Visitando una colonia de elefantes marinos en Punta Ninfas
Aún recuerdo en un lugar de la Patagonia argentina llamado Punta Ninfas unas miradas que alternaban inocencia con ternura y, a su vez, con cierto temor hacia nosotros. En aquella playa solitaria separada de la estepa patagónica, hábitat de guanacos y ovejas, por un cortante acantilado, hacía escasos días que se había apostado una colonia de elefantes marinos junto a sus crías. Cuando llegamos hasta allí desde Puerto Madryn atravesando carreteras de ripio no nos esperábamos ver tantos miembros de una de las especies más interesantes que se agarran a los coletazos más australes del continente americano. Punta Ninfas, en Patagonia atlántica, es un auténtico santuario de la vida marina de la que apenas se escucha hablar.
Sentarme en la playa junto a los elefantes marinos e ir tratando de ganar su confianza para acercarme más a ellos fue uno de los mejores regalos que pude obtener en suelo patagónico.
BENDITA CASUALIDAD
La visita a Punta Ninfas vino por la más pura casualidad. Durante mi estancia en la localidad de Puerto Madryn, al noreste de la provincia del Chubut, me fui dejando llevar por la inercia de saber que tenía el tiempo que necesitara para hacer lo que quería. Los planes surgían día a día y la gente que iba conociendo me aportaba nuevos conocimientos sobre una zona realmente interesante que dista mucho de la Patagonia de los glaciares, mucho más transitada por el turismo nacional e internacional.
En un bote con el que salimos desde el puerto de la ciudad de Madryn, curiosamente fundada por galeses aunque siempre había sido territorio del indio Tehuelche, mientras observaba gran cantidad de delfines saltando a un lado y otro de la embarcación, entablé conversación con un viajero brasileño y unas chicas holandesas. El brasileño, que en apenas unas horas tenía que emprender el viaje de vuelta a su país, nos habló sobre que se había quedado con ganas de ir a un lugar apartado conocido como Punta Ninfas en el que alguien le había comentado se empezaban a ver por primera vez en la temporada a los elefantes marinos. Me quedé con la copla e indagué al respecto hasta que esa misma tarde, en compañía de las holandesas, conseguimos un coche que nos acercara a ver si era cierto lo que nos habían contado.
Yo me había hecho amigo de un personaje llamado Martín que gestionaba una de las muchas agencias que ofrecen excursiones en Puerto Madryn (en la Avenida Julio Roca están casi todas) para visitar Península Valdés, Punta Tombo o realizar actividades tales como rutas en bicicleta, snorkeling con leones marinos y gestiones en torno a billetes de avión o autobús. En su trabajo en Categoría Patagonia también me informaba de lugares a los que ir y me buscaba plaza como polizón en alguno de los vehículos que salían a los mismos. Se portó fenomenal conmigo, algo que le estaré siempre agradecido.
En aquella avenida, plagada de los clásicos hoteles junto a la playa se gestaron muchas aventuras, entre ellas la que estoy tratando de relatar.
RUTAS DE RIPIO ENTRE PUERTO MADRYN Y PUNTA NINFAS
Martín me presentó a Carlos, uno de los mayores expertos en Naturaleza de las costas patagónicas. Un tipo que había sido capaz de ir a pie desde Puerto Madryn hasta Puerto Montt en Chile, atravesando las llanuras desérticas y cruzar los Andes. Y que se las sabía todas sobre leones marinos, elefantes, guanacos y hasta orcas, a las que había visto bien cerca en su técnica de caza por varamiento intencional, en la que tocan la playa y arrastran a sus víctimas hacia el mar.
Carlos estaba convencido de que los rumores sobre la presencia de los elefantes marinos en Punta Ninfas, su rincón favorito de Patagonia, eran ciertos. Estábamos en época de que aparecieran y nuestras posibilidades de avistar a estos grandes mamíferos eran grandes.
A Punta Ninfas llegamos tras recorrer las carreteras nº1 y nº5, en su mayor parte compuestas de grava, lo que los argentinos vienen a llamar rutas de ripio. Lo malo de estas carreteras está en que las lluvias las dejan impracticables y es necesario un todoterreno y un buen conductor que no se quede atrapado en el barro. Estábamos de suerte, Carlos era uno de ellos. El ripio mojado era pan comido para él y en apenas hora y media cubrimos los 77 kilómetros que separaban Puerto Madryn de nuestro destino.
PUNTA NINFAS Y LOS LEONES MARINOS
Los guanacos en la distancia nos vieron llegar hasta donde el coche no podía continuar más. Era el filo del acantilado bajo el cual estaba la playa que buscábamos. Aquel lugar impresionaba por su soledad, la dureza de sus rasgos y el viento crudo que hacía chocar el mar contra los riscos. Era uno de los muchos fines del mundo que jalonan la silueta de la Patagonia Atlántica, esa región en la cual se miden cientos de kilómetros de aparente vacío como apenas unos puntitos en el mapa.
Carlos nos pidió nos asomáramos y observáramos la playa que desde arriba parecía bien lejana. Apreciamos cambios de tonalidad en la arena, pero ayudados por prismáticos o el zoom de la cámara de fotos corroboramos lo que se venía hablando en Madryn en las últimas horas… los elefantes marinos ya habían llegado. Y yo no podía estar más contento y, a la vez, más nervioso.
Bajar caminando por aquel acantilado no fue lo confortable que imaginaba pero, paso a paso, mirando bien donde pisaba y, por supuesto, siguiendo los consejos del amigo Carlos, tanto las chicas holandesas como yo fuimos superando obstáculos y acercándonos más al inicio de la playa. Demasiado torpe para tener serias posibilidades de darme algún trompazo, demasiado ilusionado para que una mala pasada no me chafara el momento. Y al final pudo más la ilusión que la torpeza.
No había visto una playa como aquella en la vida, tan solitaria, tan lejana y tan salvaje. Probablemente si retrocediéramos en el tiempo seiscientos años, antes si quiera de que los europeos arribaran a aquellas costas, el escenario sería absolutamente el mismo. Las piedras del suelo distaban mucho de las playas idílicas de postal con arena fina, palmeras y agua turquesa. Aquel lugar era diferente, más agreste, más tosco, pero a su vez absolutamente idílico en su soledad y en su fuerza.
Apenas a unos 50 metros teníamos a un grupo dispersado de elefantes marinos, muchos de ellos jóvenes, aunque con un macho bien vigilante con su característica nariz o trompa que le da nombre a la especie. Esto se debe al dimorfismo sexual que ocurre en tantos y tantos casos en la naturaleza y que busca marcar la diferencia con otros miembros de la colonia y servir de atractivo a su potencial pareja. Aquel macho dominante no era de los más grandes que Carlos había visto, algunos de los cuales podían superar los cinco metros y las cuatro toneladas de peso. En mi caso, que era la primera vez que observaba elefantes marinos tanto en libertad (tampoco los había visto en un zoológico) era como si estuviera delante de un dinosaurio.
Ocasionalmente el macho, que parecía estar al cargo de la manada, nos deleitaba con unos bostezos que nos hacía recordar que tenía una boca enorme provista de colmillos bien afilados con los que desgarrar y masticar sin problemas el pescado, los pulpos o calamares que forman parte de su dieta diaria. Nada más, por si acaso. Tampoco me daba la impresión que el animal tuviera cara de que le estuviéramos incomodando, al contrario, sin quitarnos el ojo de encima buscaba tumbarse para estar más cómodo.
Junto a él había otros miembros más jóvenes esparcidos alrededor, y un grupo de lo que parecían crías, que se juntaban más las unas con las otras a medida que nos íbamos acercando más. El silencio era tan sepulcral que el único ruido que hacíamos provenía de nuestros pies pisando las piedrecillas que formaban el suelo de aquella playa. El eco de cada movimiento, e incluso de las olas del mar, se potenciaba al máximo con el eco que se debía a la cercanía de la gran pared de roca que abrigaba aquel apostadero. Carlos nos mostró cómo con cuidado, silencio y respeto podíamos ir aproximándonos más a la zona en la que estaban los elefantes marinos. Recuerdo que abandoné la mochila allí mismo hasta mi vuelta para tener las menos molestias posibles. Quería estar cerca de ellos, tumbarme al lado, mirarlos, fotografiarlos… y sentirme en mitad de una escena que hasta hacía no demasiado tiempo había visto tan sólo en los documentales de la televisión.
Parecía que las chicas se aburrieron pronto de estos animales y Carlos no tuvo más remedio que acompañarlas hasta el final de la playa. Fue entonces mi momento, en el que cada avance, aunque fuera de centímetros, era un premio para mí, un hálito de confianza con respecto a los animales. Las crías, más temerosas, se juntaban más y avanzaban también arrastrando sus barrigas hasta formar una sola mole con algo más de ocho o nueve miembros. Sus miradas eran un espejo vestido de expresividad. Era como si dejaran leer sus pensamientos y temores en aquellos ojos oscuros y redondos.
Distaba de sus mayores enemigos en mar, que son la orca y el tiburón blanco, depredadores que tienen en los elefantes o los leones marinos sus más deliciosos manjares. Pero no distaba, lamentablemente, de la forma que tiene su enemigo más «irracional e ilógico», el hombre. Los humanos han sido quienes les han sacado de su entorno, quienes les han cazado para arrancarles la piel. Los patagones, los nativos que siempre habitaron aquellas tierras, los cazaron para alimentarse, por su propia supervivencia. Pero fueron otros quienes fueron cruelmente en perjuicio de una población que ha disminuido demasiado en número. Por fortuna en Patagonia hay santuarios naturales como este en los que se les protege y pueden vivir como siempre lo hicieron.
Mis intenciones eran otras y mucho más simples. Observarlos, ver cómo se movían, cómo unos iban y venían de nadar en el mar, cómo era su vida en aquel espacio ajeno a todo lo que había conocido antes. Carlos y las chicas se alejaron cada vez más y no pude evitar recostarme sobre las piedras, que a pesar de estar frías y mojadas no las sentía en absoluto. Los animales parecían mucho más calmados, como si hubiesen comprendido que no venía a hacerles nada malo. Y mientras tanto no quería hacer más que absorber todos y cada uno de los segundos que se apuntaban un tanto en el reloj, no dejar a mi mente viajar más allá de aquella playa, más allá de Punta Ninfas, lugar que se convirtió en uno de los templos emocionales de mi travesía como mochilero en América.
Mi imaginación no tuvo que echar a volar porque estaba allí, desplegada en las cortas aletas delanteras de los elefantes, en las miradas de inquietud de las crías, en quienes volaban ágilmente sobre las olas a escasos metros de la orilla. Las pieles, manchadas con la sangre no sólo del pescado que acabarían de comer y de sus propias heridas, temblaban entre un universo que buscaba dilucidarse entre el gris y el marrón. Yo no me considero un entendido en animales marinos ni fauna alguna, sólo alguien que buscaba encontrar la perfección original de la Naturaleza que todavía se conserva en lugares del mundo como aquel. Durante minutos congelé aquellas imágenes de elefantes marinos en Punta Ninfas y, por fortuna, mis recuerdos me han permitido traerlas aquí y compartirlo con quien tenga menester leer estas palabras.
En cierto modo el mundo está hecho para que podamos observarlo con nuestros propios ojos y vivir momentos en plena sintonía con él.
¿Te has quedado con ganas de más? Pues no te pierdas el vídeo que grabé a los elefantes marinos de Punta Ninfas.
¡Salud y viajes!
Sele
+ En Twitter @elrincondesele
10 Respuestas a “Visitando una colonia de elefantes marinos en Punta Ninfas”
Impresionante lugar e impresionantes los elefantes marinos.
Gracias por compartir las imágenes.
Un saludo y muchas gracias.
Vaya! si que conozco ese paisaje, soy del sur de argentina, mas al sur de donde estas vos, de Comodoro Rivadavia. Y la fauna es unica! al igual que las playas…Gracias por compartir tu experiencia.
Tu relato me ha transportado allí por momentos. Tiene que haber sido una experiencia increíble. ¡Ojalá algún día pueda tener la mitad de suerte que tú!
Por cierto, nunca me había animado a comentar en tu blog, pero lo sigo desde hace un tiempecito y me declaro fan. ¡Tus historias me animan a viajar!
Saludos de una murciana afincada en Bélgica.
Que envidia me gustaría ir a conocer y aventurarme así, espero algún día poder hacerlo, me encanto el articulo felicidades.
Hola.
Me gustaria hacerte una pregunta.
En que epoca visitaste Punta Ninfas. Me gustaria ir en Marzo de 2015 pero no se si hay elefantes marinos en esa epoca.
Muchas gracias
Hola Gastón,
Pues yo los vi a primeros de marzo, que acababan de llegar. Lo que tienes que hacer es preguntar a los de las agencias, que lo sabrán. Pero cuando llegues. En Categoría Patagonia, que es a la que fui yo, por ponerte un ejemplo. Ellos saben cuándo llegan o no 😉
Suerte!!
Sele
Es impresionante la fauna que tiene Argentina. De hecho este país, en cuanto a naturaleza se refiere es de los mejores del mundo para viajar. Aun haciendo la ruta típica y con las comodidades de turista, se disfruta pero si lo haces en mochila, como hiciste vos y con la ruta sobre la marcha, no tiene desperdicio.
Un saludo
Ares
Patagonia es una maravilla, se haga como se haga. Me encantaría regresar y seguir descubriendo rincones.
Buenas, por donde bajaste? porque yo llegué hasta ahi pero no supe por donde bajar a la playa. los vi desde el acantilado.
Saludos
[…] hablé, con algunas fotografías de por medio, sobre una maravillosa experiencia que me llevó a visitar una colonia de elefantes marinos en un rincón solitario y privilegiado de la Patagonia argentina llamado Punta Ninfas. La […]