Bután, cuando la felicidad es un lugar - El rincón de Sele

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Bután, cuando la felicidad es un lugar

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Arranco una hoja más de mi vieja libreta de papel garabateada de forma inútil donde suelo tomar notas durante esos instantes de tranquilidad en mi habitación de hotel. Se me hace tan complicado describir todo lo que este viaje a Bután me está haciendo sentir, que tengo la percepción de no ser capaz de lograr transmitir ni la mitad de algo que ha superado todas mis expectativas. Aún quedan unos minutos para reunirnos abajo en el comedor y asimilar juntos un prolongado adiós al pequeño país al que dan sombra los Himalayas que tantos buenos momentos nos ha regalado. Me asomo al balcón y contemplo absorto los arrozales del valle de Paro bajo los intensos colores que denotan su inminente recolección. Más lejos, en los cortados rocosos de una inmensa montaña verde, algunos templos blancos languidecen entre una neblina espesa y danzante. No quito ojo al Nido del Tigre, la razón por la que estoy aquí, una magnífica excusa por la que un día deseé con todas mis tocar este paraíso de paredes blancas y techos dorados con propias mis manos y, por el cual, dejarme persuadir por los encantos, que son muchos, de un Reino el cual, sonrisa a sonrisa, me ha demostrado que existen ocasiones donde se demuestra que, en efecto, la felicidad es un lugar.

Sele en el Nido del Tigre (Bután)

Ya no caben más vueltas en el molino de oración en este viaje. Todos los mantras se han esparcido por los cielos despejados en el lado sur de la gran cordillera del Himalaya. Los colores de las banderas en los pasos de montaña ilustran las plegarias de los valles más verdes y puros que recuerdo, de cada fortificación, de cada monasterio…de cada estupa cargada con las creencias de los lugareños que saben que mientras su fe se mantenga en alza, sobrevivirá un lugar único en la Tierra. Porque Bután, lo creamos o no, es un conmovedor ejemplo de que mientras siga existiendo tal y como es, podremos tener motivos para la esperanza en el mundo en que vivimos. 

Érase un viaje a Bután, el país utópico que se volvió real

He tenido la suerte de viajar a en torno un centenar de países a lo largo de mi vida. Pero las singularidades de Bután no las he hallado en ningún otro lugar. Un reino anclado en sus tradiciones y cerrado al turismo hasta las últimas décadas del siglo XX que vio llegar a la televisión en 1999 y a internet un año más tarde. Un modelo de sostenibilidad (turística y económica) basado en un control organizado de las visitas recibidas por medio de la imposición de una tasa mínima diaria de 250 dólares americanos. Un pequeño país que quiso mantener, aunque sin dejar de mirar hacia delante, lo que le había llevado siglos conseguir para seguir siendo él mismo y esquivar, en la medida de lo posible, los efectos más lesivos de la globalización. Donde la conocida e inusual «Tasa de Felicidad Bruta» de sus habitantes cuenta con tanto valor o más que su propio PIB porque para ellos existe la conciencia de que hay valores humanos que deben permanecer muy por encima de los meramente económicos.

Monje budista en Bumthang (Bután)

Antes de llegar tenía algunas dudas sobre si toda la parafernalia de «la felicidad de Bután» era un tema más bien propagandístico, un eslogan, pero me marcho de aquí con la certeza de que he podido conocer un rincón del mundo donde la mirada es limpia y no se escatiman las sonrisas, siempre a tono con un territorio de incalculable belleza. Muchos venimos a Bután por el Nido del Tigre, ese gran objetivo que traspasa la imaginación más atrevida, y decimos adiós con la sensación de haber sucumbido ante la autenticidad de algo tan hermoso que parece imposible sacarlo de su propia utopía. Particularmente me siento incapaz de hacerlo. Porque, aunque no resultara fácil, en Bután fui consciente de que había encontrado lo que tantos años llevaba buscando. Aquí, en el pequeño Reino de los dzongs, las estupas y las banderas de oración.

Entrada del monasterio de Gantey (Bután)

¿Por qué este viaje a Bután ha sobrepasado todas mis expectativas?

Siempre he sido partidario de colocar las expectativas en un sobre en blanco y hacerlas pedazos. Pero con Bután reconozco que me fue imposible. En el pequeño y coqueto reino asiático tenía puestas abundantes esperanzas (y a la vez muchas dudas) de si lo que había leído o me habían contado era real y no se trataba de una exageración. A veces llegué a pensar incluso si mi intuición sobre el destino me había llevado al lugar erróneo. Documentándome de cara al viaje cada palabra o imagen que recibía no hacía otra cosa que alentar eso precisamente, las dichosas expectativas. ¡Ay cuánto peligro conlleva ilusionarse en demasía de cara a un viaje!

Cascada y templo próximos al Nido del Tigre en Bután

Pero sería Bután, incluso desde la propia ventanilla del avión, quien me insuflaría enseguida los mejores ánimos. Tanto a mí como al grupo con el que iba a compartir esta aventura. A todos nos impartiría una lección basada en razones de peso, las cuales día a día, iban confirmando que incluso los pronósticos más optimistas se habían quedado muy por debajo de una asombrosa realidad.

Aterrizaje en Bután

Un país en el que su gente es la mejor noticia

De lo primero de lo que uno se enamora de Bután no es de sus muchos monumentos ni sus extraordinarios paisajes. Son las personas las que han han llevado a hacer de esta experiencia algo inmenso. Como escribí líneas atrás, nadie escatima una sola sonrisa. Todo lo contrario, abundan los gestos cómplices a quienes consideran sus propios huéspedes. Sea en una calle cualquiera, un templo, una tienda, un hotel o un paso de montaña. Los butaneses muestran siempre su positividad y las ganas de hacer sentir bien a las personas con las que se encuentran por el camino. Por no hablar de su predisposición a la fotografía. ¡Les encanta ser retratados! Nunca en un viaje había tenido tanta facilidad para tomar fotos de personas. Pero es que en Bután, incluso cuando estás pensando si les puede molestar, sale de su gente la idea de formar parte de tu álbum de recuerdos del país.

Sele junto a un monje budista en un monasterio de Bumthang (Bután)

Uno de los mejores ejemplos lo pudimos comprobar en el valle de Tang (uno de los cuatro que forman parte de la zona de Bumthang) donde, a pesar de tener un plan determinado, todo el grupo terminó comiendo en la casa en pleno campo de Jigme, el conductor de nuestra humilde expedición. Allí nos sentimos agasajados y tremendamente agradecidos de poder compartir viandas en el suelo de una de las dependencias más ilustres de un hogar típico en este precioso valle.

Comiendo en la casa de Jigme en el valle de Tang (Bumthang, Bután)

Sin duda fueron muchos los instantes en que pudimos palpar la hospitalidad butanesa. Porque ha sido constante durante todos y cada uno de los días la buena predisposición de todo el mundo que ha formado parte de esta andadura asiática.

Familia butanesa en una estupa de Bután

Dzongs, monasterios, templos y estupas en un reino profundamente espiritual

El budismo penetró en el siglo VII desde la cercana Tíbet gracias al Emperador Songtsen Gampo y se fue expandiendo sobre las creencias bon predominantes. La tradición recogería la llegada del Gurú Rinpoche, transmisor de fe y cuyos actos y milagros son parte de las creencias que miden todos los rincones sagrados del país. Allí es visto como un «segundo Buda» y su presencia en omnipresente en todos o casi todos los lugares religiosos existentes en Bután. Cierto es que la mayoría de templos, monasterios y construcciones importantes fueron levantadas en el siglo XVII cuando lo que era un compendio de feudos se unió en un único reino bajo el manto de Shabdrung Ngawang Namgyal, quien llegó precisamente del Tíbet y a quien se considera el auténtico padre de la patria butanesa.

El Gurú Rinpoche y Buda en un templo de Bután

Bajo este líder cada región del país contó con lo que se conoce como dzong, una fortaleza que representa esta curiosa organización territorial. El dzong se trataría de fuerte diseñado con criterios militares para la defensa de la cabeza de distrito. Éste fue ideado para aunar a los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, sin olvidar la importante faceta religiosa por lo que, a su vez, sería un gran monasterio budista. Hoy dicha estructura continúa funcionando de la misma manera y la grandilocuencia de cada fortificación es parte del atractivo de visitar Bután puesto que cabe decir que algunas de ellas son realmente impresionantes. 

Dzong de Trongsa en Bután

Los dzongs de Punakha, Trongsa, Paro, Thimpu o Bumthang son algunos de los más destacados de un país en el que abundan estos complejos que ven sumar el carácter civil y el religioso. Admirarlos, desde la sucesión de murallas y torreones hasta los escuetos corredores del interior, fue un uno de los atractivos de un viaje donde tanto el patrimonio histórico como la espiritualidad del budismo tibetano resultan fundamentales.

Sele en el Dzong de Punakha (Bután)

Y aún no he hablado del Nido del Tigre…

A unos 3.120 metros de altitud, encaramado sobre las paredes rocosas de una montaña que se alza vertical para dominar el valle de Paro, estaba el motivo de no pocas súplicas desde mi adolescencia cuando supe de la existencia del Taktshang o, lo que es lo mismo, el nido del tigre. Marcado como uno de los lugares donde llegó el Gurú Rinpoche a lomos de una tigresa para derrotar a los demonios de la montaña y quedarse varios meses meditando, se trata del máximo ejemplo de la sacralidad del budismo en Bután. Con razón ese templo-monasterio erigido a finales del siglo XVII venciendo al vértigo y cualquier desafío a la lógica, se ha convertido en la postal que mejor define a Bután. Un universo de historias y tradiciones que no se resigna a abandonar su afilada atalaya, aunque para ello necesite de agarrarse con sus garras de tigre para sostener para siempre su silueta incomparable a este lado de los Himalayas.

Nido del Tigre en Bután

Dejamos la guinda del pastel para el último día. Nos fuimos alimentando de Bután jornada a jornada, kilómetro a kilómetro, ampliando nuestros conocimientos, aclimatándonos a la altura y buscando merecer coronar esa cima afilada. Para todos nosotros el Nido del Tigre se convirtió en un reto, en una bendita obsesión. Y llegó en el momento justo, en un día radiante de cielos azules y nubecillas de algodón como ángeles custodios que nos llevarían a acariciar uno de los templos más bonitos del mundo. Lo que sucedió allí arriba no podría resumirlo en unas pocas palabras. Pero tuvo de todo, esfuerzo, emoción, alegría… y muchos abrazos. Incluso una vez en el templo la altura me la jugó durante unos minutos. Porque tenía que pasar, porque el equipo permanecería unido siempre. Desde allí lejos pude contemplar la figura nítida de mi hijo y mi mujer, de mis padres y hermana, de todo aquello que me hace feliz.

Sele en el Nido del Tigre (Bután)

Y en la cumbre, con la vista majestuosa de Su Majestad el Nido del Tigre, el grupo vivió una escena tan sumamente emotiva que se quedará para siempre en mi corazón como una de las cosas más bonitas que he presenciado jamás. No sé si esa persona me estará leyendo, pero su valentía nos dio una lección de vida a todos nosotros, a ese «Equipo Yeti» que convirtió a una selección de extraños en un grupo de grandes amigos. Y es que las cosas no suceden por casualidad. Nunca.

Nido del Tigre en Bután

Además de dzongs, templos y monasterios los elementos religiosos copan buena parte de los escenarios butaneses. Ya en forma de estupas o chortens (las hay de tres tipos, tibetanas, nepalíes y puramente butanesas) o de simples molinos que mueven los mantras con la fuerza del agua. Sin olvidarnos, por supuesto, de las sempiternas banderas de oración con los colores que representan los cinco elementos esenciales (el azul representa el cielo; el blanco, el agua; el rojo, el fuego; el verde, el aire; y el amarillo, la tierra).

Banderas de oración en un paso de montaña de Bután

Un puzzle de paisajes soberbios

Las sinuosas carreteras butanesas permiten acceder donde hasta hace poco era una quimera destinada a unos pocos. Grandes montañas, profundos bosques y bucólicos valles resultan esenciales en la composición paisajística de un país compuesto por una inagotable sucesión de curvas. Aquello es una fotocopia del Edén donde las tonalidades de verde ese cuentan por miles. Nada es capaz de romper el equilibrio de unas panorámicas soberbias. No existen los rascacielos en Bután ni nada que quiebre la armonía que la naturaleza le ha regalado a este territorio. Nadie más concienciado que los propios butaneses para valorar que uno de sus grandes objetivos es preservar su magnífico entorno.

Carretera en Bután

A diferencia del Tíbet, más árido pues los Himalayas sirven de pared que detiene a las lluvias, el país del Nido del Tigre es frondoso hasta el punto de que un amplio porcentaje de su superficie está cubierta de bosques. Parajes que sirven de hogar al tigre de Bengala, al oso del Himalaya, al esquivo leopardo de las nieves, al grotesco takin (con cara de cabra y cuerpo de vaca) y a más de 700 especies de aves, entre las que destacan las grullas cuellinegras que pasan cada invierno en el valles de Phobjikha. O para el Yeti. Sí, para el Yeti. Allí dicha criatura (cuyos avistamientos se documentan por cientos) conocida como Migou cuenta con su propio parque natural en el extremo oriental del país (Santuario de Fauna de Sakteng).

Sele buscando grullas en el Valle de Phobjikha en Bután

Pero la enigmática Bután y sus densos bosques también deja espacio a los picos nevados de seismiles y sietemiles con los que impone una muralla con el Tíbet. Tan cerca y tan lejos a la vez. Llegamos a poder ver las nieves del Jomolhari (7.326 m.) en una mañana esplendorosa desde el Chelela Pass que separa a Paro del valle de Haa entre miles de banderas de oración. Otro coloso sería el Gangkhar Puensum(7.570 m.), el pico más alto de Bután y que, curiosamente, se trataría del único de estas características que jamás ha sido coronado en el Himalaya. ¿La razón? Para los butaneses las montañas más altas son refugios de los espíritus y en ellas el alpinismo está prohibido. Bután es virgen hasta para los escaladores más ambiciosos que, seguramente, tendrán que esperar en vano para ascender a esta u otras cimas del país.

Valle de Tang en Bután

En un territorio plagado de bosques y elevadas montañas la vida se desarrolla en los valles, siempre a merced de veloces ríos cuyas aguas provienen del deshielo de los glaciares del Himalaya. Es ahí donde se extienden las aldeas con casas-granja típicas que mantienen la esencia arquitectónica tibetana típica. Aunque con añadidos butaneses donde destacan no sólo criaturas reflejadas en las paredes sino también la presencia de enormes falos pintados casi en cada casa para atraer la fortuna y expulsar a los demonios. Los tejados plagados de pimientos rojos secándose al sol también es parte de la personalidad butanesa.

Casa típica del valle de Tang en Bumthang (Bután)

Un turismo escaso para los tiempos que corren

Si algo ha conseguido Bután con la famosa tasa mínima diaria de 250$ es escapar de los perjuicios del conocido como turismo masivo. Cerrado a cal y canto hasta finales del siglo XX y con un filtro económico y organizativo bastante evidente es posible que sean aproximadamente 275.000 personas las que visiten este destino cada año. Aunque casualmente el 60% de las mismas provengan de la India, precisamente uno de los únicos tres países (junto a Bangladesh y Maldivas) a los que no se les exige visado para viajar a Bután. Si luego se cuenta que la mayoría visita tan sólo Thimpu, Paro y Punakha, se entiende que en viajes de mayor extensión como ha sido este, nos hayamos encontrado con muy pero que muy pocos turistas.

Chortens en el Dochula Pass (Bután)

Poder acceder a la mayoría de templos, monasterios o dzongs sin gente bajando en estampida con sus palos selfie ha sido uno de los grandes lujos que nos ha permitido Bután. Un paraíso que hemos podido compartir con la gente local que nos ha hecho sentir en todo momento que éramos huéspedes de excepción en su hogar.

Gente local en Bután

Un equipo siempre a la altura de las circunstancias

Está claro que en el caso de Bután la felicidad es un lugar. Pero no puedo obviar, sino más bien todo lo contrario… agradecer a todas y cada una de las personas que han formado parte de esta gran experiencia vital. Bea, Adelaida, Isa, Jony, Piluca, Carmen, Maite, Juana, Isa (mi sombrerera favorita) o Pilar son los nombres que quedarán guardados a fuegos de mi primer viaje a Bután. Su predisposición, ilusión, ganas y buen humor han sido claves para hacer aún mejor si cabe una experiencia que recordaré toda la vida.

He aquí mi Equipo Yeti en Paro (Bután)

También me gustaría agradecer su comportamiento y profesionalidad a Mandhoj, nuestro joven guía butanés (de los tres o cuatro que hablan español), a Jigme, quien nos condujo a los rincones más fascinantes del país. Y por supuesto al equipo de Pangea que me ha enseñado que los sueños están para cumplirse. Muchos grandes viajes nos esperan. De eso no me cabe ninguna duda.

Sele y Mandohj en Punakha (Bután)

Viajar a Bután, 100% recomendable

Quien esté buscando un destino aún insólito, casi virgen en cuanto a visitantes y con un carácter muy poco mancillado a causa de la globalización, tengo que decir que Bután lo tiene todo para conformar uno de los viajes más apasionantes que se pueden llevar a cabo en Asia. Sería algo así como el Tíbet que una vez fue y lamentablemente no volverá. Por eso, la oportunidad de viajar a Bután resulta excelente para conocer hoy día uno de los pocos destinos puros que nos aguardan en nuestro planeta. Algo que cada vez resulta más complejo.

Sele en un templo de Bumthang (Bután)

La pregunta que mucha gente me ha hecho estos días es si volveré a Bután. Y la respuesta es clara. Por supuesto que lo haré. Pero lo haré… ¡contigo!

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Entrevista en radio sobre Bután

Ya puedes descargarte y escuchar el audio de la entrevista que me hicieron en Paralelo 20 de Radio Marca nada más regresar de Bután.

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Viajes de autor (Viaja con Sele)

Estoy pensando en repetir un viaje de autor con un grupo pequeño a Bután para el año 2021. Si te interesa recibir información, ponte en contacto conmigo.

 

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