Querido anecdotario viajero
No es raro en las conversaciones con amigos, conocidos (y no tan conocidos), que me lleguen casi siempre dos cuestiones concretas sobre los viajes que he tenido la suerte de realizar a lo largo de mi vida. Una de ellas es cuál o cuáles son mis países preferidos, algo de lo que ya me mojé lo suficiente hace unas semanas en este blog (aunque no estoy convencido si diría lo mismo si tengo que redactarlo hoy). La otra tiene que ver con esas anécdotas o curiosidades que me han sucedido estando de viaje. Buena parte de quienes hacen este tipo de preguntas os aseguro que buscan cosas escabrosas, cuanto más chungas mejor. Pero vaya, a día de hoy no he temido aún por mi vida, aunque sí he podido pasar cierto miedo, y no es intención decepcionar al personal ávido de sucesos truculentos contando alguna de estas historias más o menos peculiares.
Más que de asuntos retorcidos o morbosos, hoy me gustaría estrenar nueva sección sección. Su título «Querido anecdotario viajero» y el objetivo, compartir con vosotros algunas anécdotas curiosas, unas más simpáticas y otras no tanto, que tienen que ver con lo que el mundo me ha mostrado hasta ahora y, sobre todo, con cómo me lo ha mostrado. Unas líneas sobre las que hay una buena historia detrás y que, algún día, quien sabe si tomando juntos un café en Madrid, un té a la menta en Marruecos o un chocolate en Groenlandia, conformen una buena ocasión de profundizar mientras conversamos de viajes.
Anécdotas de mi cuaderno de viajes (I)
Esta mañana me he levantado recordando algunos momentos increíbles vividos en estos años y me ha entrado algo de nostalgia. Tengo puesta de fondo música de piano y violines de los geniales The Piano Guys (para la inspiración es lo más), entra el aire fresco por la ventana, algo que en un caluroso verano, se agradece, y Unai anda de paseo con sus abuelos, por lo que la casa a estas horas se ha quedado tranquila. Es decir, es un momento propicio para poner negro sobre blanco y dejarme llevar por esos recuerdos. Veremos qué sale de aquí. Soy consciente de que la brevedad no es la mayor de mis virtudes, si es que cuento con alguna destacable. Pero para esta ocasión prometo ser más conciso y, de hecho, soltar unas pinceladas que dejen este anecdotario lo más abierto posible.
Érase una vez…
+ Un coche estropeado en Botswana, justo a la entrada del Chobe, uno de los parques naturales más salvajes del continente africano. Con la mayor densidad de elefantes del planeta y una buena muestra de depredadores como leones, leopardos, hienas, etcétera. Todos los ocupantes de éste y otro vehículo nos vemos obligados a pasar la noche en una explanada, completamente solos, mientras nos traen un nuevo vehículo desde… ¡Johannesburgo! (A más de 1300 kilómetros). Tratamos de esquivar una noche cerrada alrededor de una hoguera y entonces las hienas empiezan a llamarse las unas a las otras. De hecho una de ellas se aproxima a un metro del grupo antes de esconderse de nuevo, atraída por las luces, el ruido y, sobre todo, el olor de la comida. Con las linternas frontales vemos varios pares de ojos y decidimos quedarnos dentro de la tienda de campaña que habíamos montado y no salir por nada del mundo. Durante la madrugada un grupo de elefantes se acerca a la explanada, mientras echa abajo algunos árboles. Ni que decir tiene que, si lo estoy contando ahora, es que todo salió bien, pero creo que no he pasado más miedo en toda mi vida. A la mañana siguiente una enorme boñiga de elefante apareció a escasos tres metros de la tienda de campaña. Para un elefante africano de más de cinco toneladas de peso, pasar por una tienda como la nuestra habría sido como pisar una caja de cerillas.
Si os llama la atención esta historia no os perdáis el artículo titulado «Noche de hienas» y todo lo que vivimos aquellos días en un safari organizado por nuestra cuenta en Botswana.
+ El día que oculté a mi familia que iba a entrar a Corea del Norte lo viví con bastante intensidad. Era 2008 y en la República «Democrática» Popular de Corea estaba aún de presidente Kim Jong Il, el padre del actual dictador del país, Kim Jong Un. Se había alcanzado un acuerdo con Corea del Sur para desarrollar una zona de la hermética nación del norte próxima a la frontera llamada Kaesong, de ahí que en Hyundai tuvieran varias plazas diarias para visitar la ciudad y sus alrededores cruzando la frontera más militarizada del planeta, la DMZ. Escribí a una agencia coreana que ahora no existe y pedí formar parte de uno de esos viajes de 24 horas en Corea del Norte. Rellené mil formularios, envié mi pasaporte y la contestación final la recibí estando ya en Seúl dos días antes de la fecha que me aprobaron. Aquel día en Corea del Norte tuve que dejar de manera obligada mi teléfono móvil en una taquilla de la frontera sur y, por miedo a preocupar a mis padres, no les conté nada, sino que mi idea era llamarles al día siguiente.
Sin duda viví una experiencia increíble en un país bastante opaco y sólo visitado en compañía constante de agentes gubernamentales (uno no puede ir por su cuenta como el que viaja a Londres) Aunque en mi expedición formó parte la plana mayor de Hyundai Asan, que se estaba ocupando de la construcción del complejo industrial de Kaesong, incluido su presidente, Yoon Man-jun, con quien tuve una larga conversación mientras subíamos a un precioso templo budista (protegido dentro del Patrimonio de la Humanidad UNESCO). Al parecer un soldado norcoreano había disparado a una turista apenas una semana antes y se había formado bastante revuelo. Poco después se suspendieron los viajes a Kaesong, la única manera de entrar por tierra a Corea del Norte desde Corea del Sur.
+ Cuando estuve alojado en la casa del mayor couchsurfer del mundo en Dublín. En la capital irlandesa un tipo llamado Rory, era famoso por tener a gente siempre en casa. Me refiero a gente de couchsurfing, ya sabéis, ese servicio en el que la gente presta su sofá o espacio para dormir de manera totalmente gratuita con objeto de conocer a otras personas, aprender idiomas, etc. Había hecho couchsurfing antes, pero lo de Rory no era normal. En un año podía alojar en su casa de manera totalmente gratuita a más de mil personas (dato completamente cierto). De hecho, cuando yo fui con otros dos amigos, había lo menos ocho personas más en la casa de un curioso y entregado personaje, que no se conformaba con ofrecer su techo, sino que además se incorporaba a las cervezas de Temple Bar, te iba a buscar al aeropuerto o te preparaba algo para cenar o desayunar. ¡Grande Rory! Desconozco qué habrá sido de él o si continúa con su afición a hospedar viajeros de todo el mundo.
+ Comprando dinamita para regalo. Cuando se visitan las minas de Potosí en Bolivia, las cuales llevan cerca de cinco siglos funcionando de manera ininterrumpida desde su puesta en marcha en la época colonial (ya se sabía que el conocido como «Cerro Rico» albergaba plata pero no se explotaba), es costumbre regalar algo a los mineros que están trabajando en su interior. Hay quien, antes de acceder a las minas, compra hojas de coca (con muchos beneficios para la salud y, sobre todo, para el mal de altura) mientras que otros llevan alguna botella de licor con la que ayudar a sobrellevar las penas (muy mala idea porque el índice de alcoholismo en los mineros es muy elevado). Pero cuando nos contaron que la mayor parte de los trabajadores tenían que costearse su propio material para seguir excavando en las profundas galerías de Potosí, me decidí a comprar en el mercado (como el que compra un kilo de manzanas) dinamita y un detonador para que pudieran tener material con el que desarrollar su labor. En esta ciudad boliviana se venden los explosivos para las minas sin ninguna cortapisa y a cualquiera puede hacerse con ellos.
De ese modo, tras una travesía claustrofóbica y poco soportable para quienes no hemos pisado una mina en nuestra vida, entablamos una larga conversación con unos simpáticos mineros en las profundidades de Potosí. Allí les entregué la bolsa de dinamita que llevé conmigo en la mochila y ellos nos invitaron a un trago de alcohol puro con el que brindar a la Pachamama (Madre Tierra), su protectora en aquellas condiciones tan difíciles. De fondo, mientras tanto, se escuchaban las explosiones que se estaban dando en otras galerías cercanas.
+ Sanguijuelas en un tren de Ceylán. Cuando viajé a Sri Lanka no quise perderme la oportunidad de recorrer, al menos, una pequeña parte del país en esos ferrocarriles antiguos de la época colonial británica que todavía siguen funcionando. La zona conocida como de las Tierras Altas, donde las mujeres tamiles recolectan hojas del que para muchos está entre los mejores tés del mundo, regala unos paisajes soberbios donde las infraestructuras se quedaron ancladas en pleno siglo XIX. Y el viaje en tren desde Kandy a Nuwara Eliya o de Nuwara Eliya a Ella, es uno de esos imprescindibles cingaleses que uno no puede dejar de recomendar. Habíamos conseguido billetes en el observation saloon, el vagón de primera clase con grandes ventanales para contemplar mejor el panorama o fotografiarlo, tras dos largas jornadas de negociación con el jefe de estación de Kandy, que siempre se queda con algunos tickets para revender a turistas y sacarse un sobresueldo. Pero eso no quitó para que en mitad del camino, próximos a un pueblo llamado Nawalapitiya (no se me olvidará mientras viva), el tren sufriese una avería que requirió de bastante tiempo para que vinieran a arreglarlo. Yo aproveché para bajar del tren y fotografiarlo desde otra perspectiva. Todo iba a pedir de boca hasta que sentí pequeños pinchazos en mi pierna derecha. Cuando miré qué era vi una sanguijuela escalando por mi gemelo. No os podéis imaginar el asco que sentí en ese momento. Subí al tren a por algo, aún no sé el qué, con el que quitarme aquel repulsivo gusano de color negro que se estaba poniendo las botas a mi costa.
Lo peor fue cuando en el vagón me diera cuenta de que eran más los huéspedes que me estaban bebiendo sangre. Uno de ellos incluso había tenido el tiempo de subirse al trasero. En el baño de tren me los fui quitando a pesar de que no se recomienda porque la cabeza se puede quedar dentro de la piel. Utilicé la hebilla del cinturón y con paciencia, resignación y bastante asco, llegué a arrancar de mi piel las seis sanguijuelas que habían aumentado su tamaño en apenas unos minutos. Dicen que lo que es un gusanillo minúsculo puede volverse como un dedo pulgar de beber sangre ajena, normalmente de animales del campo. Aquella jornada de parón ferroviario me tocó a mí. Aún no puedo quitarme de la cabeza la imagen de aquellos bichos inmundos subiendo posiciones por mi cuerpo. Os aseguro que si me vuelvo a quedar tirado con un tren, se va a bajar a tomar fotos Rita la cantaora.
Vídeo con las impresiones segundos después del momento sanguijuelas. ¡Lo peor de todo es que aún no sabía que faltaba una sexta!
¡Próximamente más historias en Querido anecdotario viajero!
Esta sección titulada Querido anecdotario viajero ha venido para quedarse. Y es que he dejado muchas más anécdotas en el tintero que irán para próximos relatos. Os aseguro os encantarán como estas que acabáis de leer (o más).
+ Ya disponible: 2ª parte de Querido anecdotario viajero y 3ª parte de Querido anecdotario viajero.
¿Queréis participar en Querido anecdotario viajero?
Enviadme vuestras mejores anécdotas y las publicaré en capítulo especial. Basta con un párrafo o dos como máximo. Este es el correo al que debéis hacer llegar las historias:
¡¡Salud y viajes!!
Sele
+ En Twitter @elrincondesele
2 Respuestas a “Querido anecdotario viajero”
Recuerdo estar leyendo tu post sobre las Tierras Altas de Sri Lanka poco antes de llegar allí. Durante nuestra estancia en Ella hicimos el trekking por las vías del tren que lleva hasta el Nine Arch Bridge. El recorrido era una pasada, aunque viendo las fotos después en todas salimos con los calcetines metidos por dentro del pantalón… ¡Qué mal rollo me dan las sanguijuelas! Gracias por el consejo : P
Esta sección me da a mí que va a dar para mucho, ¡un abrazo Sele!
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