piedra se fue disolviendo, abriendo múltiples grietas y simas. Después, el tiempo, ese gran genio capaz de llevar a cabo las creaciones más monumentales de la naturaleza, fue el encargado de esculpir con maestría un paisaje singular y extenso de agujas afiladas como katanas erigiéndose sobre un laberinto de cañones y túneles. Y, a los cuales, acopló bosques habitados hoy día por sifacas y otros lémures saltarines para quienes la piedra es su aliada. Nace así el Parque Nacional Tsingy de Bemaraha, lugar Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO (inscrito en 1990) y, para muchos, uno de los rincones más increíbles que atesora la República de Madagascar.

Cuando se llega al punto de partida donde se colocan los arneses y medios de protección para la madre de todas las vías ferratas de África, no se atisba en el horizonte una sola de las agujas de piedra caliza características del Tsingy. Para ello, antes se debe realizar una caminata por el bosque, donde algunos animales, como el lémur saltador de Randrianasolo, de hábitos nocturnos y endémico en estos bosques caducifolios, el lémur marrón o, los más famosos, los sifaca de Decken, pueden recibir a los escasos visitantes dispuestos a aproximarse al océano calcáreo de Bemaraha. Se trata de un ascenso continuado pero suave donde pronto empiezan a intercalarse las rocas con la frondosidad de la foresta hasta que, de pronto, surge un camino muy bien preparado e indicado, para llevar a cabo un recorrido nada exigente físicamente, pero no apto para personas con vértigo o claustrofobia. Tampoco es necesario contar con experiencia en vías ferratas, pues se va siempre con un guía local experto y las maniobras a realizar son extremadamente simples.


Una vez se acomete el primer ascenso y se tiene la oportunidad de admirar el bosque petrificado, todo el esfuerzo, incluido el complicado traslado desde Morondava, habrá merecido la pena. Desde allí arriba, el paisaje parece irreal. Un horizonte surcado por una maraña de cuchillas grises que se extiende hasta donde alcanza la vista, surcada por abismos, grietas por las que sobresale la vegetación y bóvedas subterráneas. No hay otro lugar en el mundo igual. Caminar por el Tsingy supone adentrarse, sin vuelta atrás, entre las fisuras de un laberinto de propuestas interminables, con miradores, cuevas profundas e incluso un puente colgante estilo tibetano desde donde desafiar tus propios temores.

Probablemente, aunque resulta complejo decantarse con una sola cosa, haya sido aquí, en el Gran Tsingy donde puede que haya vivido mi mejor experiencia en Madagascar.


Parque Nacional Andasibe – Mantadia, refugio de los lemúres más grandes de Madagascar
Tras abandonar el oeste malgache y retornar a Antananarivo (vuelo nacional desde Morondava), dejamos para el final del viaje uno de los espacios naturales que podríamos calificar como irremplazables a la hora de visitar el país. El Parque Nacional Andasibe-Mantadia forma parte de esa larga y fina cicatriz verde que atraviesa el oriente de la isla, siempre flanqueada por las Tierras Altas y el Océano. Su situación, a unas tres horas desde la capital, y las infraestructuras terrestres para llegar a ella, bastante aceptables en comparación con otras áreas dentro de los recorridos que ofrece Madagascar, lo convierte en un lugar más accesible, pero no por ello menos importante y auténtico. Hablamos de un bosque primario de un tamaño considerable de aproximadamente ciento cincuenta y cinco kilómetros cuadrados, el cual esconde extraordinaria diversidad la cual ha logrado escapar a las talas indiscriminadas y la reducción del hábitat de un buen número de animales.

Entre sus habitantes destacan once tipos de lémures y más de un centenar de especies de aves, por no hablar de reptiles, anfibios e insectos endémicos de la isla. O, como el caso del indri, el lémur más grande de cuantos existen, se trataría del principal refugio natural donde intentar contemplar y, sobre todo, escuchar, a este prosimio de pelaje blanquinegro. Y es que su potencia vocal, que no sus agudos, puede ser comparable a la de los monos aulladores típicos de las selvas de Sudamérica y América Central, por lo que cuando vocifera, el sonido producido puede recorrer no pocos kilómetros.

Dos sectores dividen este gran parque: Analamazaotra (o Andasibe), más pequeño y cercano a los alojamientos, y Mantadia, bastante más salvaje y remoto, con senderos bastante exigentes y menos transitados por la complejidad de la operativa. Lo normal en un viaje dedicado a explorar diversas regiones del país, es hospedarse en el entorno de Analamazaotra, a ser posible en un hotel lo más próximo posible al área protegida, y dedicar entre uno y dos días a disfrutar de esta Reserva de la Biosfera. El mejor ubicado e integrado en la naturaleza, sin lugar a dudas, es el Feon’ ny Ala pero las habitaciones son básicas y el mantenimiento/servicio bastante justo, aunque mi opinión es que merece la pena quedarse, sobre todo si se quiere disfrutar de la naturaleza exuberante del parque, acudir caminando a la entrada y hacer por cuenta propia (o con guía) un rastreo de fauna por la noche, ya que se deja ver con cierta facilidad el lémur ratón así como distintas especies de camaleones y de aves. Para gustos más exigentes y una mayor confortabilidad, existen otras opciones interesantes como Mantadia Lodge o Soanala.

Conviene tener en cuenta que aquí el clima es fresco, sobre todo por la noche, y húmedo durante los doce meses del año, razón de la prominencia de su vegetación. Helechos arborescentes, orquídeas, lianas y troncos cubiertos de musgo crean un paisaje que parece salido de otro tiempo. La visita, a través de senderos bien señalizados, requiere transitar una serie de corredores donde los guías locales, muy conocedores de estos bosques primarios, tienen buen ojo y oído para localizar las distintas especies como el sifaca de diadema (Propithecus diadema), uno de los más bellos y fotogénicos entre los lémures o camaleones. Por supuesto aves como el martín pescador pigmeo, geckos de cola de hoja y, cómo no, la gran estrella del parque, el ruidoso indri.


Sin duda la del indri es la experiencia religiosa por antonomasia en Andasibe – Mantadia. Sus alaridos matutinos utilizados para comunicarse entre miembros y aprovechar a marcar su territorio, recuerdan a lamentos enloquecidos que se expanden en un largo radio por el dosel de la selva. Estos sonidos los emiten desde las copas de los árboles, mientras aprovechan a masticar hojas y frutos, exhibiendo ante los primeros rayos de sol su pelaje negro y blanco sin cola (una rareza entre los lémures) y un rostro muy expresivo iluminado por el ámbar de sus ojos así como unas grandes orejas oscuras por las que no pocos le comparan con Mickey Mouse en su versión malgache. Puedo asegurar después de vivirlo que escuchar el canto melancólico del indri en su hábitat natural resulta impactante, pues está resonando como un eco el corazón de todo un país como es Madagascar.

NOTAS SOBRE ESTAS ESTAS EXPERIENCIAS PRÓXIMAS:
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- En ocasiones se suele dedicar una visita al islote Vakona, con varias especies de lémures reintroducidas (muchos fueron rescatados tras requisarlos por haber sido víctimas de comercio ilegal y trata de especies), entre los que destacan los sifakas y los lémures del bambú. Se realiza una breve travesía en canoa y en el entorno hay varios cocodrilos del Nilo, así como tortugas terrestres (la famosa radiada) y múltiples especies de aves. Para observación y fotografía de fauna a corta distancia parece idóneo. Y, aunque los lémures viven en un entorno semi-natural, su libertad está limitada por el agua que rodea la isla y la dependencia de alimento proporcionado. Si bien este espacio ayuda a la conservación y educa sobre la biodiversidad malgache, la interacción directa con humanos y la estructura de visitas guiadas (donde la comida es un incentivo cuando no debería) le dan un aire de exhibición que puede hacer sentir más cerca de un zoológico ético que de un santuario puro.

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- Sí recomiendo vivir, al menos una vez, una sesión de rastreo de fauna nocturna en el entorno de la Reserva Analamazaotra, ya sea con guía local que te ayude a detectar los animales en su estado salvaje, mayoritariamente lémures ratón, camaleones, geckos, anfibios e insectos, o por tu cuenta con una linterna y altas dosis de ilusión y paciencia. Esto se suele llevar a cabo cerca de la carretera como sucede en el caso de Ranomafana. Se aconseja la utilización de luces rojas, que no resultan molestas para los animales.

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- A algo más de mitad de camino desde Antananarivo a Andasibe, hay una reserva llamada Peyrieras. Fundada originalmente por un ciudadano francés, esta reserva privada de dos hectáreas ha evolucionado hacia un centro de exhibición y educación, aunque me temo que su esencia parece más zoológica que silvestre. Alberga una impresionante variedad de fauna endémica como camaleones, lémures, ranas, geckos, serpientes y mariposas, todos ellos en recintos artificiales como invernaderos y jaulas, diseñados para mostrar la biodiversidad de Madagascar a visitantes en un formato accesible, sin depender de las condiciones impredecibles de los parques nacionales pero, si de Vakona hablábamos de aire de exhibición, este tiene un tufo tremendo a falso santuario.

¿Qué lugares me gustaría visitar si regresara de viaje a Madagascar?
Tras conocer todos los rincones mencionados en este escrito que, no pretende ser una guía sino una relación mezclada de lugares favoritos, algunas recomendaciones útiles y, por tanto, una versión personalísima y subjetiva de un viaje a Madagascar, debo decir que ME ENCANTARÍA VOLVER. Porque esta isla es gigantesca y quedan muchas cosas en el tintero si se lleva a cabo un solo viaje, como resulta lógico. Así que… ¿Qué haría si tuviese la fortuna de poder viajar de nuevo a Madagascar?

Si regresara a Madagascar, me gustaría recorrer con calma el norte de la isla, una región que combina naturaleza salvaje, playas paradisíacas y una cultura profundamente criolla. Allí aguardan el Parque Nacional de Ankarana, con sus tsingy afilados y grutas pobladas de murciélagos, también los famosos tsingys rojos, con un pasado geológico diferente pero no menos impresionantes, el Montagne d’Ambre, un oasis verde donde las cascadas brotan entre bosques de niebla; y, más al norte, la bahía de Diego Suárez, con su mezcla de montañas, mar turquesa y aldeas de pescadores. No faltaría una escapada a las islas de Nosy Be, Nosy Komba o Nosy Tanikely, donde el tiempo se diluye entre arrecifes de coral y puestas de sol infinitas.

También me atrae la idea de deslizarme por el Canal de Pangalanes, esa red de lagos y vías fluviales paralela al océano Índico que serpentea por la costa este. Por un lado disfrutar de la navegación, dormir en una cabañita junto al canal, escuchar los sonidos de la selva, rastrear al esquivo Aye Aye, olfatear las plantaciones de vainilla y despertar por las mañanas con la luz filtrándose entre los manglares. Eso sería, sin duda, una de esas experiencias que resumen la esencia de Madagascar: la mezcla perfecta entre lo salvaje y el aspecto humano.

Y, por supuesto, hacer coincidir el viaje a Madagascar con el famadihana, la ceremonia malgache del “retorno de los muertos”. Ser testigo de algo más que un mero ritual fúnebre, sino toda una celebración de la vida con la que no olvidar a quienes ya se fueron. Las familias abren las tumbas de sus antepasados, envuelven los restos en nuevos sudarios y los sacan al ritmo de la música, mientras todos bailan, cantan y comparten comida y ron. Me declaro absoluto admirador de este tipo de tradiciones ancestrales que permanecen vivas y que dan para un tratado de antropología avanzada.

TEST RÁPIDO CON CONSEJOS PARA VIAJAR A MADAGASCAR
Aquí tenéis una lista de preguntas y respuestas cortitas y al pie con información práctica y útil para viajar a Madagascar:
- ¿Hace falta visado para viajar a Madagascar? → Para viajes de hasta quince días no se requiere visado alguno. A partir de ahí hasta los noventa días, sí, pero obtenerlo es tan fácil como presentarse en el aeropuerto (visa on arrival) y adquirirlo in situ en un brevísimo trámite (el coste para 2025 es de 35€ para estancias inferiores a treinta días, 40€ hasta dos meses y 50€ hasta tres meses). Si se desea hacer con antelación de manera electrónica y ahorrarse las posibles colas del aeropuerto, que tampoco es que sean exageradas, es posible adelantarse y solicitar/pagar la autorización de entrada de manera online a través de la web oficial evisamada-mg.com. Eso sí, conviene revisar que el pasaporte tenga una validez mínima de seis meses (a contar desde el último día que se va a estar en el país).

- ¿Qué aerolíneas vuelan a este destino? → Madagascar, con su principal puerta de entrada en el Aeropuerto Internacional de Ivato en Antananarivo, es accesible a través de varias aerolíneas internacionales que operan vuelos directos o con escalas desde Europa, África y Asia. La aerolínea nacional, Air Madagascar, maneja tanto rutas domésticas como algunos internacionales, conectando con destinos como París o Johannesburgo. Pero lo habitual es acudir a otras compañías internacionales como Air France, que ofrece vuelos directos desde París (CDG), KLM desde Ámsterdam (AMS), Turkish Airlines, con salidas directas desde Estambul (IST) e incluso Ethiopian Airlines, operando desde Addis Abeba (ADD). El precio del billete, en función de la temporada u ofertas parte de los 750€ y hasta 1000€ se consideraría un precio normal para una ida y vuelta a este país. Pero, dada la inflación actual, ya no parece tan raro encontrarlos a un coste superior.
. - ¿Cuántos días son recomendables como mínimo para este viaje? → Un país grande con tiempos largos entre un punto y otro requiere tiempo. Y, no sólo tiempo, no pecar de querer abarcar demasiado porque se haría tremendamente duro e “indisfrutable”. Nunca iría a Madagascar menos de quince días. Tres semanas ya te da para saborear bien el país y poder acceder a una mayor diversidad de territorios visitables. Me parece el ideal, aunque no para hacer norte y sur sino quedarse con una de ambas. Creo, que a no ser que se cuente con muchas semanas, Madagascar es uno de esos destinos que dan para organizar más de un viaje.

- ¿Madagascar es un destino seguro? → A pesar de su fragilidad política y de un clima social complejo, sobre todo en las ciudades grandes tipo Antananarivo, no me pareció un destino inseguro en absoluto de cara al turismo. Sin conflictos armados ni zonas restringidas, creo que las carreteras dan más miedo que los posibles delincuentes, lo que no quita que no apliquemos la lógica y guardemos ciertas precauciones. Debemos permanecer siempre atentos a las normas locales, respetar las tradiciones (enterarse de los fady o tabúes a nivel religioso, que varían en cada comunidad). La población es ciertamente hospitalaria, aunque tímida con el foráneo, y se percibe un ambiente bastante relajado para el viajero. Como siempre, aconsejo llevar el mejor seguro de viaje (recomiendo IATI, con un descuento para seguidores de El rincón de Sele) con las mayores y mejores coberturas médicas posibles.
- ¿Es obligatoria alguna vacuna? → No hay vacunas obligatorias para visitar este país, salvo si se proviene de un destino donde la fiebre amarilla sea endémica (habiendo estado más de doce horas antes de acceder) cuando sí te exigirán la correspondiente cartilla de la vacuna contra la fiebre amarilla (En España no ponen esta vacuna a mayores de 60 años, por lo que se debería llevar un certificado médico donde se exime de la misma). Como recomendación general se sugiere tener al día las vacunas habituales (tétanos, hepatitis A y B, tifoideas, etc.) y visitar un Centro médico o de vacunación internacional para contar con información más precisa y actualizada.

- ¿Se puede hacer por libre o por agencia?→ Viajar a Madagascar por libre es posible, por supuesto, pero presenta desafíos cruciales como carreteras en mal estado (o directamente inexistentes), un lamentabilísimo e ineficaz transporte público así como una logística compleja de reservas en parques nacionales, donde los guías son obligatorios. Organizar vuelos domésticos, encontrar alojamientos fiables (aunque esto lo veo menos difícil) y gestionar traslados en áreas remotas como el Tsingy de Bemaraha u otros requiere tiempo, paciencia y un profundo conocimiento local. Los posibles imprevistos pueden frustrar incluso a los viajeros más experimentados. Optar por una agencia especializada con amplio conocimiento y experiencia en el destino sería la recomendación más honesta para aprovechar al máximo Madagascar, especialmente para quienes buscan una experiencia inmersiva y bien estructurada dentro del caos que a veces se sucede en el horizonte. Quizás el viaje por cuenta propia alquilando vehículos pueda ser para rutas más cortas partiendo desde la capital, pero no para viajes de dos a tres semanas, o más.

- ¿Cuál es la mejor época del año para visitar Madagascar?→ El periodo más propicio para viajar a Madagascar es la temporada seca, que va de abril a octubre, aunque dentro de este intervalo me inclinaría por junio-julio-agosto-septiembre, con un clima es más fresco y seco y las carreteras están en mejor estado (o menos barro que cuando acaba de terminar la temporada de lluvias) así como unas mejores condiciones para transitar por los parques naturales. Septiembre, además, es muy buen mes para coincidir con el famadihana y tener la oportunidad de asistir a alguna ceremonia fúnebre.

- ¿Existe algún código de vestimenta?→ Madagascar es un país muy tolerante con los visitantes y no se conocen restricciones particulares sobre la ropa que debemos llevar. Sí se recomienda el uso de manga larga, aunque sea fina, para cuidarse del calor (crema protectora imprescindible) y, por supuesto, protegerse de los posibles, mosquitos, sobre todo con la salida del sol y el atardecer. En zonas de selva tampoco parece buena idea el pantalón corto, de cara a evitar rasguños, insectos, etc.

- ¿Cómo tener internet en el móvil desde el principio?→ Una opción muy práctica es adquirir una tarjeta antes del viaje o al llegar al aeropuerto. En mi caso me llevé una eSIM (tarjeta virtual que dejé ya instalada en el teléfono móvil antes de salir) para funcionar aquellos días. La cobertura es bastante buena en las ciudades y rutas principales, aunque un tanto limitada en áreas remotas, sobre todo cuando te adentras zonas muy despobladas. Puedes adquirir aquí una eSIM Holafly con rebaja para utilizar en Madagascar y llevarla instalada de casa.

- ¿Organizarás más viajes a Madagascar con lectores de El rincón de Sele?→ Si bien Madagascar no entra en los planes de viajes de autor de 2026, nunca se sabe cuándo volveremos a hacerlo. Para el año que viene seguro organizo Angola (11-26 de abril, plazas disponibles) y un safari a Kenia y Tanzania (salida 17 de agosto, plazas agotadas). Si quieres formar parte de uno de los viajes que vayamos lanzando con esta temática (u otra), ponte en contacto conmigo.

CONSULTA LOS PRÓXIMOS VIAJES DE AUTOR (haz clic sobre el banner):
Madagascar, un rincón del mundo maravilloso que no resulta en absoluto fácil pero que te ofrece todo lo que tiene con los ojos cerrados. Auténtico como pocos he podido visitar en mi vida, con una fauna extraordinaria y unos bosques tropicales en peligro si nadie lo remedia. Por supuesto, hablamos de café para los muy cafeteros, pero no para meros catadores ocasionales de café sino para quienes se dan cuenta de que la taza que tienen entre manos es única y que, a pesar de que su sabor a veces pueda parecer agridulce, saben paladear y disfrutar de cada sorbo como si fuera el último. Porque Madagascar está hecha para quienes aprecian los destinos de verdad, sin artificios, personas que se toman en serio el proceso de documentarse e informarse bien de los sitios a los que van, que no caen en la tentación de las comparaciones disparatadas y que priorizan la experiencia en el terreno sobre el confort. Gente que no se mueve simplemente… sino que VIAJA. Nada más y nada menos, con todo lo que ello supone.

Quiero agradecer a las personas que, durante este viaje de autor, pusieron su granito de arena para hacer juntos un sendero repleto de baches pero cargado, sin duda, de muchos buenos momentos. Porque si de todos los viajes se aprende algo, de Madagascar puedo asegurar que las muchas lecciones aportadas cabrían en una biblioteca. Viajar es sinónimo de saber, experimentar, errar, levantarse y, cómo no, tejer nuevos sueños mientras continúas tu camino.

¡Salud y viajes!
Sele
+ En Twitter @elrincondesele



